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Historia. Para no olvidar

Basta ya de demagogia antiespañola. Toda la verdad sobre el supuesto genocidio indio en América

Basta ya de demagogia antiespañola. Toda la verdad sobre el supuesto genocidio indio en América

La Iglesia tiene que pedir perdón por el genocidio de los indios de América, muertos a manos de sus evangelizadores españoles. El desmedido Chávez se lo acaba de echar en cara al Papa. Pero ya está bien de demagogias. Sabemos que murieron cientos de miles de amerindios, quizá millones, entre los siglos XV y XVII, pero también sabemos que no hubo genocidio. Hoy está sobradamente demostrado que la causa fundamental de todas esas muertes fueron los virus y otras enfermedades. Y después, en el XIX, las guerras civiles y la explotación económica a manos de las élites criollas en la Hispanoamérica independiente. Esta es toda la verdad y nada más que la verdad.

 

Dijo el Papa en Brasil que la evangelización de América "no supuso en ningún momento una alienación de las culturas precolombinas, ni fue una imposición de una cultura extraña". Era lo que necesitaba Chávez para subirse a la parra y lograr otro titular en la prensa mundial: "Aquí ocurrió algo mucho más grave que el holocausto en la Segunda Guerra Mundial y nadie puede negarnos a nosotros esa verdad –dijo el Gorila Rojo-, ni su Santidad puede venir aquí, a nuestra propia tierra, a negar el holocausto aborigen". Lo decía en una alocución nocturna reproducida obligatoriamente por las emisoras de radio y televisión venezolanas, según ha contado Efe. Y añadía Chávez: "Así que, como jefe de Estado, pero vestido con la humildad de un campesino venezolano, yo le ruego a su Santidad que ofrezca disculpas a los pueblos de nuestra América".

 

Vieja historia, tópico de la leyenda negra antiespañola. Hace año y medio, el 12 de octubre de 2005, la agencia oficial argentina Télam emitía un texto donde aseguraba que “con la llegada de los conquistadores se inició un exterminio que arrasó con 90 millones de pobladores de la región y quebró el desarrollo cultural de este lado del Atlántico (…) El mayor genocidio de la historia”. España es culpable.

 

Las pruebas de la acusación

 

¿En qué se basa esta acusación? En datos de la propia época que hoy sabemos equivocados, pero que durante mucho tiempo se consideraron indiscutibles. Uno, los censos de población india realizados por los españoles en el siglo XVI, que reflejan una reducción brutal del número de nativos. Por ejemplo, los taínos de Santo Domingo pasaron de 1.100.000 en 1492 a apenas 10.000 en 1517. Es decir, en un cuarto de siglo había prácticamente desaparecido la población precolombina de Santo Domingo y las Antillas. ¡Un millón noventa mil muertos en sólo veinticinco años! Esas cifras se extrapolaron después al resto del continente.

 

Sorprende que un número exiguo de españoles fuera capaz de matar a tanta gente en tan poco tiempo, pero, al fin y al cabo, hay un testimonio de la época que lo afirma con toda claridad: el del dominico Fray Bartolomé de las Casas, que contrapone la mansedumbre de los indios a la crueldad de los españoles: “En estas ovejas mansas entraron los españoles como lobos y tigres y leones crudelísimos de muchos días hambrientos. Y otra cosa no han hecho de cuarenta años a esta parte, sino despedazallas, matallas, angustiallas, afligillas, atormentallas y destruillas por nuevas y varias maneras de crueldad”.

 

Irrefutable, ¿no? Pues no. Primero, las cifras del genocidio son imposibles: ¿Noventa millones de muertos en un siglo y pico, en todo el continente americano, a manos de sólo 200.000 españoles? Eso cuadra mal. ¿Un millón de muertos en poco más de veinte años, en un solo sitio, las Antillas, y en el siglo XVI, a base de ballesta y arcabuz? Es impracticable, sobre todo si tenemos en cuenta que los Reyes Católicos habían dado órdenes muy estrictas de tratar bien a los indígenas. Por otro lado, ¿quién hizo el censo? ¿Son fiables esas cifras? Respecto a Las Casas, ¿por qué denuncia tantos crímenes y, sin embargo, nunca dice dónde ni cuándo se produjeron, como tampoco da el nombre del criminal? Y además, si esto pasó en América, ¿por qué no pasó en Filipinas, donde no hay noticia de genocidio alguno? Aún peor: Las Casas logró su objetivo y en 1547 la Corona prohibió el sistema de encomiendas, que según fray Bartolomé era la causa de las muertes, pero los indios siguieron muriendo. ¿Por qué? Y hay más: en el imperio inca, los indios habían empezado a morir masivamente unos veinte años antes de que llegaran los españoles. ¿Cómo es eso posible? Nada encaja. Vamos a explicar lo que pasó de verdad.

 

No hubo genocidio

 

Primero, los censos no valen. La norteamericana Lynne Guitar, de la Universidad de Vanderbilt, fue a Santo Domingo a estudiar la historia de los taínos (hoy es profesora del Colegio Americano en Santo Domingo) y descubrió que los censos son inútiles: cuando un indio se convertía al cristianismo y vivía como un español, o más aún si se mestizaba, dejaba de ser censado como indio y era inscrito como español. Y si luego venía otro funcionario con distinto criterio, entonces volvía a ser inscrito como indio, y así hay casos de ingenios de azúcar donde los indios pasan de ser unos pocos cientos a ser 5.000 en sólo dos años. Para colmo, los encomenderos –los españoles que regentaban tierras y explotaciones- mentían en sus censos, porque preferían trabajar con negros, a los que podían esclavizar, que con indios, de manera que sistemáticamente ocultaban las cifras reales. Es decir que las cifras censales de los indios en América, en el siglo XVI, son papel mojado.

 

¿Mentía entonces fray Bartolomé al hablar de aquel exterminio? Las Casas vio graves casos de crueldad. Y vio también muchos muertos. Era fácil conectar una cosa con otra. Pero hoy sabemos que la gran mayoría de aquellos muertos, que sin duda se contaron por cientos de miles, fueron causados por los virus, algo que ningún español del siglo XVI podía conocer. También sobre esto hay estudios incontestables. Desde muy pronto se pensó en la viruela; se cree que la introdujo en América un esclavo negro de Pánfilo de Narvaéz, hacia 1520, y se sabe que hizo estragos en Tenochtitlán. Estudios posteriores, como el del doctor Francisco Guerra, señalan sobre todo a la gripe porcina, la llamada “influenza suina”. El hecho es que los indígenas americanos, que habían vivido siempre aislados del resto del mundo, recibieron de repente y en muy pocos años el impacto combinado de todos los agentes patógenos difundidos por los buques europeos, sus cargamentos, sus animales, sus pasajeros. Hace poco, un investigador de la Universidad de Nueva York, Dean Snow, precisaba que la gran mortandad no tuvo lugar en el siglo XVI, sino después, cuando empezaron a llegar niños, es decir: tosferina, escarlatina, sarampión; fue letal. Del mismo modo que el primer establecimiento español en América, el fuerte Navidad, fue diezmado por las fiebres, así también los indios, en gigantescas proporciones, fueron diezmados por los virus. Virus que sus cuerpos desconocían y que no pudieron resistir.

 

Es el mismo proceso que sufrió Europa durante el siglo XIV, con la peste negra, que vino de China. ¿Recordamos algún caso más reciente? Entre los años 1918 y 1919, la llamada “gripe española” (porque España fue el único país donde no se prohibió hablar de ella) causó la muerte de más de treinta millones de personas en todo el mundo. Lo de América no fue inusual.

 

De manera que hubo, sí, una mortalidad mayúscula de indios en América, pero no fue un genocidio. Un genocidio requiere que haya voluntad de exterminio. Eso no pasó en la América española. Y aunque hubo encomenderos brutales, no hubo genocidio. Quede claro. Por cierto que en este último punto hay que hacer una mención especial a la Iglesia. Si hubo leyes específicamente destinadas a proteger a la población aborigen –cosa que hasta entonces no había hecho ningún otro imperio en la Historia-, fue precisamente porque la Iglesia planteó el dilema moral de la legitimidad de la Conquista de América. El debate fue convocado por el propio emperador Carlos y se plasmó en la Controversia de Valladolid, entre 1550 y 1551. Allí, entre otras cosas, se gestó la idea moderna de los derechos humanos.

 

¿De dónde viene esa leyenda negra, cómo se sigue propagando pese a todo? Pierre Chaunu, historiador francés, que fue catedrático de La Sorbona, escribe: “La leyenda antihispánica en su versión norteamericana (la europea hace hincapié sobre todo en la Inquisición) ha desempeñado el saludable papel de válvula de escape. La pretendida matanza de los indios por parte de los españoles en el siglo XVI encubrió la matanza norteamericana de la frontera Oeste, que tuvo lugar en el siglo XIX. La América protestante logró librarse de este modo de su crimen lanzándolo de nuevo sobre la América católica”. Otro reconocido historiador francés, Jean Dumont, añade: “Si, por desgracia, España (y Portugal) se hubiera pasado a la Reforma, se habría vuelto puritana y habría aplicado los mismos principios que América del Norte ("lo dice la Biblia, el indio es un ser inferior, un hijo de Satanás"), un inmenso genocidio habría eliminado de América del Sur a todos los pueblos indígenas. Hoy en día, al visitar las pocas ´reservas´ de México a Tierra del Fuego, los turistas harían fotos a los supervivientes, testigos de la matanza racial, llevada a cabo además sobre la base de motivaciones supuestamente bíblicas”.

 

La recurrente imputación de “genocidio” a los españoles contrasta con el tenaz silencio que rodea a uno de los episodios más negros de la historia de la iberoamérica independiente: las matanzas de indios en las guerras civiles o en los procesos de explotación del territorio –los charrúas de Uruguay, los nativos de la Amazonia-, así como la esclavitud de indios mayas en el México de los años 1840-1860.

 

Que alguien le cuente todo esto a Chávez.

 

Elmanifiesto.com

La huella del Gran Terror en Rusia. La purga de 1937 se cobró 700.000 vidas. 70 años después, Memorial ve el reflejo de la catástrofe en la Rusia actual

La huella del Gran Terror en Rusia. La purga de 1937 se cobró 700.000 vidas. 70 años después, Memorial ve el reflejo de la catástrofe en la Rusia actual

 

Hace 70 años, los órganos directivos del Partido Comunista decidieron desplegar una sangrienta purga que se prolongó durante casi dos años. Los historiadores a menudo califican aquella campaña represora de Gran Terror, pero el pueblo llano la suele llamar sencillamente el Treinta y Siete.

El año 1937 se caracterizó por la gigantesca magnitud de las represalias, que se extendieron a todas las regiones y a todas las capas sociales de la URSS sin excepción

El 37 es el restablecimiento en el siglo XX de las normas del proceso inquisitorial medieval, con todos sus atributos tradicionales. Las torturas fueron oficialmente aprobadas

La recuperación del viejo concepto del "entorno hostil", base ideológica del Gran Terror, es una herencia que aún no ha sido superada en la vida política y pública de la actual Rusia

 

Hay que eliminar el nombre de los organizadores del terror y sus cómplices de las calles, plazas y poblaciones que todavía les honran. Su memoria no puede seguir perpetuándose

 

La dictadura comunista en Rusia fue siempre acompañada de represalias políticas tanto antes como después de 1937. Sin embargo, en la memoria humana fue justamente el Treinta y Siete el que se ha convertido en el siniestro símbolo de todo un sistema de masacres, organizadas y perpetradas por las autoridades. Aparentemente, esto se debe a que el Gran Terror se caracterizaba por varios rasgos insólitos que predeterminaron su lugar especial en la historia y la inmensa influencia que tuvo -y sigue teniendo- sobre los destinos de nuestro país.

 

El Treinta y Siete se caracterizó por la gigantesca magnitud de las represalias, que se extendieron a todas las regiones y a todas las capas sociales sin excepción. En el curso de 1937-1938, más de 1,7 millones de personas fueron arrestadas por acusaciones de índole política. El número de purgados por las represalias supera los dos millones. El Treinta y Siete se caracterizó además por la increíble crueldad de las sentencias: más de 700.000 fueron ejecutados.

 

Rasgo de aquella época es también la planificación sin precedentes de las llamadas "operaciones especiales" de carácter terrorista. Toda la campaña fue planeada concienzudamente y con antelación por los altos dirigentes de la URSS y se llevó a cabo bajo su permanente control. Las órdenes secretas del NKVD (Ministerio del Interior) fijaban los plazos para llevar a cabo operaciones concretas, los grupos y clases de la población que iba a someterse a la purga, así como los llamados límites o cuotas; es decir, las cantidades planificadas de detenciones o fusilamientos en cada región.

 

Pero para el grueso de la población, que desconocía el contenido de las órdenes secretas, la lógica de las detenciones resultaba enigmática, inexplicable y ajena al sentido común. A los ojos de los contemporáneos, el Gran Terror parecía una especie de lotería gigante.

 

Las represiones afectaron muy a fondo a representantes de las nuevas élites política, militar y económica de la URSS. La represión sangrienta contra las figuras conocidas por todo el país (los periódicos informaban sobre ellas en primer término), y cuya lealtad estaba fuera de duda, hacía que cundiese el pánico y se agravase la psicosis masiva. En la época posterior nació incluso el mito de que el Gran Terror, supuestamente, apuntaba en exclusiva contra los viejos bolcheviques y la cúspide del Partido Comunista y el Estado. En realidad, la aplastante mayoría de los detenidos y fusilados eran sencillos ciudadanos.

 

El Treinta y Siete es una magnitud de acusaciones falsas sin precedentes en la historia mundial. En 1937-1938, la probabilidad de ser arrestado dependía, principalmente, de la pertenencia a una categoría de la población que figurase en una de las "órdenes operativas" del NKVD, o de los vínculos con aquellas personas que habían sido arrestadas con anterioridad.

Proceso inquisitorial

 

El Treinta y Siete es el restablecimiento en el siglo XX de las normas del proceso inquisitorial medieval, con todos sus atributos tradicionales: procedimientos seudojudiciales que (en la gran mayoría de los casos) se realizaban en ausencia del procesado, sin defensor y con la práctica unificación de las funciones de instructor, acusador, juez y verdugo en un mismo organismo. El afán de conseguir semejante confesión, combinado con las fórmulas arbitrarias y fantásticas de las acusaciones, llevaron al empleo masivo de la tortura; en el verano de 1937, las torturas fueron oficialmente aprobadas.

 

El Treinta y Siete es el procedimiento judicial extraordinario y a puerta cerrada. Es el misterio que cubría la administración de la justicia, es el secreto hermético en torno a los polígonos de fusilamiento y los lugares de enterramiento de los ejecutados.

 

El Treinta y Siete es la caución solidaria con la que los dirigentes estalinistas trataron de atar a toda la nación. A lo largo y ancho del país se celebraban reuniones donde la gente tenía que ovacionar las falacias públicas sobre los enemigos del pueblo desenmascarados y neutralizados. Los hijos tenían que renegar de sus padres detenidos, y las esposas, de sus maridos.

 

El Treinta y Siete son millones de familias destrozadas. Es la siniestra abreviatura de ChSIR, que significaba "miembro de la familia de un traidor a la patria", que por sí sola equivalía a una sentencia de confinamiento en campos especiales donde recluyeron a 20.000 viudas, cuyos esposos fueron ejecutados por decisión de la Sala de lo Militar de la Corte Suprema. Centenares de miles de personas a las que les robaron la infancia y les quebrantaron la juventud son los "huérfanos del Treinta y Siete".

 

El Treinta y Siete es la devaluación definitiva del valor de la vida y de la libertad humanas. Es el culto de la policía secreta -del chequismo-, la idealización de la violencia, la transformación del Estado en un dios idolatrado. Es la época de la total deformación de todos los conceptos jurídicos en la conciencia popular.

 

Finalmente, el Treinta y Siete es la fantástica unión de la bacanal del terror con la irrefrenable campaña propagandística que exaltaba la democracia soviética como la más perfecta del mundo, la Constitución soviética como la más democrática del mundo y las grandiosas realizaciones y las hazañas laborales del pueblo soviético.

 

Hoy, 70 años después, en los estereotipos de la vida pública y en la política estatal de Rusia y otros países surgidos sobre las ruinas de la URSS, se distingue claramente la nefasta influencia de la catástrofe misma de 1937-1938 y de todo el sistema de violencia estatal simbolizado por aquellos años. Este cataclismo contaminó el subconsciente masivo e individual, mutiló la psiquis humana, agravó las viejas enfermedades de nuestra mentalidad heredadas del antiguo imperio ruso, y engendró nuevos y peligrosos complejos.

 

La imitación del proceso democrático acompañada de la simultánea castración de las principales instituciones democráticas, el flagrante desprecio de los derechos y libertades humanas, las transgresiones de la Constitución cometidas al son de los juramentos que prometen la inamovible fidelidad al orden constitucional, todo esto es un modelo social que se probó con éxito por primera vez justamente en el periodo del Gran Terror.

 

La inconsciente hostilidad del actual aparato burocrático hacia la actividad pública y social independiente y los incesantes intentos de someterla al rígido control estatal también son frutos del Gran Terror, que fue el punto final en la larga lucha del régimen bolchevique contra la sociedad civil. Hacia 1937, todas las formas colectivas de la vida pública en la URSS fueron, o bien eliminadas, o bien reemplazadas por sus imitaciones o simulacros; después de lo cual, ya se podía destruir a las personas una por una, erradicando de paso de la conciencia social ideas como la independencia, la responsabilidad civil y la solidaridad.

 

La recuperación en la política actual rusa del viejo concepto del "entorno hostil", que fue base ideológica y cobertura propagandística del Gran Terror; la sospecha y la hostilidad hacia todo lo extranjero; la búsqueda histérica de enemigos en el extranjero y de una quinta columna dentro del país, así como otros moldes ideológicos del estalinismo que vuelven a nacer en el nuevo contexto político, son todos ellos testimonios de la herencia del Treinta y Siete que aún no ha sido superada en nuestra vida política y pública.

Nacionalismo y xenofobia

 

La facilidad con que aparecen y florecen en nuestra sociedad el nacionalismo y la xenofobia, sin duda la hemos heredado también de las "operaciones étnicas especiales" de 1937-1938, así como de las deportaciones, durante la guerra, de pueblos enteros acusados de traición, y de "la lucha contra el cosmopolitismo", "el proceso de los médicos" y otras campañas propagandísticas que acompañaron todo aquello.

 

El conformismo intelectual, el miedo a cualquier otredad, la falta de hábito para pensar de forma libre e independiente, la ductilidad hacia la mentira son, en gran medida, resultados del Gran Terror. El cinismo incontenible es el otro lado de la doble mentalidad, la despiadada moral de los campos estalinianos -"que tú mueras hoy, y yo, mañana"-, la pérdida de los valores familiares tradicionales, estas nuestras desgracias de hoy se deben, en gran medida, a la escuela del Gran Terror, a la escuela del Gulag.

 

La catastrófica desunión de las gentes, el espíritu gregario que ha suplantado al colectivismo, el grave déficit de solidaridad son todo ello resultado de las represiones, deportaciones, migraciones forzosas; el resultado del Gran Terror, cuyo objetivo consistió precisamente en atomizar la sociedad, convertir el pueblo en población, en una multitud fácil de gobernar.

 

Por supuesto que hoy día, la herencia del Gran Terror no se plasma, y difícilmente podrá materializarse en detenciones masivas: vivimos en una época totalmente diferente. Pero esta herencia, si la sociedad no toma conciencia de ella para superarla, puede fácilmente convertirse en un "esqueleto en el armario", en una maldición para la generación actual y las venideras, que se exteriorizará, o bien en forma de la manía de grandeza estatal, o bien en brotes de maniacal busca de espías, o bien en reincidencias de la política represiva.

 

¿Qué se necesita para comprender y superar la experiencia destructora del Treinta y Siete?

 

Los últimos tres lustros han demostrado que es necesario un examen público, desde posiciones jurídicas, del terror político perpetrado en el periodo soviético. Es preciso dar una valoración jurídica clara de la política terrorista practicada por los dirigentes del país de entonces y, sobre todo, por el ideólogo general y supremo organizador del terror (Iósif Stalin), así como de los crímenes concretos cometidos. Sólo una valoración de esta clase podrá convertirse en el punto de referencia, en piedra angular de la conciencia jurídica e histórica, en base para una ulterior elaboración del pasado.

 

Tal vez, para realizar una investigación exhaustiva y de pleno valor, se debería crear un órgano judicial especial.

 

Es lamentable, pero por ahora se observa una tendencia opuesta: en 2005, la Duma Estatal excluyó del preámbulo de la ley sobre la rehabilitación, de 1991, la única mención en la legislación rusa del "daño moral" causado a las víctimas del terror. La valoración política y moral de este paso es obvia. Es preciso restablecer la frase del daño moral en el texto de la ley. La valoración jurídica del terror es un paso importante, pero insuficiente.

 

Es necesario propiciar condiciones favorables para continuar y ampliar las labores de investigación en el ámbito del terror estatal perpetrado en la URSS. A tal efecto se necesita, ante todo, levantar todas las restricciones artificiales no fundamentadas que siguen vigentes y limitan el acceso a los materiales de archivo relacionados con las represiones políticas.

 

Es imprescindible que el conocimiento historiográfico moderno sobre la época del terror sea el patrimonio de todos: hay que redactar, por fin, libros de historia para colegios y universidades que dediquen a las represiones políticas -en particular, al Gran Terror- el espacio que les corresponde por su importancia histórica. La historia del terror soviético deberá convertirse no sólo en una parte obligatoria y sustancial de la enseñanza escolar, sino que deben dedicarse a ella importantes esfuerzos en el terreno de la instrucción popular en el sentido más amplio.

 

Es indispensable crear un Museo de la Historia del Terror Estatal, cuya condición y nivel se corresponda con la magnitud de la tragedia, para que se convierta en el centro metodológico y científico de la labor museística sobre dicho tema. La historia del terror y del Gulag deberá estar representada en todos los museos de historia y de estudios regionales del país, como se hace, por ejemplo, con respecto a otra gran tragedia histórica que fue la guerra contra la Alemania nazi.

 

Finalmente, es preciso erigir en Moscú un monumento nacional a los caídos, que deberá levantar el Estado y en nombre del Estado. Es más: es necesario levantar monumentos dedicados a las víctimas del terror en todo el país.

 

Deben inaugurarse signos conmemorativos y placas memoriales que marquen los lugares relacionados con la infraestructura del terror: los edificios que se han conservado de las prisiones de instrucción y de las de tránsito, centros de aislamiento para presos políticos, direcciones del NKVD y del Gulag, entre otros. Los signos conmemorativos, las señales y paneles informativos deben colocarse también en los emplazamientos de los campos de reclusión, en las empresas construidas por los presos, en los caminos que conducen a las ruinas de los campos.

El recuerdo de los criminales

 

Hay que eliminar de las calles, plazas y poblaciones que todavía les honran los nombres de los organizadores del terror y de sus cómplices. La memoria de los criminales no puede seguir perpetuándose en la toponimia.

 

Hay que lanzar un programa estatal para preparar y publicar en todas las regiones de la Federación de Rusia libros dedicados a la memoria de las víctimas de represiones políticas. Actualmente, semejantes libros de la memoria han sido publicados sólo en parte de las regiones rusas. Según cálculos aproximados, la lista de nombres enumerados en dichos libros abarca en su conjunto, hoy por hoy, no más del 20% de las víctimas de las represiones políticas.

 

Urge elaborar y realizar un programa estatal o incluso interestatal consistente en la búsqueda y memorialización de los lugares de enterramiento de las víctimas del terror. Este problema no es tanto de educación e ilustración como de tipo moral.

 

Todo ello contribuiría a recuperar la memoria de una de las catástrofes humanitarias más importantes del siglo XX y ayudaría a elaborar una inmunidad estable hacia los estereotipos totalitarios.

 

La comprensión del Gran Terror, y, de forma más amplia, de toda la experiencia de la historia soviética, es necesaria no sólo para Rusia o para los países que formaron parte de la URSS o integraron el llamado campo socialista. Este tipo de discusión es necesaria para todos los países y pueblos, para toda la humanidad, porque los sucesos del Gran Terror dejaron su impronta no sólo en la historia soviética, sino en la universal. Gulag, Kolymá, el Treinta y Siete, son símbolos del siglo XX, junto con Auschwitz o Hiroshima. Rebasan los límites del destino histórico de la URSS o de Rusia y se convierten en testimonio de la fragilidad e inestabilidad de la civilización humana, de la relatividad de las conquistas del progreso, en una advertencia de las posibles reincidencias de la barbarie en el futuro.

 

En las vísperas de uno de los aniversarios más terribles de nuestra historia colectiva, Memorial exhorta, a todas las personas que valoran el futuro de nuestros países y pueblos, a que se miren atentamente el pasado y traten de comprender sus enseñanzas.

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El informe de Memorial sobre la represión estalinista

 

En 1937, Stalin desató el Gran Terror: más de 1.700.000 detenciones y deportaciones a los campos de concentración y 700.000 ejecuciones en sólo dos años. Un reciente informe de la organización defensora de los derechos humanos Memorial, del que se ofrece un amplio extracto, sostiene que la huella de aquella gigantesca purga sigue presente hoy en Rusia y se observa en el florecimiento del nacionalismo y la xenofobia, el conformismo intelectual y la falta de hábito para pensar de forma libre e independiente. El arma para superar este estigma es recuperar la verdad: desde investigar los hechos hasta abrir por completo los archivos o editar libros para enseñar en las escuelas aquella realidad histórica.

 

El País, 20 de mayo de 2007

EL AÑO DEL GALLO. La invención de China

EL AÑO DEL GALLO. La invención de China

China se ha despertado y el mundo tiembla. Tiembla porque nuestra idea de China remite a su realidad y no es la primera vez que eso ocurre. Con frecuencia los observadores occidentales de China han manifestado un don singular para verla tal como no es. Y los dirigentes chinos, desde el Imperio hasta el Partido Comunista, un gran talento para engañar a los occidentales.

¿La potencia china hundirá a Occidente? La realidad es que el peso del conjunto de la economía china supera apenas al de un solo país de Europa como Italia o Francia y que China sigue siendo una de las naciones más pobres del mundo. El mundo tiembla porque imagina a China mejor de lo que la conoce; es una larga historia.

Hace cuatro siglos, cuando los jesuitas de Italia y Francia descubrieron China, lo que no vieron allí fue muy notable; a juzgar por sus relatos, que han fijado de modo duradero la imagen de China en la percepción europea, los chinos no tenían religión y estaban gobernados por un emperador filósofo. En Las cartas edificantes y curiosas, best-seller de 1702 y obra de jesuitas franceses, el pueblo chino aparece descrito como una masa informe y supersticiosa; pero a nuestros viajeros los mandarines, adeptos de Confucio, les parecieron letrados exquisitos. Esa China mayormente soñada impresionó tanto a los filósofos de las Luces, Leibniz y Voltaire en particular, que desearon también para Europa el beneficio de un despotismo ilustrado y de una moral sin Dios; el Ser supremo de Voltaire lleva un gen chino (...) La China real había sido suplantada por cierta idea de China y se había fundado la sinología como una ideología.

¿Y la verdadera sociedad china? Estaba en otra parte, en el pueblo sometido a las exacciones de mandarines no siempre seleccionados mediante oposiciones y a veces corruptos. ¿Y el confucionismo? A menudo se soportaba como una ideología anticlerical, totalmente opuesta a la devoción popular por Buda y los inmortales taoístas. ¿Y el emperador? Si las dinastías de China fueron percibidas como legítimas, ¿cómo explicar que se sucedieran veintiséis, separadas por otros tantos golpes de Estado, hasta la revolución republicana de 1911? ¿Pero quién se interesa por esta China auténtica? Hasta estos últimos años, la mayoría de los trabajos universitarios franceses han estado dedicados a la "filosofía confucionista" y a las costumbres de la corte y poco a la sociedad contemporánea.

Voltaire.Aunque lentamente, esta preferencia por los mandarines, en la misma línea que los jesuitas y Voltaire, va cediendo. Desde hace apenas una generación se enseña chino como cualquier lengua viva, con otras perspectivas que no sean las de convertirse en sinólogo. Economistas, juristas y sociólogos se aventuran por fin a viajar a China como si se tratase de un país normal. ¡Porque es un país normal! Pero sus trabajos no han sustituido todavía en nuestras mentes a la China imaginaria por chinos concretos.

(...)

Esta primera "invención" de China fue de inspiración conservadora; a partir de la década de 1970, la segunda será "progresista" pero mucho más realista. Los jesuitas que soñaban con la evangelización universal y un soberano filósofo habían descubierto ambas cosas en Pekín. Nuestros proclamados intelectuales deseaban la revolución igualmente universal y un guía genial; ¿dónde los habrían buscado sino en Pekín?

De viaje por China, tres siglos después que los jesuitas fundadores, los escritores Roland Barthes, Philippe Sollers y Jacques Lacan, entre muchos otros de su tribu, tampoco lograron ver nada. En plena guerra civil, llamada "gran revolución cultural", Maria- Antonietta Macciocchi, considerada una autoridad intelectual en Italia y Francia, escribió: "Después de tres años de desórdenes, la revolución cultural dará comienzo a mil años de felicidad". Nuevos filósofos, como Guy Lardreau y Christian Jambet, descubrieron en Mao una resurrección de Cristo y en el Pequeño libro rojo una reedición de los Evangelios; su enfoque metafórico del maoísmo era la exacta simetría de la interpretación del confucionismo por los jesuitas, un viaje alrededor de lo imaginario. Jean-Paul Sartre, siempre sensible a la estética de la violencia, fue evidentemente maoísta sin siquiera tener necesidad de ir a China. "Un tonto sabio es más tonto que un tonto ignorante", escribía Molière.

No todos se dejaron engañar por esta segunda "invención" de China. En [la] década de 1970, el escritor belga Pierre Ryckmans, alias Simon Leys, y René Viénet, cineasta y autor de la película Chinois, encore un effort pour être révolutionnaires! (una representación en imágenes de la propaganda maoísta), (...) advertían que hasta la bahía de Hong Kong llegaban cadáveres atados unos a otros arrastrados por el Río de las Perlas. Tampoco faltaba información escrita sobre las masacres para quienes quisieran consultarla; pero en ella se mostraba la China real, lo cual hacía que su objetivo y su denuncia del maoísmo fuesen menos oportunos que las fantasías jesuita-izquierdistas.

En 1971 René Viénet y Chang Hing-ho publicaban en su colección, la Bibliothèque Asiatique, Los trajes nuevos del presidente Mao de Simon Leys, convertido más tarde en un clásico del análisis de la dictadura maoísta. Por lo tanto, igual que en los tiempos del gulag soviético y de los campos de la muerte nazis, era imposible ignorar los crímenes maoístas en el mismo momento en que se cometían.

Stalin y Mao Zedong.Sin duda, en la década de 1970 había que ser "maoísta", de la misma manera que en el siglo XVIII Europa enloquecía por los objetos chinos (moda inocente) y a mediados del XX fue compañera de viaje del estalinismo. En la actualidad, sin que las cosas hayan cambiado demasiado, asistimos a la tercera "invención" de China.

¿Las delegaciones de hombres de Estado y empresarios que se suceden en Pekín ven China mejor que los jesuitas de anteayer y los intelectuales progresistas de ayer? Seguramente no. Los motiva el interés, ya se trate del beneficio o de la razón de Estado, ¿pero no sucedía lo mismo con los jesuitas? Los intereses no hacen forzosamente clarividente. Igual que los intelectuales progresistas de la década de 1970, esos viajeros, una generación más tarde, conservan el sentimiento de que visitar China no es algo corriente, que conviene no juzgar a esta nación según los mismos criterios que se aplican a otro país de Asia, aunque sea un vecino como Corea o Japón.

Un cierto arrobamiento se apodera siempre de las delegaciones occidentales que visitan Pekín, sentimiento alimentado por los anfitriones comunistas, ases de la puesta en escena como lo fueron los emperadores y Mao Zedong. Causa perplejidad este abandono del espíritu crítico por parte de los funcionarios occidentales que visitan China; este país no es más "exótico" que África o la India, y desde hace unos veinte años lo es incluso menos. Pero la Gran China de fantasía todavía oculta la China real. Las delegaciones actuales, como los jesuitas de anteayer, sólo se relacionan con la corte y sus mandarines; sólo que los de hoy en día son menos refinados que los de no hace mucho tiempo atrás: los dirigentes comunistas se muestran brutales en su manera de ser y de dirigir el país.

En descargo de los visitantes apresurados, debe señalarse que la China real es vasta, existen regiones prohibidas, la información está censurada y los interlocutores se muestran reticentes o se hallan bajo control. Se ha llegado a conceder a los chinos autorización para expresarse a título individual, para criticar el régimen, con la condición de que esa información no circule y no se organice. Fuera del Partido Comunista está prohibida toda organización que no tenga carácter comercial, de la índole que sea: social, religiosa o cultural. Y los organizadores suelen terminar encarcelados sin juicio previo.

La China real, la que habitan los chinos, está en manos de un Partido siempre totalitario, de sus oficinas de Seguridad, de su departamento de Propaganda. Ésta es, con mucho, la administración más eficaz del país; los extranjeros se nutren de lo que ella les suministra: estadísticas económicas no verificables, elecciones amañadas, epidemias disimuladas, supuesta paz social, supuesta ausencia de toda aspiración a la democracia, etcétera.

Escuchando a los chinos reales

¿Qué piensan los chinos, los que integran ese 95% que no pertenece al Partido Comunista, los mil millones que siguen siendo espíritus libres y campesinos pobres? En un país totalitario no es posible medir la insatisfacción, la oposición, el odio hacia el Partido. Pero está permitido entrevistarse con individuos lo bastante valientes como para expresar su deseo de libertad, y eso es lo que hemos hecho nosotros; la investigación requiere tiempo y esfuerzo, pero no resulta imposible.

Los periodistas, sociólogos y economistas que emprenden esta tarea llegan a la misma conclusión: los chinos no quieren al Partido Comunista; la inmensa mayoría desea otro régimen menos corrupto, más equitativo. La proporción de los que se benefician del desarrollo económico es tan escasa que suscita en la gran masa de los chinos un sentimiento de profunda injusticia más fuerte que la esperanza de progresar.

He dedicado un año, el Año del Gallo según el calendario chino, de enero de 2005 a enero de 2006, a escuchar a esos chinos de espíritu libre. ¿Escuchar no es lo menos que se puede hacer? Algunos se exponían a riesgos por hablar conmigo, mientras que yo no corría ninguno. Para esos hombres y mujeres amantes de la libertad –a los que he dado preferencia en esta investigación–, la colusión de los Gobiernos occidentales con el Partido Comunista es incomprensible. A menudo me han preguntado cómo hemos podido olvidarnos tan rápidamente de la masacre de Tiananmen. Ni siquiera han entregado a las familias los cuerpos de las víctimas. ¿Dudamos acaso de que el Partido, si se sintiese amenazado, no volvería a recurrir al ejército?

¿Sabemos que en toda China se alzan revueltas de campesinos en las zonas rurales y de obreros en las fábricas contra el Partido? ¿Desconocemos que se reprime a las religiones, que miles de sacerdotes, pastores y seguidores de tal o cual culto son encerrados sin juicio previo en "centros de reeducación mediante el trabajo"? ¿Somos o no sensibles al abandono sin ninguna atención de cientos de miles de víctimas del sida, a la suerte de varios millones de jóvenes campesinas condenadas a la prostitución para –entre otras cosas– atraer a los inversores extranjeros? (...)

¿Sabemos que, después de la corrupción y el "choriceo", a los asalariados de las empresas extranjeras instaladas en China sólo les quedan cien euros al mes? ¿Conocemos la cantidad de miles de millones que los cuadros del Partido roban a los inversores extranjeros y a los trabajadores chinos para invertirlos fuera de China, donde a menudo se encuentran ya sus familias para precaverse con anticipación ante la posibilidad de un golpe de estado?

No sería conveniente eludir estos interrogantes, suponer que se trata de cuestiones internas de China, puesto que el destino de ese país depende en gran parte de las decisiones que se toman en Occidente. Sin las inversiones extranjeras y sin la importación de productos chinos, el desarrollo del país se interrumpiría; las empresas extranjeras realizan el 60% de las exportaciones de China; la supervivencia del Partido Comunista se debe a la relación privilegiada que mantiene con quienes toman las decisiones en Occidente. Esto explica el fervor con que el departamento de Propaganda se dedica a seducir o a comprar a la opinión pública occidental.

La Realpolitik de Occidente hacia China es evidentemente inmoral. ¿Pero por lo menos resulta útil a sus intereses? La "invasión" de los productos chinos inquieta, pero (...) no es la amenaza más peligrosa. Esas importaciones a bajos precios mejoran nuestro nivel de vida; destruyen determinados empleos pero, como toda división internacional del trabajo, obligan a nuestras empresas a ser más innovadoras. Es posible hacer frente a este desafío. El verdadero riesgo de la buena camaradería mantenida con el Partido Comunista es otro: permitimos a un Estado totalitario construir un arsenal que tendrá un gran peso sobre los vecinos de China, sobre Asia y el resto del mundo.

Si nadie amenaza a China, ¿por qué el Partido desea convertirla en una potencia militar? ¿Cuál es la utilidad de los setecientos aviones de caza y de las armas nucleares, capaces de alcanzar no sólo Taiwán, también Japón, Corea y Estados Unidos? ¿Y, más inmediatamente todavía, la de cientos de misiles de alcance medio cuyo objetivo es la población de Taiwán desde las montañas de Fujian y de Jiangxi?

Se adivina la ambición del Partido. Lo peligroso para los chinos y el resto del mundo es el Partido, mientras que los chinos reales, como todos los seres humanos, aspiran a la tranquilidad y no amenazan a nadie. Pero existe una alternativa: es posible ayudar a los demócratas chinos. El Partido Comunista, dependiente de los inversores extranjeros, será particularmente vulnerable en los años que nos separan de los Juegos Olímpicos en Pekín. El Partido vive con la esperanza depositada en esos Juegos, en los que ve una consagración, y con el temor de que un accidente los amenace (revuelta popular, epidemia, etcétera).

Vienen a la memoria dos antecedentes que subrayan la importancia de los Juegos de 2008; en 1936, en Berlín, los Juegos Olímpicos consagraron la ideología nazi; en 1988, en Seúl, abriendo Corea al mundo, inauguraron su democratización. ¿Pekín 2008 será Berlín o Seúl? Eso depende de los occidentales: ¿seguiremos embobados con la Gran China o compartiremos nuestros valores de libertad con los chinos reales?

El momento es oportuno para ejercer presiones sobre el Partido Comunista: que deje de encarcelar a los demócratas y a los religiosos en China, que se permita el regreso de los exiliados políticos, que sea posible invocar ante los tribunales los derechos humanos establecidos en la Constitución china, que se autorice a los partidos de oposición y que se libere la información de la tutela del departamento de Propaganda. Como propone Hu Ping, el demócrata exiliado en Estados Unidos: "Esto es todo lo que le pedimos al Partido que haga; no le pedimos nada más".

Y ya que los dirigentes comunistas están tan seguros de su popularidad, que la sometan a la prueba del sufragio universal. Sería útil que los occidentales se lo pidiesen, tal como lo exigían, por ejemplo, en Sudáfrica en la época del apartheid.

(...)

Si pudiesen expresarse, los chinos exigirían ser libres. ¿Por qué estarían satisfechos de ser oprimidos por el Partido Comunista? ¿Amarían la tiranía, a diferencia de todos los demás países? En Occidente, nuestros prejuicios, nuestros intereses económicos y diplomáticos se conjugan con la propaganda de los dirigentes comunistas para hacernos creer que la democracia en China sería una aberración, o que es demasiado pronto para pensar en ello, incluso que la democracia sería contraria a la civilización china. Pero los chinos, que son ciudadanos de nuestro tiempo tanto como lo son de su país, saben qué es la democracia; han sufrido lo suficiente las exacciones del Partido Comunista como para desear ante todo su salida del Gobierno.

¿No agradecerían al Partido que redujese su dominio sobre la sociedad? Es verdad que están menos tiranizados desde que se les ha devuelto el derecho a vivir en familia, a elegir su estilo de vida y, para una minoría de ellos, a enriquecerse. Pero el pueblo sabe en qué medida sigue sujeto a la voluntad del Partido, expuesto a sus cambios de humor y a sus luchas de facciones; en el barrio, en el pueblo, en la empresa, todo individuo sigue estando a merced del jefe local. Si los chinos pudiesen, arrojarían a esos aparatchiks al basurero de la historia. No pueden hacerlo, y sin embargo algunos lo dicen, lo cual exige de su parte una valentía inaudita.

En Occidente, a esos demócratas los llamamos "disidentes". El término es simplista; esos disidentes no son marginales, sino los portavoces del pueblo chino. Desde que China está bajo la autoridad del Partido Comunista, estos heraldos de la democracia se turnan de una generación a otra. Siempre se recurre a los bombos del Partido para cubrir sus voces, pero aquí nos proponemos escucharlas. Sostendremos que son la honra de China y tal vez su futuro.

(...)

En lugar de un libro sobre China, lo que aquí se ofrece no es más que una selección de entrevistas, a lo largo del Año del Gallo, con chinos inflexibles; consideré que dedicar un año a escuchar a los demócratas de China, rebeldes que se enfrentan a la tiranía, era el menor de los deberes, además de una manera de no volver a caer en la fascinación por los tiranos que a veces se apodera de Occidente.

 

 

Por Guy Sorman

NOTA: Este artículo es una versión editada del prólogo del libro de GUY SORMAN EL AÑO DEL GALLO. CHINOS Y REBELDES, que acaba de publicar la editorial Gota a Gota.

 

Libertad Digital, suplemento Fin de Semana, 12 de mayo de 2007

Al Ándalus no era Jauja, ni el Islam una religión de paz

Al Ándalus no era Jauja, ni el Islam una religión de paz

Ni el Islam es esencialmente una religión de paz, ni Al Ándalus –la España musulmana- era Jauja, un escenario de tolerancia y diálogo. La prensa británica se ha visto sacudida por el debate entre Karen Amstrong, ex monja reconvertida en la izquierda filoislámica; Robert Spencer, un estudioso norteamericano de la órbita “neocon”, y Christopher Howse, importante columnista del Telegraph. Armstrong defendía la naturaleza pacífica del Islam. Spencer y Howse la han destrozado. Para que se vea que en todas partes cuecen habas.

 

G. VIADERO

 

Karen Armstrong, inglesa de raíces irlandesas y escritora sobre las tres principales religiones monoteístas, había realizado una recensión en la que criticaba duramente el best-seller del americano de derechas Robert Spencer La verdad sobre Mahoma, subtitulado El fundador de la Religión más intolerante del mundo. Para esta feminista, “el principal error del libro es la falta de contexto histórico, político, y económico de la Arabia del siglo VII, sin el cual es muy difícil comprender la vida de Mahoma. Esto provoca una manipulación de los datos, lo cual hace que la obra sea altamente demagógica”.

 

Para Armstrong, Spencer “sólo hace hincapié en los versículos del Corán que son hostiles a judíos y cristianos, pero no en aquellos que insisten en la continuidad del Islam con la gente del Libro”. Como por ejemplo el que dice: “Creemos lo que creéis, vuestro Dios es nuestro Dios”. La escritora señalaba que “las relaciones en la España musulmana entre las religiones de Abraham fueron armoniosas durante toda la Edad Media, algo extraordinario y excepcional en el mundo”.

 

La autora criticaba que en la obra de Spencer se haya obviado toda referencia a la condena de los conflictos bélicos que hace la religión islámica, a los cuales considera un “horroroso mal”. Spencer se ha olvidado también, decía Armstrong, “de comentar la prohibición islámica de agredir al otro -que sólo se justifica si es para la defensa personal- o la importancia del perdón y las negociaciones pacíficas en las que el Corán hace tanto hincapié”: “en el momento en que el enemigo pide paz, los musulmanes debemos inclinarnos y aceptar los términos indicados, aunque no nos sean ventajosos”.

 

Armstrong cree que las consecuencias del libro de Spencer pueden ser devastadoras, ya que “los islamistas extremistas podrían utilizarlo para demostrar a los musulmanes alienados por los sucesos ocurridos en Palestina, Líbano o Irak que Occidente es hostil a su fe”.

 

Una falsificación al descubierto

 

La contrarréplica a esta recensión no ha tardado en llegar. Damian Thompson, corresponsal del diario inglés Telegraph, cuenta que Spencer, al leer la crítica, retó a los lectores de su blog Jihadwatch yesterday a encontrar el verso coránico que según Karen tachaba los conflictos bélicos de “horroroso mal”. Uno lo encontró. Era el 2:117. Sin embargo, Armstrong había manipulado la información: la guerra era sólo un “horroroso mal” si se hacía en el mes sagrado, y en todo caso, el verso dice que la prohibición se podía obviar.

 

El corresponsal del Telegraph ha dedicado duras palabras a la escritora, en concreto a uno de sus últimos libros sobre Mahoma. Dice: “Karen se ha atrevido a decir que su trabajo es un regalo para el pueblo musulmán”. Además, “parece que esta mujer ignora que las escrituras en la religión musulmana instan a la guerra contra los no creyentes y los apóstatas, mientras que las escrituras cristianas hablan, precisamente, de ejercer la no-violencia. Creo que ha llegado el momento de que alguien le exija a Karen sus credenciales como experta en el Islam”. “¿Tendrá buen nivel de árabe clásico?”, se pregunta Thompson con sorna. “Si yo fuera musulmán estaría asqueado con tanto sermón autodidacta que quiere presentar a esta religión como un grupo de auto-ayuda para gente ñoña y sensiblera”.

 

Para el corresponsal, Karen es sólo una “progre” que ha salido rebotada del cristianismo –antes era monja- y ha decidido, cueste lo que cueste, demostrar lo buenos y maravillosos que son todos –menos los cristianos, claro.-Por eso ella, que es muy respetuosa, llama a Mahoma “El Profeta”, aunque ella no sea creyente. El ridículo del caso es bastante llamativo.

 

Al Ándalus no era Jauja

 

Christopher Howse, otro corresponsal del Telegraph y amigo de Thompson, se une a las críticas del primero. A este periodista en concreto le ha molestado sobremanera la siguiente afirmación de Amstrong: “las relaciones en la España musulmana entre las religiones de Abraham fueron armoniosas durante toda la Edad Media, algo extraordinario y excepcional en el mundo”.

 

Howse dice que “los siglos que van desde 711 hasta 1492 se caracterizan por la guerra, las alianzas oportunistas, el expolio y la persecución”. Este corresponsal explica que el período más pacífico, el del Califato de Córdoba, que va desde 929 al 1031, sólo supone cien años de los setecientos que duró la invasión musulmana de la Península Ibérica. Y aún así, “Almanzor llevó a cabo saqueos en ciudades como Barcelona y Santiago, todos como consecuencias de sus deseos de expansionarse por lberia”.

 

La marginación por motivos religiosos estuvo muy presente durante todo el Califato. Howse nos da diversos ejemplos de ello: “los cristianos se vieron forzados a abandonar la parte de la mezquita que se les había reservado para sus oraciones -recordemos que la Mezquita había sido construida sobre una vieja iglesia cristiana, la de San Vicente-; Maimónides, el filósofo judío, tuvo que abandonar el país junto a su familia debido a la persecución sufrida por la dinastía musulmana y el pensador Ibn-Rushd, Averroes para los filósofos cristianos, fue expulsado de la península en el siglo XII por los dictadores almorávides”.

 

Christopher concluye su artículo diciendo que “una cosa es que, probablemente, el Califato de Córdoba haya sido el mejor para vivir de entre todos los regímenes musulmanes, y otra muy distinta que fuese un estado liberal secular”.

 

http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=192



COBARDÍA ANTE LOS CHEQUISTAS

COBARDÍA  ANTE LOS CHEQUISTAS Me comunica un amigo que hace unos días, en el programa de Saenz de Buruaga, en Telemadrid, una tiorra bastante conocida dijo que yo había sido confidente de la policía. No es la primera vez. La misma infamia de jaez chequista han soltado el héroe de Paracuellos y Mienmano, y lo hacen con frecuencia en internet, anónimamente, una serie de chorizos del aparato de Pepiño el Corruto. Lo cual tiene su parte halagadora, en cierto modo, pues demuestra hasta qué punto mis estudios históricos les están arruinando el negocio político-económico que tenían montado en torno a la guerra civil, les hacen perder los nervios. Desde la publicación del primero de esos estudios, va para siete años, vengo pidiendo un debate intelectual al respecto, pero ha sido inútil. No entra en sus hábitos. Su reacción, del peor estilo posible, ha consistido en una marejada de ataques personales, insidias, injurias, intentos de agresión y exigencias inquisitoriales de censura. Lo cual, a falta de cosa mejor, nos ha ofrecido un excelente retrato de estos individuos, empeñados en sentar cátedra de intelectuales y políticos demócratas, y en realidad enfermos de un espíritu chequista metido hasta el tuétano.

Dentro de unas semanas saldrá a la luz el último libro que pienso escribir sobre la guerra civil y la república, a fin de redondear los anteriores con una visión crítica, intelectual, de la historiografía políticamente correcta. Se titula La quiebra de la historia “progresista”. En qué y por qué yerran Beevor, Preston, Juliá, Viñas, Reig, etc. Me parece que el título no precisa más aclaración, y ahí los espero, nuevamente.

En fin, pregunté a mi amigo si alguien había replicado a la gruesa viborilla del programa de Buruaga, pero resulta que nadie lo hizo. Eso es lo que realmente me indigna. Nadie tuvo cuajo de explicar, por ejemplo: “Mire usted, buena mujer, lo que usted está diciendo es un acto de colaboración con el terrorismo, concretamente una provocación al asesinato. Y está usted diciendo, además, una falsedad evidente, muy propia de una mentalidad chequista, porque ustedes han tenido durante doce años a su disposición el ministerio del Interior, con todos los archivos policiales, y a los propios policías para interrogarles. Si realmente Moa hubiera sido un confidente o infiltrado, ustedes podrían documentarlo plenamente, en lugar de lanzar infamias como usted hace ahora. Pues sin duda ustedes han investigado el asunto y han tratado de encontrar esas pruebas, pero Barrionuevo, en sus memorias, reconoce que no hay nada de nada. No hay la menor prueba de que el PCE (r)-GRAPO estuviera infiltrado, o manejado por la extrema derecha, al menos durante la época en que Moa estuvo en él. En cambio el PCE y el PSOE sí estuvieron ampliamente infiltrados, como se desprende del hecho de que por entonces apenas eran clandestinos, habiéndose reorganizado el PSOE, en concreto, bajo el control del aparato franquista. Se han publicado datos importantes y no desmentidos. Y al comenzar la Transición, diversos políticos socialistas y comunistas reclamaron la destrucción de las fichas de la Brigada Político Social, lo cual también indica muchas cosas”.

Algo así, sencillo y contundente, que todo el mundo sabe, pero que hay miedo a expresar. Me comentaba otro amigo que tampoco tenía mayor importancia, porque la señora en cuestión está siempre escupiendo veneno, y da más risa que otra cosa. A mí no me da ninguna risa. Esta señora es de la índole de las Nelken o Pasionaria, incitadoras (como mínimo) al terror, y en el actual proceso de involución antidemocrática esas gentes se vuelven cada vez más peligrosas. Su peligro crece precisamente porque la gente normal, que tendría que pararles los pies, suele callarse y dejar pasar como diciendo “no va conmigo”. Sí va con ustedes, señores, va con todos. Con ese espíritu ratonil se ha llegado a la situación de las Vascongadas, a la práctica ruina de la democracia en aquellas provincias, a la hegemonía política de esa variante chequista que es la ETA.

La cobardía ante los chequistas tiene además otro, digamos, inconveniente: si la ley termina por caer y las condiciones se vuelven favorables, esa cobardía se trueca en revanchismo y brutalidad, lleva a prácticas similares a las de las checas. En la guerra civil no pocos derechistas que habían contribuido a precipitar el desastre con su pasividad, se convirtieron de pronto en verdaderos sádicos. Conviene aprender de la experiencia.

En cuanto a prácticas de esta clase, sobre todo a cargo del sujeto de Paracuellos, voy a escribir un par de artículos más, pues la ignorancia de la gran mayoría sobre el pasado reciente es abismal. Ruego a cada lector dé la máxima difusión por su cuenta a este y los siguientes artículos, pues de poco valen los esfuerzos de aclaración si quedan limitados a un ámbito reducido.

Pio Moa

REPRESIÓN Y “MEMORIA” HISTÓRICA

REPRESIÓN Y “MEMORIA” HISTÓRICA
Las guerras son situaciones extremas en que los bandos luchan por sobrevivir y no por meros éxitos electorales. Por tanto, empujan la conducta humana hacia los extremos del heroísmo o la entrega desinteresada de la vida en unos casos, y el crimen y las mayores bajezas en otros. La guerra española, como tantas, abundó en ambas conductas, pero parece como si hoy se quisiera centrar la atención solo en los aspectos más siniestros, en el terror desatado entonces. Y enfocándolo, además, de modo harto peculiar, como veremos, mediante una campaña tenaz, con grandes medios y subvenciones.

Esa campaña está logrando crispar considerablemente a la sociedad española, al recuperar una versión por desgracia propagandística y no historiográfica de la guerra civil, por lo que examinaré sus contenidos antes de entrar en sus motivaciones políticas. Puede decirse que empezó en serio con la publicación del libro Víctimas de la guerra civil, en 1999, coordinado por Santos Juliá, el cual recogía investigaciones previas de varios autores. La obra disfrutó de una publicidad muy intensa en los medios de masas, y vino a ser la fundamentación intelectual del movimiento luego llamado de “la memoria histórica”. Sus tesis básicas son:

a) El terror desplegado por el Frente Popular fue una respuesta al de los sublevados

b) Fue un terror popular y fundamentalmente espontáneo

c) Las víctimas del franquismo fueron muchas más (en torno al triple) que las causadas por el Frente Popular.

d) La responsabilidad última de los crímenes en los dos campos recae sobre los franquistas, que los provocaron al alzarse contra la legalidad republicana y democrática

Estos asertos recogen la propaganda izquierdista y separatista durante la guerra y tiempo después. De ser veraces, la represión izquierdista tendría todos los atenuantes –en rigor, no podría hablarse de crímenes, sino solo de excesos, bastante comprensibles--, mientras que la represión contraria cargaría con todos los agravantes posibles. Sin embargo el examen atento de los hechos muestra una realidad algo distinta.

En cuanto al primer punto, ¿fue el terror frentepopulista un terror de respuesta, como afirma Víctimas de la guerra? J. Casanova, uno de los autores, lo explica: “Para respuesta brutal la que se dio contra los militares sublevados, que fracasaron en su intento, y a quienes se consideraba responsables de la violencia y la sangre que estaba esparciéndose por ciudades y campos de la geografía española”. La tesis tiene suma importancia, pues, claro está, a quien se ve agredido y con su vida en peligro no puede exigírsele mucha ecuanimidad, sino admitir que reaccione con justificable furia.

Sin embargo el terror frentepopulista tuvo unas raíces propias y nada debía a las violencias contrarias. Casi desde el principio de la república amplios sectores de la izquierda cultivaron un odio exacerbado como virtud revolucionaria, abundantemente reflejado en la prensa de entonces. Esa propaganda motivó la oleada de quemas de conventos, bibliotecas y centros de enseñanza, incontables atentados y un terror sistemático durante la insurrección de octubre de 1934. Si el terror frentepopulista respondió a algo, fue a esa propaganda martilleante de sus partidos, y Besteiro sabía lo que decía al denunciar aquellas prédicas que, a su juicio, “envenenaban” a los trabajadores y preludiaban un baño de sangre. El libro coordinado por Juliá omite estos hechos, y ello debilita, de entrada, sus pretensiones de rigor o simple seriedad.

El odio se manifestó en los meses anteriores a julio del 36 en forma de cientos de asesinatos, en su gran mayoría cometidos por las izquierdas, y en la destrucción de iglesias, obras de arte, locales y prensa conservadores, etc. apenas correspondidos por las derechas. Al estallar la guerra y derrumbarse los restos de legalidad republicana, debido al reparto de armas a los sindicatos, la ola de incendios y crímenes se tornó masiva el mismo 18 de julio, sin aguardar noticias de la represión contraria. Los dos bandos consideraron llegada la hora de una “limpieza” definitiva, pero habían sido las izquierdas quienes habían organizado casi toda la violencia previa.

También alentó el terror izquierdista la creencia en una pronta derrota de los nacionales, creencia que ahuyentaba los escrúpulos o el remordimiento. Como decía Largo Caballero, “la revolución exige actos que repugnan, pero que después justifica la historia”. Y Araquistáin escribía a su hija, “la victoria es indudable, aunque todavía pasará algún tiempo en barrer del país a todos los sediciosos. La limpia va a ser tremenda. Lo está siendo ya. No va a quedar un fascista ni para un remedio”.

Respecto a la derecha, el examen de la prensa y la documentación a lo largo de la república no muestra, ni en intensidad ni en sistematicidad una comparable incitación al odio. Parece más veraz, entonces, sostener que si hubo un “terror de respuesta” este fue más bien el de las derechas frente al que sus adversarios habían predicado y ejercido los años anteriores, con un balance de numerosísimos atentados, incendios y amenazas, y una insurrección que causó 1.400 muertos.

Por lo que se refiere al segundo punto, el del carácter “popular” y espontáneo de la represión izquierdista, carece también de valor historiográfico, aunque lo tenga, y mucho, propagandístico, pues el lector tiende a alinearse instintivamente con “el pueblo”. Así, los crímenes izquierdistas constituirían una especie de justicia popular, justicia histórica, acaso algo salvaje, pero explicable y en definitiva justificable, máxime si replicaba a atrocidades contrarias. Esta idea empapa el libro citado, y la exponen francamente en otro lugar dos de los autores, J. Villarroya y J. M. Solé: “La represión ejercida por jornaleros y campesinos, por trabajadores y obreros y también por la aplicación de la ley entonces vigente, era para defender los avances sociales y políticos de uno de los países con más injusticia social de Europa. Los muchos errores que indudablemente se cometían pretendían defender una nueva sociedad. Más libre y más justa. La represión de los sublevados y sus seguidores era para defender una sociedad de privilegios”. Estas frases renuevan el tono bélico, aunque mencionen “errores”, bien comprensibles dadas las circunstancias. De ahí a gritar “¡Bien por la represión contra los opresores!” no media ni un paso, pues la conclusión viene implícita.

Pero la realidad es que los revolucionarios no defendían avances sociales y políticos o una sociedad “más libre y más justa”, como demuestra una abrumadora experiencia histórica. En los países donde triunfaron los correligionarios de las izquierdas españolas, la población perdió cualquier libertad y derecho, sometida al poder omnímodo de una casta burocrática dueña de un estado policial. Que España fuera “uno de los países con más injusticia social de Europa” es aserto muy discutible, pero de lo que no hay duda es de que el remedio propuesto por los revolucionarios era mucho peor que la enfermedad, si de libertad, justicia y riqueza hablamos. Solé y Villarroya tienen derecho a preferir tales remedios, pero no tanto a invocar en su beneficio la libertad y la justicia.

Además, con ello Solé y Villarroya identifican al pueblo con la minoría de sádicos y ladrones (los crímenes solían acompañarse de robo) que al hundirse la ley obraron a su antojo. Esta identificación es corrientísima, aunque por completo fraudulenta, y ningún historiador puede caer en ella sin desacreditarse. En realidad el terror llamado popular lo ejercieron los partidos y sindicatos, y dentro de ellos sujetos fanatizados en las doctrinas respectivas. No el pueblo, ciertamente. En las elecciones del 16 de febrero, los votantes se dividieron mitad por mitad, aparte de un tercio de abstenciones. Solo apoyaba al Frente Popular, por tanto, una fracción del pueblo, alrededor de un tercio, y es probable que esa proporción mermase en los meses siguientes a los comicios. Y ni siquiera ese tercio fue el que tomó las armas, sino, principalmente, los miembros de las organizaciones izquierdistas, de los cuales solo una minoría, a su vez, cometió atrocidades. A esa minoría llaman “el pueblo” muchos autores.

Lo mismo vale el tópico de la espontaneidad. Nada de espontáneo tuvo el largo e intenso cultivo de una propaganda irreconciliable, llevada al paroxismo ante la sublevación del 36, como refleja la prensa izquierdista de entonces. La rabia, apenas contenida durante meses, se desató por fin gracias al ilegal reparto de armas, decisión política con efectos sobradamente previsibles. No sin razones de peso rechazó Casares Quiroga el reparto mientras tuvo fuerzas. La decisión de armar a las masas hace al último gobierno más o menos republicano, el de Giral, plenamente responsable de sus consecuencias, tanto si éstas se tienen por buenas (así lo pensaron y piensan muchos políticos y escritores), como si se las juzga nefastas. Pero, además, ocurre que el terror fue directamente organizado por los organismos oficiales del gobierno, en competencia con los partidos y sindicatos del Frente Popular. Ello aparece con claridad en la listas de checas que ofrece Javier Cervera en su libro Madrid en guerra. La ciudad clandestina. Así, la checa de Fomento “la más importante de Madrid y solo su mención producía escalofríos a los madrileños”, fue montada por el director general de Seguridad de Giral. La disolvió Santiago Carrillo en noviembre, y no precisamente para disminuir el terror. La checa de Marqués de Riscal” funcionaba bajo los auspicios del ministerio de Gobernación. Otras checas tenían carácter ácrata, comunista o socialista, y a menudo se relacionaban entre sí. No había en todo ello la menor espontaneidad.

Pasemos al tercer punto: ¿cómo se distribuyeron las ejecuciones y asesinatos entre los dos bandos? El crimen más general en España fue el asesinato de enemigos políticos en la retaguardia, una “limpia”, como se la llamó, hecha con saña en los dos bandos. Ello dio a los contendientes una poderosa argucia para descalificar al adversario como esencialmente criminal y para aplicarle la misma medicina. Y volvió más tenaz la lucha, por la seguridad de que quien venciese ejecutaría una cumplida venganza. Prieto lo anunció tres días antes de la sublevación: “Será una batalla a muerte, porque cada uno de los bandos sabe que el adversario, si triunfa, no le dará cuartel”.

En ese ambiente, cada parte exageró sin tasa la barbarie del contrario. Al final de la guerra Franco creía que sus enemigos habían sacrificado a 400.000 personas. La investigación posterior, la Causa General, bajó el número a 86.000, y aún había de bajar más, pues muchos nombres aparecían repetidos en varios registros. Pero en cuanto a exagerar, las izquierdas superaron a sus contrarios. Todavía en un libro publicado en 1977, Juan Simeón Vidarte considera “quizá” exagerada la cifra dada por el novelista Ramón Sender, de 750.000 izquierdistas ejecutados solo hasta mediados de 1938, y atribuye 150.000 a Queipo de Llano solo hasta principios de dicho año, o suma 7.000 en Vitoria (ciudad de 43.000 habitantes). Si fuera cierto, los nacionales habrían matado a no menos de un millón de izquierdistas, incluyendo 200.000 en la posguerra, dando visos de realidad a la propaganda del Frente Popular, según la cual Franco planeaba exterminar literalmente a los trabajadores. En 1965 Jackson no dudaba en cargar 400.000 muertes a la represión franquista, aunque posteriormente las redujo a la mitad. Tamames hablaba, en 1977, de 208.000. Preston, en su biografía de Franco, de 1993, repetía el bulo de las 200.000 ejecuciones solo en la inmediata posguerra.

En ese maremágnum empezó a poner orden, en 1977, Ramón Salas Larrazábal, el primero en abordar con rigor el asunto. En su concienzudo estudio Pérdidas de la guerra, empieza metódicamente demostrando la inconsistencia de cálculos como los mencionados. Calcula luego la magnitud global de la mortandad en la guerra mediante un detenido análisis de las estadísticas demográficas y teniendo en cuenta las deficiencias del censo de 1940. Esta aproximación global tiene el mayor interés, pues marca ciertos límites máximos y descarta de entrada numerosas fantasías.

Dadas las diferencias de población, las víctimas de la guerra debían ascender a unas 650.000 incluyendo las causadas por combates, represión, enfermedad, ejecuciones de posguerra, maquis y II Guerra mundial. Si excluimos las de posguerra (159.000 por enfermedad, 23.000 por ejecuciones y 10.000 por el maquis y la guerra mundial), la cuenta se reduce a 433.000. De éstas, 165.000 se deben a enfermedades, con lo que las muertes violentas sumarían unas 268.000. Computados con bastante seguridad los caídos en combate, cerca de 160.000, quedan las víctimas de la represión, que rondarían las 108.000. Cifras aproximadas, pero incomparablemente más correctas que las hasta entonces manejadas. Salas, pues, introdujo la cuestión en el ámbito del debate racional.

Sobre la distribución de las ejecuciones y asesinatos, Salas estima en 72.500 los del Frente Popular y 58.000 los franquistas, incluyendo 23.000 en la posguerra. Otro dato es que el 95% de los muertos serían varones, salvo en Barcelona, donde la proporción femenina más que dobló la normal en la zona de izquierda: 13,05%, frente a un 6,25% en Valencia. La proporción sería menor aún en la zona nacional.

Salas funda estos datos en los del Movimiento natural de la población y en un muestreo de los registros municipales. Para ello supuso que todas las víctimas habían sido registradas (con bastante posterioridad al conflicto, muchas de ellas), y que las inscripciones en los registros habían sido hechas de modo correcto. Estos supuestos han sido severamente criticados por varios autores, pero no parece fácil que las críticas alteren el valor fundamental de Pérdidas de la guerra.

Aun si las cifras de Salas hubieran de ser corregidas con cierta amplitud, no hay duda de que su investigación introducía, por primera vez, el rigor científico en cuestión tan vidriosa. Ahora bien, ese mérito decisivo, a cuyo reconocimiento obliga la honradez intelectual, ha sido despreciado en bastantes medios, proclives, en cambio, a difundir fábulas. Así, Pérdidas de la guerra, fue silenciada en lo posible, o atacada con lenguaje reminiscente de las viejas contiendas, impidiéndose al autor la réplica en algunas publicaciones. La guerra parecía continuar, para algunos.

Otra réplica a Salas consistió en estudios de la represión, provincia por provincia, financiados a menudo con dinero público. De acuerdo con ellos, las muertes bajarían a 50.000 en la zona izquierdista, y aumentarían a 150.000 en la nacional, subiendo el total a un mínimo de 200.000, casi el doble de lo indicado por los cálculos estadísticos de Salas. Pero estas cifras son poco creíbles, y el especialista Ángel David Martín Rubio ha expuesto la falta de rigor y de método unitario de muchas de esas investigaciones. A menudo no distinguen entre muertos por ejecución y en combate, incluyen nombres repetidos –como ocurría en la Causa General--, muertos entre las propias izquierdas, y a veces derechistas asesinados por éstas. A menudo influye también el rumor y la tradición oral, casi siempre exagerados o incluso inventados.

Viene a cuento recordar, al respecto, el caso del gran osario descubierto en un barranco de Órgiva, en Granada, en agosto de 2003, durante unas obras del ministerio de Fomento. Por unos días se difundió en internet y en la prensa de papel la noticia sensacional de una especie de Paracuellos franquista. El asunto revela la técnica publicitaria de este tipo de seudoinvestigaciones. De inmediato empezó a hablarse de una enorme fosa común "perfectamente documentada", de "fusilamientos masivos", de "exterminio de compatriotas por motivos ideológicos". Un catedrático de la universidad de Granada caracterizó el barranco como "lugar de crímenes y de muertes" por donde "había corrido un río de sangre". Supuestos testigos recordaban la llegada de camiones cargados de "hombres, mujeres y niños", a quienes bajaban, mataban a tiros y hacían caer rodando a la zanja, echándoles luego cal viva, "y así un día y otro". El catedrático calculó en 5.000 las víctimas, si bien la Asociación por la Memoria, algo menos sanguinaria, las rebajaba a la mitad. Se aumentó el dramatismo poniendo en la picota la "indiferencia" del gobierno Aznar, o hablando del "miedo" de los obreros a perder el trabajo si hablaban de los huesos hallados. Los de la "memoria" clamaban piadosamente que sólo buscaban "el respeto a las familias" de los fusilados, como si alguien les faltara a ese respeto. El ayuntamiento acordó homenajear a las víctimas y erigir un gran monumento en medio de un parque a crear ex profeso. El dinero vendría de una orden oficial andaluza que subvencionaba a los ayuntamientos para "coordinar actuaciones de recuperación de la memoria histórica". Se exigió la paralización de los trabajos de Fomento, y que los gastos de excavación entrasen en los presupuestos de la obra.

El diario El País dedicó al suceso una página entera el 1 de septiembre de 2003, ofreciendo además de lo ya reseñado, las siguientes cifras, como si la fuente mereciera crédito: "Según datos de los socialistas, más de 500.000 personas sufrieron prisión y otras 150.000 murieron fusiladas". Y para hincar más el aguijón en el gobierno Aznar, sugería el carácter fascistoide de éste al mencionar que había gastado 13.000 euros en recuperar cadáveres de la División Azul y honrar su memoria mediante un monumento (en realidad el gobierno recuperó restos de españoles de los dos bandos caídos en Rusia, y hubo otro pequeño monumento para los comunistas españoles muertos allí, que fueron muchos menos). Se anunciaba, evidentemente, una ofensiva mediática de gran estilo.

Pero el 2 de septiembre El País informaba, no a toda plana, sino en el lugar menos visible de una página muy interior: "Los restos óseos hallados el pasado sábado son, según los forenses, de origen animal". De cabras y perros, en concreto. Así se vino abajo la operación. La derecha apenas la mencionó, pero puede imaginarse la oleada de sarcasmos, insultos y comentarios moralmente aniquiladores si hubiera sido ella la autora del montaje. Durante muchos años seguiríamos oyéndolos a todas horas.

No cito el caso como prueba de que la derecha no cometiera atrocidades, pues ciertamente las cometió, sino como muestra de la explotación de los sentimientos ligados a las víctimas del pasado, evidentemente para sacar ventajas políticas actuales.

Los datos, mucho más rigurosos, de Martín Rubio, corrigen más moderadamente a Salas, estimando el total de muertos por la represión en unos 120.000, repartidos entre los dos bandos con pocas diferencias. Lo cual supone una intensidad mucho mayor en el Frente Popular, ya que este pudo aplicar el terror solo en algo más de la mitad del país, mientras los nacionales pudieron hacerlo en el país entero.

Pero, aparte de estas represiones, parecidas en ambos bandos, existen otras dos, peculiares de uno u otro: la que se produjo entre los propios miembros del Frente Popular, y la practicada por los vencedores al terminar la contienda.

La primera tiene gran interés porque son sus víctimas las realmente olvidadas, y no, como pretende la propaganda, las causadas por la derecha, de las que se viene hablando constantemente desde hace treinta años, casi como si las contrarias no existiesen. La campaña de la “memoria histórica” sufre al respecto una voluntaria y reveladora amnesia. Todo el mundo conoce el caso de Andrés Nin, pero este, con todo su sadismo, fue uno entre tantos, pues abundaron las detenciones ilegales, torturas y asesinatos, especialmente entre anarquistas y comunistas, pero no solo. El SIM o los campos de concentración de Negrín son descritos como auténticos infiernos por quienes los conocieron, tanto de izquierda como de derecha. Existen también denuncias de la liquidación de rivales políticos en el frente, asesinándolos por la espalda y presentándolos como desertores sorprendidos en el intento.

Como botón de muestra expondré una denuncia anarquista, espigada del libro de Abad de Santillán Por qué perdimos la guerra: "Un buen día se recibe en las brigadas pertenecientes al XXIII Cuerpo de Ejército (de mando comunista) una orden de éste para que cada Brigada mandase un pelotón o escuadra de gente probada como antifascista. Así se hace y se le dan instrucciones completas para que marchen a Turón, pueblecito de la Alpujarra granadina. Se les dice que hay que eliminar a fascistas para el bien de la causa. Llegan a Turón los designados y matan a 80 personas, entre las cuales la mayoría no tenían absolutamente por qué sufrir esa pena, pues no era desafecta y mucho menos peligrosa, dándose el caso de que los elementos de la CNT, del partido socialista y de otros sectores mataron a compañeros de sus propias organizaciones, ignorando que eran tales y creyendo que obraban en justicia, como les habían indicado sus superiores. También hay casos de violación de las hijas (que se ofrecían) para evitar que sus padres fuesen asesinados. Y lo más repugnante fue la forma de llevar a cabo dichos actos, en pleno día y ante todo el mundo, pasando una ola de terror trágico por toda aquella comarca”. Se estaba construyendo una carretera y los muertos fueron enterrados en la zanja de la misma carretera. Observemos que el autor del informe veía normal asesinar a los “fascistas” y violar a sus hijas. Lo que rechazaba era sufrir la misma suerte a manos de sus camaradas de armas. Este tipo de terror está por estudiar a fondo, y valdría la pena que algún historiador joven y serio se pusiese a la tarea.

El otro tipo de represión única fue el de posguerra que solo pudieron aplicar los vencedores. Se trató de una represión realmente sangrienta, aunque parece claro que unas izquierdas capaces de tratarse entre ellas como hemos visto habrían desatado una represión no menor, y probablemente mayor. Con su habitual exageración, la izquierda cultivó durante largo tiempo el bulo de unos 200.000 fusilados después de la guerra. Actualmente suelen rebajar la cifra a 40.000 o 50.000, aunque son mucho más fiables los datos de Salas y de Martín Rubio: aproximadamente 50.000 penas de muerte, de las que se ejecutaron unas 23.000, siendo el resto conmutados a cadena perpetua, que en la gran mayoría de los casos no pasaría de los seis años de prisión. Hubo también, al principio, un número de asesinatos que situaría el total de muertos entre los citados 23.000 y 30.000. Contra lo que mucha gente cree, algo parecido sucedió en países como Italia o Francia al terminar la guerra mundial, con una diferencia: en estos, la gran mayoría de las víctimas lo fueron de simples asesinatos, con pocas ejecuciones legales, mientras que en España la gran mayoría fueron ejecuciones judiciales.

Se ha dicho que esos juicios contaban con pocas garantías, argumento muy repetido por los promotores de la Memoria histórica, lo cual es verdad, pero contiene tres errores esenciales. La falta de garantías es cierta por comparación con los requisitos actuales, pero no si los comparamos con los de los tribunales populares de las izquierdas, con respecto a los cuales constituían todo un avance. En segundo lugar, se meten en el mismo saco, en calidad de víctimas, a los inocentes que sin duda cayeron y a culpables de crímenes espeluznantes. A los Peiró y a los García Atadell, por poner dos casos emblemáticos. Esa mezcla es absolutamente ilegítima e insultante para los inocentes, y revela por sí solo el carácter de la campaña. Y en tercer lugar, esa olvidadiza memoria omite explicar por qué cayeron en manos de los nacionales tantas personas implicadas en el terror contra las derechas. Pero se sabe perfectamente: porque fueron abandonados por sus jefes, que solo se preocuparon de su propia huida, llevándose, además, inmensos tesoros expoliados al patrimonio nacional, a particulares e incluso a personas humildes, pues hasta los montes de piedad fueron saqueados, como está bien documentado por testimonios de las propias izquierdas. No hubo la menor previsión o medida para salvar a sus seguidores de a pie, a quienes los vencedores iban a ajustar cuentas estrechas.

Podemos entrar ahora en el último punto, el esencial, pues constituye el cimiento de toda la campaña: el de que la responsabilidad por las atrocidades, incluso las realizadas por el Frente Popular, recae sobre los nacionales, al haberse alzado estos, sin la menor justificación moral o política, contra una legalidad democrática y normal. Así, en referencia tanto al golpe de Primo de Rivera en 1923 como al de julio del 36, S. Juliá asegura: “La historia comienza realmente cuando los militares vuelven a intervenir en el normal desarrollo de la política con el propósito de imponer por las armas un cambio de Gobierno”. A veces, el señor Juliá da la impresión de no saber de qué habla. Nadie algo conocedor de la historia definiría como “normal desarrollo” la política española en 1923, después de la huelga revolucionaria de 1917, la desestabilización sistemática proseguida por la izquierda, el terrorismo insoportable de la CNT o el acuerdo conjunto de los separatistas catalanes, vascos y gallegos de empezar pronto la acción armada. Tampoco puede nadie describir en serio como “normal desarrollo” la política española después de las elecciones de 1933, cuando, ante la victoria electoral y normal de la derecha, las izquierdas intentaron golpes de estado, se declararon unos en pie de guerra y otros organizaron, textualmente, la guerra civil. Lo mismo cabe decir después de las muy anómalas elecciones de febrero de 1936, cuando la república sufrió la sangrienta acción de un proceso revolucionario desde la calle, combinado con un ataque sistemático a las normas democráticas y a la separación de poderes desde el gobierno. Esperemos que el propio Juliá no desee la vuelta de España a tales “normalidades”.

Obsérvese que casi todos los escritores y políticos que defienden con puntillosidad extrema la legalidad republicana de 1936 desprecian esa misma legalidad cuando se trata de la revolución de 1934. Pero desde esa revolución aquel régimen no volvió a ser normal: quedó tambaleante, y los hechos siguientes lo llevaron al derrumbe. Madariaga ha escrito que con la insurrección del 34 las izquierdas perdieron cualquier derecho moral a condenar la rebelión derechista del 36. Pero debemos añadir dos observaciones: esa falta de derecho moral no viene solo del hecho de la insurrección, pues las izquierdas pudieron haber rectificado; pero no lo hicieron. Y como no lo hicieron, arruinaron la legalidad desde febrero de 1936. Hay una diferencia esencial entre el alzamiento izquierdista del 34 y el derechista del 36. El primero atacó a un gobierno plenamente legítimo tanto por haber ganado en las urnas por amplia mayoría, como por haber respetado la Constitución, defendiéndola contra los insurrectos. En cambio el alzamiento del 36 fue contra un gobierno salido de una elecciones tan anormales que ni siquiera se publicó el resultado de las votaciones, un gobierno que arrasó la ley desde el poder junto con un movimiento revolucionario en las calles y campos.

Los autores de Víctimas van más allá. Admiten que en julio del 36 se produjo una revolución en la zona izquierdista, pero no ven en ella nada irreparable: la república del 14 de abril se habría rehecho a los pocos meses, cuando Largo Caballero sustituyó a Giral: “el golpe no derribó al estado republicano, pero (…) destruyó su cohesión y le hizo tambalearse”, opina Casanova; y detalla Juliá: “No es que la República quedara liquidada, sino que su Gobierno carecía de los recursos necesarios para imponer su poder, que se dispersó (sic) entre las manos de los comités sindicales (…) Sólo lentamente, y tras levantar de la nada un ejército en toda regla, pudo el Estado republicano recomponerse”.

Pero ese ejército, el verdadero órgano de poder y única institución que, junto con la policía, funcionó con eficacia en el Frente Popular, era abiertamente político y sin casi nada en común con el que diseñara Azaña. Hay algo de extravagancia y de insulto a la inteligencia en la pretensión de que el régimen del 14 de abril fue recompuesto en septiembre o noviembre del 36 bajo la autoridad de Largo Caballero, el Lenin español, y gracias a los esfuerzos conjugados de anarquistas –inconciliables con la república, a la que asestaron gravísimos golpes desde su implantación--, los socialistas –que hicieron otro tanto, y con mucha más gravedad, a partir de 1934--, o los comunistas, simples peones de Stalin, como ha quedado demostrado desde la izquierda y desde la derecha; sin olvidar a la Esquerra catalana, coautora del golpe del 34. Juliá y sus compañeros no vacilan en presentar a esos partidos como ardientes paladines de la democracia, y quizá sea éste el tipo de democracia con el que ellos simpatizan. Pero los tozudos hechos demuestran que la revolución de julio destruyó lo poco que quedaba de la república tras el arrasamiento de la legalidad a partir de febrero. El gobierno Giral quedó como un simple adorno, y cuando en septiembre surgió un gobierno efectivo, el de Largo Caballero, sus fuerzas determinantes fueron, precisamente, las que con mayor insistencia y dureza habían golpeado a la república en los años anteriores.

Estamos, pues, como he señalado en otro lugar, ante una falsificación radical, evidente a poco que se reflexione. “Consiste en la pretensión de que el Frente Popular representaba la democracia en España. Un somero repaso de los partidos de ese Frente permite entender la imposibilidad material del aserto: el grupo decisivo lo componían los stalinistas del PCE y los marxistas revolucionarios del PSOE, a veces más radicales aún que los comunistas; luego venían los anarquistas, los republicanos golpistas de Azaña y de la Esquerra, y los racistas del PNV. Todos ellos bajo la protección de Stalin. La falsificación no es menos grotesca que presentar a Hitler como protector de los judíos. Y sin embargo fundamenta una amplísima historiografía y, por supuesto, la actual “memoria histórica”, que sin ese mito se derrumbaría. Nos dejaría perplejos su éxito si no tuviéramos conciencia de haber vivido en el siglo de la propaganda, cuando, según frase tópica de Göbbels, una mentira muy repetida se transforma en verdad. Esa repetición, acompañada de la descalificación radical a cuantos discrepen, impresiona a la mayoría y llega a hacerle ver lo blanco negro. Logrado lo cual, la falsedad arraiga, y la resistencia a abandonarla se hace muy fuerte”.

En resumen: ni el terror del Frente Popular fue de respuesta al derechista, ni tuvo carácter popular o espontáneo, ni fue inferior al de los nacionales, ni el levantamiento de julio del 36 se efectuó contra un gobierno legítimo. A este último respecto, una falsa idea de la democracia, que ha causado enorme daño en Hispanoamérica y en nuestro país, lleva a creer que quien gana las elecciones tiene derecho a todo. Pero la legitimidad no nace solo de las urnas, sino también, y todavía más, del respeto a la Constitución y a las reglas del juego democrático.

Consideremos ahora otros aspectos de Víctimas de la guerra, el libro orientador, como he dicho, de la campaña de la “memoria” histórica. Los autores proclaman nobles y enjundiosos objetivos: que “el dolor de tantas y tantas víctimas anónimas del odio más irracional no sea inútil y, establecida la verdad tras el necesario debate, la guerra civil se incorpore definitivamente a nuestra historia”. Ya hemos visto que esos propósitos, en particular el de establecer la verdad, no resultan demasiado creíbles. Y menos todavía el de la reconciliación, a la que también dicen aspirar. En realidad, la invocada reconciliación resultaba superflua, porque estaba lograda hace ya muchos años. Los odios y pasiones de la república quedaron sepultados por una larga convivencia, en que los de un bando y otro se habían relacionado, habían negociado, se habían casado entre sí. La inmensa mayoría de las familias, a menudo con víctimas de un lado y del otro, habían olvidado los viejos rencores. Y me temo que libros y campañas como estos tienden a recuperarlos so pretexto de una memoria muy sesgada.

Ya la portada del libro busca un impacto político: un grupo de prisioneros atados y humillados entre soldados franquistas que les apuntan con fusiles. Ya la frase con que empieza el libro, “¿cómo fue posible tanta crueldad, tanta muerte”?, suena a falsa en un historiador, que por su oficio sabe que la crueldad y la muerte están demasiado presentes en la historia de todos los países como para fingir tan especial aflicción en este caso. Aunque el libro admite –no podría hacerlo sin desacreditarse por completo-- la ola de sangre causada por el Frente Popular, el relato de crueldad y muerte se centra con total preferencia en los franquistas, y lo hace con métodos típicos de la propaganda: sus crímenes son expuestos con detalles personales y macabros, destinados a conmover al lector incauto. Método admisible si lo aplicasen también a los crímenes contrarios, pero estos se mencionan en un estilo impersonal y en un marco de esencial justificación.

Es más, las víctimas izquierdistas reciben constante encomio, mientras las otras llegan a ser tratadas con escarnio. Así Ramiro de Maeztu es “el intelectual de mayor prestigio que pudieron pasear como mártir los franquistas”. Nótese la expresión: “pasear como mártir”. Cabe señalar que las derechas han condenado el asesinato de García Lorca y se han sumado a sus homenajes, mientras que nada semejante han hecho las izquierdas con Maeztu, Muñoz Seca o tantos otros intelectuales asesinados por el Frente Popular. De Ledesma Ramos dice el libro: “el magro pensamiento fascista español [el autor parece creer que el pensamiento socialista o republicano era muy fértil] andaba precisado de mitos, de jóvenes fogosos caídos por la Patria en la flor de sus vidas”. Como si su asesinato hubiera correspondido a tal presunta necesidad. José Antonio resulta “el más insigne de los asesinados por los rojos, el mártir de la Cruzada” Y lo caracteriza como jefe del “partido que mejor incorporó la violencia a su retórica y más la practicó en la calle”. “En el mes que siguió a las elecciones de febrero del 36, él y su partido calentaron el ambiente, inyectándole buenas dosis de violencia política”. La conclusión lógica del lector desprevenido será: entonces, ¿por qué no había de ser ejecutado José Antonio, y más en situación de guerra? Claro está que los autores ocultan al lector datos esenciales para que éste se forme su juicio: pues los atentados falangistas no fueron por iniciativa suya, sino de respuesta a los sufridos por la Falange a manos de socialistas y comunistas; y que, lejos de ser el partido más violento antes de la guerra, fue ampliamente superado tanto por el PSOE como por la CNT o la Esquerra. Estos hechos bien documentados no puede omitirlos un historiador, si pretende serlo en serio.

También se suma el libro, con poco disimulo a la “espectacular (…) mofa carnavalesca de la parafernalia eclesiástica” practicada por las izquierdas. Aparte de lo extremadamente ofensivas que resultaban para los creyentes tales mofas, los autores ocultan la enorme destrucción bibliotecas y obras de arte invalorables durante los “espectáculos” de la “parafernalia”.

En la misma línea, las frases feroces de personajes franquistas reciben constante atención, olvidando las correspondientes del Frente Popular, que podrían llenar muchas páginas. Frases, por lo demás, corrientes en todas las guerras. En cambio el libro destaca las llamadas humanitarias de algunos frentepopulistas: “Hubo abundantes voces que se alzaron desde el principio contra la masacre, algo muy raro entre los cruzados del otro bando”. De hecho fueron muy poco abundantes, insignificantes en comparación con las prédicas del terror. Y, como recoge Martín Rubio, tampoco faltaron apelaciones humanitarias entre los nacionales. Lo cierto es que para 1936 las pasiones habían llegado a tal extremo que las exhortaciones humanitarias fueron poco atendidas en los dos campos. A este respecto debemos poner en su contexto el discurso de Azaña pidiendo paz, piedad, perdón. Fue sin duda un noble ruego, que reverdeció su popularidad entre la gente harta de los sacrificios impuestos por la lucha, pero también llegaba muy tarde: el 18 de julio de 1938, cuando los suyos encaraban la derrota. Quienes iban ganando la guerra solo podían ver en aquellas palabras un intento desesperado de distracción, y quienes la iban perdiendo, pero querían resistir para enlazar la guerra civil con la mundial, las vieron poco menos que como una traición. “A los ocho días de hablar de piedad y perdón me refriegan 58 muertos” clama Azaña en sus diarios, refiriéndose a unos fusilamientos ordenados por el gobierno de Negrín.

Abundan en el libro errores y omisiones como los citados sobre José Antonio. Así, “el intenso anticlericalismo del primer bienio republicano y de la primavera de 1936 nunca había sido acompañado de actos de violencia”. ¿Cómo llamar entonces a las quemas de templos, bibliotecas, escuelas, laboratorios y obras de arte, a las agresiones a clérigos o sucesos como el de los “caramelos envenenados”? El golpe de Primo de Rivera, en 1923, es presentado como “la primera lección que los españoles del siglo XX recibían acerca de la legitimidad del recurso a la violencia y a las armas para derribar un gobierno y alcanzar el poder y cambiar de hecho un régimen político” ¿Debemos creer que la huelga revolucionaria de 1917, seis años antes, no tenía esos objetivos ni recurrió a la violencia? ¿Y qué decir de la resolución de los separatistas catalanes, vascos y gallegos, en 1923, de preparar la lucha armada? Según el libro, “el exilio de 400.000 personas, la mayoría catalanas (…) marcará generaciones”, provocando “un vacío cultural y social”. Pero los estudios de Javier Rubio muestran que el grueso de los exiliados (más de dos tercios) regresó a España antes de un año, y otros siguieron luego en goteo permanente. Contradiciéndose, el mismo libro suma, entre Francia y América, 160.000 exiliados para 1949. La vasta mayoría de los catalanes huidos volvió enseguida, siendo su presencia en el exilio poco más significativa que la de otros españoles. Hubo mucho menos “vacío social y cultural” de lo afirma Víctimas.

Según los autores, el franquismo practicó una “represión general sobre Cataluña, considerada el baluarte de la República”, aunque lo cierto es que la represión afectó a Cataluña menos que a Madrid. Choca además, en unos historiadores, el anacronismo del “baluarte de la República”, lema propagandístico en desuso desde octubre del 34. Audaz resulta, asimismo, su presunción de que la sociedad catalana “era la más entregada al espíritu republicano, por su talante liberal”. La Esquerra catalana fue probablemente el más exaltado de los partidos republicanos y ya en 1934 organizó la insurrección y la guerra civil con fines nada liberales. Tampoco vacila el libro en atribuir al franquismo una “voluntad de desindustrializar Cataluña, para empobrecerla”, cuando la indiscutible y evidente realidad, al margen de cualquier propaganda, es que la industria catalana fue muy protegida en la dictadura, y prosperó como nunca antes.

Uno de los autores, F. Moreno pasa buenamente por alto los sucesos de España desde 1934 y los de julio del 36: “Han caído ya, con la victoria militar, las instituciones democráticas”. Habían caído mucho antes. De hecho fue su caída lo que ocasionó la guerra. O descubre que “la violencia fue un elemento estructural del franquismo”. Lo es de todos los regímenes. Y así un disparate detrás de otro, pues de disparates se trata.

Estos errores van más allá de los inevitables yerros de detalle. Su sentido coincide con el de otras apreciaciones repetidas machaconamente: el terror “fue una parte integral del glorioso Movimiento Nacional, de su asalto a la República y de la conquista gradual del poder, palmo a palmo, masacre tras masacre”. “La represión y el terror no eran algo episódico, sino el pilar central del nuevo Estado, una especie de principio fundamental del Movimiento”. “A las personas de izquierda, a los vencidos, que anhelaban reconstruir sus vidas, se les negó por completo tal derecho, se les condenó a la humillación, a la marginación (social, económica, laboral). El franquismo les negó la consideración de personas”. “Se puede afirmar que Franco convirtió a Madrid en un gran presidio”. “El fenómeno de la tortura fue masivo y generalizado”. Y así sucesivamente. Estas frases son de Moreno, cuyo lenguaje, panfletario sin disimulo, sigue la tónica de sus estudios sobre la represión en Córdoba, según los cuales la política franquista fue de “exterminio de clase”, con una represión, además, “muy diferente de la represión republicana” “Las declaraciones de Franco y de sus generales no disimularon nunca su propósito de exterminio”, mientras que, asegura osadamente, entre los dirigentes republicanos “jamás se escucharon las rotundas llamadas a la violencia que realizaron, en cambio, los principales militares del franquismo”; “Cárceles, torturas y muerte, lejos de disminuir al término de la guerra, se incrementaron al máximo”. “Por todas partes se humilla a la gente sencilla”, y especialmente, dice él, a las mujeres. S. Juliá tampoco se queda corto: durante años, “el fusilamiento de los derrotados continuó siendo un fin en sí mismo (…) Los enemigos solo gozaban de un destino seguro: el exilio o la muerte”

Expresiones tan reconciliatorias como veraces, es decir muy poco. Ni de lejos existió tal exterminio, de clase o no de clase. La inmensa mayoría de quienes, de buen o mal grado, lucharon a favor del Frente Popular (en torno a 1,500.000 hombres), de quienes lo votaron en las elecciones (4,600.000) o vivieron en su zona (14 millones) ni fueron fusilados ni se exiliaron. Se reintegraron pronto a la sociedad y rehicieron sus vidas dentro de las penurias que por entonces afectaron a casi todos los españoles. Es algo tan obvio que asombra leer hoy tales diatribas, quizá pensadas para “envenenar”, en expresión de Besteiro, a jóvenes que no vivieron la guerra ni el franquismo.

La campaña, propagandística y no historiográfica, como vamos viendo, culmina en el insultante aserto de que discrepar de ella equivale a negar el holocausto judío realizado por los nazis, y debía ser prohibido. La singular idea da a entender que entre los judíos y los alemanes habría habido una guerra y se habrían masacrado mutuamente, como ocurrió en España con izquierdas y derechas, cuando lo cierto es que el asesinato en masa de los hebreos no respondió a nada parecido. La pretensión, realmente cínica, revela un peligroso espíritu inquisitorial, afán de monopolizar la libertad de expresión, e inseguridad frente al debate y la crítica documentada.

Finalmente conviene entender la razón de esta campaña y los poderosos medios aplicados a ella desde partidos y gobiernos. Por lo ya visto, parece claro que no se trata de la tarea historiográfica de aproximarse lo más posible a la verdad histórica, sino de una operación de propaganda política, pagada, además, con fondos públicos, es decir, por todos los ciudadanos, nos guste o nos disguste. El cálculo y el objetivo de esa campaña es fácil de discernir: sus autores consideran que insistir del modo como ellos lo hacen, en aquellos viejos sucesos puede tener gran rendimiento electoral, al suscitar una fuerte emocionalidad en la gente, sobre todo en los jóvenes. Esa emocionalidad se encauza fácilmente contra una derecha heredera de la que, supuestamente, destruyó de modo criminal la democracia. De este modo, la derecha actual cargaría con una culpa histórica y, aunque se admita su democratización, conservaría resabios dictatoriales y una inclinación a caer en las violencias de antaño contra la libertad. A esa distorsión ha contribuido la propia derecha al insistir en “mirar al futuro y no al pasado”. Aparte de que mirando al futuro no se ve nada, la frase induce al ciudadano desinformado a creer que la derecha tiene un pasado sórdido y horrible, y por eso intenta ocultarlo. La implicación obvia es que unas formaciones políticas con tal pasado nada bueno pueden ofrecer para el futuro. Una persona razonable preferirá a las izquierdas y a los separatistas, aunque sea como un mal menor.

Esta operación recuerda a otra, la de 1935-36 sobre la represión en Asturias, por lo que la reseñaré brevemente. Tras el fracaso de la revolución de octubre del 34, las izquierdas recobraron la iniciativa política mediante una masiva campaña nacional e internacional que acusaba a las derechas de haber practicado en Asturias una represión salvaje. Miles de mineros habrían sido torturados y asesinados, sus mujeres entregadas a los moros para que las violasen, y un largo etcétera. Tales acusaciones constituyeron el eje de la política de las izquierdas, y luego de su propaganda electoral en febrero de 1936. Tuvieron una eficacia extraordinaria, y durante muchos años la mayoría de los historiadores las dieron por veraces, sin reparar en que los datos eran, en su mayoría, indemostrables, y a menudo contradictorios. O en que las izquierdas, después de haberlas utilizado para volver al poder, evitaron cuidadosamente cumplir su promesa de investigar aquellas atrocidades, pese a instarle a ello repetidamente la derecha.

Pero, aparte de facilitar el triunfo electoral del Frente Popular en febrero del 36, la campaña tuvo otro efecto: emponzoñar la conciencia de la gente, por emplear de nuevo la expresión de Besteiro. La insurrección del 34 fracasó porque los obreros y los catalanes desoyeron los llamamientos a las armas, excepto en la cuenca minera asturiana. Es decir, porque el clima popular no estaba lo bastante cargado de odio para alimentar la guerra civil. En cambio, en 1936 sí existía ese clima entre millones de personas, gracias, precisamente, a aquella oleada de acusaciones, fraudulentas pero de una atroz eficacia.

Esta experiencia debería servir de aviso a quienes emplean ahora tácticas y lenguajes semejantes. Lamentablemente, los organizadores de la llamada “memoria histórica” no imitan ni se identifican precisamente con Besteiro, el líder del PSOE que adoptó una postura democrática, sino con Prieto y Largo Caballero, responsables muy directos de la quiebra de la legalidad que permitía la convivencia en paz y en libertad. Porque importa recordar que en sociedades complejas, llenas de intereses, ideas y sentimientos diversos y encontrados, es el respeto a la ley el factor que permite la convivencia en paz y en libertad, y cuando la ley cae por tierra, cuando la Constitución es atacada con actos consumados, llega inevitablemente el choque y la violencia.

Otra razón ayuda a explicar, sin justificarla, esa actitud poco sensata en torno al pasado. Para bien y para mal, el eje intelectual de las izquierdas ha sido el marxismo, una ideología radicalmente antidemocrática, con diversas variantes. La izquierda española lo abandonó en fechas muy tardías, ya entrada la transición, pero lo hizo por razones de oportunidad política, sin un análisis teórico ni histórico. Hoy pocos se declaran marxistas, máxime tras la caída del muro de Berlín, pero el vacío dejado no ha sido llenado por otra ideología tan coherente. Por ello la izquierda sufre algo así como una crisis de legitimidad ideológica, que intenta superar recurriendo a una supuesta legitimidad histórica: en cualquier caso, sostienen, los nuestros defendieron la democracia frente a las derechas que la destruyeron. Es decir, ellos habían defendido la democracia cuando eran abiertamente marxistas y revolucionarias, y bajo la sabia orientación de Stalin, padre de los pueblos. Un disparate asombroso, pero que “funciona” todavía, aun si cada vez menos.

El pasado repercute inevitablemente en el presente, y para que los muertos no maten a los vivos, como en la tragedia clásica, para que nuestra democracia se asiente y no sufra una involución, es preciso mirar también al pasado sin apasionamiento y acercarnos a su verdad, porque la verdad nos hará libres.

Creo que las conclusiones del historiador José María García Escudero resumen perfectamente la realidad histórica en esta cuestión: ambas zonas sufrieron represión oficial e incontrolada, en las dos se alzaron peticiones de humanidad y clemencia, y las dos llegaron a superar las manifestaciones más brutales del terror, sin acabar del todo con él. “No solo hubo odio, miedo y desesperación, sino también heroísmo, perdón, serenidad ante la muerte”. La pesadumbre producida por este fenómeno en la conciencia española solo puede quedar mitigada por el testimonio de la dignidad y el valor que en general demostraron las víctimas, y no por un grotesco pugilato en torno a cuál de los bandos vertió más sangre.

Pío Moa

Conferencia impartida en Fundación Cantera, Miranda de Ebro, 19 de abril de 2007

 

Nikolaus Gross y Odoardo Focherini: periodistas, padres de familia y mártires del nazismo

Nikolaus Gross y Odoardo Focherini: periodistas, padres de familia y mártires del nazismo Uno fue niño obrero, sindicalista, político; otro scout, dirigente católico; murieron en manos nazis por esconder judíos y oponerse al nazismo.

Cuando la pesadilla hitleriana asolaba Europa, cuando los judíos eran masacrados por millones, cuando apoyarles costaba la vida en caso de ser descubierto por los nazis, cuando oponerse públicamente al nazismo era dar un paso hacia la cárcel, la tortura y la muerte, hubo personas que decidieron jugársela hasta el final, para salvar la vida a cientos y miles de hombres, mujeres y niños de raza hebrea, y para denunciar la maldad intrínseca del régimen liderado por Adolf Hiter.

 

Entre esos héroes que dieron su vida por salvar la de muchos otros, destacan dos hombres, uno italiano y otro alemán, ejecutados por los nazis, que tienen mucho en común.

 

Los dos eran periodistas. Los dos eran laicos. Ambos eran padres de familia numerosa. Es importante destacarlo: hubo muchas monjas, curas y obispos en Europa que se opusieron al régimen o escondieron judíos y fueron ejecutados. Pero no es lo mismo el heroísmo de un obispo o sacerdote -que públicamente lo han dejado todo por seguir radicalmente a Cristo- que el de un profesional, un laico padre de familia, que tiene que pensar en sus hijos y en su mujer.

Por eso, los testimonios del italiano Odoardo Focherini y el alemán Nikolaus Gross, tan parecidos pese a que probablemente no supieron uno del otro, nos interpelan de manera especial en nuestros días, cuando muchos piden más protagonismo para los laicos, las familias y los profesionales cristianos.

 

Odardo Focherini, scout, periodista, "Justo entre las naciones"

 

Odoardo nació en Carpi el 6 de julio de 1907. Ferviente católico desde muy joven, se formó en la Acción Católica italiana bajo la guía de Don Armando Benatti. Con tan solo 16 años fue secretario del círculo interparroquial de Carpi, con 17 secretario de la Federación Juvenil diocesana. A los 19 años de edad fundó los scouts católicos en su localidad natal, llegando a ser jefe del movimiento scout en su diócesis y uno de los referentes del mismo en toda Italia. Se casó con María Marchesi en el año 1930 y su amor dio como fruto siete hijos.

 

Su indiscutible valía y celo apostólico le catapultaron hasta la presidencia de la Acción Católica italiana a la edad de 27 años. En 1937 pasó a ser director administrativo del diario Avvenire, que entonces dirigía Raimondo Manzini, autor de encendidas polémicas contra el fascismo. Odoardo Focherini, siendo fiel al espíritu de la encíclica Non abbiamo bisogno ( http://www.multimedios.org/docs2/d000292/index.html ) de Pío XI, fue él mismo muy crítico contra el fascismo de Mussolini.

 

Sin embargo, lo que habría de poner a Odoardo ante la tesitura de convertirse en mártir cristiano fue su decidido trabajo en ayuda de los judíos italianos. Desafiando a las leyes raciales, Focherine contrató para Avvenire al periodista judío Giacomo Lampronti. En 1942, a petición de Manzini –a quien el cardenal de Génova, Pietro Boetto, había enviado algunos judíos de Polonia para defenderlos–, se encargó de proteger de la persecución a estos refugiados en un tren de Cruz Roja Internacional.

 

Al lager de Flossemburg, por ocultar judíos

 

En octubre de 1943 organizó, junto al padre Dante Sala, una red eficaz para la expatriación hacia Suiza de más de un centenar de judíos. Odoardo se encargó de contactar con las familias, consiguió los documentos desde las sinagogas, se las arregló para obtener la finaciación necesaria y acabó proporcionado también la documentación falsa.

 

El 11 de marzo de 1944, Focherini fue detenido por los nazis en un hospital mientas atendía a un judío enfermo. Aislado en el «lager» de Flossenburg, fue trasladado al campo de Hersbruck donde se trabajaba desde las tres y media de la mañana hasta la tarde. Quien no resistía este ritmo, era inmediatamente enviado a los hornos crematorios.

 

Durante una visita, su cuñado Bruno Marchesi le dijo: “Ten cuidado. Tal vez te expones demasiado. ¿No piensas en tus hijos?”. Odoardo le respondió: “Si hubieras visto, como he visto yo en esta cárcel, lo que hacen padecer a los judíos, no lamentarías más que no haber hecho lo bastante por ellos, no haber salvado un número mayor”.

 

Herido en una pierna y jamás atendido, Focherini murió de septicemia el 27 de diciembre de ese mismo año, a los 37 años. Antes de morir, dictó a su amigo Olivelli una carta-testamento, una despedida estremecedora:

 

“Mis siete hijos... Querría verlos antes de morir... No obstante, acepta, oh, Señor, también este sacrificio, y protégelos Tú, junto a mi mujer, a mis padres, a todos mis seres queridos.... Declaro morir en la más pura fe católica apostólica romana y en la plena sumisión a la voluntad de Dios –añadió–, ofreciendo mi vida en holocausto por mi diócesis, por Acción Católica, por el Papa y por el retorno de la paz al mundo.... Os ruego que digáis a mi esposa que siempre le he sido fiel, que siempre he pensado en ella y que siempre la he amado intensamente”.

 

En su memoria, la Unión de las Comunidades judías de Italia le otorgó una medalla de oro en 1955. Igualmente, el “Instituto conmemorativo de los mártires y de los héroes Yad Vashem” de Jerusalén le proclamó “Justo entre las Naciones”.

El reciente 20 de marzo de 2007 Monseñor Elio Tinti, obispo de Carpi, lo recordó así:

 

 

“Con esperanza y devoción, deseamos que pronto la Iglesia lo pueda reconocer como mártir. Su vida como hombre verdadero es un himno a la santidad”.

 

 

Nikolaus Gross: obrero, sindicalista, periodista y político

Nikolaus Gross nació en Niederwenigern, cerca de Essen, el 30 de septiembre de 1898. Fue a una escuela católica local desde los siete hasta los doce años, edad en la que empezó a trabajar, primero como operario en un molino y luego en la minería. Sin embargo, no abandonó la actividad intelectual pues alternó su trabajo bajo tierra con la condición de periodista.

 

Con tan solo 19 años ingresó al sindicato cristiano, paso previo a su afiliación al Centrum, partido de clara inspiración cristiana, convirtiéndose a los 22 en secretario de los jóvenes mineros. Su interés por el periodismo le lleva a colaborar en el diario del Movimiento Católico de los Trabajadores (KAB), el Westdeutschen Arbeiterzeitung. Tanto era su talento que a los dos años se convirtió en el director del diario.

 

Afincado en Colonia, Gross supo ver el peligro que para Alemania significaba que el nazismo tomara el poder. Respaldado en su fe, no tuvo duda alguna en informar a sus lectores sobre las verdaderas consecuencias que un régimen de este tipo traería sobre el país. El 14 de septimbre de 1930 escribió:

 

 

"nosotros trabajadores católicos rechazamos con fuerza y con claridad el nacionalsocialismo, no sólo por motivos políticos o económicos, sino decididamente también por nuestra postura religiosa y cultural".

 

 

"Enemigo del Estado" bajo Hitler

Con la llegada de Hitler al poder, empezaron las dificultades. El diario de Gross fue declarado "enemigo del Estado", paso previo a su cierre en 1938, aunque siguió editándose clandestinamente. No habiéndose caracterizado hasta entonces como orador, la censura le llevó a anunciar de viva voz, a todo el que le quisiera oir, los peligros del régimen opresor que se había adueñado de su patria. Siempre tuvo presentes las palabras de San Pedro ante el Sanedrín:

 

“Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29)

 

Nikolaus fue un hombre que sin vergüenza ni miedo anunció a Cristo, mientras en Alemania el nacionalsocialismo perseguía a la comunidad cristiana. Cuando muchos callaban, él se jugaba la vida. Fue siempre consecuente con su fe. Como marido y padre honró el sacramento del matrimonio y de la familia. Como obrero, sindicalista y periodista, se comprometió por la justicia, la verdad, la solidaridad y la paz, arriesgando la vida cada día.

 

Fue encarcelado y ejecutado en la horca el 23 de enero de 1945. Su esposa Elisabeth, que pudo visitarle al menos dos veces, dio testimonio de que había sido torturado antes de morir. Sus asesinos no permitieron que recibiera un entierro cristiano y su cuerpo fue quemado y sus cenizas esparcidas por el campo.

 

Nikolauss Gross fue declarado beato en el 2001

 

Aquel que como obrero, sindicalista y posteriormente periodista, siempre tuvo muy en claro el compromiso que como católico debía asumir en la defensa de la verdad, la justicia, la paz y la solidaridad, no olvidó nunca su condición de esposo y padre. Muestra de ello fueron las cartas que, desde la cárcel de Berlín-Plötzensee, enviara a su esposa e hijos. La última, dos días antes de su ejecución. En ella mostró una completa serenidad ante la muerte y una fe inquebrantable en Cristo.

 

El 7 de octubre del año 2001 fue elevado a los altares por el Papa Juan Pablo II, quien glosó su figura con las siguientes palabras:

 

“Con inteligencia comprendía que la ideología nacional-socialista era incompatible con la fe cristiana. Con valentía, tomó la pluma para escribir a favor de la dignidad humana y por esta convicción fue llevado al patíbulo, pero esto le abrió el cielo".

Charles Reding

Forum Libertas, 30 de marzo de 2007

 

 

 

Más sobre Nikolaus Gross:

http://www.nikolaus-gross.de

http://www.nikolaus-gross-musical.de (en Alemania hay un emocionante musical sobre este beato)

Más sobre Odoardo Focherini:

http://www.santiebeati.it/dettaglio/92228

http://gariwo.net/storie/storia.php?cod=14

 

 

CARLISMO VERSUS NACIONALISMO. Navarra, foral y española

CARLISMO VERSUS NACIONALISMO. Navarra, foral y española El carlismo tiene hoy muy mala imagen, y muy mala prensa. Se dice que es un tradicionalismo atávico fundado en un patriotismo local medieval y en un integrismo católico, y, por tanto, una oposición furibunda a todo atisbo de modernidad liberal en España. No pocos piensan que el nacionalismo vasco, incluido el terrorista, no es sino una variedad evolutiva del carlismo. Puede, sin embargo, que este análisis sea demasiado superficial y tosco, y que las cosas sean bien distintas.

Ya comprendo que no es de buen tono, en los tiempos que corren, intentar penetrar en el espíritu de fondo del tradicionalismo carlista, pero creo que no queda más remedio que hacerlo. Pues la cuestión es, a mi juicio, que, más allá de sus determinaciones históricas concretas –más allá de la cuestión de la legitimidad sucesoria, más allá incluso de su oposición al constitucionalismo moderno liberal–, yace en el fondo del tradicionalismo carlista un espíritu que forma parte esencial e irrenunciable de la historia espiritual y moral de España. Y es que el carlismo supo captar el sentido de la muy singular forma en que se constituyó históricamente nuestra nación.

Debido a las circunstancias concretas de su formación histórica –la inexorable confluencia de los grandes reinos cristianos en su reivindicación, común e independiente, de la unidad hispánica visigótica previa frente a la invasión musulmana–, España fue adquiriendo una morfología histórica muy singular, que contrasta con la de cualquier otra nación política moderna de Europa.

España, ciertamente, antes que ser una nación política más, analogable a las de su entorno, fue un proyecto espiritual (o metapolítico) universal, en cuanto que católico, de fraternidad comunitaria ilimitada entre fraternidades comunitarias locales; una fraternidad que, por tanto, no quería ni podía limitarse a sus iniciales fronteras geográficas ibéricas, sino que, movida por su propio impulso, universal en cuanto que católico, se veía impulsada a extenderse ilimitadamente por el orbe. De ahí que ya antes, pero sobre todo después, de la unificación nacional realizada por los Reyes Católicos los patriotismos locales, lejos de ser incompatibles con el patriotismo común español, siempre hayan requerido y exigido a éste como garantía de su propia existencia.

Los patriotismos locales y el patriotismo español, lejos de oponerse, se han conjugado inexorablemente en la formación histórica de España. Ésta es la singularidad histórica a la que desde siempre supo ser fiel, en su espíritu último, el tradicionalismo carlista.

Por lo demás, creo que no está de más recordar que este doble patriotismo comunitario trajo consigo una forma propia de liberalismo, hispano en cuanto que católico, anterior y distinto al moderno y puramente económico del librecambio (aunque no necesariamente incompatible con él). Un liberalismo que descansaba en la liberalidad o generosidad propia de la vida comunitaria local (generosidad que, por su propio impulso, no podía dejar de propagarse entre las distintas comunidades de su órbita espiritual) y que servía de freno a toda posible intromisión del Estado en las libertades y formas comunitarias de vida tradicionales, así como en la libertad y dignidad de cada persona.

En este sentido, puede que el viejo tradicionalismo español no resulte una rémora tan atávica y oscurantista, sobre todo cuando pensamos en que el moderno Leviatán –ése cuyo prototipo hemos de cifrar en la Revolución Francesa– ha mostrado sobradamente una irrefrenable compulsión totalitaria a hacer y deshacer en la vida civil y en la de las personas.

Sólo cuando se alcanza a ver esta singularidad de la morfología histórica de España, a la que el tradicionalismo carlista supo ser fiel en su espíritu último, pueden comprenderse las diferencias esenciales que lo distinguen del nacionalismo vasco. La tenue línea de continuidad genética que pueda haber entre uno y otro no debe impedirnos ver la nítida discontinuidad estructural que los separa.

Puede, en efecto, que el nacionalismo vasco prosiguiera, en el ámbito territorial que inventó, con la defensa carlista del patriotismo local, pero se dejó por el camino ni más ni menos que el sentido español de dicha defensa, reduciendo de paso el contenido de ésta a su forma más siniestra y pervertida: el racismo.

Sabido es que el señor Sabino Arana llegó a delirar con la idea de una presunta raza vasca incontaminada por ninguna otra, ni española ni del resto del mundo, como fundamento de su programa político nacionalista, organizado en torno a un odio racista sistemático hacia España.

Difícilmente se puede pervertir más el espíritu hispano, en cuanto que católico, del viejo carlismo español. El nacionalismo vasco es intrínsecamente racista, y por eso es siempre potencialmente terrorista. No es de extrañar, entonces, que llegara a combinarse, en una de sus facciones, siempre útiles al conjunto, con una de las formas más depuradas del terrorismo totalitario moderno, la debida a los métodos marxistas revolucionarios de guerrillas de liberación nacional, formando de ese modo una mixtura tan siniestra en la teoría como letal en la práctica.

Una vez comprendidas estas profundas e insoslayables diferencias entre el carlismo español y el nacionalismo vasco, puede que comencemos a vislumbrar, con una nueva esperanza acaso no esperada, el horizonte que se nos abre a todos los españoles en el momento mismo en que la bestia del nacionalismo vasco se ha decidido a ir a por Navarra. Pues lo cierto es que el viejo reino de Navarra es el único que tendría derecho histórico a incluir en su unidad política buena parte de las tierras vascongadas, justo aquéllas que ingresaron en la historia de la mano de la historia de Navarra, y con ello en la historia de España, y por lo mismo en la historia universal; así como otras partes vascongadas deberían ser políticamente integradas en la vieja Castilla por las mismas razones históricas (en realidad, las provincias vascongadas no deben tener derecho a otro tipo de unidad más que a la propia de una suerte de comarca de tipo folclórico).

Así pues, puede que esta vez el nacionalismo vasco haya pinchado en hueso, en el hueso de la sustancia histórica de España, acaso mucho mejor representada hoy por Navarra, la vieja tierra foral española, que por el conjunto de nuestra debilitada y acobardada España constitucional. Y puede que las palabras con que el presidente de la Comunidad Foral terminó su discurso en la manifestación del pasado sábado tengan un fondo y un alcance históricos mucho más profundos de lo que podamos imaginar: "Viva la libertad de Navarra, viva Navarra foral y española".

Sí, ya sé que el carlismo tiene hoy muy mala imagen –y muy mala prensa–. Pero, no sé, tengo para mí que puede que la bestia artificial y antiespañola del nacionalismo vasco haya comenzado a cavar su propia tumba donde el viejo carlismo arraigó con tan honda fuerza, en las viejas tierras navarras, forales y españolas.

JUAN B. FUENTES, profesor de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid.

Libertad Digital, suplemento Ideas, 21 de marzo de 2007