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EL AÑO DEL GALLO. La invención de China

EL AÑO DEL GALLO. La invención de China

China se ha despertado y el mundo tiembla. Tiembla porque nuestra idea de China remite a su realidad y no es la primera vez que eso ocurre. Con frecuencia los observadores occidentales de China han manifestado un don singular para verla tal como no es. Y los dirigentes chinos, desde el Imperio hasta el Partido Comunista, un gran talento para engañar a los occidentales.

¿La potencia china hundirá a Occidente? La realidad es que el peso del conjunto de la economía china supera apenas al de un solo país de Europa como Italia o Francia y que China sigue siendo una de las naciones más pobres del mundo. El mundo tiembla porque imagina a China mejor de lo que la conoce; es una larga historia.

Hace cuatro siglos, cuando los jesuitas de Italia y Francia descubrieron China, lo que no vieron allí fue muy notable; a juzgar por sus relatos, que han fijado de modo duradero la imagen de China en la percepción europea, los chinos no tenían religión y estaban gobernados por un emperador filósofo. En Las cartas edificantes y curiosas, best-seller de 1702 y obra de jesuitas franceses, el pueblo chino aparece descrito como una masa informe y supersticiosa; pero a nuestros viajeros los mandarines, adeptos de Confucio, les parecieron letrados exquisitos. Esa China mayormente soñada impresionó tanto a los filósofos de las Luces, Leibniz y Voltaire en particular, que desearon también para Europa el beneficio de un despotismo ilustrado y de una moral sin Dios; el Ser supremo de Voltaire lleva un gen chino (...) La China real había sido suplantada por cierta idea de China y se había fundado la sinología como una ideología.

¿Y la verdadera sociedad china? Estaba en otra parte, en el pueblo sometido a las exacciones de mandarines no siempre seleccionados mediante oposiciones y a veces corruptos. ¿Y el confucionismo? A menudo se soportaba como una ideología anticlerical, totalmente opuesta a la devoción popular por Buda y los inmortales taoístas. ¿Y el emperador? Si las dinastías de China fueron percibidas como legítimas, ¿cómo explicar que se sucedieran veintiséis, separadas por otros tantos golpes de Estado, hasta la revolución republicana de 1911? ¿Pero quién se interesa por esta China auténtica? Hasta estos últimos años, la mayoría de los trabajos universitarios franceses han estado dedicados a la "filosofía confucionista" y a las costumbres de la corte y poco a la sociedad contemporánea.

Voltaire.Aunque lentamente, esta preferencia por los mandarines, en la misma línea que los jesuitas y Voltaire, va cediendo. Desde hace apenas una generación se enseña chino como cualquier lengua viva, con otras perspectivas que no sean las de convertirse en sinólogo. Economistas, juristas y sociólogos se aventuran por fin a viajar a China como si se tratase de un país normal. ¡Porque es un país normal! Pero sus trabajos no han sustituido todavía en nuestras mentes a la China imaginaria por chinos concretos.

(...)

Esta primera "invención" de China fue de inspiración conservadora; a partir de la década de 1970, la segunda será "progresista" pero mucho más realista. Los jesuitas que soñaban con la evangelización universal y un soberano filósofo habían descubierto ambas cosas en Pekín. Nuestros proclamados intelectuales deseaban la revolución igualmente universal y un guía genial; ¿dónde los habrían buscado sino en Pekín?

De viaje por China, tres siglos después que los jesuitas fundadores, los escritores Roland Barthes, Philippe Sollers y Jacques Lacan, entre muchos otros de su tribu, tampoco lograron ver nada. En plena guerra civil, llamada "gran revolución cultural", Maria- Antonietta Macciocchi, considerada una autoridad intelectual en Italia y Francia, escribió: "Después de tres años de desórdenes, la revolución cultural dará comienzo a mil años de felicidad". Nuevos filósofos, como Guy Lardreau y Christian Jambet, descubrieron en Mao una resurrección de Cristo y en el Pequeño libro rojo una reedición de los Evangelios; su enfoque metafórico del maoísmo era la exacta simetría de la interpretación del confucionismo por los jesuitas, un viaje alrededor de lo imaginario. Jean-Paul Sartre, siempre sensible a la estética de la violencia, fue evidentemente maoísta sin siquiera tener necesidad de ir a China. "Un tonto sabio es más tonto que un tonto ignorante", escribía Molière.

No todos se dejaron engañar por esta segunda "invención" de China. En [la] década de 1970, el escritor belga Pierre Ryckmans, alias Simon Leys, y René Viénet, cineasta y autor de la película Chinois, encore un effort pour être révolutionnaires! (una representación en imágenes de la propaganda maoísta), (...) advertían que hasta la bahía de Hong Kong llegaban cadáveres atados unos a otros arrastrados por el Río de las Perlas. Tampoco faltaba información escrita sobre las masacres para quienes quisieran consultarla; pero en ella se mostraba la China real, lo cual hacía que su objetivo y su denuncia del maoísmo fuesen menos oportunos que las fantasías jesuita-izquierdistas.

En 1971 René Viénet y Chang Hing-ho publicaban en su colección, la Bibliothèque Asiatique, Los trajes nuevos del presidente Mao de Simon Leys, convertido más tarde en un clásico del análisis de la dictadura maoísta. Por lo tanto, igual que en los tiempos del gulag soviético y de los campos de la muerte nazis, era imposible ignorar los crímenes maoístas en el mismo momento en que se cometían.

Stalin y Mao Zedong.Sin duda, en la década de 1970 había que ser "maoísta", de la misma manera que en el siglo XVIII Europa enloquecía por los objetos chinos (moda inocente) y a mediados del XX fue compañera de viaje del estalinismo. En la actualidad, sin que las cosas hayan cambiado demasiado, asistimos a la tercera "invención" de China.

¿Las delegaciones de hombres de Estado y empresarios que se suceden en Pekín ven China mejor que los jesuitas de anteayer y los intelectuales progresistas de ayer? Seguramente no. Los motiva el interés, ya se trate del beneficio o de la razón de Estado, ¿pero no sucedía lo mismo con los jesuitas? Los intereses no hacen forzosamente clarividente. Igual que los intelectuales progresistas de la década de 1970, esos viajeros, una generación más tarde, conservan el sentimiento de que visitar China no es algo corriente, que conviene no juzgar a esta nación según los mismos criterios que se aplican a otro país de Asia, aunque sea un vecino como Corea o Japón.

Un cierto arrobamiento se apodera siempre de las delegaciones occidentales que visitan Pekín, sentimiento alimentado por los anfitriones comunistas, ases de la puesta en escena como lo fueron los emperadores y Mao Zedong. Causa perplejidad este abandono del espíritu crítico por parte de los funcionarios occidentales que visitan China; este país no es más "exótico" que África o la India, y desde hace unos veinte años lo es incluso menos. Pero la Gran China de fantasía todavía oculta la China real. Las delegaciones actuales, como los jesuitas de anteayer, sólo se relacionan con la corte y sus mandarines; sólo que los de hoy en día son menos refinados que los de no hace mucho tiempo atrás: los dirigentes comunistas se muestran brutales en su manera de ser y de dirigir el país.

En descargo de los visitantes apresurados, debe señalarse que la China real es vasta, existen regiones prohibidas, la información está censurada y los interlocutores se muestran reticentes o se hallan bajo control. Se ha llegado a conceder a los chinos autorización para expresarse a título individual, para criticar el régimen, con la condición de que esa información no circule y no se organice. Fuera del Partido Comunista está prohibida toda organización que no tenga carácter comercial, de la índole que sea: social, religiosa o cultural. Y los organizadores suelen terminar encarcelados sin juicio previo.

La China real, la que habitan los chinos, está en manos de un Partido siempre totalitario, de sus oficinas de Seguridad, de su departamento de Propaganda. Ésta es, con mucho, la administración más eficaz del país; los extranjeros se nutren de lo que ella les suministra: estadísticas económicas no verificables, elecciones amañadas, epidemias disimuladas, supuesta paz social, supuesta ausencia de toda aspiración a la democracia, etcétera.

Escuchando a los chinos reales

¿Qué piensan los chinos, los que integran ese 95% que no pertenece al Partido Comunista, los mil millones que siguen siendo espíritus libres y campesinos pobres? En un país totalitario no es posible medir la insatisfacción, la oposición, el odio hacia el Partido. Pero está permitido entrevistarse con individuos lo bastante valientes como para expresar su deseo de libertad, y eso es lo que hemos hecho nosotros; la investigación requiere tiempo y esfuerzo, pero no resulta imposible.

Los periodistas, sociólogos y economistas que emprenden esta tarea llegan a la misma conclusión: los chinos no quieren al Partido Comunista; la inmensa mayoría desea otro régimen menos corrupto, más equitativo. La proporción de los que se benefician del desarrollo económico es tan escasa que suscita en la gran masa de los chinos un sentimiento de profunda injusticia más fuerte que la esperanza de progresar.

He dedicado un año, el Año del Gallo según el calendario chino, de enero de 2005 a enero de 2006, a escuchar a esos chinos de espíritu libre. ¿Escuchar no es lo menos que se puede hacer? Algunos se exponían a riesgos por hablar conmigo, mientras que yo no corría ninguno. Para esos hombres y mujeres amantes de la libertad –a los que he dado preferencia en esta investigación–, la colusión de los Gobiernos occidentales con el Partido Comunista es incomprensible. A menudo me han preguntado cómo hemos podido olvidarnos tan rápidamente de la masacre de Tiananmen. Ni siquiera han entregado a las familias los cuerpos de las víctimas. ¿Dudamos acaso de que el Partido, si se sintiese amenazado, no volvería a recurrir al ejército?

¿Sabemos que en toda China se alzan revueltas de campesinos en las zonas rurales y de obreros en las fábricas contra el Partido? ¿Desconocemos que se reprime a las religiones, que miles de sacerdotes, pastores y seguidores de tal o cual culto son encerrados sin juicio previo en "centros de reeducación mediante el trabajo"? ¿Somos o no sensibles al abandono sin ninguna atención de cientos de miles de víctimas del sida, a la suerte de varios millones de jóvenes campesinas condenadas a la prostitución para –entre otras cosas– atraer a los inversores extranjeros? (...)

¿Sabemos que, después de la corrupción y el "choriceo", a los asalariados de las empresas extranjeras instaladas en China sólo les quedan cien euros al mes? ¿Conocemos la cantidad de miles de millones que los cuadros del Partido roban a los inversores extranjeros y a los trabajadores chinos para invertirlos fuera de China, donde a menudo se encuentran ya sus familias para precaverse con anticipación ante la posibilidad de un golpe de estado?

No sería conveniente eludir estos interrogantes, suponer que se trata de cuestiones internas de China, puesto que el destino de ese país depende en gran parte de las decisiones que se toman en Occidente. Sin las inversiones extranjeras y sin la importación de productos chinos, el desarrollo del país se interrumpiría; las empresas extranjeras realizan el 60% de las exportaciones de China; la supervivencia del Partido Comunista se debe a la relación privilegiada que mantiene con quienes toman las decisiones en Occidente. Esto explica el fervor con que el departamento de Propaganda se dedica a seducir o a comprar a la opinión pública occidental.

La Realpolitik de Occidente hacia China es evidentemente inmoral. ¿Pero por lo menos resulta útil a sus intereses? La "invasión" de los productos chinos inquieta, pero (...) no es la amenaza más peligrosa. Esas importaciones a bajos precios mejoran nuestro nivel de vida; destruyen determinados empleos pero, como toda división internacional del trabajo, obligan a nuestras empresas a ser más innovadoras. Es posible hacer frente a este desafío. El verdadero riesgo de la buena camaradería mantenida con el Partido Comunista es otro: permitimos a un Estado totalitario construir un arsenal que tendrá un gran peso sobre los vecinos de China, sobre Asia y el resto del mundo.

Si nadie amenaza a China, ¿por qué el Partido desea convertirla en una potencia militar? ¿Cuál es la utilidad de los setecientos aviones de caza y de las armas nucleares, capaces de alcanzar no sólo Taiwán, también Japón, Corea y Estados Unidos? ¿Y, más inmediatamente todavía, la de cientos de misiles de alcance medio cuyo objetivo es la población de Taiwán desde las montañas de Fujian y de Jiangxi?

Se adivina la ambición del Partido. Lo peligroso para los chinos y el resto del mundo es el Partido, mientras que los chinos reales, como todos los seres humanos, aspiran a la tranquilidad y no amenazan a nadie. Pero existe una alternativa: es posible ayudar a los demócratas chinos. El Partido Comunista, dependiente de los inversores extranjeros, será particularmente vulnerable en los años que nos separan de los Juegos Olímpicos en Pekín. El Partido vive con la esperanza depositada en esos Juegos, en los que ve una consagración, y con el temor de que un accidente los amenace (revuelta popular, epidemia, etcétera).

Vienen a la memoria dos antecedentes que subrayan la importancia de los Juegos de 2008; en 1936, en Berlín, los Juegos Olímpicos consagraron la ideología nazi; en 1988, en Seúl, abriendo Corea al mundo, inauguraron su democratización. ¿Pekín 2008 será Berlín o Seúl? Eso depende de los occidentales: ¿seguiremos embobados con la Gran China o compartiremos nuestros valores de libertad con los chinos reales?

El momento es oportuno para ejercer presiones sobre el Partido Comunista: que deje de encarcelar a los demócratas y a los religiosos en China, que se permita el regreso de los exiliados políticos, que sea posible invocar ante los tribunales los derechos humanos establecidos en la Constitución china, que se autorice a los partidos de oposición y que se libere la información de la tutela del departamento de Propaganda. Como propone Hu Ping, el demócrata exiliado en Estados Unidos: "Esto es todo lo que le pedimos al Partido que haga; no le pedimos nada más".

Y ya que los dirigentes comunistas están tan seguros de su popularidad, que la sometan a la prueba del sufragio universal. Sería útil que los occidentales se lo pidiesen, tal como lo exigían, por ejemplo, en Sudáfrica en la época del apartheid.

(...)

Si pudiesen expresarse, los chinos exigirían ser libres. ¿Por qué estarían satisfechos de ser oprimidos por el Partido Comunista? ¿Amarían la tiranía, a diferencia de todos los demás países? En Occidente, nuestros prejuicios, nuestros intereses económicos y diplomáticos se conjugan con la propaganda de los dirigentes comunistas para hacernos creer que la democracia en China sería una aberración, o que es demasiado pronto para pensar en ello, incluso que la democracia sería contraria a la civilización china. Pero los chinos, que son ciudadanos de nuestro tiempo tanto como lo son de su país, saben qué es la democracia; han sufrido lo suficiente las exacciones del Partido Comunista como para desear ante todo su salida del Gobierno.

¿No agradecerían al Partido que redujese su dominio sobre la sociedad? Es verdad que están menos tiranizados desde que se les ha devuelto el derecho a vivir en familia, a elegir su estilo de vida y, para una minoría de ellos, a enriquecerse. Pero el pueblo sabe en qué medida sigue sujeto a la voluntad del Partido, expuesto a sus cambios de humor y a sus luchas de facciones; en el barrio, en el pueblo, en la empresa, todo individuo sigue estando a merced del jefe local. Si los chinos pudiesen, arrojarían a esos aparatchiks al basurero de la historia. No pueden hacerlo, y sin embargo algunos lo dicen, lo cual exige de su parte una valentía inaudita.

En Occidente, a esos demócratas los llamamos "disidentes". El término es simplista; esos disidentes no son marginales, sino los portavoces del pueblo chino. Desde que China está bajo la autoridad del Partido Comunista, estos heraldos de la democracia se turnan de una generación a otra. Siempre se recurre a los bombos del Partido para cubrir sus voces, pero aquí nos proponemos escucharlas. Sostendremos que son la honra de China y tal vez su futuro.

(...)

En lugar de un libro sobre China, lo que aquí se ofrece no es más que una selección de entrevistas, a lo largo del Año del Gallo, con chinos inflexibles; consideré que dedicar un año a escuchar a los demócratas de China, rebeldes que se enfrentan a la tiranía, era el menor de los deberes, además de una manera de no volver a caer en la fascinación por los tiranos que a veces se apodera de Occidente.

 

 

Por Guy Sorman

NOTA: Este artículo es una versión editada del prólogo del libro de GUY SORMAN EL AÑO DEL GALLO. CHINOS Y REBELDES, que acaba de publicar la editorial Gota a Gota.

 

Libertad Digital, suplemento Fin de Semana, 12 de mayo de 2007

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