Giussani
He hablado de simpatía, que no excluye la admiración, porque determinadas circunstancias biográficas de monseñor Luigi Giussani me lo hacen entrañablemente cercano. Nacido en 1922, pertenecía a la misma generación que mis padres y mi tío cura (que fue, como él, prelado honorario); es decir, a la de los últimos europeos que, formados en una cultura católica y en una fe hogareña y sólida, vieron su tradición arrasada por la secularización compulsiva en una modernidad agonizante. Aunque su niñez transcurrió en una aldea, Don Giussani era hijo de la Italia industrial: un hombre del norte, del alfoz de Milán. Los lombardos son lo más parecido a los vascos que cabe encontrar en el viejo continente. Nuestros respectivos paisajes geográficos son distintos. No así nuestros paisajes culturales, configurados por la colisión tectónica entre tradicionalismo localista y modernidad cosmopolita: lo que llamaban los futuristas strapaese y stracittà y que aquí traduciríamos por ultracastizo y ultraurbano. Además, Don Giussani venía de una familia de artesanos de la madera, como lo fue la mía durante muchas generaciones. Su padre, un socialista con inclinación al anarquismo, era tallista y restaurador de muebles, profesión ya casi extinguida en la que uno de mis hermanos persiste heroicamente. Y comparto, en fin, con monseñor Giussani la experiencia impagable de sendas culturas familiares erigidas en torno al amor de la música.
De la amplia obra escrita de Don Giussani sólo conozco una parte mínima. Suficiente, sin embargo, para apreciar su grandeza y hondura. Es el suyo un planteamiento sorprendente, que parte de la tradición filosófica realista para entablar un diálogo con la modernidad literaria. Porque Don Giussani entendió que la literatura, más que la filosofía, es el idioma errático del deseo que nos constituye, y así, aunque recurre a Heidegger para ilustrar su concepción de la naturaleza como signo del ser; a Buber, cuando se refiere a la estructura abierta y dialógica del espíritu humano, o a Lévinas, si se trata de profundizar en el encuentro con la alteridad, muestra una clara preferencia por vérselas con los escritores, con Leopardi o con Eliot, con Milosz o con Kerouac. Firmemente anclado en la pretensión cristiana y con una confianza realmente conmovedora en la razón -una razón razonable, que integra la tradición, el sentimiento y la moralidad en la actividad cognitiva-, construye, desde un discurso ajeno a la apologética, un pensamiento riguroso y exigente, contrafigura de esas ruinas del asalto a la razón que hemos dado en llamar posmodernidad.
El parentesco entre el pensamiento de Don Giussani y el de Benedicto XVI no se debe tan sólo al Zeitgeist que marcó el pontificado de Juan Pablo II, en el que el propio Papa comenzó a hablar de la modernidad desde claves insólitas (una crítica de la modernidad progresista y totalitaria desde otra modernidad) sino a la estrecha afinidad intelectual y humana entre el teólogo milanés y Joseph Ratzinger. No creo equivocarme si afirmo que la problemática de ambos presenta bastantes similitudes con las de algunos autores judíos contemporáneos cuya crítica de la modernidad surgió de la necesidad de pensar el Holocausto. Como en el de Don Giussani, el concepto de acontecimiento ocupa un lugar central en el pensamiento de George Steiner, que ha defendido, en términos muy semejantes a los de aquél, la fruición de la obra artística como una forma de acceso a la presencia real del ser y la identidad de verdad y belleza. Tampoco anda muy lejos Alain Finkielkraut, con su lectura judía de Péguy.
Para mis amigos de Comunión y Liberación, Don Giussani es, por supuesto, mucho más que un pensador respetable.
Por Jon Juaristi
ABC, domingo 18 de febrero de 2007
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