BREVE MANUAL DE HISTORIA DE LAS VASCONIAS
Por Rafael Ibáñez Hernández - Historiador
Xavier Arzallus (ABC [Madrid], 3 de octubre de 1994)
Los problemas historiográficos planteados por el nacionalismo vasco para su propia autojustificación giran en torno a la supuesta existencia pretérita del País Vasco como una nacionalidad independiente de otras posibles en la Península Ibérica, el carácter forzado de su innegable vinculación con la monarquía castellana y su autonomía legislativa. Sin ánimo doctoral —numerosos son los maestros que sin duda podrían mejor enseñarnos—, trazaremos unas líneas suficientes para conocer el pasado de las Vasconias al margen de manipulaciones y mitos.
Vaya por delante que no deseamos desdeñar el papel de los mitos en la construcción de una conciencia nacional. Por reconocer algunos ejemplos que puedan sernos familiares, recordemos cuanto leímos sobre la presencia de Hércules en la Península Ibérica o la intervención de Santiago en la batalla de Clavijo. Los historiadores no nos atreveríamos a sostener hoy la certeza de tales mitos, no traspasaríamos la línea trazada por el reconocimiento de su valor para el fortalecimiento de la conciencia nacional española.
El componente romántico del nacionalismo vasco revigorizó el recurso a la mitología —práctica decaída en el siglo XVI— en defensa de la particularidad vasca, adecuando sus elementos a las necesidades impuestas por su propio discurso político. Así, partiendo de Flavio Josefo, tomará a los vascos como descendientes de Túbal, hijo de Jafet y nieto de Noé, en una errónea identificación de éste —quien, según la tradición hebrea, sería responsable de la repoblación de la Iberia Oriental, es decir, Georgia— con Túbal-Caín, hijo de Lamek, impulsor según se dice en el Génesis de la industria metalífera. Esta tradición sobre el origen de la primitiva población íbera, que fue recogida por San Isidoro de Sevilla, Ximénez de Rada y el propio Alfonso X, ligará a los vascos —supuestos únicos supervivientes de la raza ibera— al pueblo de Dios, privilegio que se vería confirmado por su presunta resistencia a la romanización —con lo que ésta debía suponer de paganización— y la pronta cristianización de sus lugares como lógica consecuencia de la alianza con Dios, llegando a defender los impulsores de esta tradición que el propio Noé —a la vez que otorgaba los primitivos fueros vizcaínos— instruyó en la religión monoteísta en Vizcaya a sus descendientes, quienes incluso darían culto a la cruz. Tal origen bíblico del pueblo vasco, por otra parte, justificará la hidalguía universal de la que los vizcaínos harán gala y que sentará las bases para el supremacismo racial del moderno nacionalismo vasco. Además, con este mito se corroborará el valor del euskera, que llegará a ser considerado como creación divina, lengua hablada en el Paraíso, rescatada de la confusión de Babel y traída a la península por los descendientes de Noé.
La supuesta insumisión al poder romano de los vascos —cuya principal prueba hallan los tratadistas afines a esta corriente en la supervivencia del euskera— dará forma al vascocantabrismo. Se trata de la tradición acaso más vigorosa durante el Antiguo Régimen, que vinculaba la identidad de cántabros y vascos, de forma que estos asumían como propia la indómita tradición de aquellos.
Considerado Túbal antepasado común de todos los españoles en una tradición claramente monogenista, el aventurero vascofrancés Joseph Augustin Chao formulará un nuevo origen para el pueblo vasco, desligándolo de sus supuestas raíces semitas. Así nacerá el mito de Aitor, patriarca ario que sobrevivió a diversos cataclismos —entre ellos, el Diluvio Universal— para llegar a instalarse en la Península, donde instauró modelos de calendario y dio solar a la primitiva religión natural, fácilmente asimilable por otros autores al monoteísmo primitivo. Evidentemente, este mito —que mantiene cierta relación con el que otorga la paternidad del pueblo vasco a un caudillo de origen atlante— mantiene de forma muy patente sus componentes políticos doctrinarios, pero al mismo tiempo contará con una apariencia científica que le proporcionará cierto valor a partir de determinados datos mal interpretados.
Con todo, el peligro de la invención de la tradición vasca no está tanto en los mitos mismos como en la incorporación acrítica a la historia de las viejas leyendas medievales e incluso la manipulación o falsificación de fuentes. Entre estas últimas cabe señalar la pretendida Crónica de Vizcaya de 1404, según la cual las Guerras Cántabras tendrían su fin en un tratado de paz justificado por la imbatibilidad de los vascos, o el Cantar de los cántabros, que narraría la resistencia vascocántabra ante los romanos bajo la dirección de los supuestos caudillos Lekobide y Uchín Tamayo.
Sobre las fábulas legendarias que vinculan la conversión al cristianismo de los vascones con la supuesta jura de los viejos fueros por el rey Suintila (621-631), la presunción indómita de los vascones hallará un perfecto caldo de cultivo para su desarrollo legendario en la Reconquista. Así, aunque la Chanson de Roland y otras crónicas atribuyen a adversarios sarracenos la derrota de la retaguardia franca en el paso pirenaico de Roncesvalles durante el verano de 778, numerosas relaciones coetáneas identifican a los atacantes con combatientes vascones, que actuarían en venganza con el ataque previo de las tropas carolingias a Pamplona. Pese a que la tradición oral vasca no conserva memoria del suceso, en 1835 se hará público el apócrifo Altabizcarreco Cantua [Cantar de Altabizkar], que narraría esta gesta desde el punto de vista vascón. Más tarde, en el día de la festividad de San Andrés de 870, tendría lugar la legendaria batalla de Arrigorriaga, cuyo nombre —pedregal rojo en castellano— mudaría el del antiguo paraje de Padura por la cantidad de sangre enemiga que tiñó aquel solar, explicación legendaria para una apariencia que se debe al carácter ferruginoso de las rocas. El origen del combate estaría en la supuesta invasión astur-leonesa del territorio vizcaíno bajo el mando de un conde Munio —según unos autores— o del infante Ordoño, hijo de Alfonso III el Magno, en todo caso muerto en la batalla. Dejando a un lado la verosimilitud de más de un conflicto de frontera en aquella época y lugar, resulta imposible que el tal infante muriese en aquella ocasión —y hasta se le sepulcró en la iglesia del lugar— dado que ni siquiera había nacido, y aún después alcanzó los tronos de Galicia, de Portugal y de León, matrimoniando con Sancha, hija del rey navarro Sancho Garcés I. Pero la importancia de esta leyenda se justifica por su relación con el reconocimiento de la primitiva existencia la primera entidad política vasca: en agradecimiento a sus servicios, los vizcaínos, que recurrieron al caudillaje de un príncipe británico —hijo de un íncubo y una princesa céltica, nombrado Lope Fortún pero al que se conoce como Jaun Zuria [Señor Blanco] por la claridad de su piel, ojos y cabello—, pondrían en sus manos el Señorío en virtud de un pacto, proporcionando así un origen fabuloso a los históricos señores de Vizcaya y el régimen foral.
Algunas de estas leyendas que pergeñaron una supuesta tradición vasca penetraron en el moderno imaginario del nacionalismo a través de su reelaboración literaria a modo de novela histórica con evidentes pulsos románticos. De todos los títulos que la imprenta dio a las librerías, acaso sea Amaya o Los vascos en el siglo VIII de Francisco Navarro Villoslada el más representativo de todos, híbrido de leyendas sin apenas sustento histórico en el que se observan trazas de ruralismo, supremacismo racial con elementos antijudaicos, providencialismo... En definitiva, mimbres del nacionalismo sabiniano de finales del siglo XIX.
Las excavaciones arqueológicas efectuadas en Santimamiñe, Urtiaga e Isturitz parecen probar la existencia de una cultura cromañona, llamada por algunos autores franco-cantábrica y éuscara por otros, cuyo asentamiento en los diferentes valles de las cordilleras pirenaica y cantábrica forzó la división en tribus y aun etnias diversas. Entre éstas surgieron los barskunes montañeses, principalmente cazadores y ganaderos, que a medida que descendieron y se asentaron en la cuenca del Ebro se iniciaron en la agricultura, asumiendo no pocas prácticas celtíberas: culto animista, elección de un jefe de guerra de entre los miembros de las castas superiores, gobierno por un consejo de ancianos...
El reconocimiento de las lindes del territorio controlado por estos vascones es una tarea ardua y compleja, tanto por la supuesta movilidad expansiva de sus grupos humanos como por la laxitud con que tradicionalmente se han considerado vascones unos u otros pueblos en virtud de determinados intereses. Así, llegará a señalarse presencia vascona en el Rosellón, el Valle de Arán, diversas comarcas zaragozanas y sorianas, La Rioja, La Bureba burgalesa y el extremo oriental cántabro, amén de las Aquitanias. La necesidad de recurrir a meros estudios toponímicos y epigráficos o a fuentes historiográficas ajenas —como las romanas— no facilita la tarea, y toda línea fronteriza que se trace entre las tribus del norte peninsular ha de ser acogida con suma precaución. Conforme las fuentes clásicas y apoyándose en datos de carácter lingüístico —al parecer puntualmente confirmados por los antiguos límites de los obispados—, Sánchez Albornoz trazó un mapa de la zona que atribuía casi toda Navarra, el extremo nor-oriental de Guipúzcoa, la Baja Rioja, el Alto Aragón y otras comarcas allende los Pirineos a los vascones, que de esta forma estaban en contacto por el suroeste con los berones, que controlaban el resto de la Rioja, y los várdulos, asentados en la mayor parte de Guipúzcoa, el extremo oriental de Navarra y el oriente de Álava. Más al oeste, los caristios se desplegaban ante el mar entre el Deva y el Nervión y ocupaban el resto del territorio alavés, con la excepción poblada por los autrigones, que llegarían hasta las márgenes mismas del río Arlanzón. Al oeste del Asón se hallaría el territorio de los cántabros, pueblo aparentemente ajeno al antes señalado origen barskún. ¿Significa esto que los demás pueblos mencionados guardaban algún tipo de relación étnica o cultural con los vascones? Múltiples y variadas han sido las respuestas a esta cuestión, desde la de quienes han negado la pertenencia de autrigones, caristios y várdulos a la familia vascona —vinculándolos a los cántabros— hasta la de aquellos que han señalado —al menos para los dos últimos casos— un común origen barskún. Las señaladas como pervivencias de la primitiva lengua vascona en estos territorios puede tener diferentes causas, entre las que pueden señalarse la lógica confusión en una misma lengua de lo que sólo son restos de lenguas diferentes pertenecientes a un mismo tronco proto-euskera o diferentes ocupaciones de territorios situados al occidente de su solar original por los vascones. También cabe tener presente una posterior generalización del gentilicio «bacón» para todas las tribus de común etnia, en detrimento de los términos específicos propios para los autrigones, caristios y, en cierta medida, várdulos. En todo caso, estas tesis no son exclusivistas, sino conciliables si entendemos la vasconización como la recuperación de las raíces culturales de estos pueblos tras el desplome romano y aún durante los primeros siglos de la Reconquista.
En el centro de este debate se encuentra, desde luego, el problema de la romanización de los vascones. Es habitual entre los nacionalistas creer que los vascones fueron un pueblo indómito, capaz de sobrevivir al margen de la presión romana, haciendo de esta forma vasca la resistencia cántabra. Sin embargo, las pruebas contra esta leyenda les han llevado a sostener en las últimas décadas la pacífica convivencia entre los romanos y las tribus vascas en régimen de colaboración, como si fuera ésta una práctica excepcional en la política imperial romana. Con todo, existen numerosas pruebas de la indudable romanización de los vascones, sin duda alguna favorecida por el dominio romano de la Galia —Craso sometería finalmente Aquitania el año 58 a.C.— y la victoria sobre los cántabros (quienes, sin embargo, no serían culturalmente romanizados hasta que los hispanogodos se replegaron ante la invasión árabe), obteniendo entonces las poblaciones vascas estatuto jurídico romano, como prueba la acuñación de monedas en caracteres ibéricos. Combatientes vascones lucharon, por ejemplo, bajo el águila en las guerras sertorianas y sirvieron en Britania, Mauritania, Tingitania y Panonia. Incluso cabe la posibilidad de que Quintiliano y Prudencio —nacidos en Calagurris [Calahorra]—fueran vascones.
Debe tenerse en cuenta que la romanización fue más consecuencia de los atractivos de la cultura romana que de la presión formal sobre los indígenas. De ahí que la cuenca vascona del Ebro —donde los antiguos legionarios, que habían obtenido por ello la ciudadanía romana, asentaron sus villas— padeciera una romanización absoluta, mientras que en las llanuras situadas más al norte convivieron indígenas con colonos romanos que aportaron a la población esclavos de origen cántabro, mesetario o aún más lejano, empleados en las explotaciones agrarias allí explotadas. Por el contrario, los romanos no mostraron especial interés en la explotación de las tierras montañosas, que apenas aportaba algunos recursos mineros, de manera que la forma de vida tradicional vascona perduró dentro de las fronteras del Imperio.
Muestra de cuanto decimos es el índice de urbanización del territorio. Con propósitos casi exclusivamente militares Pompeyo fundó Pompælo [Pamplona], que —al igual que Veleia, un puesto militar levantado en la llanura alavesa— fue conocida por los indígenas como Iruña —esto es, la ciudad—, término genérico que indica su carácter excepcional. Más al norte, apenas merecen mención Lapurdum [Bayona] y las factorías marítimas de Flaviobriga —que algunos autores asocian a Castro-Urdiales—, Portus Amanum y la que sin duda existiera junto a las minas de Oiarso [Oyarzun]. Sin embargo, cuanto más desplazamos nuestra mirada hacia el sur, más abundantes son los asentamientos urbanos de los que encontramos noticias: Aracelli [Huarte-Araquil], Vareia [Varea] —cerca de Logroño—, Tritium Megallum —en las proximidades de Nájera—, Libia [Leiba] —junto al río Tirón—, Alba [Albizu o Albéniz], Tullonium [Alegría], Suessatio [Zuazo]... Incluso, algunos autores sostienen que Calagurris [Calahorra] fue fundada por los romanos para controlar a los indígenas, poblándose con colonos vascones, lo que probaría su fidelidad a Roma.
Ofrece la organización administrativa romana de estos territorios, además, algunas explicaciones para el futuro de Vasconia. Mientras el convento cesaraugustano acogía a los vascones con otros pueblos celtas, de Clunia dependerían várdulos y caristios —amén de los autrigones—, mientras que los aquitanos ni siquiera serían acogidos en la provincia Tarraconense, a la que pertenecerían los otros dos conventos mencionados. Según el parecer de Menéndez Pidal, para quien las divisiones administrativas romanas tenían como plantilla la segmentación gentilicia de los distintos pueblos, tal dispersión de las tribus de origen barskún significaría el reconocimiento por parte de la superior autoridad romana de unas acentuadas peculiaridades que primaban sobre el común parentesco. Sea como fuere, encontraremos aquí un remoto origen administrativo de la identificación de la antigua Vasconia con la futura Navarra, al margen de los territorios luego vascongados al norte de los Pirineos y al oeste del río Orio.
La decadencia del Imperio se manifestó muy pronto en estos territorios. Las clases pudientes del campo se replegaron a los centros urbanos en busca de seguridad personal, económica y social. Mas la paulatina reducción del control romano sobre aquellos lugares produjo tres fenómenos vinculados entre sí: una progresiva desertización de las ciudades, de la que nos informa san Paulino de Nola a finales del siglo IV; el crecimiento de las bandas de bagaudas, partidas de campesinos y esclavos fugitivos que llegaron a poner en ciertas dificultades al ejército regular; y una indudable barbarización, que en determinados casos pudiera entenderse como revasconización, con un evidente retroceso de la incipiente cristianización y del empleo de la lengua latina. A pesar de todo, la fidelidad vascona al Imperio parece acreditada hasta el final por Paulo Orosio, quien nos ofrece la imagen de la exitosa defensa de los pasos pirenaicos contra la presión de los bárbaros por indígenas de las inmediaciones, esto es, vascones.
Acaso fue la sustitución de las tropas regulares o indígenas al mando de generales romanos por tropas visigóticas —un pueblo-ejército al que se otorgaba dos terceras partes de la tierra de los lugares donde se asentaba en defensa de los intereses de Roma— lo que provocó el fin de la presencia del Imperio de Occidente en estos territorios, lo que está muy lejos de significar un dominio visigótico efectivo sobre Vasconia. De hecho, el debilitamiento romano durante todo el siglo V y las guerras entre los diferentes pueblos bárbaros en el territorio peninsular durante gran parte del siguiente otorgaron a los vascones un grado de independencia que no habían buscado pero que supieron aprovechar. Suevos, vándalos y alanos atravesaron el territorio poblado por los vascones en su avance hacia el interior sin plantearles especiales problemas. Pero fue, sin duda, en estos tiempos de gran inestabilidad cuando —en sus correrías defensivas ante la presión bárbara— los vascones ocuparon el solar propio de várdulos y caristios y autrigones, entrando de esta forma en contacto con los cántabros y pasando a dominar lo que hoy conocemos como País Vasco. Por otra parte, su movimiento defensivo contra la presión franca —noticias existen de que los francos llegaron hasta Zaragoza en el año 540— les hizo atravesar los Pirineos y ocupar la Novempopulania en Aquitania. El forzado contacto entre poblaciones que estos movimientos produjeron confirmarán de esta manera definitiva un fenómeno que algunos autores han querido reconocer incluso para tiempos pretéritos: el carácter poliétnico de los vascones, cuyo término irá con el tiempo denominando a poblaciones más o menos insumisas de las montañas antes que a una tribu o pueblo determinado.
Pese a la ocupación de Pamplona —entonces un simple villorrio fortificado de interés estratégico por su ubicación ante el Summus Pirenaeus [Roncesvalles]— en el año 472, no será hasta que Leovigildo asiente el reino visigodo cuando los vascones se conviertan en un objetivo militar prioritario, en plena guerra civil por el levantamiento de San Hermenegildo. La fundación en 581 de la ciudad de Victoriacum —Vitoria para unos, mera repoblación de Veleia para otros— marcará como un hito las relaciones entre visigodos y vascones, que pueden considerarse como de guerra endémica. Acaso el propósito de dominación de las tierras controladas por los vascones tuviese su razón de ser más en el enfrentamiento con los francos, que aspiraban a instalarse a este lado de los Pirineos. Con el fin de vincular a los vascones cispirenaicos con sus propósitos, la monarquía franca creó en el año 602 el ducado de Vasconia [Gascuña], que no obstante mantuvo una relativa y conflictiva independencia, hasta que en el año 766 presentaran por vez primera su sumisión ante un rey franco, sin que en modo alguno pueda señalarse ni como antecedente de un posible estado vasco. En la memoria histórica han quedado rastros de las acciones de Chindasvinto, Recesvinto y Wamba contra los vascones, que debían responder a ataques previos de los pobladores del norte, de una u otra forma presionados desde el otro lado de los Pirineos. La inestabilidad política de los visigodos fue también aprovechada en algunas ocasiones por los vascones, que —por ejemplo— combatieron en apoyo del rebelde Froia frente a Recesvinto. Mas, cualquiera que fuese el verdadero motivo, lo cierto es que no fueron pocos los monarcas visigodos que combatieron contra los vascones, hasta el punto de haberse forjado al respecto una falsa tradición según la cual todos los cronicones de los reyes godos incluirían la solemne proclamación domuit vascones. Símbolo de la reiterada subyugación vascona para unos y de la permanente rebeldía de aquellos para otros, lo cierto es que tal expresión no aparece en lugar alguno de los mencionados entre otras cosas porque no existe rastro de tales cronicones.
Acaso la única conclusión a la que puede llagarse al respecto sea la desigual integración de los territorios controlados por los vascones en la monarquía visigoda, algo por otro lado muy lógico si lo mismo había ocurrido con el Imperio romano, sin duda alguna mucho más y poderoso. Así, el sur de la Vasconia quedó fácilmente integrado en la monarquía visigoda —incluso, antes que otros lugares—, como lo prueba la abundancia de eremitorios rupestres en el país. Más inseguro fue el dominio de la región media, según denota la irregular presencia de obispos de Pamplona en los sucesivos concilios, acaso por el afán independiente de los comes que debían asegurar el control de los lugares. Sólo del norte cantábrico puede decirse que permaneció al margen del poder visigodo efectivo, aun cuando los reyes de Toledo manifestaran su soberanía.
A la ocupación islámica de la Península Ibérica no serán ajenos los vascones. Los rebeldes pertenecientes al clan del fallecido rey Witiza no aceptaron la elección de Rodrigo —posiblemente, duque de la Bética— para ocupar el trono de Toledo, de modo que buscaron aliados al sur del Estrecho. Tras una breve incursión el año anterior, mientras Rodrigo se halla en campaña contra los levantiscos vascones, Tariq desembarca en las playas próximas a Gibraltar. El tiempo que el monarca tardó en atravesar el reino será suficiente para que las tropas islámicas superasen el nada despreciable volumen de diez mil combatientes, lo que —junto con la premeditada desprotección de los flancos por parte de los traidores del partido witizano en las márgenes del Guadalete durante la batalla que tuvo lugar algún día de julio de 711— provocó la derrota de las huestes visigodas —vinculadas a un régimen en aguda crisis— y la irrupción de un nuevo poder en la Península.
Mientras Tariq ocupaba Toledo —autores hay que señalan su avance incluso hasta las estribaciones de la cordillera cántabra, si bien se replegaría hacia el sur al llegar el invierno—, parte de su ejército consolidó el control de las comarcas orientales andaluzas. Al año siguiente, Musa ben Nusayr —conquistador de Marruecos para el Califato— se apoderó de Medina-Sidonia, Sevilla y Mérida, tras lo cual asumiría en Toledo el poder hasta entonces encarnado en Tariq. En pocos años —a pesar de las rivalidades existentes entre las tribus musulmanas y los conflictos con el Califa— la ocupación árabe se expandió hacia el norte, sólo frenada en 732 por los soldados de Carlos Martel a las puertas de Poitiers. Mientras, la dominación se confirmaba mediante una doble política definida por un entramado de pactos con la población hispano-romana —los visigodos— que les garantizaba el disfrute de sus propiedades y la práctica de su fe cristiana —no en vano, era la suya una religión del Libro Revelado—, aunque la confiscación de bienes y la esclavitud castigaba sin piedad a los insumisos. En los montes del norte se refugiarían los godos fugitivos que finalmente plantaron cara con cierto éxito al invasor. Con el apoyo de Pedro, duque de Cantabria, Pelayo —fugitivo de Córdoba— convirtió Cangas de Onís en el núcleo más cohesionado de la resistencia hispanogoda, después de que en el año 722 lograse una señalada victoria sobre las tropas de Alqama, a la que no debió ser ajeno un desprendimiento de tierra en las laderas de lebaniegas.
Durante su avance hacia el norte, los musulmanes contaron con el apoyo del conde Casio y su hijo Fortún, cuya conversión al Islam los hizo en clientes del Califa, quien les encomendó el gobierno de Tudela. Desde esta plaza abrieron la ruta hacia Pamplona, que conquistaron antes del año 718. Se instalaron así en la principal población del territorio vascón los Banu-Qasi, familia mozárabe que será el germen de la primera entidad política independiente de Vasconia.
Las tierras navarras, sin embargo, no alcanzaron así la paz. Durante las décadas siguientes, Pamplona fue atacada en diferentes ocasiones. Cuando la ciudad se resistió a cumplir las condiciones capitulares —posiblemente, el pago de tributos—, los emires debieron marchar sobre Pamplona, que también sufriría el saqueo de Carlomagno —aún no era emperador— cuando retornaba a su solar tras el infructuoso intento de conquistar Zaragoza, esto es, de establecer los límites francos en el Ebro. En su enfrentamiento con el emir Abd al-Rahman I, los Banu-Qasi recurrieron a Íñigo Ximénez Arista [el Fuerte], hijo de un caudillo vascón —y a quien algunos autores hacen además nieto del duque de Gascuña— , quien al hacerse con el control de la ciudad estableció las bases del naciente reino de Pamplona. No obstante, en sus inicios este reino mantuvo cordiales relaciones con los muladíes del valle del Ebro —no en balde la dinastía de los Arista estaba emparentada con los Musás— y posteriormente con los poderosos cordobeses, hasta el punto de que el futuro Abd al-Rahman III será nieto de una princesa Arista. Esta dinastía apenas se mantuvo en el trono pamplonés hasta que sobre éste se alzó Sancho Garcés I, primer monarca de la dinastía de los Jimeno —cuyo solar estaba en Sangüesa—, que extendió su dominio sobre territorio fuera de los límites del señorío de Pamplona. Su hijo García Sánchez I participó en las guerras civiles de León a causa de sus vinculaciones familiares y se mantuvo en paz con el Califa tras ser derrotado por éste en Calahorra.
El máximo apogeo del reino de Navarra llegaría en tiempos de Sancho Garcés III el Mayor —Rex Hispaniorum según algunas fuentes e Imperator tras ocupar el trono de leonés de Vermudo III, fundador del primer Estado vasco para los nacionalistas—, quien anexionó el condado de Ribagorza y el territorio de Sobrarbe, así como el condado de Castilla, que se sumaban así a otros como los condados de Gascuña y Barcelona. Pero por su concepto patrimonial de la monarquía —nada excepcional entonces, que le llevó a otorgar el vizcondado de Lapurdi a su primo Lobo Sancho y la región de Zuberoa al vizconde Guillermo el Fuerte— fragmentó sus posesiones, quedando el reino de Navarra —con territorios separados del condado de Castilla desde Santander hasta cerca de Burgos— para su primogénito García Sánchez III el de Nájera, mientras la posesión del condado de Castilla —compensado con las tierras conquistadas a León hasta el Cea— le fue otorgada a Fernando, la tenencia de los condados de Sobrarbe y Ribagorza a Gonzalo, y la del condado de Aragón a su hijo natural Ramiro. Tal reparto planteó una grave disputa por los territorios castellanos anexionados a Navarra —Álava, Vizcaya, Castilla la Vieja, la Bureba y los Montes de Oca, entre otros—, que retornaron a manos de Castilla —ya proclamado reino, gobernado por Fernando I— tras la batalla de Atapuerca (1054) —en la que murió García Sánchez III de Navarra— y posteriores campañas contra su sucesor Sancho Garcés IV, aliado con su tío Ramiro I de Aragón. Muerto el rey navarro como consecuencia de luchas intestinas y familiares a manos de sus hermanos Ramón y Ermesinda en Peñalén el año 1076, el reino se fracturó en dos bandos, lo que traería como consecuencia que Álava, Vizcaya, Guipúzcoa, la Bureba y la Rioja pasaran definitivamente a manos de Alfonso VI de Castilla, mientras que los territorios de la antigua Vasconia reconocieron como soberano a Sancho Ramírez I de Aragón.
Las disposiciones testamentarias de Alfonso I el Batallador de Aragón, que dejaba la corona en manos de las órdenes militares, se revelaron impracticables, estallando el conflicto entre los partidarios del infante Ramiro —monje en San Pedro de Thomières y obispo electo de Burgos— y los del infante García Ramírez, descendiente del señor de Monzón y del Cid. Tras diversas negociaciones, fue proclamado rey Ramiro II el Monje. Pero los navarros no lo reconocieron como su soberano, quienes proclamaron en Pamplona rey de Navarra a García Ramírez el Restaurador, descendiente directo de aquel Sancho el Mayor. Pese al Pacto de Vadoluengo (¿1133-1135?), en el que se establecía una curiosa fórmula para compartir reino y corona que hacía de Ramiro II rey del pueblo y a García Ramírez rey de señores y caballeros, la doblez del navarro impidió su ratificación, rompiéndose finalmente así la vinculación de los reinos de Aragón y Navarra.
Mientras, como consecuencia del enfrentamiento aludido, el señor de Vizcaya Lope Iñiguez ofreció su vasallaje —en cumplimiento de las normas feudales— al rey de Castilla, quedando sólo el pasillo litoral de San Sebastián y Hernani en manos del de Navarra. A la muerte del monarca castellano, y en medio de los intentos por fusionar esa corona con la de Aragón casando a su hija Urraca con Alfonso I de Aragón, el conde Lope Iñiguez de Vizcaya prestó nuevo vasallaje al monarca de Aragón, quien ejerció la potestad regia sobre Vizcaya y Álava pese al fracaso del matrimonio. Será tras la muerte sin hijos de Alfonso I cuando el conde de Vizcaya ofrezca vasallaje al nuevo rey de Castilla Alfonso VII —hijo de Urraca y Raimundo de Borgoña—, gesto en el que le siguieron Álava y Guipúzcoa.
Ante la pujanza de los Plantagenet a ambas orillas del Canal de la Mancha —el vizconde de Lapurdi Guillermo Raimundo llegará a ceder en 1193 sus derechos al duque de Aquitania, que no era entonces otro que el rey Enrique II de Inglaterra—, Alfonso VII de Castilla entregó la villa de Haro en 1151 a Lope Díaz, señor de Vizcaya, con el fin de fortalecer su vinculación a Castilla. Surge así, frente al linaje de la casa de Lara, otro de los más importantes del reino, el de la casa de Haro. Por otra parte, esta medida estará vinculada al reconocimiento que por parte de Sancho VI el Sabio de Navarra recibió Alfonso VII de Castilla como emperador en Calahorra, acaso frente a las amenazas de Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona y rey efectivo de Aragón por renuncia de su suegro, el monje Ramiro II.
La sucesiva muerte del citado rey de Castilla y su heredero Sancho III pusieron la corona en las sienes de un menor de tres años —Alfonso VIII de Castilla—, lo que dio al monarca navarro la oportunidad de desdecirse de su homenaje y reclamar la nueva Vasconia y la Rioja como dominios propios. La Paz de Fitero puso Rioja, Álava y Guipúzcoa en poder de Sancho VI, pero la Vizcaya defendida por Lope Díaz de Haro permaneció vinculada a la corona de Castilla. Esta división de los tres territorios vascongados resultaba ya —transcurridos los decenios— fuertemente antinatural y contraria a toda lógica, provocando una tensa situación que se complicaba con la existencia de un doble irredentismo: de una parte, el castellano, que se remontaba a la estructura territorial de la antigua monarquía asturleonesa; de otra, el navarro, que se fundamentaba en la voluntad de Sancho Garcés III.
Casado Alfonso VIII de Castilla con Leonor de Aquitania, forzó un laudo arbitral dictado por el rey de Inglaterra que —lógicamente— fue favorable a los propósitos del monarca castellano. De esta forma, en 1179 Sancho VI de Navarra declararía en documento público Vizcaya, Álava, Guipúzcoa y Rioja como partes integrantes de derecho en el reino de Castilla, así como nulo el testamento de Sancho III al disponer de territorios que no le eran propios. Sin embargo, las dificultades a las que tuvo que hacer frente Alfonso VIII de Castilla en la frontera con León y frente a los almohades le impidieron defender la ejecución efectiva del nuevo status, de modo que el monarca navarro no acató realmente la sentencia. Como acto de fuerza, sobre la antigua Gasteiz fundará una nueva ciudad —a la que significativamente dio el nombre de Vitoria—, una fortaleza orientada a defender sus intereses en la ruta entre los mercados de Miranda de Ebro y Vizcaya. Con la sanción moral del papa Inocencio III y el apoyo de Pedro II de Aragón, en 1198 —mientras el monarca navarro buscaba aliados en tierras almohades— se decidió Alfonso VIII a resolver el pleito castellano-navarro por las armas, en una victoria que se saldó con la conquista de Vitoria dos años más tarde. Se establecieron así definitivamente las fronteras con Navarra, al tiempo que se abría un contacto por tierra con Aquitania, solar de la esposa del castellano sobre el que no pudo ejercer control alguno. Alcanzaba la corona de Castilla su fachada entre el Nervión y el Bidasoa, permitiéndose el desarrollo de puertos como los de Bermeo, Lequeitio, Guetaria, Zumaya, San Sebastián y Fuenterrabía. Para estimular el crecimiento de las villas, Alfonso VIII comenzará una auténtica política foral, si bien premió la decisiva intervención del señor de Vizcaya, Diego López de Haro, con el gobierno de Álava y Guipúzcoa.
La muerte sin descendencia directa de Sancho VII el Fuerte de Navarra en 1234 provocó la entronización de la dinastía Champaña en Teobaldo I, lo que fraguó la separación entre el antiguo solar vascón y la nueva Vasconia y supuso un vuelco de Navarra hacia la Gascuña cispirenaica, hasta que el vizconde Auger cediese sus derechos al rey de Inglaterra, retirándose a Navarra en 1307. A lo largo de tres siglos, en el trono pamplonés se sucederán la citada casa de Champaña, la Capeta —o de Francia— y la de Evreux en un devenir histórico absolutamente ajeno a la Reconquista y más ligado al de la futura Francia, pese a que los reyes de la última de las mencionadas se esforzaron por desvincular el reino de la corona francesa. A la muerte de Carlos III de Navarra (1425) le sucedió su hija Blanca, quien —en virtud de la legislación aplicable al caso— debió reinar en colaboración con su esposo, Juan II de Aragón. Éste se mantuvo en el trono al enviudar, postergando así los derechos de su hijo, el príncipe Carlos de Viana. El conflicto se resolvió a favor del partido de los beaumonteses —que apoyaba al de Aragón— al ser proclamada reina de Navarra Leonor, casada con el conde de Foix. Será por vía de esta casa —que arrebató Zuberoa a los ingleses un año antes de que por el Tratado de Aiherre (1450) Lapurdi se pusiera bajo la autoridad del rey de Francia— por la que la familia Bearn herede, no sin conflictos, el reino de Navarra. La firma por parte de Catalina de Foix del Tratado de Blois con la corona de Francia y su matrimonio con el vizconde de Tartas Juan de Albret —rechazando así las ofertas castellanas y trasladando el gobierno de la corona navarra a Pau— ofreció a Fernando el Católico la oportunidad de intervenir para cerrar el paso a las injerencias francesas. Con el apoyo de los beaumonteses, el duque de Alba obtendría la rendición de Pamplona el 25 de julio de 1512, incorporándose en las Cortes celebradas en Burgos en 1515 el reino navarro a la corona de Castilla, si bien mantendrían ambas monarquías sus propias peculiaridades. Todavía en 1530, el titulado rey de Navarra Enrique II recuperará la Baja Navarra —en la vertiente francesa de los Pirineos—, en 1589 Enrique III de Navarra subirá al trono de Francia y, finalmente, en 1620 Luis XIII unirá definitivamente el reino de la Baja Navarra a la corona francesa. Tras el intento del Tratado de Elizondo (1765), la frontera hispano-francesa en territorio navarro quedará definitivamente trazada en 1856.
La incorporación de Vasconia al propósito restaurador de la monarquía visigótica —que no otra cosa fue la Reconquista— tuvo lugar tras el matrimonio de Fruela I con la vascona Munia, de quien nacería el futuro Alfonso II de Asturias. Asesinado su padre, el joven Alfonso se refugió entre los parientes de su madre, desde cuyo solar partió para recuperar la corona, restaurando definitivamente el orden visigótico en torno a lo que será la corte de Oviedo. El asentamiento de la monarquía asturiana a lo largo del litoral, harto escabroso, obligó a conservar la pluralidad de los núcleos originarios. Así surgirían Vizcaya, Álava y Bardulia [Castilla]. Con el tiempo, las distinciones entre los tres territorios fueron acentuándose, especialmente desde el momento en que Alfonso III reconoció el condado de Castilla. Cuando el conde castellano Fernán González —perteneciente al círculo familiar de los Lara— quiso consolidar su poder frente al rey Ramiro II de León buscó el apoyo navarro matrimoniando con Sancha, hermana del rey García Sánchez I. De esta forma surgió una asociación de Vasconia con Castilla que dejó aquella a cubierto de las acometidas de los invasores. Será esta vinculación la que justificó tiempo más tarde el dominio de Sancho Garcés III de Navarra sobre el condado castellano, traduciéndose su muerte en la efectiva independencia del territorio y su constitución en reino de manos de Fernando I.
Aquellas singularidades existentes entre los territorios de la nueva Vasconia dieron paso durante el siglo XIII a tres entidades jurídicas y administrativas —aparte del reino de Castilla— diferentes. De una parte, los documentos hablan de la hermandad de Álava, cuyo territorio se agrupaba en torno a una ciudad aforada y su alfoz —amén de algunos señoríos— y la provincia de Guipúzcoa, con categoría de realengo. El señorío de Vizcaya, la entidad más importante, basaba su cohesión en el poder político de la casa de Haro, que ejercía de forma permanente y directa las funciones correspondientes al monarca. Pese a la división de su territorio en cuatro mayordomías —las merindades de Guernica, Bermeo, Marquina y Durango—, la unidad del Señorío quedaba garantizada por el Fuero Viejo de Vizcaya, que —por ejemplo— expresamente prohibiría la recepción de los obispos calagurritanos, a cuya diócesis había incorporado Alfonso VI los territorios vascongados.
Salvo en la costa, estos territorios se administraban por anteiglesias rurales —reuniones de buenos hombres— y por concejos. La ausencia de ciudades realengas y el peso de la jurisdicción señorial impidieron su incorporación a las reuniones de las Cortes de Castilla. Tal carencia comenzó a ser suplida por la celebración de juntas para Guipúzcoa, Vizcaya —reunidas siempre en Guernica— y Álava —que lo hacían en Arriaga—. Ésta última decidió en 1332 no reconocer más señor de la tierra que el rey, equiparándose así en su vinculación a la corona con Guipúzcoa, acto que fue considerado como de liberación.
Mientras, las relaciones entre la corona castellana y el señorío de Vizcaya continuaban siendo tormentosas. Los servicios prestados a la Corona de Castilla —participación en la vanguardia castellana durante la batalla de las Navas de Tolosa, defensa de la causa de Fernando III frente a los leoneses, su actuación en la reconquista de Andalucía— llevaron a los señores de Vizcaya a la cabeza de los ricos hombres castellanos. Desde esta posición de supremacía, Lope Díaz de Haro reclamó a Alfonso X el Sabio —defensor de un principio unitario y romanista de la Monarquía— las consolidación de los señoríos mediante la confirmación de los fueros, privilegios y cartas como leyes fundamentales del reino, prohibiéndose la interferencia de jueces y merinos en la jurisdicción señorial y suspendiéndose los beneficios que se otorgaban a los campesinos en Andalucía, con el propósito de impedir el despoblamiento. Ante la negativa real, Lope Díaz de Haro optó por apoyar el alzamiento del futuro Sancho IV contra su padre en 1282. Sus servicios e intrigas fueron recompensadas con la delegación de poderes para todo el reino, privanza confirmada más tarde al confiársele el apoderamiento de todas las fortalezas castellanas. La soberbia política del de Haro le hizo enemistarse con nobles y caballeros. Fue la gota que colmó el vaso el Ordenamiento de 1287 por el que se arrendaban las rentas y tributos al judío catalán Abraham, fórmula por la que el valido pasaba a controlar todos los recursos del reino. El clamor de la protesta enturbió las relaciones del conde con el rey, quien daría muerte por su propia mano a Lope Díaz de Haro en Alfaro en junio de 1288, al calor de una disputa. Huido, el hermano y heredero del señor Diego López de Haro no regresó al señorío hasta la muerte de Sancho IV en 1295.
Pese a que Diego López de Haro trató de subrayar su poderío creando en 1300 una nueva villa señorial al resguardo de la ría del Nervión, lo cierto es que la crisis abierta significaría el declive de la casa. Ante su debilidad, las villas marineras y Vitoria conformaron —junto con villas cántabras como Castro, Laredo y San Vicente— la hermandad de la Marisma que, so capa de facilitar las relaciones comerciales con los puertos de Southampton y Brujas, trataría de marcar distancias con los intereses propios del señor de Vizcaya. Por otro lado, la rigidez sucesoria de la casa de Haro —uno de sus pilares fundamentales— comenzó a tambalearse al pasar los derechos sucesivamente a Diego López de Haro, su sobrina María Díaz de Haro y después a Juan Núñez de Lara, hijo de Fernando de la Cerda. Era por tanto este último señor de los citados miembro de la casa contrincante y pariente del infante designado en su momento por Alfonso X para sucederle en detrimento de quien fuera finalmente el rey Sancho IV, siendo así señalado como un peligro para la corona, que ya descansaba sobre las sienes de Alfonso XI.
El hijo de este monarca, el rey Pedro I, mostró especial interés en la incorporación del señorío de Vizcaya al realengo. Surgió la oportunidad al declararse la vacante, para la que optaron dos candidatos: Tello, hijo bastardo de Alfonso XI —el gemelo del futuro Enrique II de Trastamara—, casado con Juana Núñez de Lara, y el infante don Juan de Aragón. Con el propósito de hacerse con el señorío, el rey de Castilla reconoció al primero como señor efectivo de Vizcaya, pero Tello logró huir en 1358, cuando estaba a punto de ser capturado por engaño. En el enfrentamiento con su hermano Enrique, Pedro I de Castilla pactó con Carlos II el Malo de Navarra, el señor de Albret y los condes de Foix y Armagnac, ofreciendo el señorío de Vizcaya al futuro Eduardo III de Inglaterra, entonces príncipe de Gales. Lógicamente, Tello permaneció junto al partido de su hermano, quien confirmó sus derechos al hacerse con la corona de Castilla en 1369. Sin embargo, muerto el señor en extrañas circunstancias al año siguiente, Enrique II hizo valer los derechos de las casas de Haro, Lara y Cerda que convergían en su esposa la reina Juana Manuel —hija del infante Juan Manuel y Blanca de la Cerda y Lara—, otorgando el señorío a su hijo y heredero Juan. Asumido el trono, Juan I de Castilla vinculará de forma definitiva el señorío a la Corona.
Y es que el control del Señorío resultaba vital desde tiempo atrás, dado el peso de los transportistas vizcaínos en Inglaterra y Flandes. En 1344 se estableció el primer acuerdo para regular las comunicaciones con Flandes, y el 4 de noviembre de 1348 se concedieron importantes privilegios en Brujas a la nación española, verdadera colonia mercantil vasca en la que participaban algunos otros súbditos castellanos. Tras el triunfo contra la armada inglesa en La Rochela (1372) de la escuadra castellana —al mando del merino mayor de Guipúzcoa, Ruy Díaz de Rojas—, los puertos vascongados obtuvieron el reconocimiento de su derecho a navegar sin obstáculos por el golfo significativamente llamado de Vizcaya, dominio que con el tiempo se extendió a toda la costa. Tras una larga guerra (1418-1435), los marinos vascongados obtendrían —frente a las pretensiones hanseáticas— la hegemonía de la navegación al sur de Bretaña, garantizada mediante acuerdos con Inglaterra y Francia.
El dominio vizcaíno sobre la nación española en Brujas fue entonces puesto en entredicho por los comerciantes burgaleses, quienes contaban con una Universidad de Mercaderes para la defensa de sus intereses en el interior del reino. La disputa sobre el establecimiento de los fletes se prolongaría durante años hasta que Fernando el Católico —como regente de Castilla— otorgase el Consulado a Bilbao, de modo que los vascongados ostentarían la representación comercial en el exterior.
La trascendencia del señorío vinculada a la importancia de la actividad comercial —que se materializaba en los diezmos del mar—, junto a la complejidad de su estructura social, explican la multiplicidad de querellas entre linajes por el dominio de los territorios vascongados. Entre estos destacaron de un lado los Velasco, dueños de Mena, Frías y Haro —que extendían su poderío por las Encartaciones hasta Valmaseda—, y de otro los Manrique, condes de Treviño. En 1470 Pedro Fernández de Velasco, conde de Haro, emprendió la conquista de Vizcaya bajo el amparo de Enrique IV de Castilla. Por su parte, el conde de Treviño, Pedro Manrique, acudió en defensa de los vizcaínos, que resultaron victoriosos en la batalla de Munguía (1471). Situándose frente al rey, Vizcaya reconoció junto con Guipúzcoa los derechos de Isabel al trono, defendiendo con su armas a los Católicos en la guerra civil de 1475. Su triunfo fue saldado con la firma de un acuerdo con el conde de Treviño —donde se sitúa el origen histórico de las actuales disputas en torno al condado—, la vinculación al señorío de la ciudad de Orduña y la jura de los fueros por parte de Fernando el Católico en Guernica.
Durante los siglos XVI y XVII fue acentuándose la vinculación de los territorios vascongados a la corona, al tiempo que la carencia de señor interpuesto reforzó su autosuficiencia administrativa sobre las bases de las juntas y los fueros. Sobre este régimen se construirá más tarde el mito de la democracia vasca, basada en una sociedad patriarcal y rural idealizada en la que se compartirían el sentimiento aristocrático colectivo con un igualitarismo de raíces religiosas. Pero en realidad, tal régimen sólo aseguraba el predominio de los notables, que incluso pretendió institucionalizarse en el siglo XVIII, situación que justificará las repetidas revueltas de los campesinos de las tierras llanas contra los señores o la incipiente burguesía urbana. La consolidación de los fueros significó el establecimiento de una zona económica franca hacia el exterior. Los perjuicios que causara la apertura de la monarquía hacia el Imperio —que se concretaban en la importación de hierro sueco, de mejor calidad que el vizcaíno— fue en cierto modo corregida por el emperador Carlos al designar Bilbao y San Sebastián entre los puertos autorizados al comercio americano en 1529. Sin embargo, la concentración de este comercio en la Casa de Contratación de Sevilla en 1573 por Felipe II y las revueltas de Flandes —que significaron la ruina de Burgos y el desplazamiento del eje económico hacia el sur— provocaron la ruralización de las provincias vascongadas, que se cerraron sobre sí mismas aunque mantuvieron una mínima conexión exterior a través de Francia.
No plantearon tampoco conflicto político alguno a la monarquía. Aunque los nacionalistas traten de disfrazar con tintes independentistas el levantamiento vizcaíno de 1631, no fue éste sino una rebelión social de carácter económico contra la orden que estancaba la sal del señorío para su venta por cuenta de la Real Hacienda, un movimiento en nada comparable al de los comuneros castellanos, las germanías valencianas o la secesión portuguesa. Por su parte, el antes citado vínculo con Francia explicará el acatamiento de Felipe de Anjou como rey de España pese al apego de estas provincias al Antiguo Régimen de los Austrias, lo que fue premiado con el mantenimiento de sus peculiares instituciones —al igual que Navarra— en contradicción con la política centralizadora del Borbón, pasando a ser calificadas como Provincias Exentas. Esta situación de privilegio se veía acrecentada por el acceso a las ventajas que el nuevo sistema procuraba, como la renovación industrial o la reactivación del comercio americano. Así, en 1728 nació en San Sebastián la Compañía de Comercio de Caracas, que en 1785 dio origen a la Compañía de Filipinas, estableciéndose así unas relaciones que marcarían las sendas migratorias del siglo XIX.
Durante este tiempo tendrán lugar otros fenómenos que, a la larga, resultarán trascendentales para la evolución social y política de aquellos territorios. De un lado, la errónea apreciación de que el hecho singular de las Provincias Vascongadas y Navarra se limitaba a la exención fiscal —minimizando la importancia de la aplicación del derecho específico aún por la Real Chancillería de Valladolid, la exención de quintas y aún de la cierta capacidad de autogobierno, que en Navarra se extendía a la reunión de Cortes—, creencia contra la que se alzará con todas sus armas el naciente liberalismo. Por otro lado, la radicalización del sentimiento religioso a lo largo del siglo XVIII será más que evidente.
El estallido de la Revolución Francesa supuso un violento seísmo social en las provincias vascongadas, especialmente cuando Guipúzcoa se constituyó en línea de frente en la Guerra contra la Convención. Los gritos de combate en que se mezclaban Religión, Rey y Patria acompañaron a las tropas españolas que durante 1793 avanzaron triunfantes por Hendaya y el Rosellón. Sin embargo, al año siguiente las tropas francesas presionaron de tal forma que conquistaron San Sebastián el 4 de agosto. La Junta celebrada en Guetaria por guipuzcoanos partidarios de las ideas revolucionarias llegó a proponer la creación de una república vasca independiente. Durante 1795 los franceses avanzaron hasta Miranda de Ebro, pocos días antes de la firma de la Paz de Basilea. Esta guerra supuso la materialización en el seno de la sociedad vasca de dos partidos: los integristas antirrevolucionsarios y los segregacionistas.
Poco más tarde, en las Cortes de Cádiz aparecieron enfrentados dos conceptos de Estado: frente a la Monarquía tradicional que reclamaba para la corona el ejercicio absoluto de la soberanía propia de las entidades históricas preexistentes con sus instituciones peculiares y leyes consuetudinarias se alzó la Monarquía liberal, que reservaba para el rey sólo funciones arbitrales y contemplaba el Estado como una unidad territorial dividida en provincias según criterios exclusivamente administrativos. El avance del liberalismo supuso, por lo tanto, para las provincias vascongadas una doble amenaza, política (centralismo) y social (contra la religión y la Iglesia). El alzamiento carlista de 1833 —en el cristalizó la querella dinástica entre Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII, y la hija de éste, Isabel II— tuvo inicialmente como leit motiv la cuestión religiosa, aunque en el transcurso de los años fue incrementándose la importancia de la defensa del foralismo para la causa carlista.
Fracasado el levantamiento de Carlos VII de 1872 —que llegó a dar forma a un Estado carlista propio, aunque efímero, sobre suelo navarro—, la Ley de 21 de julio de 1876 puso fin al régimen foral, sustituyéndose al año siguiente sus instituciones por diputaciones provinciales Poco después se produjo una cierta rectificación al aceptarse una mínima autonomía económica provincial, según la cual las contribuciones de cada provincia al poder central se fijarían mediante concierto. Ya en el siglo XX, el último de estos conciertos —suscrito en 1925— seguía vigente al comienzo de la Guerra Civil de 1936, como consecuencia de la cual sólo conservará este privilegio la provincia de Álava.
Mientras que las ciudades —en las que se asentaban importantes guarniciones militares— acogían las ideas liberales de la burguesía, el campo encontró en los fueros y libertades antiguas la razón de su modo de vida. En este agitado caldo de polarización social convergerán además los marinos retirados que se habían dedicado al comercio ultramarino (Cuba, Filipinas...), en gran parte vinculados a la Masonería y ganados por las ideas liberales, y los inmigrantes procedentes del interior, generalmente hacinados en los puertos industriosos, con lo que tal situación significaba entonces de insalubridad física y moral. Frente a la presión de este proletariado urbano y la presencia de los marinos contaminados se alzó la llamada al retorno a la supuestas fuentes primitivas de Euskal Herría. Así nacería el nacionalismo sabiniano, no exento de una vena romántica que prestó atención a las antiguas lengua y cultura vasconas, dando origen a la Sociedad de Estudios Vascos o la Academia de la Lengua Vasca. Mas el carácter forzado de este componente cultural del nacionalismo vasco resulta innegable, toda vez que el antiguo idioma vascuence sobrevivió en las tierras del interior —con graves mutaciones— merced al respeto de la Monarquía Católica de los Austrias por los hábitos y costumbres locales, aunque su empleo se limitaba al uso corriente, empleándose libremente el castellano para la administración —hasta el punto de que el Fuero de Vizcaya estaba redactado en castellano—, la enseñanza y la producción literaria.
Al cesto del nacionalismo vasco se sumaron otros mimbres como el integrismo religioso y el antiliberalismo radical que Arana heredó de su padre, un incipiente republicanismo y un etnicismo derivado en racismo que —en el colmo de la incongruencia— habría impelido a los nacionalistas a considerar extraños a los señores de la casa de Haro. Contó además el nacionalismo vasco con la intervención de otros factores que no han de desdeñarse a la hora de comprender su configuración final. Así, como factor social podemos señalar su evolución desde un foralismo entroncado con la conservación del concierto económico hacia un régimen autonómico que apuntase a la independencia. Para el nacionalismo, la salud moral del pueblo vasco sólo se mantendría ofreciendo resistencia al Gobierno liberal de Madrid, cuya política era tildada de profundamente antirreligiosa. Y, además de este factor religioso, encontramos un tercero de carácter étnico, según el cual la diferenciación racial de los vascos —hoy destacada por la supuesta preponderancia de individuos con factor RH negativo— quedaba subrayada por la pretendida diferenciación lingüística. La combinación de todos estos elementos determinará los ideales de la vasconidad, a partir de la cual Sabino Arana elaborará su propia tesis: Euzkadi es una nación sometida por España y Francia que debe constituir su propio Estado.
Que Arana abjurara del radicalismo en los últimos años de su vida no resultará significativo para los nacionalistas vascos, quienes pretenden crear una Euskal-Herría independiente incluso pasando por encima de la tradición histórica a la que tanto apelan.
«Este pueblo puede elegir formar o no parte del Estado español, o formar parte del Estado español de una manera federal, o confederal, o como estado asociado».
Xavier Arzallus (ABC [Madrid], 3 de octubre de 1994)
La presentación del Plan Ibarretxe para la secesión del País Vasco —dejémonos de eufemismos, que ya va siendo hora— ha puesto sobre la mesa por enésima vez la cuestión de la antigua existencia de una nación vasca o de al menos un pueblo vasco diferenciado, con unos orígenes y una historia propios y sólo parcialmente comunes —por otra parte, de manera forzada, según el parecer de los nacionalistas— a la del resto de los pueblos del Estado español, como ellos dicen. Tanto se han repetido estas milongas que hoy resulta difícil desentrañar en la maraña de hábiles mentiras cuanto haya de verdad en esta cuestión.
Los problemas historiográficos planteados por el nacionalismo vasco para su propia autojustificación giran en torno a la supuesta existencia pretérita del País Vasco como una nacionalidad independiente de otras posibles en la Península Ibérica, el carácter forzado de su innegable vinculación con la monarquía castellana y su autonomía legislativa. Sin ánimo doctoral —numerosos son los maestros que sin duda podrían mejor enseñarnos—, trazaremos unas líneas suficientes para conocer el pasado de las Vasconias al margen de manipulaciones y mitos.
Los mitos del nacionalismo vasco
Vaya por delante que no deseamos desdeñar el papel de los mitos en la construcción de una conciencia nacional. Por reconocer algunos ejemplos que puedan sernos familiares, recordemos cuanto leímos sobre la presencia de Hércules en la Península Ibérica o la intervención de Santiago en la batalla de Clavijo. Los historiadores no nos atreveríamos a sostener hoy la certeza de tales mitos, no traspasaríamos la línea trazada por el reconocimiento de su valor para el fortalecimiento de la conciencia nacional española.
El componente romántico del nacionalismo vasco revigorizó el recurso a la mitología —práctica decaída en el siglo XVI— en defensa de la particularidad vasca, adecuando sus elementos a las necesidades impuestas por su propio discurso político. Así, partiendo de Flavio Josefo, tomará a los vascos como descendientes de Túbal, hijo de Jafet y nieto de Noé, en una errónea identificación de éste —quien, según la tradición hebrea, sería responsable de la repoblación de la Iberia Oriental, es decir, Georgia— con Túbal-Caín, hijo de Lamek, impulsor según se dice en el Génesis de la industria metalífera. Esta tradición sobre el origen de la primitiva población íbera, que fue recogida por San Isidoro de Sevilla, Ximénez de Rada y el propio Alfonso X, ligará a los vascos —supuestos únicos supervivientes de la raza ibera— al pueblo de Dios, privilegio que se vería confirmado por su presunta resistencia a la romanización —con lo que ésta debía suponer de paganización— y la pronta cristianización de sus lugares como lógica consecuencia de la alianza con Dios, llegando a defender los impulsores de esta tradición que el propio Noé —a la vez que otorgaba los primitivos fueros vizcaínos— instruyó en la religión monoteísta en Vizcaya a sus descendientes, quienes incluso darían culto a la cruz. Tal origen bíblico del pueblo vasco, por otra parte, justificará la hidalguía universal de la que los vizcaínos harán gala y que sentará las bases para el supremacismo racial del moderno nacionalismo vasco. Además, con este mito se corroborará el valor del euskera, que llegará a ser considerado como creación divina, lengua hablada en el Paraíso, rescatada de la confusión de Babel y traída a la península por los descendientes de Noé.
La supuesta insumisión al poder romano de los vascos —cuya principal prueba hallan los tratadistas afines a esta corriente en la supervivencia del euskera— dará forma al vascocantabrismo. Se trata de la tradición acaso más vigorosa durante el Antiguo Régimen, que vinculaba la identidad de cántabros y vascos, de forma que estos asumían como propia la indómita tradición de aquellos.
Considerado Túbal antepasado común de todos los españoles en una tradición claramente monogenista, el aventurero vascofrancés Joseph Augustin Chao formulará un nuevo origen para el pueblo vasco, desligándolo de sus supuestas raíces semitas. Así nacerá el mito de Aitor, patriarca ario que sobrevivió a diversos cataclismos —entre ellos, el Diluvio Universal— para llegar a instalarse en la Península, donde instauró modelos de calendario y dio solar a la primitiva religión natural, fácilmente asimilable por otros autores al monoteísmo primitivo. Evidentemente, este mito —que mantiene cierta relación con el que otorga la paternidad del pueblo vasco a un caudillo de origen atlante— mantiene de forma muy patente sus componentes políticos doctrinarios, pero al mismo tiempo contará con una apariencia científica que le proporcionará cierto valor a partir de determinados datos mal interpretados.
Con todo, el peligro de la invención de la tradición vasca no está tanto en los mitos mismos como en la incorporación acrítica a la historia de las viejas leyendas medievales e incluso la manipulación o falsificación de fuentes. Entre estas últimas cabe señalar la pretendida Crónica de Vizcaya de 1404, según la cual las Guerras Cántabras tendrían su fin en un tratado de paz justificado por la imbatibilidad de los vascos, o el Cantar de los cántabros, que narraría la resistencia vascocántabra ante los romanos bajo la dirección de los supuestos caudillos Lekobide y Uchín Tamayo.
Sobre las fábulas legendarias que vinculan la conversión al cristianismo de los vascones con la supuesta jura de los viejos fueros por el rey Suintila (621-631), la presunción indómita de los vascones hallará un perfecto caldo de cultivo para su desarrollo legendario en la Reconquista. Así, aunque la Chanson de Roland y otras crónicas atribuyen a adversarios sarracenos la derrota de la retaguardia franca en el paso pirenaico de Roncesvalles durante el verano de 778, numerosas relaciones coetáneas identifican a los atacantes con combatientes vascones, que actuarían en venganza con el ataque previo de las tropas carolingias a Pamplona. Pese a que la tradición oral vasca no conserva memoria del suceso, en 1835 se hará público el apócrifo Altabizcarreco Cantua [Cantar de Altabizkar], que narraría esta gesta desde el punto de vista vascón. Más tarde, en el día de la festividad de San Andrés de 870, tendría lugar la legendaria batalla de Arrigorriaga, cuyo nombre —pedregal rojo en castellano— mudaría el del antiguo paraje de Padura por la cantidad de sangre enemiga que tiñó aquel solar, explicación legendaria para una apariencia que se debe al carácter ferruginoso de las rocas. El origen del combate estaría en la supuesta invasión astur-leonesa del territorio vizcaíno bajo el mando de un conde Munio —según unos autores— o del infante Ordoño, hijo de Alfonso III el Magno, en todo caso muerto en la batalla. Dejando a un lado la verosimilitud de más de un conflicto de frontera en aquella época y lugar, resulta imposible que el tal infante muriese en aquella ocasión —y hasta se le sepulcró en la iglesia del lugar— dado que ni siquiera había nacido, y aún después alcanzó los tronos de Galicia, de Portugal y de León, matrimoniando con Sancha, hija del rey navarro Sancho Garcés I. Pero la importancia de esta leyenda se justifica por su relación con el reconocimiento de la primitiva existencia la primera entidad política vasca: en agradecimiento a sus servicios, los vizcaínos, que recurrieron al caudillaje de un príncipe británico —hijo de un íncubo y una princesa céltica, nombrado Lope Fortún pero al que se conoce como Jaun Zuria [Señor Blanco] por la claridad de su piel, ojos y cabello—, pondrían en sus manos el Señorío en virtud de un pacto, proporcionando así un origen fabuloso a los históricos señores de Vizcaya y el régimen foral.
Algunas de estas leyendas que pergeñaron una supuesta tradición vasca penetraron en el moderno imaginario del nacionalismo a través de su reelaboración literaria a modo de novela histórica con evidentes pulsos románticos. De todos los títulos que la imprenta dio a las librerías, acaso sea Amaya o Los vascos en el siglo VIII de Francisco Navarro Villoslada el más representativo de todos, híbrido de leyendas sin apenas sustento histórico en el que se observan trazas de ruralismo, supremacismo racial con elementos antijudaicos, providencialismo... En definitiva, mimbres del nacionalismo sabiniano de finales del siglo XIX.
En las edades oscuras
Las excavaciones arqueológicas efectuadas en Santimamiñe, Urtiaga e Isturitz parecen probar la existencia de una cultura cromañona, llamada por algunos autores franco-cantábrica y éuscara por otros, cuyo asentamiento en los diferentes valles de las cordilleras pirenaica y cantábrica forzó la división en tribus y aun etnias diversas. Entre éstas surgieron los barskunes montañeses, principalmente cazadores y ganaderos, que a medida que descendieron y se asentaron en la cuenca del Ebro se iniciaron en la agricultura, asumiendo no pocas prácticas celtíberas: culto animista, elección de un jefe de guerra de entre los miembros de las castas superiores, gobierno por un consejo de ancianos...
El reconocimiento de las lindes del territorio controlado por estos vascones es una tarea ardua y compleja, tanto por la supuesta movilidad expansiva de sus grupos humanos como por la laxitud con que tradicionalmente se han considerado vascones unos u otros pueblos en virtud de determinados intereses. Así, llegará a señalarse presencia vascona en el Rosellón, el Valle de Arán, diversas comarcas zaragozanas y sorianas, La Rioja, La Bureba burgalesa y el extremo oriental cántabro, amén de las Aquitanias. La necesidad de recurrir a meros estudios toponímicos y epigráficos o a fuentes historiográficas ajenas —como las romanas— no facilita la tarea, y toda línea fronteriza que se trace entre las tribus del norte peninsular ha de ser acogida con suma precaución. Conforme las fuentes clásicas y apoyándose en datos de carácter lingüístico —al parecer puntualmente confirmados por los antiguos límites de los obispados—, Sánchez Albornoz trazó un mapa de la zona que atribuía casi toda Navarra, el extremo nor-oriental de Guipúzcoa, la Baja Rioja, el Alto Aragón y otras comarcas allende los Pirineos a los vascones, que de esta forma estaban en contacto por el suroeste con los berones, que controlaban el resto de la Rioja, y los várdulos, asentados en la mayor parte de Guipúzcoa, el extremo oriental de Navarra y el oriente de Álava. Más al oeste, los caristios se desplegaban ante el mar entre el Deva y el Nervión y ocupaban el resto del territorio alavés, con la excepción poblada por los autrigones, que llegarían hasta las márgenes mismas del río Arlanzón. Al oeste del Asón se hallaría el territorio de los cántabros, pueblo aparentemente ajeno al antes señalado origen barskún. ¿Significa esto que los demás pueblos mencionados guardaban algún tipo de relación étnica o cultural con los vascones? Múltiples y variadas han sido las respuestas a esta cuestión, desde la de quienes han negado la pertenencia de autrigones, caristios y várdulos a la familia vascona —vinculándolos a los cántabros— hasta la de aquellos que han señalado —al menos para los dos últimos casos— un común origen barskún. Las señaladas como pervivencias de la primitiva lengua vascona en estos territorios puede tener diferentes causas, entre las que pueden señalarse la lógica confusión en una misma lengua de lo que sólo son restos de lenguas diferentes pertenecientes a un mismo tronco proto-euskera o diferentes ocupaciones de territorios situados al occidente de su solar original por los vascones. También cabe tener presente una posterior generalización del gentilicio «bacón» para todas las tribus de común etnia, en detrimento de los términos específicos propios para los autrigones, caristios y, en cierta medida, várdulos. En todo caso, estas tesis no son exclusivistas, sino conciliables si entendemos la vasconización como la recuperación de las raíces culturales de estos pueblos tras el desplome romano y aún durante los primeros siglos de la Reconquista.
La romanización de Vasconia
En el centro de este debate se encuentra, desde luego, el problema de la romanización de los vascones. Es habitual entre los nacionalistas creer que los vascones fueron un pueblo indómito, capaz de sobrevivir al margen de la presión romana, haciendo de esta forma vasca la resistencia cántabra. Sin embargo, las pruebas contra esta leyenda les han llevado a sostener en las últimas décadas la pacífica convivencia entre los romanos y las tribus vascas en régimen de colaboración, como si fuera ésta una práctica excepcional en la política imperial romana. Con todo, existen numerosas pruebas de la indudable romanización de los vascones, sin duda alguna favorecida por el dominio romano de la Galia —Craso sometería finalmente Aquitania el año 58 a.C.— y la victoria sobre los cántabros (quienes, sin embargo, no serían culturalmente romanizados hasta que los hispanogodos se replegaron ante la invasión árabe), obteniendo entonces las poblaciones vascas estatuto jurídico romano, como prueba la acuñación de monedas en caracteres ibéricos. Combatientes vascones lucharon, por ejemplo, bajo el águila en las guerras sertorianas y sirvieron en Britania, Mauritania, Tingitania y Panonia. Incluso cabe la posibilidad de que Quintiliano y Prudencio —nacidos en Calagurris [Calahorra]—fueran vascones.
Debe tenerse en cuenta que la romanización fue más consecuencia de los atractivos de la cultura romana que de la presión formal sobre los indígenas. De ahí que la cuenca vascona del Ebro —donde los antiguos legionarios, que habían obtenido por ello la ciudadanía romana, asentaron sus villas— padeciera una romanización absoluta, mientras que en las llanuras situadas más al norte convivieron indígenas con colonos romanos que aportaron a la población esclavos de origen cántabro, mesetario o aún más lejano, empleados en las explotaciones agrarias allí explotadas. Por el contrario, los romanos no mostraron especial interés en la explotación de las tierras montañosas, que apenas aportaba algunos recursos mineros, de manera que la forma de vida tradicional vascona perduró dentro de las fronteras del Imperio.
Muestra de cuanto decimos es el índice de urbanización del territorio. Con propósitos casi exclusivamente militares Pompeyo fundó Pompælo [Pamplona], que —al igual que Veleia, un puesto militar levantado en la llanura alavesa— fue conocida por los indígenas como Iruña —esto es, la ciudad—, término genérico que indica su carácter excepcional. Más al norte, apenas merecen mención Lapurdum [Bayona] y las factorías marítimas de Flaviobriga —que algunos autores asocian a Castro-Urdiales—, Portus Amanum y la que sin duda existiera junto a las minas de Oiarso [Oyarzun]. Sin embargo, cuanto más desplazamos nuestra mirada hacia el sur, más abundantes son los asentamientos urbanos de los que encontramos noticias: Aracelli [Huarte-Araquil], Vareia [Varea] —cerca de Logroño—, Tritium Megallum —en las proximidades de Nájera—, Libia [Leiba] —junto al río Tirón—, Alba [Albizu o Albéniz], Tullonium [Alegría], Suessatio [Zuazo]... Incluso, algunos autores sostienen que Calagurris [Calahorra] fue fundada por los romanos para controlar a los indígenas, poblándose con colonos vascones, lo que probaría su fidelidad a Roma.
Ofrece la organización administrativa romana de estos territorios, además, algunas explicaciones para el futuro de Vasconia. Mientras el convento cesaraugustano acogía a los vascones con otros pueblos celtas, de Clunia dependerían várdulos y caristios —amén de los autrigones—, mientras que los aquitanos ni siquiera serían acogidos en la provincia Tarraconense, a la que pertenecerían los otros dos conventos mencionados. Según el parecer de Menéndez Pidal, para quien las divisiones administrativas romanas tenían como plantilla la segmentación gentilicia de los distintos pueblos, tal dispersión de las tribus de origen barskún significaría el reconocimiento por parte de la superior autoridad romana de unas acentuadas peculiaridades que primaban sobre el común parentesco. Sea como fuere, encontraremos aquí un remoto origen administrativo de la identificación de la antigua Vasconia con la futura Navarra, al margen de los territorios luego vascongados al norte de los Pirineos y al oeste del río Orio.
La decadencia del Imperio se manifestó muy pronto en estos territorios. Las clases pudientes del campo se replegaron a los centros urbanos en busca de seguridad personal, económica y social. Mas la paulatina reducción del control romano sobre aquellos lugares produjo tres fenómenos vinculados entre sí: una progresiva desertización de las ciudades, de la que nos informa san Paulino de Nola a finales del siglo IV; el crecimiento de las bandas de bagaudas, partidas de campesinos y esclavos fugitivos que llegaron a poner en ciertas dificultades al ejército regular; y una indudable barbarización, que en determinados casos pudiera entenderse como revasconización, con un evidente retroceso de la incipiente cristianización y del empleo de la lengua latina. A pesar de todo, la fidelidad vascona al Imperio parece acreditada hasta el final por Paulo Orosio, quien nos ofrece la imagen de la exitosa defensa de los pasos pirenaicos contra la presión de los bárbaros por indígenas de las inmediaciones, esto es, vascones.
Entre bárbaros y visigodos
Acaso fue la sustitución de las tropas regulares o indígenas al mando de generales romanos por tropas visigóticas —un pueblo-ejército al que se otorgaba dos terceras partes de la tierra de los lugares donde se asentaba en defensa de los intereses de Roma— lo que provocó el fin de la presencia del Imperio de Occidente en estos territorios, lo que está muy lejos de significar un dominio visigótico efectivo sobre Vasconia. De hecho, el debilitamiento romano durante todo el siglo V y las guerras entre los diferentes pueblos bárbaros en el territorio peninsular durante gran parte del siguiente otorgaron a los vascones un grado de independencia que no habían buscado pero que supieron aprovechar. Suevos, vándalos y alanos atravesaron el territorio poblado por los vascones en su avance hacia el interior sin plantearles especiales problemas. Pero fue, sin duda, en estos tiempos de gran inestabilidad cuando —en sus correrías defensivas ante la presión bárbara— los vascones ocuparon el solar propio de várdulos y caristios y autrigones, entrando de esta forma en contacto con los cántabros y pasando a dominar lo que hoy conocemos como País Vasco. Por otra parte, su movimiento defensivo contra la presión franca —noticias existen de que los francos llegaron hasta Zaragoza en el año 540— les hizo atravesar los Pirineos y ocupar la Novempopulania en Aquitania. El forzado contacto entre poblaciones que estos movimientos produjeron confirmarán de esta manera definitiva un fenómeno que algunos autores han querido reconocer incluso para tiempos pretéritos: el carácter poliétnico de los vascones, cuyo término irá con el tiempo denominando a poblaciones más o menos insumisas de las montañas antes que a una tribu o pueblo determinado.
Pese a la ocupación de Pamplona —entonces un simple villorrio fortificado de interés estratégico por su ubicación ante el Summus Pirenaeus [Roncesvalles]— en el año 472, no será hasta que Leovigildo asiente el reino visigodo cuando los vascones se conviertan en un objetivo militar prioritario, en plena guerra civil por el levantamiento de San Hermenegildo. La fundación en 581 de la ciudad de Victoriacum —Vitoria para unos, mera repoblación de Veleia para otros— marcará como un hito las relaciones entre visigodos y vascones, que pueden considerarse como de guerra endémica. Acaso el propósito de dominación de las tierras controladas por los vascones tuviese su razón de ser más en el enfrentamiento con los francos, que aspiraban a instalarse a este lado de los Pirineos. Con el fin de vincular a los vascones cispirenaicos con sus propósitos, la monarquía franca creó en el año 602 el ducado de Vasconia [Gascuña], que no obstante mantuvo una relativa y conflictiva independencia, hasta que en el año 766 presentaran por vez primera su sumisión ante un rey franco, sin que en modo alguno pueda señalarse ni como antecedente de un posible estado vasco. En la memoria histórica han quedado rastros de las acciones de Chindasvinto, Recesvinto y Wamba contra los vascones, que debían responder a ataques previos de los pobladores del norte, de una u otra forma presionados desde el otro lado de los Pirineos. La inestabilidad política de los visigodos fue también aprovechada en algunas ocasiones por los vascones, que —por ejemplo— combatieron en apoyo del rebelde Froia frente a Recesvinto. Mas, cualquiera que fuese el verdadero motivo, lo cierto es que no fueron pocos los monarcas visigodos que combatieron contra los vascones, hasta el punto de haberse forjado al respecto una falsa tradición según la cual todos los cronicones de los reyes godos incluirían la solemne proclamación domuit vascones. Símbolo de la reiterada subyugación vascona para unos y de la permanente rebeldía de aquellos para otros, lo cierto es que tal expresión no aparece en lugar alguno de los mencionados entre otras cosas porque no existe rastro de tales cronicones.
Acaso la única conclusión a la que puede llagarse al respecto sea la desigual integración de los territorios controlados por los vascones en la monarquía visigoda, algo por otro lado muy lógico si lo mismo había ocurrido con el Imperio romano, sin duda alguna mucho más y poderoso. Así, el sur de la Vasconia quedó fácilmente integrado en la monarquía visigoda —incluso, antes que otros lugares—, como lo prueba la abundancia de eremitorios rupestres en el país. Más inseguro fue el dominio de la región media, según denota la irregular presencia de obispos de Pamplona en los sucesivos concilios, acaso por el afán independiente de los comes que debían asegurar el control de los lugares. Sólo del norte cantábrico puede decirse que permaneció al margen del poder visigodo efectivo, aun cuando los reyes de Toledo manifestaran su soberanía.
De Vasconia a Navarra
A la ocupación islámica de la Península Ibérica no serán ajenos los vascones. Los rebeldes pertenecientes al clan del fallecido rey Witiza no aceptaron la elección de Rodrigo —posiblemente, duque de la Bética— para ocupar el trono de Toledo, de modo que buscaron aliados al sur del Estrecho. Tras una breve incursión el año anterior, mientras Rodrigo se halla en campaña contra los levantiscos vascones, Tariq desembarca en las playas próximas a Gibraltar. El tiempo que el monarca tardó en atravesar el reino será suficiente para que las tropas islámicas superasen el nada despreciable volumen de diez mil combatientes, lo que —junto con la premeditada desprotección de los flancos por parte de los traidores del partido witizano en las márgenes del Guadalete durante la batalla que tuvo lugar algún día de julio de 711— provocó la derrota de las huestes visigodas —vinculadas a un régimen en aguda crisis— y la irrupción de un nuevo poder en la Península.
Mientras Tariq ocupaba Toledo —autores hay que señalan su avance incluso hasta las estribaciones de la cordillera cántabra, si bien se replegaría hacia el sur al llegar el invierno—, parte de su ejército consolidó el control de las comarcas orientales andaluzas. Al año siguiente, Musa ben Nusayr —conquistador de Marruecos para el Califato— se apoderó de Medina-Sidonia, Sevilla y Mérida, tras lo cual asumiría en Toledo el poder hasta entonces encarnado en Tariq. En pocos años —a pesar de las rivalidades existentes entre las tribus musulmanas y los conflictos con el Califa— la ocupación árabe se expandió hacia el norte, sólo frenada en 732 por los soldados de Carlos Martel a las puertas de Poitiers. Mientras, la dominación se confirmaba mediante una doble política definida por un entramado de pactos con la población hispano-romana —los visigodos— que les garantizaba el disfrute de sus propiedades y la práctica de su fe cristiana —no en vano, era la suya una religión del Libro Revelado—, aunque la confiscación de bienes y la esclavitud castigaba sin piedad a los insumisos. En los montes del norte se refugiarían los godos fugitivos que finalmente plantaron cara con cierto éxito al invasor. Con el apoyo de Pedro, duque de Cantabria, Pelayo —fugitivo de Córdoba— convirtió Cangas de Onís en el núcleo más cohesionado de la resistencia hispanogoda, después de que en el año 722 lograse una señalada victoria sobre las tropas de Alqama, a la que no debió ser ajeno un desprendimiento de tierra en las laderas de lebaniegas.
Durante su avance hacia el norte, los musulmanes contaron con el apoyo del conde Casio y su hijo Fortún, cuya conversión al Islam los hizo en clientes del Califa, quien les encomendó el gobierno de Tudela. Desde esta plaza abrieron la ruta hacia Pamplona, que conquistaron antes del año 718. Se instalaron así en la principal población del territorio vascón los Banu-Qasi, familia mozárabe que será el germen de la primera entidad política independiente de Vasconia.
Las tierras navarras, sin embargo, no alcanzaron así la paz. Durante las décadas siguientes, Pamplona fue atacada en diferentes ocasiones. Cuando la ciudad se resistió a cumplir las condiciones capitulares —posiblemente, el pago de tributos—, los emires debieron marchar sobre Pamplona, que también sufriría el saqueo de Carlomagno —aún no era emperador— cuando retornaba a su solar tras el infructuoso intento de conquistar Zaragoza, esto es, de establecer los límites francos en el Ebro. En su enfrentamiento con el emir Abd al-Rahman I, los Banu-Qasi recurrieron a Íñigo Ximénez Arista [el Fuerte], hijo de un caudillo vascón —y a quien algunos autores hacen además nieto del duque de Gascuña— , quien al hacerse con el control de la ciudad estableció las bases del naciente reino de Pamplona. No obstante, en sus inicios este reino mantuvo cordiales relaciones con los muladíes del valle del Ebro —no en balde la dinastía de los Arista estaba emparentada con los Musás— y posteriormente con los poderosos cordobeses, hasta el punto de que el futuro Abd al-Rahman III será nieto de una princesa Arista. Esta dinastía apenas se mantuvo en el trono pamplonés hasta que sobre éste se alzó Sancho Garcés I, primer monarca de la dinastía de los Jimeno —cuyo solar estaba en Sangüesa—, que extendió su dominio sobre territorio fuera de los límites del señorío de Pamplona. Su hijo García Sánchez I participó en las guerras civiles de León a causa de sus vinculaciones familiares y se mantuvo en paz con el Califa tras ser derrotado por éste en Calahorra.
El máximo apogeo del reino de Navarra llegaría en tiempos de Sancho Garcés III el Mayor —Rex Hispaniorum según algunas fuentes e Imperator tras ocupar el trono de leonés de Vermudo III, fundador del primer Estado vasco para los nacionalistas—, quien anexionó el condado de Ribagorza y el territorio de Sobrarbe, así como el condado de Castilla, que se sumaban así a otros como los condados de Gascuña y Barcelona. Pero por su concepto patrimonial de la monarquía —nada excepcional entonces, que le llevó a otorgar el vizcondado de Lapurdi a su primo Lobo Sancho y la región de Zuberoa al vizconde Guillermo el Fuerte— fragmentó sus posesiones, quedando el reino de Navarra —con territorios separados del condado de Castilla desde Santander hasta cerca de Burgos— para su primogénito García Sánchez III el de Nájera, mientras la posesión del condado de Castilla —compensado con las tierras conquistadas a León hasta el Cea— le fue otorgada a Fernando, la tenencia de los condados de Sobrarbe y Ribagorza a Gonzalo, y la del condado de Aragón a su hijo natural Ramiro. Tal reparto planteó una grave disputa por los territorios castellanos anexionados a Navarra —Álava, Vizcaya, Castilla la Vieja, la Bureba y los Montes de Oca, entre otros—, que retornaron a manos de Castilla —ya proclamado reino, gobernado por Fernando I— tras la batalla de Atapuerca (1054) —en la que murió García Sánchez III de Navarra— y posteriores campañas contra su sucesor Sancho Garcés IV, aliado con su tío Ramiro I de Aragón. Muerto el rey navarro como consecuencia de luchas intestinas y familiares a manos de sus hermanos Ramón y Ermesinda en Peñalén el año 1076, el reino se fracturó en dos bandos, lo que traería como consecuencia que Álava, Vizcaya, Guipúzcoa, la Bureba y la Rioja pasaran definitivamente a manos de Alfonso VI de Castilla, mientras que los territorios de la antigua Vasconia reconocieron como soberano a Sancho Ramírez I de Aragón.
Las disposiciones testamentarias de Alfonso I el Batallador de Aragón, que dejaba la corona en manos de las órdenes militares, se revelaron impracticables, estallando el conflicto entre los partidarios del infante Ramiro —monje en San Pedro de Thomières y obispo electo de Burgos— y los del infante García Ramírez, descendiente del señor de Monzón y del Cid. Tras diversas negociaciones, fue proclamado rey Ramiro II el Monje. Pero los navarros no lo reconocieron como su soberano, quienes proclamaron en Pamplona rey de Navarra a García Ramírez el Restaurador, descendiente directo de aquel Sancho el Mayor. Pese al Pacto de Vadoluengo (¿1133-1135?), en el que se establecía una curiosa fórmula para compartir reino y corona que hacía de Ramiro II rey del pueblo y a García Ramírez rey de señores y caballeros, la doblez del navarro impidió su ratificación, rompiéndose finalmente así la vinculación de los reinos de Aragón y Navarra.
Conflictos entre las Vasconias
Mientras, como consecuencia del enfrentamiento aludido, el señor de Vizcaya Lope Iñiguez ofreció su vasallaje —en cumplimiento de las normas feudales— al rey de Castilla, quedando sólo el pasillo litoral de San Sebastián y Hernani en manos del de Navarra. A la muerte del monarca castellano, y en medio de los intentos por fusionar esa corona con la de Aragón casando a su hija Urraca con Alfonso I de Aragón, el conde Lope Iñiguez de Vizcaya prestó nuevo vasallaje al monarca de Aragón, quien ejerció la potestad regia sobre Vizcaya y Álava pese al fracaso del matrimonio. Será tras la muerte sin hijos de Alfonso I cuando el conde de Vizcaya ofrezca vasallaje al nuevo rey de Castilla Alfonso VII —hijo de Urraca y Raimundo de Borgoña—, gesto en el que le siguieron Álava y Guipúzcoa.
Ante la pujanza de los Plantagenet a ambas orillas del Canal de la Mancha —el vizconde de Lapurdi Guillermo Raimundo llegará a ceder en 1193 sus derechos al duque de Aquitania, que no era entonces otro que el rey Enrique II de Inglaterra—, Alfonso VII de Castilla entregó la villa de Haro en 1151 a Lope Díaz, señor de Vizcaya, con el fin de fortalecer su vinculación a Castilla. Surge así, frente al linaje de la casa de Lara, otro de los más importantes del reino, el de la casa de Haro. Por otra parte, esta medida estará vinculada al reconocimiento que por parte de Sancho VI el Sabio de Navarra recibió Alfonso VII de Castilla como emperador en Calahorra, acaso frente a las amenazas de Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona y rey efectivo de Aragón por renuncia de su suegro, el monje Ramiro II.
La sucesiva muerte del citado rey de Castilla y su heredero Sancho III pusieron la corona en las sienes de un menor de tres años —Alfonso VIII de Castilla—, lo que dio al monarca navarro la oportunidad de desdecirse de su homenaje y reclamar la nueva Vasconia y la Rioja como dominios propios. La Paz de Fitero puso Rioja, Álava y Guipúzcoa en poder de Sancho VI, pero la Vizcaya defendida por Lope Díaz de Haro permaneció vinculada a la corona de Castilla. Esta división de los tres territorios vascongados resultaba ya —transcurridos los decenios— fuertemente antinatural y contraria a toda lógica, provocando una tensa situación que se complicaba con la existencia de un doble irredentismo: de una parte, el castellano, que se remontaba a la estructura territorial de la antigua monarquía asturleonesa; de otra, el navarro, que se fundamentaba en la voluntad de Sancho Garcés III.
Casado Alfonso VIII de Castilla con Leonor de Aquitania, forzó un laudo arbitral dictado por el rey de Inglaterra que —lógicamente— fue favorable a los propósitos del monarca castellano. De esta forma, en 1179 Sancho VI de Navarra declararía en documento público Vizcaya, Álava, Guipúzcoa y Rioja como partes integrantes de derecho en el reino de Castilla, así como nulo el testamento de Sancho III al disponer de territorios que no le eran propios. Sin embargo, las dificultades a las que tuvo que hacer frente Alfonso VIII de Castilla en la frontera con León y frente a los almohades le impidieron defender la ejecución efectiva del nuevo status, de modo que el monarca navarro no acató realmente la sentencia. Como acto de fuerza, sobre la antigua Gasteiz fundará una nueva ciudad —a la que significativamente dio el nombre de Vitoria—, una fortaleza orientada a defender sus intereses en la ruta entre los mercados de Miranda de Ebro y Vizcaya. Con la sanción moral del papa Inocencio III y el apoyo de Pedro II de Aragón, en 1198 —mientras el monarca navarro buscaba aliados en tierras almohades— se decidió Alfonso VIII a resolver el pleito castellano-navarro por las armas, en una victoria que se saldó con la conquista de Vitoria dos años más tarde. Se establecieron así definitivamente las fronteras con Navarra, al tiempo que se abría un contacto por tierra con Aquitania, solar de la esposa del castellano sobre el que no pudo ejercer control alguno. Alcanzaba la corona de Castilla su fachada entre el Nervión y el Bidasoa, permitiéndose el desarrollo de puertos como los de Bermeo, Lequeitio, Guetaria, Zumaya, San Sebastián y Fuenterrabía. Para estimular el crecimiento de las villas, Alfonso VIII comenzará una auténtica política foral, si bien premió la decisiva intervención del señor de Vizcaya, Diego López de Haro, con el gobierno de Álava y Guipúzcoa.
La muerte sin descendencia directa de Sancho VII el Fuerte de Navarra en 1234 provocó la entronización de la dinastía Champaña en Teobaldo I, lo que fraguó la separación entre el antiguo solar vascón y la nueva Vasconia y supuso un vuelco de Navarra hacia la Gascuña cispirenaica, hasta que el vizconde Auger cediese sus derechos al rey de Inglaterra, retirándose a Navarra en 1307. A lo largo de tres siglos, en el trono pamplonés se sucederán la citada casa de Champaña, la Capeta —o de Francia— y la de Evreux en un devenir histórico absolutamente ajeno a la Reconquista y más ligado al de la futura Francia, pese a que los reyes de la última de las mencionadas se esforzaron por desvincular el reino de la corona francesa. A la muerte de Carlos III de Navarra (1425) le sucedió su hija Blanca, quien —en virtud de la legislación aplicable al caso— debió reinar en colaboración con su esposo, Juan II de Aragón. Éste se mantuvo en el trono al enviudar, postergando así los derechos de su hijo, el príncipe Carlos de Viana. El conflicto se resolvió a favor del partido de los beaumonteses —que apoyaba al de Aragón— al ser proclamada reina de Navarra Leonor, casada con el conde de Foix. Será por vía de esta casa —que arrebató Zuberoa a los ingleses un año antes de que por el Tratado de Aiherre (1450) Lapurdi se pusiera bajo la autoridad del rey de Francia— por la que la familia Bearn herede, no sin conflictos, el reino de Navarra. La firma por parte de Catalina de Foix del Tratado de Blois con la corona de Francia y su matrimonio con el vizconde de Tartas Juan de Albret —rechazando así las ofertas castellanas y trasladando el gobierno de la corona navarra a Pau— ofreció a Fernando el Católico la oportunidad de intervenir para cerrar el paso a las injerencias francesas. Con el apoyo de los beaumonteses, el duque de Alba obtendría la rendición de Pamplona el 25 de julio de 1512, incorporándose en las Cortes celebradas en Burgos en 1515 el reino navarro a la corona de Castilla, si bien mantendrían ambas monarquías sus propias peculiaridades. Todavía en 1530, el titulado rey de Navarra Enrique II recuperará la Baja Navarra —en la vertiente francesa de los Pirineos—, en 1589 Enrique III de Navarra subirá al trono de Francia y, finalmente, en 1620 Luis XIII unirá definitivamente el reino de la Baja Navarra a la corona francesa. Tras el intento del Tratado de Elizondo (1765), la frontera hispano-francesa en territorio navarro quedará definitivamente trazada en 1856.
Castilla y la nueva Vasconia
La incorporación de Vasconia al propósito restaurador de la monarquía visigótica —que no otra cosa fue la Reconquista— tuvo lugar tras el matrimonio de Fruela I con la vascona Munia, de quien nacería el futuro Alfonso II de Asturias. Asesinado su padre, el joven Alfonso se refugió entre los parientes de su madre, desde cuyo solar partió para recuperar la corona, restaurando definitivamente el orden visigótico en torno a lo que será la corte de Oviedo. El asentamiento de la monarquía asturiana a lo largo del litoral, harto escabroso, obligó a conservar la pluralidad de los núcleos originarios. Así surgirían Vizcaya, Álava y Bardulia [Castilla]. Con el tiempo, las distinciones entre los tres territorios fueron acentuándose, especialmente desde el momento en que Alfonso III reconoció el condado de Castilla. Cuando el conde castellano Fernán González —perteneciente al círculo familiar de los Lara— quiso consolidar su poder frente al rey Ramiro II de León buscó el apoyo navarro matrimoniando con Sancha, hermana del rey García Sánchez I. De esta forma surgió una asociación de Vasconia con Castilla que dejó aquella a cubierto de las acometidas de los invasores. Será esta vinculación la que justificó tiempo más tarde el dominio de Sancho Garcés III de Navarra sobre el condado castellano, traduciéndose su muerte en la efectiva independencia del territorio y su constitución en reino de manos de Fernando I.
Aquellas singularidades existentes entre los territorios de la nueva Vasconia dieron paso durante el siglo XIII a tres entidades jurídicas y administrativas —aparte del reino de Castilla— diferentes. De una parte, los documentos hablan de la hermandad de Álava, cuyo territorio se agrupaba en torno a una ciudad aforada y su alfoz —amén de algunos señoríos— y la provincia de Guipúzcoa, con categoría de realengo. El señorío de Vizcaya, la entidad más importante, basaba su cohesión en el poder político de la casa de Haro, que ejercía de forma permanente y directa las funciones correspondientes al monarca. Pese a la división de su territorio en cuatro mayordomías —las merindades de Guernica, Bermeo, Marquina y Durango—, la unidad del Señorío quedaba garantizada por el Fuero Viejo de Vizcaya, que —por ejemplo— expresamente prohibiría la recepción de los obispos calagurritanos, a cuya diócesis había incorporado Alfonso VI los territorios vascongados.
Salvo en la costa, estos territorios se administraban por anteiglesias rurales —reuniones de buenos hombres— y por concejos. La ausencia de ciudades realengas y el peso de la jurisdicción señorial impidieron su incorporación a las reuniones de las Cortes de Castilla. Tal carencia comenzó a ser suplida por la celebración de juntas para Guipúzcoa, Vizcaya —reunidas siempre en Guernica— y Álava —que lo hacían en Arriaga—. Ésta última decidió en 1332 no reconocer más señor de la tierra que el rey, equiparándose así en su vinculación a la corona con Guipúzcoa, acto que fue considerado como de liberación.
Mientras, las relaciones entre la corona castellana y el señorío de Vizcaya continuaban siendo tormentosas. Los servicios prestados a la Corona de Castilla —participación en la vanguardia castellana durante la batalla de las Navas de Tolosa, defensa de la causa de Fernando III frente a los leoneses, su actuación en la reconquista de Andalucía— llevaron a los señores de Vizcaya a la cabeza de los ricos hombres castellanos. Desde esta posición de supremacía, Lope Díaz de Haro reclamó a Alfonso X el Sabio —defensor de un principio unitario y romanista de la Monarquía— las consolidación de los señoríos mediante la confirmación de los fueros, privilegios y cartas como leyes fundamentales del reino, prohibiéndose la interferencia de jueces y merinos en la jurisdicción señorial y suspendiéndose los beneficios que se otorgaban a los campesinos en Andalucía, con el propósito de impedir el despoblamiento. Ante la negativa real, Lope Díaz de Haro optó por apoyar el alzamiento del futuro Sancho IV contra su padre en 1282. Sus servicios e intrigas fueron recompensadas con la delegación de poderes para todo el reino, privanza confirmada más tarde al confiársele el apoderamiento de todas las fortalezas castellanas. La soberbia política del de Haro le hizo enemistarse con nobles y caballeros. Fue la gota que colmó el vaso el Ordenamiento de 1287 por el que se arrendaban las rentas y tributos al judío catalán Abraham, fórmula por la que el valido pasaba a controlar todos los recursos del reino. El clamor de la protesta enturbió las relaciones del conde con el rey, quien daría muerte por su propia mano a Lope Díaz de Haro en Alfaro en junio de 1288, al calor de una disputa. Huido, el hermano y heredero del señor Diego López de Haro no regresó al señorío hasta la muerte de Sancho IV en 1295.
Pese a que Diego López de Haro trató de subrayar su poderío creando en 1300 una nueva villa señorial al resguardo de la ría del Nervión, lo cierto es que la crisis abierta significaría el declive de la casa. Ante su debilidad, las villas marineras y Vitoria conformaron —junto con villas cántabras como Castro, Laredo y San Vicente— la hermandad de la Marisma que, so capa de facilitar las relaciones comerciales con los puertos de Southampton y Brujas, trataría de marcar distancias con los intereses propios del señor de Vizcaya. Por otro lado, la rigidez sucesoria de la casa de Haro —uno de sus pilares fundamentales— comenzó a tambalearse al pasar los derechos sucesivamente a Diego López de Haro, su sobrina María Díaz de Haro y después a Juan Núñez de Lara, hijo de Fernando de la Cerda. Era por tanto este último señor de los citados miembro de la casa contrincante y pariente del infante designado en su momento por Alfonso X para sucederle en detrimento de quien fuera finalmente el rey Sancho IV, siendo así señalado como un peligro para la corona, que ya descansaba sobre las sienes de Alfonso XI.
El hijo de este monarca, el rey Pedro I, mostró especial interés en la incorporación del señorío de Vizcaya al realengo. Surgió la oportunidad al declararse la vacante, para la que optaron dos candidatos: Tello, hijo bastardo de Alfonso XI —el gemelo del futuro Enrique II de Trastamara—, casado con Juana Núñez de Lara, y el infante don Juan de Aragón. Con el propósito de hacerse con el señorío, el rey de Castilla reconoció al primero como señor efectivo de Vizcaya, pero Tello logró huir en 1358, cuando estaba a punto de ser capturado por engaño. En el enfrentamiento con su hermano Enrique, Pedro I de Castilla pactó con Carlos II el Malo de Navarra, el señor de Albret y los condes de Foix y Armagnac, ofreciendo el señorío de Vizcaya al futuro Eduardo III de Inglaterra, entonces príncipe de Gales. Lógicamente, Tello permaneció junto al partido de su hermano, quien confirmó sus derechos al hacerse con la corona de Castilla en 1369. Sin embargo, muerto el señor en extrañas circunstancias al año siguiente, Enrique II hizo valer los derechos de las casas de Haro, Lara y Cerda que convergían en su esposa la reina Juana Manuel —hija del infante Juan Manuel y Blanca de la Cerda y Lara—, otorgando el señorío a su hijo y heredero Juan. Asumido el trono, Juan I de Castilla vinculará de forma definitiva el señorío a la Corona.
Trascendencia del señorío de Vizcaya
Y es que el control del Señorío resultaba vital desde tiempo atrás, dado el peso de los transportistas vizcaínos en Inglaterra y Flandes. En 1344 se estableció el primer acuerdo para regular las comunicaciones con Flandes, y el 4 de noviembre de 1348 se concedieron importantes privilegios en Brujas a la nación española, verdadera colonia mercantil vasca en la que participaban algunos otros súbditos castellanos. Tras el triunfo contra la armada inglesa en La Rochela (1372) de la escuadra castellana —al mando del merino mayor de Guipúzcoa, Ruy Díaz de Rojas—, los puertos vascongados obtuvieron el reconocimiento de su derecho a navegar sin obstáculos por el golfo significativamente llamado de Vizcaya, dominio que con el tiempo se extendió a toda la costa. Tras una larga guerra (1418-1435), los marinos vascongados obtendrían —frente a las pretensiones hanseáticas— la hegemonía de la navegación al sur de Bretaña, garantizada mediante acuerdos con Inglaterra y Francia.
El dominio vizcaíno sobre la nación española en Brujas fue entonces puesto en entredicho por los comerciantes burgaleses, quienes contaban con una Universidad de Mercaderes para la defensa de sus intereses en el interior del reino. La disputa sobre el establecimiento de los fletes se prolongaría durante años hasta que Fernando el Católico —como regente de Castilla— otorgase el Consulado a Bilbao, de modo que los vascongados ostentarían la representación comercial en el exterior.
La trascendencia del señorío vinculada a la importancia de la actividad comercial —que se materializaba en los diezmos del mar—, junto a la complejidad de su estructura social, explican la multiplicidad de querellas entre linajes por el dominio de los territorios vascongados. Entre estos destacaron de un lado los Velasco, dueños de Mena, Frías y Haro —que extendían su poderío por las Encartaciones hasta Valmaseda—, y de otro los Manrique, condes de Treviño. En 1470 Pedro Fernández de Velasco, conde de Haro, emprendió la conquista de Vizcaya bajo el amparo de Enrique IV de Castilla. Por su parte, el conde de Treviño, Pedro Manrique, acudió en defensa de los vizcaínos, que resultaron victoriosos en la batalla de Munguía (1471). Situándose frente al rey, Vizcaya reconoció junto con Guipúzcoa los derechos de Isabel al trono, defendiendo con su armas a los Católicos en la guerra civil de 1475. Su triunfo fue saldado con la firma de un acuerdo con el conde de Treviño —donde se sitúa el origen histórico de las actuales disputas en torno al condado—, la vinculación al señorío de la ciudad de Orduña y la jura de los fueros por parte de Fernando el Católico en Guernica.
De los fueros al nacionalismo
Durante los siglos XVI y XVII fue acentuándose la vinculación de los territorios vascongados a la corona, al tiempo que la carencia de señor interpuesto reforzó su autosuficiencia administrativa sobre las bases de las juntas y los fueros. Sobre este régimen se construirá más tarde el mito de la democracia vasca, basada en una sociedad patriarcal y rural idealizada en la que se compartirían el sentimiento aristocrático colectivo con un igualitarismo de raíces religiosas. Pero en realidad, tal régimen sólo aseguraba el predominio de los notables, que incluso pretendió institucionalizarse en el siglo XVIII, situación que justificará las repetidas revueltas de los campesinos de las tierras llanas contra los señores o la incipiente burguesía urbana. La consolidación de los fueros significó el establecimiento de una zona económica franca hacia el exterior. Los perjuicios que causara la apertura de la monarquía hacia el Imperio —que se concretaban en la importación de hierro sueco, de mejor calidad que el vizcaíno— fue en cierto modo corregida por el emperador Carlos al designar Bilbao y San Sebastián entre los puertos autorizados al comercio americano en 1529. Sin embargo, la concentración de este comercio en la Casa de Contratación de Sevilla en 1573 por Felipe II y las revueltas de Flandes —que significaron la ruina de Burgos y el desplazamiento del eje económico hacia el sur— provocaron la ruralización de las provincias vascongadas, que se cerraron sobre sí mismas aunque mantuvieron una mínima conexión exterior a través de Francia.
No plantearon tampoco conflicto político alguno a la monarquía. Aunque los nacionalistas traten de disfrazar con tintes independentistas el levantamiento vizcaíno de 1631, no fue éste sino una rebelión social de carácter económico contra la orden que estancaba la sal del señorío para su venta por cuenta de la Real Hacienda, un movimiento en nada comparable al de los comuneros castellanos, las germanías valencianas o la secesión portuguesa. Por su parte, el antes citado vínculo con Francia explicará el acatamiento de Felipe de Anjou como rey de España pese al apego de estas provincias al Antiguo Régimen de los Austrias, lo que fue premiado con el mantenimiento de sus peculiares instituciones —al igual que Navarra— en contradicción con la política centralizadora del Borbón, pasando a ser calificadas como Provincias Exentas. Esta situación de privilegio se veía acrecentada por el acceso a las ventajas que el nuevo sistema procuraba, como la renovación industrial o la reactivación del comercio americano. Así, en 1728 nació en San Sebastián la Compañía de Comercio de Caracas, que en 1785 dio origen a la Compañía de Filipinas, estableciéndose así unas relaciones que marcarían las sendas migratorias del siglo XIX.
Durante este tiempo tendrán lugar otros fenómenos que, a la larga, resultarán trascendentales para la evolución social y política de aquellos territorios. De un lado, la errónea apreciación de que el hecho singular de las Provincias Vascongadas y Navarra se limitaba a la exención fiscal —minimizando la importancia de la aplicación del derecho específico aún por la Real Chancillería de Valladolid, la exención de quintas y aún de la cierta capacidad de autogobierno, que en Navarra se extendía a la reunión de Cortes—, creencia contra la que se alzará con todas sus armas el naciente liberalismo. Por otro lado, la radicalización del sentimiento religioso a lo largo del siglo XVIII será más que evidente.
El estallido de la Revolución Francesa supuso un violento seísmo social en las provincias vascongadas, especialmente cuando Guipúzcoa se constituyó en línea de frente en la Guerra contra la Convención. Los gritos de combate en que se mezclaban Religión, Rey y Patria acompañaron a las tropas españolas que durante 1793 avanzaron triunfantes por Hendaya y el Rosellón. Sin embargo, al año siguiente las tropas francesas presionaron de tal forma que conquistaron San Sebastián el 4 de agosto. La Junta celebrada en Guetaria por guipuzcoanos partidarios de las ideas revolucionarias llegó a proponer la creación de una república vasca independiente. Durante 1795 los franceses avanzaron hasta Miranda de Ebro, pocos días antes de la firma de la Paz de Basilea. Esta guerra supuso la materialización en el seno de la sociedad vasca de dos partidos: los integristas antirrevolucionsarios y los segregacionistas.
Poco más tarde, en las Cortes de Cádiz aparecieron enfrentados dos conceptos de Estado: frente a la Monarquía tradicional que reclamaba para la corona el ejercicio absoluto de la soberanía propia de las entidades históricas preexistentes con sus instituciones peculiares y leyes consuetudinarias se alzó la Monarquía liberal, que reservaba para el rey sólo funciones arbitrales y contemplaba el Estado como una unidad territorial dividida en provincias según criterios exclusivamente administrativos. El avance del liberalismo supuso, por lo tanto, para las provincias vascongadas una doble amenaza, política (centralismo) y social (contra la religión y la Iglesia). El alzamiento carlista de 1833 —en el cristalizó la querella dinástica entre Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII, y la hija de éste, Isabel II— tuvo inicialmente como leit motiv la cuestión religiosa, aunque en el transcurso de los años fue incrementándose la importancia de la defensa del foralismo para la causa carlista.
Fracasado el levantamiento de Carlos VII de 1872 —que llegó a dar forma a un Estado carlista propio, aunque efímero, sobre suelo navarro—, la Ley de 21 de julio de 1876 puso fin al régimen foral, sustituyéndose al año siguiente sus instituciones por diputaciones provinciales Poco después se produjo una cierta rectificación al aceptarse una mínima autonomía económica provincial, según la cual las contribuciones de cada provincia al poder central se fijarían mediante concierto. Ya en el siglo XX, el último de estos conciertos —suscrito en 1925— seguía vigente al comienzo de la Guerra Civil de 1936, como consecuencia de la cual sólo conservará este privilegio la provincia de Álava.
Mientras que las ciudades —en las que se asentaban importantes guarniciones militares— acogían las ideas liberales de la burguesía, el campo encontró en los fueros y libertades antiguas la razón de su modo de vida. En este agitado caldo de polarización social convergerán además los marinos retirados que se habían dedicado al comercio ultramarino (Cuba, Filipinas...), en gran parte vinculados a la Masonería y ganados por las ideas liberales, y los inmigrantes procedentes del interior, generalmente hacinados en los puertos industriosos, con lo que tal situación significaba entonces de insalubridad física y moral. Frente a la presión de este proletariado urbano y la presencia de los marinos contaminados se alzó la llamada al retorno a la supuestas fuentes primitivas de Euskal Herría. Así nacería el nacionalismo sabiniano, no exento de una vena romántica que prestó atención a las antiguas lengua y cultura vasconas, dando origen a la Sociedad de Estudios Vascos o la Academia de la Lengua Vasca. Mas el carácter forzado de este componente cultural del nacionalismo vasco resulta innegable, toda vez que el antiguo idioma vascuence sobrevivió en las tierras del interior —con graves mutaciones— merced al respeto de la Monarquía Católica de los Austrias por los hábitos y costumbres locales, aunque su empleo se limitaba al uso corriente, empleándose libremente el castellano para la administración —hasta el punto de que el Fuero de Vizcaya estaba redactado en castellano—, la enseñanza y la producción literaria.
Al cesto del nacionalismo vasco se sumaron otros mimbres como el integrismo religioso y el antiliberalismo radical que Arana heredó de su padre, un incipiente republicanismo y un etnicismo derivado en racismo que —en el colmo de la incongruencia— habría impelido a los nacionalistas a considerar extraños a los señores de la casa de Haro. Contó además el nacionalismo vasco con la intervención de otros factores que no han de desdeñarse a la hora de comprender su configuración final. Así, como factor social podemos señalar su evolución desde un foralismo entroncado con la conservación del concierto económico hacia un régimen autonómico que apuntase a la independencia. Para el nacionalismo, la salud moral del pueblo vasco sólo se mantendría ofreciendo resistencia al Gobierno liberal de Madrid, cuya política era tildada de profundamente antirreligiosa. Y, además de este factor religioso, encontramos un tercero de carácter étnico, según el cual la diferenciación racial de los vascos —hoy destacada por la supuesta preponderancia de individuos con factor RH negativo— quedaba subrayada por la pretendida diferenciación lingüística. La combinación de todos estos elementos determinará los ideales de la vasconidad, a partir de la cual Sabino Arana elaborará su propia tesis: Euzkadi es una nación sometida por España y Francia que debe constituir su propio Estado.
Que Arana abjurara del radicalismo en los últimos años de su vida no resultará significativo para los nacionalistas vascos, quienes pretenden crear una Euskal-Herría independiente incluso pasando por encima de la tradición histórica a la que tanto apelan.
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