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GUERRA CIVIL, FRANQUISMO, DEMOCRACIA

GUERRA CIVIL, FRANQUISMO, DEMOCRACIA

Quizá ha llegado el momento de decir, lisa y llanamente, que una gran parte de la historiografía publicada en los últimos treinta años sobre la guerra civil española se basa en una falsificación radical.

La falsificación, evidente a poco que se reflexione, consiste en la pretensión de que el Frente Popular representaba los valores de la democracia en España. Un somero repaso de los partidos de ese Frente permite entender la imposibilidad material del aserto: el grupo hegemónico estuvo compuesto por los stalinistas del PCE y los marxistas revolucionarios del PSOE, a menudo más radicales aún que los comunistas en su antidemocratismo; luego venían los anarquistas, los republicanos golpistas de Azaña y de la Esquerra, y los racistas del PNV. Y si añadimos el historial de esos grupos, cualquier duda sobre su carácter queda disipada: fueron ellos quienes, en el primer bienio, desbordaron el proyecto de democracia liberal con que nació la república; quienes en el segundo bienio asaltaron la república directamente, con el designio de comenzar la guerra civil; y quienes, finalmente, impusieron desde febrero del 36 un proceso revolucionario y la destrucción de la Constitución republicana. Con todo lo cual redujeron a cenizas el proyecto inicial del aquel régimen.

Nos dejaría perplejos el éxito de tal falsificación si no tuviéramos conciencia de haber vivido en el siglo de la propaganda, cuando, según frase tópica de Göbbels, una mentira muy repetida se transforma en verdad. No hay duda de que la repetición incesante de una falsedad, acompañada de la descalificación radical a quienes discrepan, impresiona a la mayoría y puede hacerle ver lo blanco negro. Logrado lo cual, la falsa idea arraiga, y la resistencia a abandonarla se hace muy fuerte.

Ese básico error de tantos estudios no significa que carezcan de lógica, y debemos verla con claridad. Casi todos inciden primordialmente en la cuestión social: la crisis económica, la explotación, el problema agrario o, más vagamente, la “injusticia social” serían la causa de la inestabilidad y la violencia sindicales, del hambre, del supuesto odio del “pueblo” a la Iglesia o al ejército, etc. Este modo de pensar, típico de la izquierda, afecta también muy ampliamente la derecha. Según él, la culpa de las lacras económicas y sociales del país recaería sobre unas capas sociales reaccionarias, ferozmente contrarias a las reformas propuestas por la izquierda para mejorar la vida de los trabajadores, hasta el punto de haberse sublevado contra ellas en julio de 1936. La clave explicativa de la guerra civil consistiría, pues, en un conflicto fundamental “de intereses de clase”. La cuestión de la democracia, queda relegada como un asunto meramente “formal”, no muy relevante e incluso engañoso, pues el sistema de libertades encubriría, en el fondo, la explotación capitalista. Aquí el enfoque produce una confusión notable, pues al mismo tiempo pretende que la democracia “auténtica”, antiliberal, pertenecería a los partidos defensores del pueblo trabajador, mayoritario por definición. Esa concepción nos presenta unos partidos “obreros”, o representantes del pueblo, o de Cataluña o Euzkadi, etc.; y otros partidos oligárquicos, o representantes de la pequeña o la media burguesía. Enfoque básicamente marxista. Hoy casi nadie afirma que la democracia sea meramente formal y encubridora de la explotación capitalista, pero en cambio se sostienen las premisas que llevan a esa conclusión. De ahí parte toda la interpretación de los Tuñón de Lara, Preston, Jackson, Juliá y tantos otros, muy aceptada, con tales o cuales matices, en amplios círculos académicos derechistas, por falta de análisis propio o por horror a pasar por “reaccionarios”.

En realidad esa concepción de la historia no solo niega de raíz la democracia tal como generalmente la entendemos, sino que conduce directamente a su destrucción, porque la legitimidad de los partidos para gobernar no se fundaría en las urnas o en la opinión pública, o en las libertades, sino en esas supuestas representatividades “de clase”. Antidemocrático no significa necesariamente falso, pero en este caso sí. No existen tales partidos de la oligarquía, de la clase obrera o del pueblo, como revela una mínima observación crítica. No menos de cuatro grupos (el PSOE, la CNT, el PCE y el POUM) pretendían por entonces representar en exclusiva los auténticos intereses del proletariado; y entre ellos, como es sabido, se persiguieron y asesinaron con entusiasmo. En cuanto al supuesto partido de la oligarquía reaccionaria, la CEDA, le votó una parte del pueblo mayor que a ningún otro partido, en 1933 y en 1936.

Esa concepción tiene además pésimos efectos académicos, pues destruye el respeto a los hechos, los cuales, para ser tomados en cuenta, han de pasar la aduana de la doctrina preestablecida. Por ejemplo, cualquier observador imparcial percibe que las medidas adoptadas por las izquierdas durante la república nunca trajeron beneficio tangible a los proletarios, pese a invocar sin tregua el interés de estos. En el primer bienio el paro y el hambre crecieron con rapidez y se paralizó la iniciativa privada, empeorando los efectos de la depresión económica mundial, en vez de mitigarlos. También vemos con facilidad cómo las izquierdas atacaban las libertades, pese a llenarse la boca de “democracia”. Azaña, un caso típico, llegó a la política con la convicción de que solo los republicanos de izquierda tenían “títulos” para gobernar, lo cual le indujo a rechazar el resultado de las elecciones de 1933 e intentar dos golpes de estado; y a anunciar, cuando volvió al gobierno, en 1936, que el poder ya no saldría de manos de los suyos. Pues bien, Azaña era uno de los políticos más moderados de las izquierdas, lo cual permite imaginar a los demás, y entender por qué la derecha hubo de sublevarse para no sucumbir. En la versión todavía corriente, Azaña aparece como un burgués liberal simpatizante de los trabajadores y crucificado por la reacción. Lo cual encaja muy bien con la doctrina, pero muy mal con los hechos.

Otro peligroso defecto de esa interpretación es que lleva consigo el antídoto contra el examen crítico, como observó Koestler: la discrepancia queda descartada de antemano, pues solo puede provenir de intereses reaccionarios, cuando no fascistas. Tal mentalidad impide el debate libre y esteriliza la investigación, creando un ambiente inquisitorial muy pernicioso. En los últimos años la hemos visto manifestarse con crudeza, en campañas de descalificaciones y propuestas de censura contra estudios e historiadores contrarios a la versión que se pretende oficializar. Unas campañas sin la menor relación con un debate serio, carentes de cualquier preocupación por la verdad, sustituida por la defensa de intereses políticos o corporativos. No viene aquí al caso desarrollar estos temas, pero sí recalcar nuevamente en qué gran medida el prejuicio de raíz marxista ha contaminado la historiografía, incluso la que se proclama antimarxista, y no sólo en relación con la guerra civil.

Más racional parece otro planteamiento: ante los problemas económicos y sociales los partidos y los políticos ofrecen tales o cuales medidas, cuya validez se revela por la solidez de sus análisis y por sus resultados, y no por metafísicas representatividades de clase. Por tanto encontraremos las claves de la caída hacia la guerra civil en la actitud de los partidos respecto a los problemas de la época, y no en los problemas sociales mismos. Al plantear así la cuestión rescatamos, de paso, la libertad y la responsabilidad de los protagonistas de la historia, que en la concepción anterior se diluyen en consideraciones burocráticas sobre las clases sociales y los movimientos generales.

Por extraño que resulte, estas elementales observaciones críticas se han hecho pocas veces, debido a que tampoco la derecha ha solido examinar la república y la guerra civil desde el punto de vista de la democracia. La historiografía de derechas, en general muy cuidadosa con los hechos, ha producido obras realmente monumentales, baste pensar en la Historia política de las dos España, de García Escudero, la Historia de la II República, de Arrarás, la Historia del Ejército Popular de la República, de Ramón Salas Larrazábal, por mencionar solo tres estudios veraces, concienzudos y realmente imprescindibles, sin parangón en la historiografía de izquierdas. Estos trabajos ven las causas del desastre en la incapacidad de las izquierdas y nacionalistas para reconocer la realidad social e histórica de España, y, por tanto, para asegurar la convivencia con por lo menos la mitad de la población, que no comulgaba con las ideas de izquierda pero estaba dispuesta a adaptarse a la república. Esta tesis queda bien demostrada para quien se acerque sin prejuicios a esos libros. Sin embargo su efecto ha quedado muy reducido por la propia extensión de ellos, que los volvía poco populares, y por el dominio izquierdista en la universidad.

Pero también les ha perjudicado su mediocre tratamiento de la cuestión de la democracia. La derecha tiende a omitir u oscurecer el hecho de que la única convivencia posible en el siglo XX y ahora es la democrática basada en las libertades. Esta debilidad proviene en parte de un fenómeno extraño: la bandera de la democracia ha sido enarbolada todo este tiempo por una izquierda en realidad mesiánica cuando no abiertamente totalitaria, e inclinada no pocas veces al terrorismo. Si uno atiende a la propaganda, las libertades no habrían tenido más ferviente defensor que el movimiento comunista, el mayor verdugo de ellas en el siglo XX. En realidad la mayor parte de la derecha, bajo la Restauración y en la república, mostró una tendencia liberal y moderada. Pero la demagogia desatada en que las izquierdas trocaban el ideal democrático ha provocado en las derechas, a falta de una crítica eficaz, un retraimiento y desconfianza hacia la democracia, combinada con un sentimiento de inferioridad, incluso de culpa, que se arrastra todavía hoy.

Y así, aunque la conducta derechista favorecía la democracia y la izquierdista la imposibilitaba, la izquierda quedó, para una masa de libros de historia, como la abanderada de la libertad, llegando el absurdo hasta presentar a Stalin como protector de la libertad en España.

Creo, pues, que la explicación derechista resulta insuficiente, sigue dejando la bandera de la democracia en manos de quienes la echaron por tierra, y por ello, pese a aportar un cúmulo de datos veraces, permanece esencialmente débil frente a los ataques de las versiones contrarias. Éstas siempre podrán admitir que la república –es decir, la versión izquierdista de la misma y el Frente Popular—tuvo muchos fallos, pero, con todo, representó la legalidad y la voluntad del pueblo. Por tanto, centrar la cuestión en los fallos republicanos, como hace la historiografía derechista, no pasaría de ser un truco para justificar ilegítimamente el golpe militar y la guerra que acabaron con la libertad. Sin embargo los llamados fallos de las izquierdas consistieron, precisamente, en ataques sistemáticos a la convivencia democrática, hasta arruinarla. La república, insisto, nació como una democracia liberal, se vio desbordada por las izquierdas en el primer bienio, directamente asaltada por ellas en el segundo bienio, y finalmente derruida a partir de las elecciones de 1936. Así cabe resumir la marcha hacia la guerra.

Luego, en la guerra triunfó la contrarrevolución sobre la revolución. Debemos sacudirnos la falsa idea de que esa victoria estaba predeterminada. En realidad resultó muy difícil. Pero no voy a tratar ahora el asunto, y me limitaré a recoger dos citas que, a mi juicio, condensan perfectamente las causas de la derrota del Frente Popular. En plena contienda, Azaña escribió en sus diarios: “Lo que me ha dado un hachazo terrible, en lo más profundo de mi intimidad, es, con motivo de la guerra, haber descubierto la falta de solidaridad nacional. A muy pocos nos importa la idea nacional, pero a qué pocos. Ni aun el peligro de la guerra ha servido de soldador. Al contrario: se ha aprovechado para que cada cual tire por su lado”. Y Besteiro observa, al terminar la lucha: “La verdad real: estamos derrotados por nuestras propias culpas (…) Por habernos dejado arrastrar a la línea bolchevique, que es la aberración política más grande que han conocido quizás los siglos. La política internacional rusa, en manos de Stalin (…), se ha convertido en un crimen monstruoso que supera en mucho las más macabras concepciones de Dostoievski y de Tolstoi. La reacción contra ese error de la República de dejarse arrastrar a la línea bolchevique la representan genuinamente, sean los que quieran sus defectos, los nacionalistas que se han batido en la gran cruzada anticomintern”.

De hecho, el Frente Popular se convirtió en protectorado soviético. El bando contrario recibió ayuda de Alemania y de Italia, pero es fundamental este hecho: al revés que el Frente Popular, Franco nunca perdió su independencia frente a sus aliados.

En rigor, la democracia se había vuelto inviable ya desde 1934, cuando la izquierda casi en pleno organizó o apoyó la insurrección. Una democracia puede albergar en su seno a partidos antidemocráticos, y siempre lo hace. Pero no subsistirá si esos partidos cobran una fuerza excesiva, y eso, precisamente, ocurrió en la España de entonces.

La cuestión clave de la guerra puede plantearse de otro modo: la sublevación de julio de 1936, ¿atacó a la democracia o a un proceso revolucionario? Todos los datos hoy conocidos prueban que ocurrió lo segundo. Dicho en breve: no fue la guerra la que destruyó la democracia, sino la destrucción de la democracia, fundamentalmente por las izquierdas, la que causó la guerra.

EL FRANQUISMO

Resuelta, según creo, esta cuestión decisiva, se abren otras de no menor enjundia. Las he tratado en el ensayo Franco. Un balance histórico: ¿por qué el resultado de la guerra fue una dictadura autoritaria, y no una restauración de la democracia? ¿Y por qué esa dictadura duró tanto?

Para responderlas debemos partir del hecho, ya examinado, de que la democracia había quedado desbancada entre 1934 y 1936, y ver cómo la propia dinámica de la guerra llevó a una dictadura anticomunista y antiliberal, no prevista en el momento de la sublevación. En 1931 la mayoría de la derecha había aceptado la democracia, aunque con temor, pero tras cinco años epilépticos había terminado por considerarla inviable. Y aunque la guerra se reanudó en 1936 con un golpe militar de pretensión republicana, evolucionó con rapidez a una pugna entre dos tendencias dictatoriales, la totalitaria de la izquierda y la autoritaria de la derecha. En ningún bando quedaron demócratas, o casi.

Entendemos esta evolución observando la del mismo Franco. En 1930, meses antes de llegar la república, él pensaba que “la evolución razonada de las ideas y los pueblos, democratizándose dentro de la ley, constituye el verdadero progreso de la patria, y toda revolución extremista y violenta la arrastrará a la más odiosa de las tiranías”. Franco se haría más autoritario según crecían la demagogia y la violencia, pero aun en 1934 defendió la legalidad constitucional contra el asalto izquierdista, sin ceder a la tentación de un contragolpe. Se alzó en el 36 ante una situación de ilegalidad rampante y abierto proceso revolucionario, proceso que ningún demócrata ni liberal estaba en condiciones de frenar. Entonces el liberalismo pareció a muchos el prólogo a la revolución, y, por tanto, habría fracasado históricamente. En todo caso no funcionaba en España, como indicó Franco a la Revue Belge, ya en plena guerra: “No basaremos el régimen futuro en sistemas democráticos que decididamente no convienen a nuestro pueblo. Se ha hecho la prueba y Dios sabe que no ha faltado buena voluntad para ensayarlo por espacio de cerca de un siglo”. Abanderaba otro tipo de democracia, llamada “orgánica”.

No voy a examinar ahora esa supuesta democracia que también se presentaba con el nombre de totalitarismo, pero sí haré unas observaciones para centrar la cuestión. Ante todo, el nuevo régimen nacía en una Europa donde también la democracia liberal, en crisis, parecía a punto de pasar a la historia. Y muy posiblemente habría ocurrido así, de no haber intervenido Usa desde finales de 1941.

Entonces el franquismo se apuntó al totalitarismo fascista que disputaba al comunista el presente y el futuro del continente. No obstante debemos desconfiar de las apariencias. Dentro del nuevo régimen cobraron impulso las tendencias falangistas con idea de imitar el sistema hitleriano o el de Mussolini, y entrar en la guerra mundial a su lado. Pero esas tendencias nunca prevalecerían sobre las del grueso del ejército y de la Iglesia, ni siquiera sobre las monárquicas, que admiraban mucho menos, cuando no rechazaban, a los fascismos, en especial el de Hitler, y no querían participar en la contienda europea. Menudearon desde el principio las sordas querellas entre unas y otras fuerzas, las llamadas “familias” del régimen, y la familia más afín al fascismo llevó casi siempre la peor parte. Las disputas pudieron tomar un rumbo suicida, como otras veces había ocurrido en las derechas, y conducir a la desintegración del régimen en los azarosos años 40. No ocurrió así por tres causas principales: el recuerdo muy fresco de la guerra civil, la decisión común de impedir la vuelta a un sistema demoliberal que supuestamente llevaba a la revolución y la lucha fratricida, y el prestigio y esfuerzo de Franco por armonizar los intereses de las diversas tendencias sin consentir la hegemonía de ninguna. Así, el Movimiento, básicamente constituido por la Falange, nunca logró absorber o imponerse a los demás, como había ocurrido con el partido único italiano o el nacionalsocialista. La posibilidad totalitaria se desvaneció por completo con la defenestración de Serrano Súñer en 1942.

Otra diferencia clave con los fascismos consistió en la escasa fundamentación teórica y política del nuevo régimen. A ese efecto se fundó el Instituto de Estudios Políticos, el cual, si bien produjo estudios notables, no llegó a cumplir, como observa Serrano Súñer en sus Memorias, “la misión que se le había atribuido, a saber: la explicación doctrinal del Régimen, una articulación teórica del ejercicio del Poder” (425). El franquismo se iría institucionalizando de modo pragmático, bastante flexible y eficaz sin embargo, pues logró sostenerse largos años en condiciones externas muy adversas; pero aún hoy desafía los intentos de definirlo con precisión.

Tampoco es mi objeto entrar aquí en nuevas definiciones, pero vale la pena comprobar la fortaleza del régimen en los años 1944-47, cuando a juicio de todo el mundo parecía condenado al destino de los fascismos italiano y alemán. El franquismo perdió entonces de apoyo de otras potencias, sufrió un duro boicot internacional y las guerrillas conocida como el maquis. Estaba maduro para caer, en principio: la población pasaba hambre, y por tanto debía estar al borde de la rebelión; la represión de los años anteriores debía haber creado ansias de revancha muy extendidas, transformando el miedo en odio activo ante la proximidad de la liberación; dentro del sistema se abrían grietas visibles ante la incertidumbre, o mejor, la certeza del pronto derrocamiento de Franco; conspiraban diversos generales y monárquicos, o las dos cosas. Con ello y las divergencias entre las familias del régimen, este no podría sobrevivir; y los exiliados se preparaban para volver como triunfadores definitivos.

Pese a todo, Franco logró mantener la unidad interna en grado suficiente y derrotar sucesivamente las maniobras monárquicas, al maquis y al bloqueo, sin afrontar ninguna revuelta popular. Había pronosticado a Churchill que la alianza anglosajona con Stalin no duraría, y tanto Usa como Gran Bretaña hubieron de disimular o frenar su hostilidad a Franco al transformarse la URSS en enemigo mucho más temible. A menudo se presenta la situación justo a la inversa: habrían sido Usa y Gran Bretaña las salvadoras del régimen español, debido a la guerra fría. Es un falso enfoque: sin la unidad y fortaleza internas demostradas por el franquismo, éste habría caído inexorablemente. En cambio resistió el tiempo preciso y aprovechó la prevista hostilidad entre Moscú y occidente para superar unas circunstancias adversas en extremo.

Para el objeto de nuestro estudio, la cuestión es esta: ¿se perdió entonces una posibilidad real de democratización? Los tanques anglosajones y la vuelta de los exiliados, ¿podían haber traído una democracia algo sólida? Suena muy improbable. Los exiliados nunca hicieron un análisis o reflexión en profundidad sobre la república y la guerra, sino que siguieron alimentando los viejos tópicos y propagandas, de raíz antidemocrática pese a sus pretensiones. Seguían siendo incompatibles entre ellos, y más aún con los franquistas, por lo que su vuelta difícilmente habría traído otra cosa que la revancha y las venganzas consiguientes, de modo similar, pero más duro, a como había ocurrido en Italia, Francia, Yugoslavia y otros países. Y la necesidad de imponerse con violencia habría sido tanto más fuerte cuanto que los viejos líderes habían quedado por completo desprestigiados. Sus seguidores habían contemplado cómo se habían asesinado las izquierdas entre sí, y cómo los dirigentes habían huido al extranjero llevándose inmensos tesoros expoliados al patrimonio nacional y a los particulares, sin preocupación por sus seguidores, a menudo complicados en el terror contra las derechas y que serían capturados a millares por los nacionales.

¿Pudo venir la democracia de la monarquía? Tampoco parece verosímil. Ni Don Juan era demócrata ni la monarquía tenía prestigio bastante para hacer convivir en paz a dos bandos todavía irreconciliables. La corona había quedado desacreditada, a derecha e izquierda, por el modo poco ejemplar como había caído en 1931, y la sublevación del 36 no se había hecho en nombre de la monarquía. Los republicanos e incluso socialistas solo la apoyarían muy condicional y pasajeramente, mientras que la mayoría de los franquistas rechazaría cualquier vuelta a la antigua situación. Además, la caída del franquismo sólo podrían imponerla los tanques useños, y a ese respecto hubo planes monárquicos que caían realmente en la traición al país, lo cual cuestionaría desde el principio su legitimidad y estabilidad. La intervención extranjera sería más bien un factor de guerra civil, como supo apreciar Churchill; tanto más peligroso en un país vecino de Francia y próximo a Italia, donde los comunistas tenían un peso alarmante.

¿Hubo posibilidades ulteriores de democratización? Resulta más que dudoso. Las fuerzas democráticas en España apenas existieron en vida del dictador, y la oposición democrática o los presos políticos demócratas brillaron por su ausencia. El único episodio de algún relieve a este respecto, la reunión de Munich, en 1962, habría pasado inadvertido si el régimen no le hubiera dado una proyección excesiva al condenarlo. No respondía a una exigencia de la sociedad ni tuvo repercusión importante en ella.

Me gustaría eliminar aquí la pintura mítica de una sociedad que se sentía oprimida y hostil al régimen, y por ello simpatizante de la oposición. No hay indicios de tal cosa. Existió desde los años 60 un creciente movimiento huelguístico, molesto para la dictadura, pero no era político en la conciencia de los huelguistas, aunque sí en la de los organizadores; también hubo una protesta estudiantil bastante activa, pero muy minoritaria. Y ninguno de esos dos movimientos era democrático, sino que estaba dirigido por los comunistas.

Cabría describir la actitud más común de la población como adhesión pasiva al régimen. Claro está, no podemos comprobarlo al hallarse restringida la libertad de expresión, pero es posible hacerse una idea indirecta, como expuse en el aludido ensayo sobre Franco, por hechos como el número de presos, uno de los más bajos de Europa, incluyendo los políticos, o por la actitud de los cientos de miles de emigrantes a la Europa rica, que tampoco sirvieron de masa de maniobra para el antifranquismo, pese a reunir, en teoría, óptimas condiciones para ello.

A fin de descartar otros espejismos, me gustaría citar a uno de los fundadores de la ETA, Julen Madariaga: “Cuando una masa de quinientos vascos sea capaz de manifestarse pública y silenciosamente (…) me uniré a ellos (…) Pero mientras solo sean un puñado de patriotas los que tengan que hacer todo lo que se hace (…) ¿Es que el pueblo vasco está dispuesto en bloque, o al menos una gran parte de él, a lanzarse a la lucha? (…) ¿No están siendo nuestros hermanos de Soria, Carabanchel y Martutene [se refiere a las cárceles] víctimas de un horrible pecado colectivo de su propio pueblo?”. O frases como éstas: “Con ocasión del verano, toda Euskadi se engalana para recibir a los turistas (…) se vuelca materialmente para entretenerles y divertirles (…) Por doquier folklore vasco (…) He aquí a nuestro pueblo: mientras se le asesina, sonríe y agasaja”. No obstante su incoherencia, estas frases dejan claro un hecho: el puñado de exaltados totalitarios dispuestos a asesinar se sentía víctima de la gran mayoría de los vascos que prosperaban en paz y tranquilidad, aun si con escasas libertades políticas. Para impedirlo, los etarras diseñaron la táctica de la acción-reacción- acción, es decir, provocación deliberada de una represión apenas existente. Aun así, esa táctica no habría cambiado gran cosa el panorama, en mi opinión, de no haber recibido los terroristas el inmenso apoyo que lograron de la restante oposición antifranquista, de parte del clero, y sobre todo del gobierno francés, en cuanto empezaron a asesinar en fecha tan tardía como 1968.

La oposición real al régimen se limitó durante muchos años a la de los comunistas, y a este respecto debemos descartar un nuevo mito: el de que ese partido había cambiado de naturaleza y luchado por las libertades tras la derrota del maquis. Nada más falso. Siempre, hasta en los momentos del más duro stalinismo, los partidos comunistas invocaban sin tregua la democracia y las libertades, con el único fin de atraerse aliados, manipularlos y finalmente desbordarlos o liquidarlos para imponer el “socialismo real”. En España, después de la experiencia del Frente Popular, pocos se dejaron atraer, pero algunos hubo: en los años finales del franquismo el PCE logró reunir en torno a sí a diversas organizaciones, desde cristianas a nacionalistas, también dudosamente democráticas y poco influyentes. Su mayor éxito, pocos años antes de la muerte de Franco, fue la Asamblea de Cataluña, nacida tan tarde como finales de 1971, y que giraba en torno al PSUC, el sector más marxista-leninista, esto es, más stalinista del PCE. Los comunistas, y, en los últimos siete años del régimen, los terroristas nacionalistas vascos y los maoístas, compusieron la verdadera oposición a Franco.

Estos hechos, aunque muy condensados aquí, nos revelan, en mi opinión, por qué aquel régimen duró tanto: por el escaso arraigo de una oposición antidemocrática y por la ausencia de una alternativa democrática viable. Una ausencia que continuaba cuando Franco murió, en noviembre de 1975. Creo que el episodio Solzhenitsin, unos meses después, es muy indicativo. No lo expondré aquí, pero dio pie a que la oposición se revelase en plenitud como totalitaria en unos casos y simpatizante con el imperio del GULAG en otros.

LA TRANSICIÓN A LA DEMOCRACIA

Así las cosas, a la muerte de Franco, con un franquismo y un antifranquismo antidemocráticos, una transición parecía imposible, o bien tenía gran probabilidad de recaer en las epilepsias de antaño. Sin embargo la transición se produjo con bastante orden, y debe ser explicada.

Si hiciéramos caso a versiones todavía muy difundidas, en el cambio a la democracia colaboró un sector franquista, no se entiende bien por qué, acaso, por miedo, pero habría consistido básicamente en el triunfo de una oposición que llevaba años enarbolando la bandera de las libertades. Sin embargo ya conocemos el valor de aquella bandera en manos de nuestras izquierdas, y, además, se trataba de una oposición demasiado débil, fragmentada en demasiados grupos con deseos de poder, y de escasa representatividad real. Por tanto esa versión recuerda un poco a la que pinta al Frente Popular como continuación de la república democrática; y no sobra resaltar que la mayoría de dicha oposición, ayuna de cualquier reflexión seria sobre el pasado, se identificaba --lo sigue haciendo hoy-- con el Frente Popular y estaba convencida del pronto derrumbe de la monarquía, con el rey Juan Carlos a la cabeza, según el modelo de 1930-31.

Pasma comprobar cómo tales falsos mitos persisten contra las pruebas más contundentes. Pues nadie ignora que la transición la diseñaron y orientaron sobre todo un rey nombrado por Franco, Juan Carlos, un jefe del Movimiento Nacional, Suárez, y el intelectual del régimen Torcuato Fernández Miranda. Y fue respaldada o aceptada por la amplia mayoría de la clase política franquista y del ejército. Y que se hizo por reformismo “de la ley a la ley”, frente a las pretensiones rupturistas de la oposición.

¿Cómo fue posible esto? Seguiremos in entenderlo si persistimos en la visión, tan divulgada, de un franquismo rígido y férreamente dictatorial. No lo fue ni aun en los años 40. En la práctica demostró una flexibilidad y capacidad de adaptación muy notables, sin las cuales no habría subsistido muchos años. Aparte del difícil, pero logrado, equilibrio entre sus célebres familias, pueden discernirse en el franquismo, desde sus comienzos, dos concepciones opuestas. La primera, mayoritaria durante largos años, consideraba al régimen una superación tanto del marxismo como de la democracia liberal, y por tanto un modelo para los demás países, según expresaba Franco: “los regímenes del mundo futuro serán más parecidos a los que nosotros concebimos y tenemos en marcha que a cualquiera de las fórmulas políticas ya experimentadas”. La segunda concepción veía al régimen como una respuesta extraordinaria a una crisis histórica extraordinaria, y por tanto destinada a desaparecer por evolución, después de un tiempo prolongado, previsiblemente, hasta la muerte del dictador, pues pocos parecían deseosos de desplazarlo, y nadie capaz de hacerlo.

A esta segunda postura podemos llamarla reformista o liberalizante. Fue muy minoritaria al principio, pero cobraría fuerza con los años, mientras la contraria iría retrocediendo hasta concentrarse en el bunker, así llamado por sus adversarios. Durante los años 60 el franquismo fue liberalizándose política y económicamente, pero su éxito en ambos terrenos, realmente extraordinario, en lugar de asegurar su futuro, presionaba hacia la democratización. Y, más importante aún, las pasiones y odios típicos de la república se habían diluido de tal modo que también se iban fundiendo las reacciones sociales defensivas de los años 40. La retórica de antaño, nacida de la lucha contra un peligro extremo, sonaba innecesaria o anacrónica, en los años 60-70, y el propio franquismo la usaba cada vez menos, aun si el peligro de los totalitarismos comunistas distase de ser una falacia. Hechos como su tanteo de ingreso en el Mercado Común, en 1962, indican mucho sobre la evolución del propio régimen.

Pero creo que es a finales de 1973, tras el asesinato de Carrero Blanco, cuando el futuro quedó definitivamente clarificado. Como a menudo se han olvidado o falseado aspectos cruciales, me extenderé brevemente, citando de nuevo mi ensayo sobre Franco:

“Casi toda la oposición se volcaba en una magna campaña agitativa, dentro y fuera de España, por el llamado Juicio 1001 contra los líderes de Comisiones Obreras, a quienes se pedían penas inhabituales y desorbitadas, de hasta veinte años (serían luego rebajadas a menos de un tercio). Tan pronto se conoció la muerte de Carrero, los acusados temieron a su vez por sus vidas, pero la policía garantizó su seguridad. Entonces la campaña por el 1001 se paralizó, y no desfigura mucho las cosas la frase de que la oposición, lejos de brindar con champán, como se dijo luego, se escondió como pudo, temiendo que el régimen reaccionara drásticamente, liquidando todo el proceso de liberalización anterior. La debilidad e impotencia de los antifranquistas no pudo quedar más de relieve. También se escondió doblemente la ETA, por completo incapaz de explotar políticamente su tremenda provocación, ni de orientar sus consecuencias.

“Por lo tanto la situación iba a evolucionar exclusivamente dentro del propio franquismo: ¿se impondrían los guardianes de las esencias, o los reformistas? El conflicto, muy real, traslució en las severas órdenes del general Iniesta Cano, director de la Guardia Civil, para que esta ocupase las ciudades y disparase al menor conato de resistencia. No obstante, los elementos reformistas, encabezados por Fernández Miranda, anularían tales medidas y mantendrían la normalidad.

“En ciertos análisis historiográficos la ETA aparece como la auténtica promotora de la democracia, al haber asesinado al cargo más elevado que actuaba en el régimen como valladar frente al cambio. La idea de una ETA impulsora de la democracia suena tan peculiar como la de un Stalin campeón de la libertad de España, en la que insisten implícita o explícitamente tantos historiadores. La realidad es la contraria: el atentado estuvo muy cerca de desencadenar una involución, para detener la cual carecían de fuerza en absoluto la oposición terrorista y la no terrorista. Además, Carrero, sin estar entre los más liberales, tampoco pertenecía al bunker, el cual venía mostrando irritación por sus palabras y actos. El atentado sacó a plena luz dos fenómenos: la escasísima influencia de la oposición, incluidos los terroristas, y la hegemonía de los elementos reformistas dentro del régimen. En otras palabras, la transición quedaba resuelta, y sólo podría realizarse a partir del régimen mismo.

La salida reformista a la crisis hizo entonces sólo cuestión de tiempo, previsiblemente poco tiempo, los cambios en sentido democratizador”.

El mismo Franco había expresado poco antes al enviado de Nixon, Vernon Walters, su convicción de que España se democratizaría más o menos, en un proceso ordenado, gracias a la clase media que él había creado. Ese optimismo de Franco resulta algo excesivo: él no creó la clase media, pues ya antes existía una muy considerable, pero sin duda su régimen la desarrolló hasta hacerla mayoritaria; y la idea de que ella garantizaría la estabilidad debe tomarse con precaución. Antes de la guerra, Cataluña, la región española con mayor clase media, era también, probablemente, la más convulsa, debido a la acción combinada del anarquismo y el nacionalismo. Y las provincias Vascongadas saldrían del franquismo como las de mayor renta per capita de España, para convertirse en la región más violenta y menos democratizada, también por la combinación de terrorismo y nacionalismo. Con todo, parece razonable el aserto de que una abundante clase media tiende a estabilizar a un país, aun si no lo garantiza; y que el éxito de la Transición democrática obedecerá en muy alta medida al previo éxito socioeconómico del franquismo.

Fallecido el dictador en noviembre de 1975, el proceso se aceleró, y en el verano de 1976 entró en la recta final tras un primer ensayo inconcluyente con Arias Navarro. La decisión de evolucionar por reforma, de la ley a la ley, aseguraría una transición nada parecida a la desastrosa que siguió a la dictadura de Primo de Rivera en 1930.

La oposición, por el contrario, anhelaba una “ruptura” radical, basada en la denuncia y el proceso político del franquismo, condenando a la negación y la repulsa cuarenta años de historia con un balance visiblemente fructífero. E intentó dirigir ella el cambio, aprovechando las libertades que en la práctica ya funcionaban tras la muerte de Franco. Para entonces la mayoría de los partidos y personajes antifranquistas habían formado dos variopintas formaciones rivales: la Junta Democrática, bajo el mando del PCE, y la Plataforma Democrática, bajo el del PSOE. Las dos albergaban variados grupos y siglas, desde maoístas, trotskistas o separatistas, a socialdemócratas, cristianos radicales, y algún que otro liberal despistado, al estilo de la Asamblea de Cataluña. En ambas los elementos decisivos eran marxistas o marxista-leninistas, antidemocráticos, por tanto. Una transición protagonizada por tal amalgama, empeñada además en ignorar o condenar en bloque los cuarenta años anteriores, tenía la máxima probabilidad de abocar a un nuevo caos, renunciando a una sensatez como la preconizada algún tiempo antes por Tarradellas, un antiguo extremista, de los pocos que había reflexionado a fondo en el exilio. Tarradellas había expresado a Josep Pla su intención de, si algún día gobernase, “no destruir nada de lo hecho por Franco que fuera positivo para el país y la estabilidad general”. Postura poco compartida en el resto de la oposición.

Pese a sus recelos mutuos, la Junta y la Plataforma llegaron a unir fuerzas en un organismo conocido popularmente por la Platajunta, y trataron de aglutinar un movimiento de masas bajo la triple consigna “Libertad, amnistía y estatutos de autonomía”. Organizaron al respecto considerables manifestaciones, pero nada capaz de asustar al franquismo aún persistente.

Debe recordarse, por otra parte, que tanto el PSOE como el PNV, los nacionalistas catalanes y otros, venían reorganizándose en serio tan sólo desde 1971, con autorización implícita, pero indudable, de la Guardia Civil. Sin embargo el PSOE volvía con un radicalismo verbal más estridente que el propio PCE; el PNV parecía querer rivalizar con la ETA en demagogia; y los nacionalistas catalanes ya empezaban con la cantinela de que los catalanes no son españoles. Todos, además, reivindicaban la versión frentepopulista de la guerra civil, exhibiendo un resuelto antifranquismo en agudo contraste con la casi nulidad de su resistencia u oposición a la dictadura, y con el hecho de que muchos de ellos procedían de la administración franquista.

Fue mucho más positiva, sin duda, la presentación, por el sector liberalizante del régimen, de un proyecto de reforma, y la autodisolución de las Cortes franquistas en aras del cambio democrático, ocurrida a mediados de noviembre de 1976. Los debates al respecto enfrentaron, por última vez, a los partidarios de mantener al régimen y a los que daban por concluida su tarea histórica. El procurador Fernández de la Vega denunció a la “misérrima oposición que con su resentimiento a cuestas ha recorrido durante cuarenta años el camino de las cancillerías europeas denunciando el pecado de la paz y el progreso de España, alimentando los viejos y al parecer eternos prejuicios antiespañoles con la sucia leña de la tiranía de Franco”. Otro procurador, Fernando Suárez, le replicó: “No trate de demostrarnos que para ser leales a Franco hay que impedir en estos momentos que sea el pueblo de España (…) el que decida su propio destino. Quienes hemos dictaminado este proyecto no vamos a intentar disimular con piruetas de última hora nuestras ejecutorias en el Régimen. Pero hemos pensado siempre (…) que los orígenes dramáticos del actual Estado estaban abocados desde sus momentos germinales a alumbrar una situación definitiva de concordia nacional. Una situación (…) en la que no sea posible que un español llame “misérrima oposición” a quienes no piensan como él, porque habremos sido capaces de rebajar el concepto de enemigo irreconciliable al más civilizado y cristiano concepto de adversario político, pacífico (…) sin (…) nuevos desgarramientos y nuevos traumas”.

La postura de Fernando Suárez triunfó, y el otro Suárez, Adolfo, pudo afrontar el referéndum subsiguiente y a los rupturistas, que venían recrudeciendo su activismo. El 12 de noviembre de 1976 habían lanzado la consigna de huelga general, propósito de carácter revolucionario por naturaleza, para frustrar el proceso reformista. La prueba de fuerza se había saldado con el fracaso de la huelga y la consiguiente victoria del gobierno. Aun así, la oposición persistió en boicotear el referéndum, realizado el 15 de diciembre, si bien lo hizo ya con poco aliento. La excepción fue el PCE(r)-GRAPO, que secuestró a Antonio de Oriol, y más tarde al general Villaescusa, para echar por tierra la maniobra fascista, fracasando a su vez en el intento.

Desde entonces la oposición hubo de doblegarse a la iniciativa franquista y colaborar, de mejor o peor fe, en la reforma organizada a partir del propio régimen. Así fue posible una democratización básicamente en orden, “dentro de la ley”, como propugnaba el mismo Franco en 1930. Solo ahora, casi treinta años después, se ha formado una especie de nueva Platajunta entre izquierdistas y secesionistas para imponer una “segunda transición”, es decir, volver a la ruptura, amenazando la Constitución y con ella lo construido desde 1975 en cuanto a convivencia democrática. E intentando resucitar de paso, y no por casualidad, los rencores de la república y la guerra. Esta inaudita pertinacia en los viejos errores merecería un estudio aparte.

Decía al comienzo que la visión de la república y la guerra cultivada en estos años era, además de antidemocrática, falsa. Pretende hacer pasar a los totalitarios por apóstoles de la libertad y solo puede mantenerse a base de un continuo retorcimiento u omisión de los hechos. E intenta reducir a un paréntesis negativo cuarenta años de historia, enlazando la situación actual con la convulsiva república, en combinación, y no es casual, con el terrorismo. Pues no se trata de una simple visión historiográfica, sino de todo un programa político.

Por el contrario, el esquema que aquí propongo se plantea desde el interés de la democracia y la paz mantenida desde hace 66 años, pero, sobre todo, creo que se aproxima mucho más a la verdad. Lo cual se manifiesta en el hecho de que este esquema permite integrar los datos conocidos de forma natural, sin los forzamientos y “olvidos” que imponen aquellas otras versiones. Unas versiones que han pretendido oficializarse incluso por ley y censura, al estilo totalitario, pretensión muy coherente con el contenido de ellas.

Una observación final: a causa del franquismo la democracia ha llegado a España con algún retraso con respecto a la Europa occidental. Esta constatación debe completarse con otras dos: gracias a ello la democracia ha resultado, hasta ahora, más firme que si hubiera llegado antes; y la debemos a nosotros mismos, no a Usa como la mayoría de los demás países europeos, salvados por ella del nazismo y del comunismo. A la objeción de que España tampoco habría podido esquivar ambos totalitarismos a no ser por la intervención useña en el continente, cabe responder que esa evidente deuda indirecta queda saldada con la neutralidad española en la guerra mundial, tan extremadamente valiosa para los Aliados aun si no fue mantenida con intención de favorecerlos

Pio Moa

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