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REPRESIÓN Y “MEMORIA” HISTÓRICA

REPRESIÓN Y “MEMORIA” HISTÓRICA
Las guerras son situaciones extremas en que los bandos luchan por sobrevivir y no por meros éxitos electorales. Por tanto, empujan la conducta humana hacia los extremos del heroísmo o la entrega desinteresada de la vida en unos casos, y el crimen y las mayores bajezas en otros. La guerra española, como tantas, abundó en ambas conductas, pero parece como si hoy se quisiera centrar la atención solo en los aspectos más siniestros, en el terror desatado entonces. Y enfocándolo, además, de modo harto peculiar, como veremos, mediante una campaña tenaz, con grandes medios y subvenciones.

Esa campaña está logrando crispar considerablemente a la sociedad española, al recuperar una versión por desgracia propagandística y no historiográfica de la guerra civil, por lo que examinaré sus contenidos antes de entrar en sus motivaciones políticas. Puede decirse que empezó en serio con la publicación del libro Víctimas de la guerra civil, en 1999, coordinado por Santos Juliá, el cual recogía investigaciones previas de varios autores. La obra disfrutó de una publicidad muy intensa en los medios de masas, y vino a ser la fundamentación intelectual del movimiento luego llamado de “la memoria histórica”. Sus tesis básicas son:

a) El terror desplegado por el Frente Popular fue una respuesta al de los sublevados

b) Fue un terror popular y fundamentalmente espontáneo

c) Las víctimas del franquismo fueron muchas más (en torno al triple) que las causadas por el Frente Popular.

d) La responsabilidad última de los crímenes en los dos campos recae sobre los franquistas, que los provocaron al alzarse contra la legalidad republicana y democrática

Estos asertos recogen la propaganda izquierdista y separatista durante la guerra y tiempo después. De ser veraces, la represión izquierdista tendría todos los atenuantes –en rigor, no podría hablarse de crímenes, sino solo de excesos, bastante comprensibles--, mientras que la represión contraria cargaría con todos los agravantes posibles. Sin embargo el examen atento de los hechos muestra una realidad algo distinta.

En cuanto al primer punto, ¿fue el terror frentepopulista un terror de respuesta, como afirma Víctimas de la guerra? J. Casanova, uno de los autores, lo explica: “Para respuesta brutal la que se dio contra los militares sublevados, que fracasaron en su intento, y a quienes se consideraba responsables de la violencia y la sangre que estaba esparciéndose por ciudades y campos de la geografía española”. La tesis tiene suma importancia, pues, claro está, a quien se ve agredido y con su vida en peligro no puede exigírsele mucha ecuanimidad, sino admitir que reaccione con justificable furia.

Sin embargo el terror frentepopulista tuvo unas raíces propias y nada debía a las violencias contrarias. Casi desde el principio de la república amplios sectores de la izquierda cultivaron un odio exacerbado como virtud revolucionaria, abundantemente reflejado en la prensa de entonces. Esa propaganda motivó la oleada de quemas de conventos, bibliotecas y centros de enseñanza, incontables atentados y un terror sistemático durante la insurrección de octubre de 1934. Si el terror frentepopulista respondió a algo, fue a esa propaganda martilleante de sus partidos, y Besteiro sabía lo que decía al denunciar aquellas prédicas que, a su juicio, “envenenaban” a los trabajadores y preludiaban un baño de sangre. El libro coordinado por Juliá omite estos hechos, y ello debilita, de entrada, sus pretensiones de rigor o simple seriedad.

El odio se manifestó en los meses anteriores a julio del 36 en forma de cientos de asesinatos, en su gran mayoría cometidos por las izquierdas, y en la destrucción de iglesias, obras de arte, locales y prensa conservadores, etc. apenas correspondidos por las derechas. Al estallar la guerra y derrumbarse los restos de legalidad republicana, debido al reparto de armas a los sindicatos, la ola de incendios y crímenes se tornó masiva el mismo 18 de julio, sin aguardar noticias de la represión contraria. Los dos bandos consideraron llegada la hora de una “limpieza” definitiva, pero habían sido las izquierdas quienes habían organizado casi toda la violencia previa.

También alentó el terror izquierdista la creencia en una pronta derrota de los nacionales, creencia que ahuyentaba los escrúpulos o el remordimiento. Como decía Largo Caballero, “la revolución exige actos que repugnan, pero que después justifica la historia”. Y Araquistáin escribía a su hija, “la victoria es indudable, aunque todavía pasará algún tiempo en barrer del país a todos los sediciosos. La limpia va a ser tremenda. Lo está siendo ya. No va a quedar un fascista ni para un remedio”.

Respecto a la derecha, el examen de la prensa y la documentación a lo largo de la república no muestra, ni en intensidad ni en sistematicidad una comparable incitación al odio. Parece más veraz, entonces, sostener que si hubo un “terror de respuesta” este fue más bien el de las derechas frente al que sus adversarios habían predicado y ejercido los años anteriores, con un balance de numerosísimos atentados, incendios y amenazas, y una insurrección que causó 1.400 muertos.

Por lo que se refiere al segundo punto, el del carácter “popular” y espontáneo de la represión izquierdista, carece también de valor historiográfico, aunque lo tenga, y mucho, propagandístico, pues el lector tiende a alinearse instintivamente con “el pueblo”. Así, los crímenes izquierdistas constituirían una especie de justicia popular, justicia histórica, acaso algo salvaje, pero explicable y en definitiva justificable, máxime si replicaba a atrocidades contrarias. Esta idea empapa el libro citado, y la exponen francamente en otro lugar dos de los autores, J. Villarroya y J. M. Solé: “La represión ejercida por jornaleros y campesinos, por trabajadores y obreros y también por la aplicación de la ley entonces vigente, era para defender los avances sociales y políticos de uno de los países con más injusticia social de Europa. Los muchos errores que indudablemente se cometían pretendían defender una nueva sociedad. Más libre y más justa. La represión de los sublevados y sus seguidores era para defender una sociedad de privilegios”. Estas frases renuevan el tono bélico, aunque mencionen “errores”, bien comprensibles dadas las circunstancias. De ahí a gritar “¡Bien por la represión contra los opresores!” no media ni un paso, pues la conclusión viene implícita.

Pero la realidad es que los revolucionarios no defendían avances sociales y políticos o una sociedad “más libre y más justa”, como demuestra una abrumadora experiencia histórica. En los países donde triunfaron los correligionarios de las izquierdas españolas, la población perdió cualquier libertad y derecho, sometida al poder omnímodo de una casta burocrática dueña de un estado policial. Que España fuera “uno de los países con más injusticia social de Europa” es aserto muy discutible, pero de lo que no hay duda es de que el remedio propuesto por los revolucionarios era mucho peor que la enfermedad, si de libertad, justicia y riqueza hablamos. Solé y Villarroya tienen derecho a preferir tales remedios, pero no tanto a invocar en su beneficio la libertad y la justicia.

Además, con ello Solé y Villarroya identifican al pueblo con la minoría de sádicos y ladrones (los crímenes solían acompañarse de robo) que al hundirse la ley obraron a su antojo. Esta identificación es corrientísima, aunque por completo fraudulenta, y ningún historiador puede caer en ella sin desacreditarse. En realidad el terror llamado popular lo ejercieron los partidos y sindicatos, y dentro de ellos sujetos fanatizados en las doctrinas respectivas. No el pueblo, ciertamente. En las elecciones del 16 de febrero, los votantes se dividieron mitad por mitad, aparte de un tercio de abstenciones. Solo apoyaba al Frente Popular, por tanto, una fracción del pueblo, alrededor de un tercio, y es probable que esa proporción mermase en los meses siguientes a los comicios. Y ni siquiera ese tercio fue el que tomó las armas, sino, principalmente, los miembros de las organizaciones izquierdistas, de los cuales solo una minoría, a su vez, cometió atrocidades. A esa minoría llaman “el pueblo” muchos autores.

Lo mismo vale el tópico de la espontaneidad. Nada de espontáneo tuvo el largo e intenso cultivo de una propaganda irreconciliable, llevada al paroxismo ante la sublevación del 36, como refleja la prensa izquierdista de entonces. La rabia, apenas contenida durante meses, se desató por fin gracias al ilegal reparto de armas, decisión política con efectos sobradamente previsibles. No sin razones de peso rechazó Casares Quiroga el reparto mientras tuvo fuerzas. La decisión de armar a las masas hace al último gobierno más o menos republicano, el de Giral, plenamente responsable de sus consecuencias, tanto si éstas se tienen por buenas (así lo pensaron y piensan muchos políticos y escritores), como si se las juzga nefastas. Pero, además, ocurre que el terror fue directamente organizado por los organismos oficiales del gobierno, en competencia con los partidos y sindicatos del Frente Popular. Ello aparece con claridad en la listas de checas que ofrece Javier Cervera en su libro Madrid en guerra. La ciudad clandestina. Así, la checa de Fomento “la más importante de Madrid y solo su mención producía escalofríos a los madrileños”, fue montada por el director general de Seguridad de Giral. La disolvió Santiago Carrillo en noviembre, y no precisamente para disminuir el terror. La checa de Marqués de Riscal” funcionaba bajo los auspicios del ministerio de Gobernación. Otras checas tenían carácter ácrata, comunista o socialista, y a menudo se relacionaban entre sí. No había en todo ello la menor espontaneidad.

Pasemos al tercer punto: ¿cómo se distribuyeron las ejecuciones y asesinatos entre los dos bandos? El crimen más general en España fue el asesinato de enemigos políticos en la retaguardia, una “limpia”, como se la llamó, hecha con saña en los dos bandos. Ello dio a los contendientes una poderosa argucia para descalificar al adversario como esencialmente criminal y para aplicarle la misma medicina. Y volvió más tenaz la lucha, por la seguridad de que quien venciese ejecutaría una cumplida venganza. Prieto lo anunció tres días antes de la sublevación: “Será una batalla a muerte, porque cada uno de los bandos sabe que el adversario, si triunfa, no le dará cuartel”.

En ese ambiente, cada parte exageró sin tasa la barbarie del contrario. Al final de la guerra Franco creía que sus enemigos habían sacrificado a 400.000 personas. La investigación posterior, la Causa General, bajó el número a 86.000, y aún había de bajar más, pues muchos nombres aparecían repetidos en varios registros. Pero en cuanto a exagerar, las izquierdas superaron a sus contrarios. Todavía en un libro publicado en 1977, Juan Simeón Vidarte considera “quizá” exagerada la cifra dada por el novelista Ramón Sender, de 750.000 izquierdistas ejecutados solo hasta mediados de 1938, y atribuye 150.000 a Queipo de Llano solo hasta principios de dicho año, o suma 7.000 en Vitoria (ciudad de 43.000 habitantes). Si fuera cierto, los nacionales habrían matado a no menos de un millón de izquierdistas, incluyendo 200.000 en la posguerra, dando visos de realidad a la propaganda del Frente Popular, según la cual Franco planeaba exterminar literalmente a los trabajadores. En 1965 Jackson no dudaba en cargar 400.000 muertes a la represión franquista, aunque posteriormente las redujo a la mitad. Tamames hablaba, en 1977, de 208.000. Preston, en su biografía de Franco, de 1993, repetía el bulo de las 200.000 ejecuciones solo en la inmediata posguerra.

En ese maremágnum empezó a poner orden, en 1977, Ramón Salas Larrazábal, el primero en abordar con rigor el asunto. En su concienzudo estudio Pérdidas de la guerra, empieza metódicamente demostrando la inconsistencia de cálculos como los mencionados. Calcula luego la magnitud global de la mortandad en la guerra mediante un detenido análisis de las estadísticas demográficas y teniendo en cuenta las deficiencias del censo de 1940. Esta aproximación global tiene el mayor interés, pues marca ciertos límites máximos y descarta de entrada numerosas fantasías.

Dadas las diferencias de población, las víctimas de la guerra debían ascender a unas 650.000 incluyendo las causadas por combates, represión, enfermedad, ejecuciones de posguerra, maquis y II Guerra mundial. Si excluimos las de posguerra (159.000 por enfermedad, 23.000 por ejecuciones y 10.000 por el maquis y la guerra mundial), la cuenta se reduce a 433.000. De éstas, 165.000 se deben a enfermedades, con lo que las muertes violentas sumarían unas 268.000. Computados con bastante seguridad los caídos en combate, cerca de 160.000, quedan las víctimas de la represión, que rondarían las 108.000. Cifras aproximadas, pero incomparablemente más correctas que las hasta entonces manejadas. Salas, pues, introdujo la cuestión en el ámbito del debate racional.

Sobre la distribución de las ejecuciones y asesinatos, Salas estima en 72.500 los del Frente Popular y 58.000 los franquistas, incluyendo 23.000 en la posguerra. Otro dato es que el 95% de los muertos serían varones, salvo en Barcelona, donde la proporción femenina más que dobló la normal en la zona de izquierda: 13,05%, frente a un 6,25% en Valencia. La proporción sería menor aún en la zona nacional.

Salas funda estos datos en los del Movimiento natural de la población y en un muestreo de los registros municipales. Para ello supuso que todas las víctimas habían sido registradas (con bastante posterioridad al conflicto, muchas de ellas), y que las inscripciones en los registros habían sido hechas de modo correcto. Estos supuestos han sido severamente criticados por varios autores, pero no parece fácil que las críticas alteren el valor fundamental de Pérdidas de la guerra.

Aun si las cifras de Salas hubieran de ser corregidas con cierta amplitud, no hay duda de que su investigación introducía, por primera vez, el rigor científico en cuestión tan vidriosa. Ahora bien, ese mérito decisivo, a cuyo reconocimiento obliga la honradez intelectual, ha sido despreciado en bastantes medios, proclives, en cambio, a difundir fábulas. Así, Pérdidas de la guerra, fue silenciada en lo posible, o atacada con lenguaje reminiscente de las viejas contiendas, impidiéndose al autor la réplica en algunas publicaciones. La guerra parecía continuar, para algunos.

Otra réplica a Salas consistió en estudios de la represión, provincia por provincia, financiados a menudo con dinero público. De acuerdo con ellos, las muertes bajarían a 50.000 en la zona izquierdista, y aumentarían a 150.000 en la nacional, subiendo el total a un mínimo de 200.000, casi el doble de lo indicado por los cálculos estadísticos de Salas. Pero estas cifras son poco creíbles, y el especialista Ángel David Martín Rubio ha expuesto la falta de rigor y de método unitario de muchas de esas investigaciones. A menudo no distinguen entre muertos por ejecución y en combate, incluyen nombres repetidos –como ocurría en la Causa General--, muertos entre las propias izquierdas, y a veces derechistas asesinados por éstas. A menudo influye también el rumor y la tradición oral, casi siempre exagerados o incluso inventados.

Viene a cuento recordar, al respecto, el caso del gran osario descubierto en un barranco de Órgiva, en Granada, en agosto de 2003, durante unas obras del ministerio de Fomento. Por unos días se difundió en internet y en la prensa de papel la noticia sensacional de una especie de Paracuellos franquista. El asunto revela la técnica publicitaria de este tipo de seudoinvestigaciones. De inmediato empezó a hablarse de una enorme fosa común "perfectamente documentada", de "fusilamientos masivos", de "exterminio de compatriotas por motivos ideológicos". Un catedrático de la universidad de Granada caracterizó el barranco como "lugar de crímenes y de muertes" por donde "había corrido un río de sangre". Supuestos testigos recordaban la llegada de camiones cargados de "hombres, mujeres y niños", a quienes bajaban, mataban a tiros y hacían caer rodando a la zanja, echándoles luego cal viva, "y así un día y otro". El catedrático calculó en 5.000 las víctimas, si bien la Asociación por la Memoria, algo menos sanguinaria, las rebajaba a la mitad. Se aumentó el dramatismo poniendo en la picota la "indiferencia" del gobierno Aznar, o hablando del "miedo" de los obreros a perder el trabajo si hablaban de los huesos hallados. Los de la "memoria" clamaban piadosamente que sólo buscaban "el respeto a las familias" de los fusilados, como si alguien les faltara a ese respeto. El ayuntamiento acordó homenajear a las víctimas y erigir un gran monumento en medio de un parque a crear ex profeso. El dinero vendría de una orden oficial andaluza que subvencionaba a los ayuntamientos para "coordinar actuaciones de recuperación de la memoria histórica". Se exigió la paralización de los trabajos de Fomento, y que los gastos de excavación entrasen en los presupuestos de la obra.

El diario El País dedicó al suceso una página entera el 1 de septiembre de 2003, ofreciendo además de lo ya reseñado, las siguientes cifras, como si la fuente mereciera crédito: "Según datos de los socialistas, más de 500.000 personas sufrieron prisión y otras 150.000 murieron fusiladas". Y para hincar más el aguijón en el gobierno Aznar, sugería el carácter fascistoide de éste al mencionar que había gastado 13.000 euros en recuperar cadáveres de la División Azul y honrar su memoria mediante un monumento (en realidad el gobierno recuperó restos de españoles de los dos bandos caídos en Rusia, y hubo otro pequeño monumento para los comunistas españoles muertos allí, que fueron muchos menos). Se anunciaba, evidentemente, una ofensiva mediática de gran estilo.

Pero el 2 de septiembre El País informaba, no a toda plana, sino en el lugar menos visible de una página muy interior: "Los restos óseos hallados el pasado sábado son, según los forenses, de origen animal". De cabras y perros, en concreto. Así se vino abajo la operación. La derecha apenas la mencionó, pero puede imaginarse la oleada de sarcasmos, insultos y comentarios moralmente aniquiladores si hubiera sido ella la autora del montaje. Durante muchos años seguiríamos oyéndolos a todas horas.

No cito el caso como prueba de que la derecha no cometiera atrocidades, pues ciertamente las cometió, sino como muestra de la explotación de los sentimientos ligados a las víctimas del pasado, evidentemente para sacar ventajas políticas actuales.

Los datos, mucho más rigurosos, de Martín Rubio, corrigen más moderadamente a Salas, estimando el total de muertos por la represión en unos 120.000, repartidos entre los dos bandos con pocas diferencias. Lo cual supone una intensidad mucho mayor en el Frente Popular, ya que este pudo aplicar el terror solo en algo más de la mitad del país, mientras los nacionales pudieron hacerlo en el país entero.

Pero, aparte de estas represiones, parecidas en ambos bandos, existen otras dos, peculiares de uno u otro: la que se produjo entre los propios miembros del Frente Popular, y la practicada por los vencedores al terminar la contienda.

La primera tiene gran interés porque son sus víctimas las realmente olvidadas, y no, como pretende la propaganda, las causadas por la derecha, de las que se viene hablando constantemente desde hace treinta años, casi como si las contrarias no existiesen. La campaña de la “memoria histórica” sufre al respecto una voluntaria y reveladora amnesia. Todo el mundo conoce el caso de Andrés Nin, pero este, con todo su sadismo, fue uno entre tantos, pues abundaron las detenciones ilegales, torturas y asesinatos, especialmente entre anarquistas y comunistas, pero no solo. El SIM o los campos de concentración de Negrín son descritos como auténticos infiernos por quienes los conocieron, tanto de izquierda como de derecha. Existen también denuncias de la liquidación de rivales políticos en el frente, asesinándolos por la espalda y presentándolos como desertores sorprendidos en el intento.

Como botón de muestra expondré una denuncia anarquista, espigada del libro de Abad de Santillán Por qué perdimos la guerra: "Un buen día se recibe en las brigadas pertenecientes al XXIII Cuerpo de Ejército (de mando comunista) una orden de éste para que cada Brigada mandase un pelotón o escuadra de gente probada como antifascista. Así se hace y se le dan instrucciones completas para que marchen a Turón, pueblecito de la Alpujarra granadina. Se les dice que hay que eliminar a fascistas para el bien de la causa. Llegan a Turón los designados y matan a 80 personas, entre las cuales la mayoría no tenían absolutamente por qué sufrir esa pena, pues no era desafecta y mucho menos peligrosa, dándose el caso de que los elementos de la CNT, del partido socialista y de otros sectores mataron a compañeros de sus propias organizaciones, ignorando que eran tales y creyendo que obraban en justicia, como les habían indicado sus superiores. También hay casos de violación de las hijas (que se ofrecían) para evitar que sus padres fuesen asesinados. Y lo más repugnante fue la forma de llevar a cabo dichos actos, en pleno día y ante todo el mundo, pasando una ola de terror trágico por toda aquella comarca”. Se estaba construyendo una carretera y los muertos fueron enterrados en la zanja de la misma carretera. Observemos que el autor del informe veía normal asesinar a los “fascistas” y violar a sus hijas. Lo que rechazaba era sufrir la misma suerte a manos de sus camaradas de armas. Este tipo de terror está por estudiar a fondo, y valdría la pena que algún historiador joven y serio se pusiese a la tarea.

El otro tipo de represión única fue el de posguerra que solo pudieron aplicar los vencedores. Se trató de una represión realmente sangrienta, aunque parece claro que unas izquierdas capaces de tratarse entre ellas como hemos visto habrían desatado una represión no menor, y probablemente mayor. Con su habitual exageración, la izquierda cultivó durante largo tiempo el bulo de unos 200.000 fusilados después de la guerra. Actualmente suelen rebajar la cifra a 40.000 o 50.000, aunque son mucho más fiables los datos de Salas y de Martín Rubio: aproximadamente 50.000 penas de muerte, de las que se ejecutaron unas 23.000, siendo el resto conmutados a cadena perpetua, que en la gran mayoría de los casos no pasaría de los seis años de prisión. Hubo también, al principio, un número de asesinatos que situaría el total de muertos entre los citados 23.000 y 30.000. Contra lo que mucha gente cree, algo parecido sucedió en países como Italia o Francia al terminar la guerra mundial, con una diferencia: en estos, la gran mayoría de las víctimas lo fueron de simples asesinatos, con pocas ejecuciones legales, mientras que en España la gran mayoría fueron ejecuciones judiciales.

Se ha dicho que esos juicios contaban con pocas garantías, argumento muy repetido por los promotores de la Memoria histórica, lo cual es verdad, pero contiene tres errores esenciales. La falta de garantías es cierta por comparación con los requisitos actuales, pero no si los comparamos con los de los tribunales populares de las izquierdas, con respecto a los cuales constituían todo un avance. En segundo lugar, se meten en el mismo saco, en calidad de víctimas, a los inocentes que sin duda cayeron y a culpables de crímenes espeluznantes. A los Peiró y a los García Atadell, por poner dos casos emblemáticos. Esa mezcla es absolutamente ilegítima e insultante para los inocentes, y revela por sí solo el carácter de la campaña. Y en tercer lugar, esa olvidadiza memoria omite explicar por qué cayeron en manos de los nacionales tantas personas implicadas en el terror contra las derechas. Pero se sabe perfectamente: porque fueron abandonados por sus jefes, que solo se preocuparon de su propia huida, llevándose, además, inmensos tesoros expoliados al patrimonio nacional, a particulares e incluso a personas humildes, pues hasta los montes de piedad fueron saqueados, como está bien documentado por testimonios de las propias izquierdas. No hubo la menor previsión o medida para salvar a sus seguidores de a pie, a quienes los vencedores iban a ajustar cuentas estrechas.

Podemos entrar ahora en el último punto, el esencial, pues constituye el cimiento de toda la campaña: el de que la responsabilidad por las atrocidades, incluso las realizadas por el Frente Popular, recae sobre los nacionales, al haberse alzado estos, sin la menor justificación moral o política, contra una legalidad democrática y normal. Así, en referencia tanto al golpe de Primo de Rivera en 1923 como al de julio del 36, S. Juliá asegura: “La historia comienza realmente cuando los militares vuelven a intervenir en el normal desarrollo de la política con el propósito de imponer por las armas un cambio de Gobierno”. A veces, el señor Juliá da la impresión de no saber de qué habla. Nadie algo conocedor de la historia definiría como “normal desarrollo” la política española en 1923, después de la huelga revolucionaria de 1917, la desestabilización sistemática proseguida por la izquierda, el terrorismo insoportable de la CNT o el acuerdo conjunto de los separatistas catalanes, vascos y gallegos de empezar pronto la acción armada. Tampoco puede nadie describir en serio como “normal desarrollo” la política española después de las elecciones de 1933, cuando, ante la victoria electoral y normal de la derecha, las izquierdas intentaron golpes de estado, se declararon unos en pie de guerra y otros organizaron, textualmente, la guerra civil. Lo mismo cabe decir después de las muy anómalas elecciones de febrero de 1936, cuando la república sufrió la sangrienta acción de un proceso revolucionario desde la calle, combinado con un ataque sistemático a las normas democráticas y a la separación de poderes desde el gobierno. Esperemos que el propio Juliá no desee la vuelta de España a tales “normalidades”.

Obsérvese que casi todos los escritores y políticos que defienden con puntillosidad extrema la legalidad republicana de 1936 desprecian esa misma legalidad cuando se trata de la revolución de 1934. Pero desde esa revolución aquel régimen no volvió a ser normal: quedó tambaleante, y los hechos siguientes lo llevaron al derrumbe. Madariaga ha escrito que con la insurrección del 34 las izquierdas perdieron cualquier derecho moral a condenar la rebelión derechista del 36. Pero debemos añadir dos observaciones: esa falta de derecho moral no viene solo del hecho de la insurrección, pues las izquierdas pudieron haber rectificado; pero no lo hicieron. Y como no lo hicieron, arruinaron la legalidad desde febrero de 1936. Hay una diferencia esencial entre el alzamiento izquierdista del 34 y el derechista del 36. El primero atacó a un gobierno plenamente legítimo tanto por haber ganado en las urnas por amplia mayoría, como por haber respetado la Constitución, defendiéndola contra los insurrectos. En cambio el alzamiento del 36 fue contra un gobierno salido de una elecciones tan anormales que ni siquiera se publicó el resultado de las votaciones, un gobierno que arrasó la ley desde el poder junto con un movimiento revolucionario en las calles y campos.

Los autores de Víctimas van más allá. Admiten que en julio del 36 se produjo una revolución en la zona izquierdista, pero no ven en ella nada irreparable: la república del 14 de abril se habría rehecho a los pocos meses, cuando Largo Caballero sustituyó a Giral: “el golpe no derribó al estado republicano, pero (…) destruyó su cohesión y le hizo tambalearse”, opina Casanova; y detalla Juliá: “No es que la República quedara liquidada, sino que su Gobierno carecía de los recursos necesarios para imponer su poder, que se dispersó (sic) entre las manos de los comités sindicales (…) Sólo lentamente, y tras levantar de la nada un ejército en toda regla, pudo el Estado republicano recomponerse”.

Pero ese ejército, el verdadero órgano de poder y única institución que, junto con la policía, funcionó con eficacia en el Frente Popular, era abiertamente político y sin casi nada en común con el que diseñara Azaña. Hay algo de extravagancia y de insulto a la inteligencia en la pretensión de que el régimen del 14 de abril fue recompuesto en septiembre o noviembre del 36 bajo la autoridad de Largo Caballero, el Lenin español, y gracias a los esfuerzos conjugados de anarquistas –inconciliables con la república, a la que asestaron gravísimos golpes desde su implantación--, los socialistas –que hicieron otro tanto, y con mucha más gravedad, a partir de 1934--, o los comunistas, simples peones de Stalin, como ha quedado demostrado desde la izquierda y desde la derecha; sin olvidar a la Esquerra catalana, coautora del golpe del 34. Juliá y sus compañeros no vacilan en presentar a esos partidos como ardientes paladines de la democracia, y quizá sea éste el tipo de democracia con el que ellos simpatizan. Pero los tozudos hechos demuestran que la revolución de julio destruyó lo poco que quedaba de la república tras el arrasamiento de la legalidad a partir de febrero. El gobierno Giral quedó como un simple adorno, y cuando en septiembre surgió un gobierno efectivo, el de Largo Caballero, sus fuerzas determinantes fueron, precisamente, las que con mayor insistencia y dureza habían golpeado a la república en los años anteriores.

Estamos, pues, como he señalado en otro lugar, ante una falsificación radical, evidente a poco que se reflexione. “Consiste en la pretensión de que el Frente Popular representaba la democracia en España. Un somero repaso de los partidos de ese Frente permite entender la imposibilidad material del aserto: el grupo decisivo lo componían los stalinistas del PCE y los marxistas revolucionarios del PSOE, a veces más radicales aún que los comunistas; luego venían los anarquistas, los republicanos golpistas de Azaña y de la Esquerra, y los racistas del PNV. Todos ellos bajo la protección de Stalin. La falsificación no es menos grotesca que presentar a Hitler como protector de los judíos. Y sin embargo fundamenta una amplísima historiografía y, por supuesto, la actual “memoria histórica”, que sin ese mito se derrumbaría. Nos dejaría perplejos su éxito si no tuviéramos conciencia de haber vivido en el siglo de la propaganda, cuando, según frase tópica de Göbbels, una mentira muy repetida se transforma en verdad. Esa repetición, acompañada de la descalificación radical a cuantos discrepen, impresiona a la mayoría y llega a hacerle ver lo blanco negro. Logrado lo cual, la falsedad arraiga, y la resistencia a abandonarla se hace muy fuerte”.

En resumen: ni el terror del Frente Popular fue de respuesta al derechista, ni tuvo carácter popular o espontáneo, ni fue inferior al de los nacionales, ni el levantamiento de julio del 36 se efectuó contra un gobierno legítimo. A este último respecto, una falsa idea de la democracia, que ha causado enorme daño en Hispanoamérica y en nuestro país, lleva a creer que quien gana las elecciones tiene derecho a todo. Pero la legitimidad no nace solo de las urnas, sino también, y todavía más, del respeto a la Constitución y a las reglas del juego democrático.

Consideremos ahora otros aspectos de Víctimas de la guerra, el libro orientador, como he dicho, de la campaña de la “memoria” histórica. Los autores proclaman nobles y enjundiosos objetivos: que “el dolor de tantas y tantas víctimas anónimas del odio más irracional no sea inútil y, establecida la verdad tras el necesario debate, la guerra civil se incorpore definitivamente a nuestra historia”. Ya hemos visto que esos propósitos, en particular el de establecer la verdad, no resultan demasiado creíbles. Y menos todavía el de la reconciliación, a la que también dicen aspirar. En realidad, la invocada reconciliación resultaba superflua, porque estaba lograda hace ya muchos años. Los odios y pasiones de la república quedaron sepultados por una larga convivencia, en que los de un bando y otro se habían relacionado, habían negociado, se habían casado entre sí. La inmensa mayoría de las familias, a menudo con víctimas de un lado y del otro, habían olvidado los viejos rencores. Y me temo que libros y campañas como estos tienden a recuperarlos so pretexto de una memoria muy sesgada.

Ya la portada del libro busca un impacto político: un grupo de prisioneros atados y humillados entre soldados franquistas que les apuntan con fusiles. Ya la frase con que empieza el libro, “¿cómo fue posible tanta crueldad, tanta muerte”?, suena a falsa en un historiador, que por su oficio sabe que la crueldad y la muerte están demasiado presentes en la historia de todos los países como para fingir tan especial aflicción en este caso. Aunque el libro admite –no podría hacerlo sin desacreditarse por completo-- la ola de sangre causada por el Frente Popular, el relato de crueldad y muerte se centra con total preferencia en los franquistas, y lo hace con métodos típicos de la propaganda: sus crímenes son expuestos con detalles personales y macabros, destinados a conmover al lector incauto. Método admisible si lo aplicasen también a los crímenes contrarios, pero estos se mencionan en un estilo impersonal y en un marco de esencial justificación.

Es más, las víctimas izquierdistas reciben constante encomio, mientras las otras llegan a ser tratadas con escarnio. Así Ramiro de Maeztu es “el intelectual de mayor prestigio que pudieron pasear como mártir los franquistas”. Nótese la expresión: “pasear como mártir”. Cabe señalar que las derechas han condenado el asesinato de García Lorca y se han sumado a sus homenajes, mientras que nada semejante han hecho las izquierdas con Maeztu, Muñoz Seca o tantos otros intelectuales asesinados por el Frente Popular. De Ledesma Ramos dice el libro: “el magro pensamiento fascista español [el autor parece creer que el pensamiento socialista o republicano era muy fértil] andaba precisado de mitos, de jóvenes fogosos caídos por la Patria en la flor de sus vidas”. Como si su asesinato hubiera correspondido a tal presunta necesidad. José Antonio resulta “el más insigne de los asesinados por los rojos, el mártir de la Cruzada” Y lo caracteriza como jefe del “partido que mejor incorporó la violencia a su retórica y más la practicó en la calle”. “En el mes que siguió a las elecciones de febrero del 36, él y su partido calentaron el ambiente, inyectándole buenas dosis de violencia política”. La conclusión lógica del lector desprevenido será: entonces, ¿por qué no había de ser ejecutado José Antonio, y más en situación de guerra? Claro está que los autores ocultan al lector datos esenciales para que éste se forme su juicio: pues los atentados falangistas no fueron por iniciativa suya, sino de respuesta a los sufridos por la Falange a manos de socialistas y comunistas; y que, lejos de ser el partido más violento antes de la guerra, fue ampliamente superado tanto por el PSOE como por la CNT o la Esquerra. Estos hechos bien documentados no puede omitirlos un historiador, si pretende serlo en serio.

También se suma el libro, con poco disimulo a la “espectacular (…) mofa carnavalesca de la parafernalia eclesiástica” practicada por las izquierdas. Aparte de lo extremadamente ofensivas que resultaban para los creyentes tales mofas, los autores ocultan la enorme destrucción bibliotecas y obras de arte invalorables durante los “espectáculos” de la “parafernalia”.

En la misma línea, las frases feroces de personajes franquistas reciben constante atención, olvidando las correspondientes del Frente Popular, que podrían llenar muchas páginas. Frases, por lo demás, corrientes en todas las guerras. En cambio el libro destaca las llamadas humanitarias de algunos frentepopulistas: “Hubo abundantes voces que se alzaron desde el principio contra la masacre, algo muy raro entre los cruzados del otro bando”. De hecho fueron muy poco abundantes, insignificantes en comparación con las prédicas del terror. Y, como recoge Martín Rubio, tampoco faltaron apelaciones humanitarias entre los nacionales. Lo cierto es que para 1936 las pasiones habían llegado a tal extremo que las exhortaciones humanitarias fueron poco atendidas en los dos campos. A este respecto debemos poner en su contexto el discurso de Azaña pidiendo paz, piedad, perdón. Fue sin duda un noble ruego, que reverdeció su popularidad entre la gente harta de los sacrificios impuestos por la lucha, pero también llegaba muy tarde: el 18 de julio de 1938, cuando los suyos encaraban la derrota. Quienes iban ganando la guerra solo podían ver en aquellas palabras un intento desesperado de distracción, y quienes la iban perdiendo, pero querían resistir para enlazar la guerra civil con la mundial, las vieron poco menos que como una traición. “A los ocho días de hablar de piedad y perdón me refriegan 58 muertos” clama Azaña en sus diarios, refiriéndose a unos fusilamientos ordenados por el gobierno de Negrín.

Abundan en el libro errores y omisiones como los citados sobre José Antonio. Así, “el intenso anticlericalismo del primer bienio republicano y de la primavera de 1936 nunca había sido acompañado de actos de violencia”. ¿Cómo llamar entonces a las quemas de templos, bibliotecas, escuelas, laboratorios y obras de arte, a las agresiones a clérigos o sucesos como el de los “caramelos envenenados”? El golpe de Primo de Rivera, en 1923, es presentado como “la primera lección que los españoles del siglo XX recibían acerca de la legitimidad del recurso a la violencia y a las armas para derribar un gobierno y alcanzar el poder y cambiar de hecho un régimen político” ¿Debemos creer que la huelga revolucionaria de 1917, seis años antes, no tenía esos objetivos ni recurrió a la violencia? ¿Y qué decir de la resolución de los separatistas catalanes, vascos y gallegos, en 1923, de preparar la lucha armada? Según el libro, “el exilio de 400.000 personas, la mayoría catalanas (…) marcará generaciones”, provocando “un vacío cultural y social”. Pero los estudios de Javier Rubio muestran que el grueso de los exiliados (más de dos tercios) regresó a España antes de un año, y otros siguieron luego en goteo permanente. Contradiciéndose, el mismo libro suma, entre Francia y América, 160.000 exiliados para 1949. La vasta mayoría de los catalanes huidos volvió enseguida, siendo su presencia en el exilio poco más significativa que la de otros españoles. Hubo mucho menos “vacío social y cultural” de lo afirma Víctimas.

Según los autores, el franquismo practicó una “represión general sobre Cataluña, considerada el baluarte de la República”, aunque lo cierto es que la represión afectó a Cataluña menos que a Madrid. Choca además, en unos historiadores, el anacronismo del “baluarte de la República”, lema propagandístico en desuso desde octubre del 34. Audaz resulta, asimismo, su presunción de que la sociedad catalana “era la más entregada al espíritu republicano, por su talante liberal”. La Esquerra catalana fue probablemente el más exaltado de los partidos republicanos y ya en 1934 organizó la insurrección y la guerra civil con fines nada liberales. Tampoco vacila el libro en atribuir al franquismo una “voluntad de desindustrializar Cataluña, para empobrecerla”, cuando la indiscutible y evidente realidad, al margen de cualquier propaganda, es que la industria catalana fue muy protegida en la dictadura, y prosperó como nunca antes.

Uno de los autores, F. Moreno pasa buenamente por alto los sucesos de España desde 1934 y los de julio del 36: “Han caído ya, con la victoria militar, las instituciones democráticas”. Habían caído mucho antes. De hecho fue su caída lo que ocasionó la guerra. O descubre que “la violencia fue un elemento estructural del franquismo”. Lo es de todos los regímenes. Y así un disparate detrás de otro, pues de disparates se trata.

Estos errores van más allá de los inevitables yerros de detalle. Su sentido coincide con el de otras apreciaciones repetidas machaconamente: el terror “fue una parte integral del glorioso Movimiento Nacional, de su asalto a la República y de la conquista gradual del poder, palmo a palmo, masacre tras masacre”. “La represión y el terror no eran algo episódico, sino el pilar central del nuevo Estado, una especie de principio fundamental del Movimiento”. “A las personas de izquierda, a los vencidos, que anhelaban reconstruir sus vidas, se les negó por completo tal derecho, se les condenó a la humillación, a la marginación (social, económica, laboral). El franquismo les negó la consideración de personas”. “Se puede afirmar que Franco convirtió a Madrid en un gran presidio”. “El fenómeno de la tortura fue masivo y generalizado”. Y así sucesivamente. Estas frases son de Moreno, cuyo lenguaje, panfletario sin disimulo, sigue la tónica de sus estudios sobre la represión en Córdoba, según los cuales la política franquista fue de “exterminio de clase”, con una represión, además, “muy diferente de la represión republicana” “Las declaraciones de Franco y de sus generales no disimularon nunca su propósito de exterminio”, mientras que, asegura osadamente, entre los dirigentes republicanos “jamás se escucharon las rotundas llamadas a la violencia que realizaron, en cambio, los principales militares del franquismo”; “Cárceles, torturas y muerte, lejos de disminuir al término de la guerra, se incrementaron al máximo”. “Por todas partes se humilla a la gente sencilla”, y especialmente, dice él, a las mujeres. S. Juliá tampoco se queda corto: durante años, “el fusilamiento de los derrotados continuó siendo un fin en sí mismo (…) Los enemigos solo gozaban de un destino seguro: el exilio o la muerte”

Expresiones tan reconciliatorias como veraces, es decir muy poco. Ni de lejos existió tal exterminio, de clase o no de clase. La inmensa mayoría de quienes, de buen o mal grado, lucharon a favor del Frente Popular (en torno a 1,500.000 hombres), de quienes lo votaron en las elecciones (4,600.000) o vivieron en su zona (14 millones) ni fueron fusilados ni se exiliaron. Se reintegraron pronto a la sociedad y rehicieron sus vidas dentro de las penurias que por entonces afectaron a casi todos los españoles. Es algo tan obvio que asombra leer hoy tales diatribas, quizá pensadas para “envenenar”, en expresión de Besteiro, a jóvenes que no vivieron la guerra ni el franquismo.

La campaña, propagandística y no historiográfica, como vamos viendo, culmina en el insultante aserto de que discrepar de ella equivale a negar el holocausto judío realizado por los nazis, y debía ser prohibido. La singular idea da a entender que entre los judíos y los alemanes habría habido una guerra y se habrían masacrado mutuamente, como ocurrió en España con izquierdas y derechas, cuando lo cierto es que el asesinato en masa de los hebreos no respondió a nada parecido. La pretensión, realmente cínica, revela un peligroso espíritu inquisitorial, afán de monopolizar la libertad de expresión, e inseguridad frente al debate y la crítica documentada.

Finalmente conviene entender la razón de esta campaña y los poderosos medios aplicados a ella desde partidos y gobiernos. Por lo ya visto, parece claro que no se trata de la tarea historiográfica de aproximarse lo más posible a la verdad histórica, sino de una operación de propaganda política, pagada, además, con fondos públicos, es decir, por todos los ciudadanos, nos guste o nos disguste. El cálculo y el objetivo de esa campaña es fácil de discernir: sus autores consideran que insistir del modo como ellos lo hacen, en aquellos viejos sucesos puede tener gran rendimiento electoral, al suscitar una fuerte emocionalidad en la gente, sobre todo en los jóvenes. Esa emocionalidad se encauza fácilmente contra una derecha heredera de la que, supuestamente, destruyó de modo criminal la democracia. De este modo, la derecha actual cargaría con una culpa histórica y, aunque se admita su democratización, conservaría resabios dictatoriales y una inclinación a caer en las violencias de antaño contra la libertad. A esa distorsión ha contribuido la propia derecha al insistir en “mirar al futuro y no al pasado”. Aparte de que mirando al futuro no se ve nada, la frase induce al ciudadano desinformado a creer que la derecha tiene un pasado sórdido y horrible, y por eso intenta ocultarlo. La implicación obvia es que unas formaciones políticas con tal pasado nada bueno pueden ofrecer para el futuro. Una persona razonable preferirá a las izquierdas y a los separatistas, aunque sea como un mal menor.

Esta operación recuerda a otra, la de 1935-36 sobre la represión en Asturias, por lo que la reseñaré brevemente. Tras el fracaso de la revolución de octubre del 34, las izquierdas recobraron la iniciativa política mediante una masiva campaña nacional e internacional que acusaba a las derechas de haber practicado en Asturias una represión salvaje. Miles de mineros habrían sido torturados y asesinados, sus mujeres entregadas a los moros para que las violasen, y un largo etcétera. Tales acusaciones constituyeron el eje de la política de las izquierdas, y luego de su propaganda electoral en febrero de 1936. Tuvieron una eficacia extraordinaria, y durante muchos años la mayoría de los historiadores las dieron por veraces, sin reparar en que los datos eran, en su mayoría, indemostrables, y a menudo contradictorios. O en que las izquierdas, después de haberlas utilizado para volver al poder, evitaron cuidadosamente cumplir su promesa de investigar aquellas atrocidades, pese a instarle a ello repetidamente la derecha.

Pero, aparte de facilitar el triunfo electoral del Frente Popular en febrero del 36, la campaña tuvo otro efecto: emponzoñar la conciencia de la gente, por emplear de nuevo la expresión de Besteiro. La insurrección del 34 fracasó porque los obreros y los catalanes desoyeron los llamamientos a las armas, excepto en la cuenca minera asturiana. Es decir, porque el clima popular no estaba lo bastante cargado de odio para alimentar la guerra civil. En cambio, en 1936 sí existía ese clima entre millones de personas, gracias, precisamente, a aquella oleada de acusaciones, fraudulentas pero de una atroz eficacia.

Esta experiencia debería servir de aviso a quienes emplean ahora tácticas y lenguajes semejantes. Lamentablemente, los organizadores de la llamada “memoria histórica” no imitan ni se identifican precisamente con Besteiro, el líder del PSOE que adoptó una postura democrática, sino con Prieto y Largo Caballero, responsables muy directos de la quiebra de la legalidad que permitía la convivencia en paz y en libertad. Porque importa recordar que en sociedades complejas, llenas de intereses, ideas y sentimientos diversos y encontrados, es el respeto a la ley el factor que permite la convivencia en paz y en libertad, y cuando la ley cae por tierra, cuando la Constitución es atacada con actos consumados, llega inevitablemente el choque y la violencia.

Otra razón ayuda a explicar, sin justificarla, esa actitud poco sensata en torno al pasado. Para bien y para mal, el eje intelectual de las izquierdas ha sido el marxismo, una ideología radicalmente antidemocrática, con diversas variantes. La izquierda española lo abandonó en fechas muy tardías, ya entrada la transición, pero lo hizo por razones de oportunidad política, sin un análisis teórico ni histórico. Hoy pocos se declaran marxistas, máxime tras la caída del muro de Berlín, pero el vacío dejado no ha sido llenado por otra ideología tan coherente. Por ello la izquierda sufre algo así como una crisis de legitimidad ideológica, que intenta superar recurriendo a una supuesta legitimidad histórica: en cualquier caso, sostienen, los nuestros defendieron la democracia frente a las derechas que la destruyeron. Es decir, ellos habían defendido la democracia cuando eran abiertamente marxistas y revolucionarias, y bajo la sabia orientación de Stalin, padre de los pueblos. Un disparate asombroso, pero que “funciona” todavía, aun si cada vez menos.

El pasado repercute inevitablemente en el presente, y para que los muertos no maten a los vivos, como en la tragedia clásica, para que nuestra democracia se asiente y no sufra una involución, es preciso mirar también al pasado sin apasionamiento y acercarnos a su verdad, porque la verdad nos hará libres.

Creo que las conclusiones del historiador José María García Escudero resumen perfectamente la realidad histórica en esta cuestión: ambas zonas sufrieron represión oficial e incontrolada, en las dos se alzaron peticiones de humanidad y clemencia, y las dos llegaron a superar las manifestaciones más brutales del terror, sin acabar del todo con él. “No solo hubo odio, miedo y desesperación, sino también heroísmo, perdón, serenidad ante la muerte”. La pesadumbre producida por este fenómeno en la conciencia española solo puede quedar mitigada por el testimonio de la dignidad y el valor que en general demostraron las víctimas, y no por un grotesco pugilato en torno a cuál de los bandos vertió más sangre.

Pío Moa

Conferencia impartida en Fundación Cantera, Miranda de Ebro, 19 de abril de 2007

 

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