Michel Onfray, profeta del individualismo radical
Michel Onfray en su Tratado de ateología (2005), considera la religión como la expresión de un espíritu enfermo y dedica a los cristianos los calificativos de “menores mentales”, recluidos en un “infantilismo perpetuo”, adeptos a las “estupideces”, “verdades grotescas”, “ficciones prehistóricas”... El verbo del autor es fluido, más versado en el continente que en el contenido, pues si examinamos toda la exposición del libro no encontraremos más que ignorancia sobre los fundamentos del cristianismo: malentendidos sobre el sermón de la Montaña, los habituales tópicos denigratorios sobre san Pablo como verdadero fundador de la religión cristiana.. No sabemos si Onfray figurará en la bibliografía recomendada de los futuros manuales españoles de Educación para la Ciudadanía, pero no nos extrañaría en absoluto, también por el hecho de que el pensamiento del filósofo francés se mueve también por las aguas del materialismo hedonista, que son, en definitiva, las de un individualismo radical. En Onfray los términos de libertario y libertino se hacen sinónimos. De ahí que la máxima preferida por este pensador sea la de “Goza y haz gozar, sin hacer daño a ti ni a nadie, he aquí toda la moral”. Se observa que el componente –por así decirlo “solidario”- es el “haz gozar”, pero esto no convierte a nadie en buen ciudadano, ni en el sentido de los griegos ni en el de los seguidores de Rousseau en la Francia revolucionaria. Es de suponer, por ejemplo, que ese “haz gozar” también conlleve el objetivo de convencernos de la realidad de esta cruda afirmación: “La esposa y la madre matan a la mujer”, que también aparece en el Tratado de ateología, y que, aunque no sea ése es el propósito de un autor que pretende ser liberador, termina por convertir a la mujer en un objeto.
Todo esto nos recuerda en cierto modo al filósofo alemán Max Stirner, el autor de El único y su propiedad (1845), el único es el Yo, que rehúsa cualquier otro valor y cualquier otro fin que no sea él mismo, que no sea el de su puro capricho. Las ideas de Onfray conllevan que es la sociedad la que debe adaptarse al individuo, y no el individuo a la sociedad. El resultado no es otro que la “asociación de egoístas”, preconizada por Stirner, en la que la sociedad se pone al servicio de las necesidades de sus miembros, sin exigir nada a cambio. Pero el individualismo radical de Onfray también pasa por la defensa de un nietzscheanismo de izquierdas: otra vez la teoría de que el auténtico Nietzsche fue manipulado por el nazismo, del mismo modo que al genuino Marx lo manipularon los comunistas... Hay que volver a los orígenes, incluso a los orígenes precristianos si queremos construir una sociedad poscristiana, tal y como preconizara Foucault, otro de los maestros de Onfray. Todo es válido, hasta el cínico Diógenes, mucho más auténtico, espontáneo y libre que un Platón o un Aristóteles. Es plenamente coherente la defensa que hace Onfray de Diógenes en su Por una estética cínica (2003). Y es que este camino nos lleva a la consabida fusión entre la estética y la ética, de la que nos vienen hablando desde hace más de dos siglos, aunque también nos puede servir para apreciar, por ejemplo, las excelencias de un Vega Sicilia o las de la nouvelle cuisine, ejemplo material de la deconstrucción al estilo de un Derrida. Nada nos resultará extraño, dada la apología de los placeres de la buena mesa hechos por Onfray en El vientre de los filósofos (1996).
Antonio R. Rubio Plo
Historiador y analista de relaciones internacionales
Análisis Digital, 8 de agosto de 2006
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