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Porno subvencionado, muerte del arte, política de la estupidez

Porno subvencionado, muerte del arte, política de la estupidez La Junta de Extremadura ha pagado y promovido un libro de pornografía antirreligiosa. Su autor es el fotógrafo Montoya. Él dice que es arte. La Junta, también. No es verdad.

La historia tiene dos protagonistas: J.A.M. Montoya (Badajoz, 1953), fotógrafo, más conocido por sus exploraciones técnicas que por sus logros expresivos; Francisco Muñoz (también Badajoz, también 1953), político profesional desde los ochenta, socialista, consejero de Cultura del gobierno extremeño. Montoya ha concebido una serie de fotografías, Sanctorum, que combina imaginería religiosa y sexo explícito, representando a figuras relevantes del universo cristiano –santos, ángeles, la Virgen, el propio Cristo- en poses procaces, con penes erectos y vulvas expuestas. Muñoz ha sufragado, editado y prologado un nuevo libro del autor, In breeding, 1995-1998, donde aparecen esas fotografías. Ha saltado el escándalo. Con razón.

Mi admirado Carlos Herrera entrevistó al autor en Onda Cero. Las explicaciones de Montoya son de rima: "No son fotografías pornográficas –dice el artista-. A usted le parecen pornográficas… Pero ¿usted qué preparación tiene en el ámbito plástico? Usted no tiene formación para decir que eso es pornografía". Y el genio añade: "Cualquier fotógrafo que vea eso, lo que menos le sorprende es el contenido. Se va a fijar en otras cuestiones, por supuesto, inaccesibles para los neófitos en la materia". Al "neófito" Herrera hay que ponerle un monumento: a la Paciencia encarnada. Respecto a Montoya, es interesante subrayar ese tonillo de genio incomprendido, esa pose de talento ofendido que mira displicente a la plebe inculta. Es una actitud muy común entre los "artistas contemporáneos", que tantas veces parecen eternos adolescentes –por eso suelen ser tan insoportables.

Veamos: ¿esto de Montoya es arte? Psé. En realidad, cualquier representación sensible de una realidad física o psíquica puede ser definida como arte. Eso vale tanto para el cómic porno como para una tela de Rembrandt. A partir de ahí, sólo la perfección formal de la obra nos permite trazar jerarquías. Pero, precisamente por eso, la mera definición técnica del objeto-arte no nos lleva a ningún lado. Ante una realidad tan fluida, conviene tomar pie en otros terrenos algo más sólidos. Aquí intervienen la historia, la tradición cultural y, por supuesto, la filosofía y la ética. También la ley.

 

¿Quiere Montoya que interpretemos "su arte"? Sea. La representación directa de lo obvio, de lo evidente, siempre se ha considerado un rasgo de calidad inferior, y por eso se le tributa el adjetivo de obsceno. Un pene erecto o un coito no nos descubren nada que no sepamos; más aún, esas cosas nos ocultan todo lo demás, porque reducen el universo expresivo al órgano sexual. Por eso –por la irrelevancia de lo obvio- los griegos o los romanos, que tenían una vida erótica bastante aliviada, ignoraban la evidencia sexual y no consideraban arte la pornografía. Ésta quedaba reservada para los grafitis populares y las paredes de los burdeles, es decir, para aquello que jamás un griego o un romano llamarían "arte".

 

Montoya, en su web, exhibe una cita del "accionista" austriaco Otto Mühl y reivindica la obscenidad y la perversidad como "camino moral" para la "redención de la sociedad". Bueno, pero, ¿por qué? ¿Una página porno de Internet es también un camino moral para la redención de la sociedad? ¿Dónde está la diferencia? ¿Sólo en el uso del blanco y negro o en el tratamiento técnico de la imagen? Pero ésas no son cualidades determinantes: se trata de destrezas que el pornógrafo profesional puede aprender y aplicar sin cambiar lo más mínimo su mirada. Una obscenidad no se convierte en arte por el mero hecho de ser técnicamente correcta.

 

Respecto a ese Otto Mühl que Montoya cita con reverencia, conviene recordar que en 1991 fue juzgado y cumplió condena –íntegra- por abusos sexuales a menores. El "maestro" había creado una comuna en la que impuso una especie de despotismo sexual. En marzo de 2004, cuando la estupidez del mundillo del arte rescató su figura para rendirle homenaje, los periódicos publicaron los testimonios de sus víctimas. "A la edad de 10 años –contaba una de ellas- me metieron desnuda en una camisa de fuerza y me ataron los pies a una silla, con las piernas abiertas. Me puse a gritar y a escupir, así que me amordazaron". El canalla de Mühl vive hoy en otra comuna en Faro, Portugal. Por fortuna para las autoridades locales, el parkinson le ha dejado impotente. Amistades peligrosas, en todo caso.

 

¿Ante qué estamos? Dejémonos de pamplinas: es obvio que Montoya no ha perpetrado esta obscenidad para animar el debate sobre el arte contemporáneo, sino para provocar, molestar, irritar, indignar. Y, evidentemente, no irritar o indignar al poderoso –a Polanco, a Zapatero, al Rey, qué sé yo-, sino a quien se puede zaherir impunemente porque nunca contesta, porque aguanta todos los ultrajes, porque ha sido designado como pimpampum por el poder de nuestro tiempo y acepta las bofetadas con insólita resignación. O sea, los cristianos, vale decir: media España (por lo menos). Y no hay más misterio que ese en la "obra" de Montoya y en la subvención pública del cacique de turno.

 

Esto lleva el asunto a otro terreno que es el de la ley, el de lo público. Y aquí, a decir verdad, hay más delito, porque Montoya puede hacer lo que le venga en gana, pero pagarle las obsesiones sexuales con dinero ciudadano ya es harina de otro costal. La Junta de Extremadura ha protegido a Montoya, ha confirmado a Muñoz y ha dicho que las expresiones artísticas no tienen por qué coincidir con los gustos personales de los dirigentes políticos. Pero es que aquí no se trata de gustos personales, sino de gastos públicos. Y se pongan como se pongan, es inadmisible que con dinero público se sufrague una iniciativa expresamente dirigida a agredir a un amplio sector de la sociedad –sector que, por cierto, aporta ese mismo dinero público.

 

Hace algunas semanas la editorial Almuzara me publicó Los ocho pecados capitales del arte contemporáneo. De entre esos pecados, hay dos que encajan perfectamente en este asunto. Uno: el nihilismo, la carrera desenfrenada por destruir cualquier referencia sólida, estable. El otro: la sumisión a un poder que se concibe a sí mismo como subversión, la connivencia con el poder –el de verdad, el que manda- so pretexto de ruptura y progreso. En este episodio de Muñoz y Montoya se mezclan la voluntad nihilista de la cultura moderna y la prepotencia cursi de un poder que jalea la destrucción; el artista que nos escupe mierda y el guardia de la porra que protege al gamberro. Un ajustado retrato de nuestro tiempo. El rostro mismo de aquello contra lo que debemos resistir.

 

José Javier Esparza

El Semanal Digital, 16 de marzo de 2007

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