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Socorro, mi hija ha recibido demasiados regalos

Socorro, mi hija ha recibido demasiados regalos

Créanme que no soy un monstruo que piensa en cercenar la alegría preadolescente de mi hija. Al contrario, soy el primero en desearle todo el bien que en este mundo pueda recibir, es sólo que no pienso que tener muchos regalos sea bueno para ella, ya ven que soy un padre probablemente atrasado y poco acorde con estos tiempos de intenso consumo que corren. Estoy absurdamente convencido de que no es más feliz el niño que más juguetes tiene, ni el que más manifestaciones amorosas en forma de alegría presupuestaria recibe. Y el caso es que no sé cómo abordarlo, ni seguramente tiene solución. No es que rete a los lectores a ofrecerme una, es que se lo suplico encarecidamente.

Pienso que un número limitado de regalos le vendría mucho mejor a largo y corto plazo, sabría valorar aquello que posee y el esfuerzo necesario para conseguirlo. Y le sería más fácil acordarse de quienes no los tienen y solidarizarse con ellos. Acostumbrarse tanto a esta sobreabundancia material como a lo fácil de su obtención no puede ser bueno para nadie, especialmente para alguien que todavía no ha posee el complejo mundo de criterios éticos y morales elaborado por la sociedad adulta.

 

Permítanme caer en el lugar común de afirmar que la vida no es fácil, que hay que luchar para conseguir una serie de objetivos que todos necesitamos, que hay que ser merecedores de todo aquello cuanto poseemos y que aún así, siendo merecedor de muchos bienes materiales o no, con frecuencia no los conseguimos. Y una vez soltado el tópico tan justo como inevitable, pregunto: ¿Cómo puedo conseguir que mi hija lo aprenda, lo interiorice y viva conforme a estos valores si ella está experimentando lo contrario?

 

Permítanme un ejemplo ocurrido ya hace unos años, cuando no era más que una niña. En casa siempre pensamos que un determinado tipo de muñecas, ésas que los publicitarios nos presentan ya adultas, esbeltas y sofisticadas, no ofrecían el modelo de juego infantil que nosotros estimábamos apropiado. Pues hasta diez llegó a tener. Diez, digo bien. Como es obvio ninguna se la regalamos sus padres sino los vecinos, los amigos, los familiares y hasta algún cliente agradecido. No es ya que esa muñeca estúpida fuese inapropiada, que lo era y lo sigue siendo, sino que ¿cómo va una niña a valorar los bienes materiales que posee si parecen crecer por generación espontánea en su habitación?

 

No, escondérselas, quitárselas, no es lo apropiado, no. Y lo de menos es que el tío o el vecino que le hizo tan absurdo regalo le pregunte luego a la infeliz criatura si juega mucho con la dichosa muñeca. Una vez hecho el regalo el problema es insoluble, la niña siempre sabrá que hay más muñecas y que el canalla de su padre no se las quiere entregar.

 

Y con esto llegan los Reyes, no sé si necesito hacer la salvedad de que este inconfesablemente carca padre defiende a los Reyes Magos por encima del cocacolero Papá Noel. Y con los Reyes llegan los regalos imprescindibles de los amorosos padres, pero también de los tíos de ambos lados familiares. Y de los primos. Y de los amigos, al menos de los más íntimos. Y no vale que digas nada. Año tras año ellos se defienden repitiendo la misma apostilla que además es muy razonable y fácil de entender: Todos tienen el mismo derecho a ofrecerle regalos y manifestarle su cariño. Lo sé, lo sé, es verdad. ¡Cómo no, si yo también les hago regalos a sus hijos y me considero afortunado por ello! ¡He aquí la flagrante contradicción!

 

A mí me gustaría que mi hija creciera educándose en un ambiente de sobriedad, de esfuerzo, donde los bienes materiales tuvieran su importancia justa, pero nunca fuesen en sí mismos un objetivo fundamental de la vida, ¡ya ven que soy impertinentemente absurdo!

 

Por favor, aconsejen a este acomplejado padre.

 

Pedro de Hoyos

Diario Siglo XXI, 10 de enero de 2007

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