España, nación de ciudadanos libres e iguales
Los españoles volvemos a estar inquietos por el futuro de nuestra nación. Parece como si España padeciera un siniestro maleficio y estuviéramos condenados a replantearnos una y otra vez lo que fuimos, lo que somos y lo que queremos ser. Presumimos, y con razón, de ser uno de los países más prósperos del mundo. Hemos alcanzado cotas de bienestar inimaginables hace unas décadas. Somos la octava potencia industrial, al menos según las estadísticas. Disfrutamos de un régimen de libertades fruto de la voluntad de concordia y entendimiento de nuestro pueblo. Llevamos 30 años de democracia ejemplar. Y, sin embargo, los gérmenes de la disgregación y el desencuentro han anidado entre nosotros. ¿Qué nos ocurre?
Somos la nación más antigua de Europa. Pronto se cumplirán 500 años de vida en común. En todo este tiempo ha habido momentos de gloria de los que podemos sentirnos orgullosos. Pero cuando nuestra estrella declinó en el concierto europeo, nos aislamos del mundo exterior y vino un largo periodo de discordia interior. La memoria histórica nos recuerda terribles episodios de enfrentamiento civil. Entre 1808 y 1936 fueron demasiadas las veces en que los españoles tratamos de resolver nuestras contiendas políticas a garrotazos.
Todo ese triste pasado creíamos haberlo enterrado en 1978. El Rey Juan Carlos, a la cabeza del pueblo español, y la nueva clase política de la democracia demostraron que se había aprendido de los errores del pasado. Hubo acuerdo en la forma de gobierno -la Monarquía parlamentaria-, en los símbolos nacionales -la bandera-, en la plena subordinación del Ejército al poder civil, en la separación de la Iglesia y el Estado, en la garantía de los derechos y libertades fundamentales -entre ellos, la libertad de enseñanza-, en la economía social de mercado y, por último, en la sustitución del viejo centralismo por un Estado autonómico compatible con la igualdad básica de todos los españoles. Recuperamos así la confianza en nosotros mismos y en la capacidad de nuestra nación para transformarse en una sociedad moderna y avanzada. Poco a poco, nuestro prestigio creció en un mundo cada vez más globalizado e interdependiente, y después de ingresar con fuerza y determinación en la Europa unida salimos del rincón de la Historia.
La unidad de España, lejos de toda imposición, se convirtió en el fundamento del orden constitucional democrático. Todo el edificio institucional del nuevo régimen democrático, comenzando por la Monarquía parlamentaria, se asienta en ella. La unidad nacional ha sido la clave de la estabilidad política y del progreso económico, social y cultural de la nación española en las últimas décadas.
Sólo un grupo de españoles, herederos de lo peor de nuestro pasado, siguió enfrentado a la voluntad popular y a los anhelos de libertad. Cuanto más avanzaba la democracia, más nos golpeaba el terrorismo criminal de los últimos totalitarios de nuestro país. Después de 30 años asistimos todavía a los últimos coletazos de quienes se creen legitimados para matar en nombre de una nación que sólo existe en su imaginación calenturienta y enloquecida.
No contábamos, sin embargo, con que ciertos nacionalismos iban a aprovecharse de una ley electoral, llena de buena voluntad pero manifiestamente injusta, para condicionar la vida política española. Digo injusta porque no tiene sentido que en el Congreso haya formaciones políticas nacionales con casi un millón y medio de votos que sólo cuente con un minúsculo grupo parlamentario mientras partidos nacionalistas, numéricamente insignificantes en el conjunto nacional, constituyen poderosos grupos parlamentarios, lo que les ha permitido imponer su voluntad al gobierno de turno si no está sustentado por una mayoría absoluta difícil de alcanzar.
No contábamos tampoco con que ciertos gobiernos nacionalistas acabaran haciendo uso y abuso de sus profundas competencias autonómicas para imponer su peculiar visión de la Historia y, so pretexto de promover las lenguas vernáculas, hayan implantado auténticas barreras lingüísticas que amenazan con convertirse en fronteras políticas capaces de hacer saltar por los aires el fundamento mismo de la Constitución.
Resulta paradójico que el lehendakari Ibarretxe presuma ante el Parlamento vasco de que la renta per cápita del País Vasco supera en un 28% a la media europea y de que los niveles de calidad de vida alcanzados son los más elevados de toda su Historia, para, a renglón seguido, plantear un nuevo desafío al Estado con el anuncio de la convocatoria de un ilegal referéndum secesionista. Y no menos esperpéntico es que el presidente vasco proclame que la única Constitución de su «país» son los imaginarios «derechos históricos» de un País Vasco que nació políticamente a la Historia en virtud del Estatuto de Guernica, anclado en la Constitución española de 1978, gracias a la cual el pueblo vasco ha podido llegar hasta donde está.
En Cataluña, a la que muchos envidiábamos en otro tiempo por ser el lugar más europeísta y abierto de España, brotan grupúsculos, cada vez más agresivos y radicales, fruto del adoctrinamiento nacionalista, que para demostrar su odio a España queman retratos del Rey. Olvidan que bajo su reinado democrático y constitucional los catalanes han protagonizado la verdadera renaixença de sus instituciones de autogobierno. Es una lástima que el seny catalán haya hecho mutis por el foro. Mirar hacia otro lado, como lo hace buena parte de la clase política catalana, no sirve para resolver los problemas, sino para agravarlos.
Conviene recordar que en las Cortes constituyentes, y en nombre del nacionalismo catalán, Jordi Pujol defendió la Constitución por haber alumbrado un Estado fuerte y eficaz, compatible con la autonomía política de Cataluña. Y acabó diciendo que España no podía permitirse un nuevo fracaso colectivo.
Con ocasión de la celebración de la Fiesta Nacional del 12 de octubre, la propaganda gubernamental está empeñada en hacer creer a la opinión pública que el mensaje de «España se rompe» es un engaño a los españoles lanzado por espurios motivos electorales. Olvida el presidente Zapatero que el nacionalismo secesionista pone en marcha un proceso a medio o largo plazo avanzando siempre hacia la puerta de salida a nada que se lo permita la ingenuidad o la debilidad de los gobiernos de «Madrid».
En este último sentido, lo ocurrido en esta legislatura no puede ser más negativo. Se ha despojado al Estado de competencias vitales para mantener la cohesión nacional y la igualdad básica de los españoles. Se han introducido elementos soberanistas en el Estatuto catalán y se tiene a Cataluña por nación. Se ha negociado con ETA y se ha transmitido la idea de que esa ensoñación llamada Euskal Herria podría ser reconocida como nación, aunque en el último minuto y por razones electoralistas se hubiera puesto freno y marcha atrás. Se ha llegado al asombroso extremo de proclamar ante el Parlamento europeo que el «final dialogado» es la única forma de resolver el «conflicto vasco». Todo eso han sido cargas de profundidad que el buenismo del presidente intenta ahora desactivar al menos hasta después de las próximas elecciones, excepción hecha de la desdichada recuperación de la memoria histórica con orejeras de izquierda.
Aún estamos a tiempo de evitar un nuevo fracaso colectivo. España debe ser ajena a la dialéctica izquierda-derecha. Si el presidente Zapatero fuera sincero, debería convocar al líder de la oposición para reivindicar juntos el espíritu de la Transición y asumir la defensa de la unidad nacional, de la Monarquía de todos, de los símbolos de la nación; en suma, de la Constitución. No estaría de más una gran convención constitucional para reforzar los factores de cohesión y garantizar que somos una gran nación de ciudadanos libres e iguales.
Jaime Ignacio del Burgo es diputado de UPN en el Congreso.
EL MUNDO, TRIBUNA LIBRE, 12 OCTUBRE DE 2007
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