España, un debate pendiente.
En España tenemos todavía pendiente un debate sereno y razonable sobre el acomodo de la Iglesia y de los católicos en la sociedad democrática. Con frecuencia, desde las filas del laicismo se nos atribuyen cosas que no son verdaderas. A veces estas críticas nos vienen de cristianos ilustrados y hasta de eclesiásticos relevantes.
Es frecuente oír o leer que la Iglesia española pretende imponer a la sociedad entera sus normas y criterios morales, que los obispos actuamos con mentalidad del nacionalcatolicismo, que no reconocemos la autonomía de las actividades seculares ni la plena autoridad del gobierno y de las instituciones políticas en el orden temporal, que la fe es enemiga de la ciencia y de la democracia. Cosas tremendas.
Quien estudie los documentos de la Conferencia Episcopal y los pronunciamientos de los Obispos, no puede acusarnos de tales barbaridades. La Conferencia Episcopal Española, asimiló fielmente la doctrina del Concilio Vaticano II y desde 1971 se situó resueltamente en perspectiva democrática. Nunca ha habido retractación alguna de aquellas declaraciones sino más bien una clara y firme continuidad. Las enseñanzas de Pablo VI, de Juan Pablo II y del Papa Benedicto XVI en su encíclica «Deus caritas est» son perfectamente coherentes y los obispos españoles hemos tratado de ajustar nuestras enseñanzas y decisiones a las enseñanzas de los Papas.
También puede ser que detrás de ciertas críticas haya una manera de ver las cosas no del todo verdadera. En ciertos escritos duramente críticos contra la Jerarquía de la Iglesia española, se trasluce una visión de la autonomía de las realidades temporales (ciencia, cultura, política) que prácticamente excluye la visión religiosa de la vida. O por lo menos la restringe indebidamente. Para ciertas mentalidades, el ordenamiento de la vida pública en una sociedad democrática tiene que ser estrictamente laico. La razón aducida es «el debido respeto a la libertad de todos». Se dice: «el gobierno tiene que gobernar para todos y no solamente para los católicos». La verdad es que no hay ningún peligro. Sería más oportuno decir: «el gobierno tiene que gobernar para todos, también para los católicos».
En democracia hay que comenzar a pensar las realidades políticas desde la libertad y los derechos de los ciudadanos. Los ciudadanos, para proteger sus derechos y mejor alcanzar sus bienes (para garantizar lo que antes se llamaba el «bien común»), se organizan políticamente y crean unas instituciones a las cuales les conceden una autoridad que tendrá que estar siempre a su servicio y bajo su control.
En esta perspectiva democrática, las leyes y las actuaciones del gobierno tienen que favorecer el bien de todos, y deben estar al servicio del bien común de todos sus ciudadanos, tanto creyentes como no creyentes. Sin prevenciones ni discriminaciones. Esto, tan sencillo, no se cumple si el gobierno inspira su actuación en una mentalidad laicista, desconociendo y a veces lesionando la manera de pensar y de vivir de una parte importante de sus ciudadanos. Esto es lo que propugnan los partidarios de un Estado que llaman laico, pero que en realidad es laicista, puesto que impone para la sociedad entera una concepción laica de la vida, “como si Dios no existiera”, es más, como si no existieran ciudadanos religiosos que ven las cosas de otra manera y quieren vivir de otra forma.
Este parcialismo laicista se ve claramente en la enseñanza pública. Se da por supuesto que el Estado tiene autoridad plena para organizar la enseñanza pública y que esta enseñanza, para no herir los derechos de nadie, tiene que ser laica. Pero así se impone el laicismo a los jóvenes católicos, con lo cual no se respetan sus derechos. Los católicos, creo que con buen sentido democrático, decimos que la enseñanza pública tiene que ser como la quieran los padres de los alumnos. Y decimos que el gobierno no debe organizar la enseñanza a su gusto, sino al gusto de los padres que son los primeros responsables de la educación de sus hijos y a cuyo servicio están las instituciones docentes. Enseñanza católica para los católicos y enseñanza laica para los laicos. Con el mismo respeto y con los mismos derechos. Esto es claro en los niveles primario y secundario. Y en los niveles superiores la enseñanza oficial tiene que ser estrictamente objetiva y no beligerante en materias religiosas, fiel a las exigencias del método científico y respetuosa con el patrimonio cultural y espiritual de sus alumnos y de la sociedad entera.
Los Obispos españoles sabemos bien que la Iglesia no tiene poderes para organizar la sociedad civil según la recta razón. Ni los deseamos tampoco. No intentamos atribuirnos ni reclamar una autoridad que no nos corresponde. Sin embargo, si reclamamos el derecho a opinar sobre las realidades políticas desde el punto de vista moral, para orientar en cada momento la conciencia de los católicos y ofrecer nuestros puntos de vista a quien quiera tenerlos en cuenta como una ayuda para la formación de su conciencia y el bien moral de la sociedad. Queremos vivir en paz con todos. Estamos dispuestos a respetar las opiniones de todos y a aceptar las leyes justas de las autoridades legítimas como cualquier otro ciudadano, sin privilegios ni exenciones de ninguna clase. Pero no estamos dispuestos a vernos excluidos de la democracia, ni a vivir bajo la presión de unos modelos laicistas de la vida, ni a ser considerados como ciudadanos de segunda.
No es ésta la letra ni el espíritu de la Constitución. Nos parece más democrático que el gobierno, independientemente de las convicciones personales de quienes lo componen, considere como parte del bien social que los ciudadanos puedan ejercer libremente su libertad en materias religiosas, sin privilegiar ni discriminar a nadie. En nombre de una ideología racionalista y laicista hay quien pretende considerar a la fe y a la Iglesia como incompatible con la democracia. Eso es condenar a media España al sometimiento o a la rebeldía. Las ideologías siempre terminan legitimando el autoritarismo.
No ganamos nada con desautorizarnos mutuamente, desfigurando unos las posiciones de los otros. No ganamos nada excluyendo de la ortodoxia democrática a media sociedad española por sus ideas religiosas. Con un poco más de cultura y de objetividad la izquierda española tendrá que reconocer que la vida religiosa de los ciudadanos es un bien para sus personas y también para la sociedad. Partamos del reconocimiento de la buena voluntad y del derecho de todos a vivir en paz y libertad en una misma sociedad, sin preferencias ni discriminaciones, reconociendo sin restricciones el ejercicio de la libertad religiosa de todos como parte importante del bien común de una sociedad democrática. Será más democrático, más respetuoso con nuestra identidad histórica y mucho mejor para todos.
En nuestra sociedad hay otra grave cuestión pendiente. ¿Pueden los gobernantes legislar en contra de la ley moral fundada en la razón y en la tradición mayoritaria de la sociedad? En todas las sociedades hay un patrimonio moral mayoritario, constituido mediante la aportación pacífica de las sucesivas generaciones y de las mejores instituciones del país, que puede llamarse la moral natural socialmente vigente en una sociedad. La cuestión es ¿puede un gobierno legislar y actuar en contra de este patrimonio moral mayoritario de la sociedad? ¿Tienen los legisladores autoridad para modificar y hasta contrariar las convicciones morales de la mayoría de la población? Cierto que el patrimonio cultural de una sociedad es algo dinámico, que cambia y progresa, o se deteriora, al paso de los años. Pero esta movilidad del patrimonio cultural no es tarea propia del gobierno, sino de las personas y las instituciones dedicadas al pensamiento y al enriquecimiento cultural de la sociedad. Si el Estado moderno, con los recursos que sólo él tiene, y dominando buena parte de los medios de comunicación, se convierte en educador y mentalizador de la población, queda muy poco espacio para la democracia. Eso es el inicio de todos los autoritarismos.
Algunos se escandalizan de que los católicos estemos en contra de la nueva asignatura «Educación para la Ciudadanía». La razón es muy sencilla, en el programa de esta asignatura, tal como ahora lo conocemos, hay muchas cuestiones morales, algunas muy importantes para la formación y el futuro de las personas, como es el caso de la educación sexual y afectiva de niños y jóvenes que no corresponden a la competencia del gobierno. Los padres católicos saben que esa educación de sus hijos en las cuestiones morales les compete a ellos, no al Estado, y saben que en las programaciones del gobierno aparecen ideas y teorías muy contrarias a la concepción cristiana de la vida en la cual ellos quieren educar a sus hijos. En vez de descalificarnos unos a otros, examinemos las cosas serenamente y busquemos soluciones que no molesten a nadie, que no excluyan a nadie, que no desprecien a nadie. No hagamos una democracia que valga solo para un partido y sus amigos, dejando fuera a media España. La historia ya nos enseñó que estos ensayos no traen nada bueno.
Pamplona, 1 de septiembre de 2006.
+ Fernando Sebastián Aguilar.
Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela
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