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La Iglesia católica y el terrorismo.

La Iglesia católica ha sido centro de muchas críticas por su supuesta ambigüedad frente al terrorismo. Tales críticas, ¿se ajustan a la realidad? Iglesia universal e Iglesias locales, ¿han seguido la misma línea?

Por José Ignacio Echaniz Valiente
La Iglesia católica ha mantenida siempre la misma postura ante toda manifestación de terrorismo, independientemente de las justificaciones política alegadas.
«No se pueden cerrar los ojos a otra dolorosa plaga del mundo actual: el fenómeno del terrorismo, entendido como propósito de matar y destruir indistintamente hombres y bienes, y crear precisamente un clima de terror e inseguridad, a menudo incluso con la captura de rehenes. Aun cuando se aduce como motivación de esta acción inhumana cualquier ideología o la creación de una sociedad mejor, los actos del terrorismo nunca son justificables». Este contundente y claro párrafo fue redactado por Juan Pablo II en su carta encíclica Sollicitudo Rei Socialis, de 1997, recogiendo el mismo criterio unánime que manifestó en numerosas ocasiones: recepciones a diplomáticos, visitas pastorales, documentos de todo tipo...
Pero, antes de profundizar en el criterio católico, podemos preguntarnos, ¿acaso tiene alguna relevancia hoy el juicio de la Iglesia en torno al terrorismo? Lo tiene y por varias razones: por seguir manteniendo, pese a haberse reducido considerablemente, cierta capacidad de influencia social y en la educación de numerosas conciencias individuales; por tratarse de una de las identidades colectivas más vivas que existe en España y en buena parte del mundo; por conservar una notable ascendencia moral también sobre personas y pueblos que no son católicos; por mantener un criterio unánime, destilado en una experiencia de dos mil años, que no se pliega a las modas dominantes; y, especialmente, por proponer un juicio moral global al terrorismo, en una época en que la propia moral es cuestionada en su misma existencia y aplicaciones prácticas.
Pocas instituciones humanas, en todo el mundo, mantiene un criterio, adaptado a las circunstancias y lugares concretos, tan unánime y elaborado en torno al terrorismo; incluso cuando le ha llevado a serios desencuentros con algunos sectores proclives al terrorismo procedentes de pueblos católicos. Pensamos en su radical condena del terrorismo en Irlanda del Norte cuando una organización, que gozaba y goza de bastante apoyo social, se arrogaba la representatividad y defensa de la población católica. Por otra parte, recordemos cómo numerosas organizaciones cívicas de todo el mundo se han constituido en defensa de los derechos humanos y de las víctimas del terrorismo y otras expresiones de la violencia política, desde ambientes católicos, pagando en muchas ocasiones un alto tributo en sangre por ello.
Este juicio, firme y sin ambigüedades, si bien han existido excepciones inevitables en un cuerpo social tan numeroso como plural en sus expresiones y contextos, es paralelo y coherente con su histórica condena al fenómeno del totalitarismo; no olvidemos la estrecha ligazón existente entre ambos. En 1931, Pío XI denuncia al fascismo italiano en Non abbiamo bissogno. En 1937 denuncia por medio de su encíclica Mit Brennender Sorge al nacionalsocialismo alemán. También condenará al comunismo en su encíclica Divini Redemptoris.
En España, durante unos años alcanzó cierta polémica la postura de la Iglesia católica al respecto, juzgada desde algunos sectores como poco decidida y ambigua, especialmente con motivo de su posición ante el llamado Pacto antiterrorista. Así, el vicepresidente primero del Gobierno en febrero de 2001 acusaba expresamente a la Iglesia de mirar hacia otro lado; lo que se sumaba a las críticas que se vertían desde hacía años contra la misma Iglesia vasca, marcada por la orientación nacionalista de buena parte de su clero y nefasta burocracia eclesial. Al recordar esta polémica, no podemos menos que alegar un hecho: desde los primeros atentados terroristas, las declaraciones, posicionamientos, manifestaciones, etc., emitidas con claridad y contundencia por la Iglesia, suman cientos de páginas. A José Francisco Serrano Oceja corresponde el mérito de haber compilado los textos más significativos, en la línea anterior, produciendo el voluminoso libro La Iglesia frente al terrorismo de ETA (BAC, Madrid, 2001). Pocas instituciones españoles, públicas o privadas, pueden presentar ante la sociedad española un repertorio tan completo, sistemático y puntual que avale una postura firme y coherente durante todas estas décadas.
No obstante, la Conferencia Episcopal se manifestó al respecto con un documento excepcional, seguramente uno de los más importantes que nunca haya elaborado: la Instrucción pastoral Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias (fechada el 22 de noviembre de 2002 con motivo de la LXXIX Asamblea Plenaria de la misma).
Se trata de un documento relativamente breve pero por completo recomendable: tanto para los creyentes, como para cualquier persona de buena fe. Allí se analiza y enjuicia al terrorismo globalmente y desde una perspectiva moral. Denso, sistemático, claro, riguroso. El texto, no obstante sus indudables méritos, pasó sin pena ni gloria. Hubiera sido deseable haberlo afrontado desde una postura analítica pluridisciplinar y desde diversos ámbitos sociales españoles no confesionales; en realidad, era una auténtica invitación al diálogo, al debate y a la búsqueda colectiva de soluciones. Pero, ya fuera por prejuicios ideológicos, falta de rigor o por apremios políticos e intelectuales más inmediatos, ciertamente se trata de un documento casi olvidado. Pero la responsabilidad no hay que buscarla únicamente fuera de la Iglesia. No en vano, ¿qué acogida se le ha dispensado en la propia Iglesia?, ¿se ha estudiado, debatido, difundido...?
En la primavera de 2005 vio la luz la obra colectiva titulada Terrorismo y nacionalismo. Comentario a la Instrucción pastoral «Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias» (BAC, Madrid, 2005).  Se trata de un estudio sistemático de la citada Instrucción pastoral efectuado por diez hombres y mujeres de la Iglesia española, intelectuales de primera fila, que, analizando la restante producción editorial español sobre el terrorismo, supone la aportación intelectual más compleja que se ha realizado durante décadas. Esperemos que disfrute de mejor suerte que el texto que lo originó.
Pero, después de estas reflexiones en torno a la oportunidad y pertinencia del texto en cuestión, destacaremos sumariamente algunos aspectos del mismo.
Estructurado en 44 breves puntos, califica al terrorismo como forma específica de violencia armada. Establece la pertinencia de un juicio de esta materia, que no es otro que el terror criminal ideológico. Lo califica, posteriormente, como «intrínsecamente perverso y nunca justificable», definiéndolo igualmente como una «estructura de pecado». Denuncia los dos efectos más importantes del terrorismo: el intento de extensión sistemática del odio y el miedo. Denuncia como inmoral «toda forma de colaboración» con el terrorismo. Juzga al nacionalismo totalitario como la matriz del terrorismo de ETA, determinando qué peligros concretos supone para la convivencia española. En el punto 29, al nacionalismo que pretende en todo caso la independencia por encima de todo se equipara, en el caso de las personas, a un «individualismo insolidario». Así, afirma que «La Doctrina Social de la Iglesia reconoce un derecho real y originario de autodeterminación política en el caso de una colonización o de una invasión injusta, pero no en el de una secesión»; coincidiendo de esta manera con la doctrina emanada por el Derecho Internacional y Naciones Unidas al respecto.
Por último, la Iglesia se propone, dentro de un abanico de medidas tendentes a la conquista de la paz y de reflexiones específicamente religiosas, como instrumento de conversión para los terroristas y de acompañamiento de sus víctimas.
Hemos visto, por tanto, que la Iglesia católica ha condenado y condena con rotundidad y sin excepciones al terrorismo, enjuiciándolo como un conjunto de actos perversos y profundamente inmorales perpetrados contra el ser humano, su dignidad, su integridad y su vida; pero también contra la sociedad en su conjunto.
Las manifestaciones efectuadas en ese sentido por Juan Pablo II y Benedicto XVI en las últimas décadas, y en foros muy distintos, han sido innumerables. No es una casualidad que a la muerte del primero de ellos, católicos y no católicos, creyentes de todas las religiones, agnósticos y ateos, hayan coincidido en que fue uno de los mayores promotores de la paz a la vez que denunciaba la inmensa injusticia de cualquier manifestación de terrorismo, independientemente de la causa que alegue defender. Pero ese concepto de paz no se entiende como algo vacío de significado o una meta a alcanzar a cualquier precio. Los derechos humanos serían la otra cara de la paz, entendiéndola como la paz derivada de la justicia, la verdad, el amor a los demás, el apoyo a las víctimas, la búsqueda del bien común y la equidad en las relaciones internacionales.

 

 

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