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El milagro del perdón

La cuestión del perdón ha planeado nuevamente estos días en la opinión pública en relación al proceso del fin de la violencia de ETA. El debate afloró a raíz de unas palabras pronunciadas por el presidente de la Conferencia Episcopal, monseñor Ricardo Blázquez, en las que mostraba su deseo de que “se pida perdón, que se ofrezca y se reciba, para que se pueda llegar a una reconciliación más amplia y profunda en la sociedad”. Como era de esperar, no tardaron en sonar algunas voces que reclamaban al obispo de Bilbao mayor vehemencia en pedir el arrepentimiento a lo verdugos que en solicitar el perdón por parte de las víctimas.

Perdón, arrepentimiento, reconciliación… son conceptos con una hondura teológica que no se puede abordar en un artículo como éste. Tampoco se puede agotar en unas líneas esta cuestión, que es con toda seguridad el nudo gordiano de la recomposición de una sociedad que ha vivido casi cuatro décadas bajo el yugo de la violencia etarra.

Entiendo que para quienes hayan sufrido el zarpazo asesino de ETA, la idea del perdón se les antoje imposible, más aún cuando no vemos las mínimas muestras de arrepentimiento en los terroristas. Pero creo que la clave está en distinguir dos clases de perdón: un perdón “laico” y el perdón cristiano. El primero es humano, y por tanto no exentos de límites y cálculos; el segundo es sobrehumano.

Blázquez se refirió al segundo, y lo dejó claro al ligarlo a la misericordia, palabra que, como le gustaba repetir a Luigi Giussani, no debería estar incluida en los diccionarios, al no ser palabra humana sino divina.

Quien piense en este perdón como un gesto que se puede impartir sobre los terroristas de un modo global, tras un arrepentimiento comunitario, irá desencaminado. Esto será bueno y necesario para que no quede viciada la democracia. Pero el perdón cristiano al que se refiere Blázquez es de otra naturaleza. Tal perdón es un milagro que sólo Dios puede suscitar en el corazón de un hombre concreto. La imagen más potente que me viene a la mente es la de un Cristo a punto de morir en la cruz, gritando: “¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!”. Aquél que había predicado el amor a los enemigos adelantaba ahora el perdón a los culpables incluso a su conciencia de pecado y arrepentimiento.

En efecto, un perdón sin arrepentimiento previo genera escándalo. Es éste el perdón el que ofreció Juan Pablo II a Alí Agca, nada más recuperarse del intento de asesinato perpetrado contra él por este terrorista turco. Un perdón como el que han practicado en el instante de la muerte los miles de mártires cristianos a lo largo de la historia.

Este perdón es un milagro imposible para el hombre, pero posible para Dios. Sin embargo, es profundamente correspondiente con el deseo humano. Quien experimenta sobre sí este perdón, haya hecho lo que haya hecho, empieza a ver reconstruida su humanidad. Entonces puede darse un verdadero arrepentimiento, un cambio en el corazón.

Ésa puede ser ahora la gran aportación de la Iglesia a la convivencia porque, como dice Blázquez, este perdón cristiano es la llave de una más amplia y profunda reconciliación, como la que tanto necesita la sociedad vasca.

Ignacio Santamaría

Páginas Digital, 22 de mayo de 2006

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