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Kosovo: aviso a navegantes (esto se pone muy feo)

Kosovo: aviso a navegantes (esto se pone muy feo)

La declaración de independencia por parte de Kosovo y su aceptación por los defensores habituales de la legalidad internacional tiene al menos la virtud de exponer en su cruda realidad la constante eterna de las relaciones internacionales: que éstas se rigen por los intereses de sus actores, y por su capacidad para imponerlos por la fuerza. Que una obviedad semejante merezca ser subrayada, es sólo una muestra indicativa del grado de intoxicación mental al que la opinión pública se ve sometida por el discurso sedante de la “legalidad internacional”, y por el espejismo inducido según el cual pronto los Estados tendrán como supremo norte de sus decisiones la anuencia de las Naciones Unidas, y las bendiciones de los catedráticos de derecho internacional.

 

La independencia de Kosovo constituye una violación flagrante del principio básico de derecho internacional: la integridad territorial de los Estados. Una violación admitida, entre otros, por el defensor más inmaculado y prístino de la mencionada legalidad internacional: la Unión Europea. La independencia de Kosovo es ante todo una aberración jurídica, por los siguientes motivos:

 

Viola la Resolución 1.244 que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas adoptó en 1999 tras la intervención de la OTAN en Serbia. Esa resolución reafirmaba el principio de soberanía e integridad territorial de Serbia, y establecía que, en cualquier caso, la solución al problema de Kosovo debería alcanzarse por acuerdo entre las partes, y no de forma unilateral.

 

Viola también el principio de soberanía e integridad de los Estados recogido en la Carta de las Naciones Unidas, así como en el Acta Final de Helsinki, en la Carta de París para la Nueva Europa y en la Carta para la Seguridad Europea, instrumentos que recogen los principios y valores por los que se rige la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE).

 

Y viola además el propio ordenamiento jurídico serbio, que afirma la soberanía e integridad territorial del Estado. Cabe señalar que, a diferencia de las demás repúblicas separadas de la antigua Yugoslavia —que según la Constitución yugoslava de 1971 tenían derecho a la autodeterminación—, Kosovo nunca fue una República, sino una provincia de Serbia.

 

El sinsentido se amplía si analizamos el caso desde los puntos de vista político y humanitario.

 

El caso de Kosovo supone la creación de un Estado en base a razones puramente étnicas: la mayoría albanesa residente en el enclave. Esto es la solución exactamente contraria a la acordada en 1995 en Dayton para Bosnia-Herzegovina: la creación de un Estado multiétnico y multiconfesional, en base a los famosos principios occidentales de tolerancia y respeto. Una inconsecuencia política y moral, y un peligroso precedente.

 

¿Identidad étnica?

 

Y ello porque ese mismo principio —identidad étnica— podría ser ahora invocado por la mayoría serbia del enclave de Mitrovica para separarse del nuevo Estado kosovar, o por los serbios de la República Srpska que forma parte integrante de Bosnia-Herzegovina.

 

Y más allá de los Balcanes, también sería aplicable a las poblaciones rusas en Abjasia y Osetia del Sur (Georgia), en Transnistria (Moldavia), o en Crimea (Ucrania). Dentro de la propia Rusia, a los casos de Daguestán, Ingushetia o Chechenia entre otros. Y a los armenios de Nagorno-Karabaj. Y a los turcos del Norte de Chipre. Y a Taiwan y a Tibet. Y a la India. Y en definitiva, a casi todos los Estados surgidos del proceso de descolonización. Un principio de incalculable potencial desestabilizador.

 

La intervención de la OTAN en 1999 se justificó en base a motivos humanitarios: impedir que los serbios perpetraran una limpieza étnica sobre los albaneses. Lo cierto es que ese presunto genocidio no fue más que una campaña de manipulación orquestada, entre otros, por el actual líder de Kosovo, Hasim Thaci. Pero la intervención occidental sí provocó una limpieza étnica en sentido contrario: el éxodo de más de doscientos mil serbios, proceso completado en el año 2004 tras otra explosión de violencia sospechosamente oportuna para los nuevos dueños de Kosovo.

 

Durante el proceso de negociaciones para el futuro de Kosovo, los serbios ofrecieron un estatuto de autonomía que implicaba la práctica desaparición del Estado en dicho territorio: exención de impuestos, moneda y sistemas judicial y educativo propios, representaciones en el extranjero y erradicación de la presencia militar en el territorio. Nada de esto fue suficiente. Los líderes de Kosovo, salidos del movimiento terrorista KLA, impusieron unilateralmente el derecho a la autodeterminación, y lo asociaron de forma fraudulenta a la independencia.

 

Vocación parasitaria del Kosovo

 

Por último, cabe añadir que la viabilidad de Kosovo como Estado es una quimera. Se trata de una de las zonas más corruptas y pobres del mundo, con una vocación eminentemente parasitaria: la de eterno subsidiado de la Unión Europea. Eso sí, con una “perspectiva europea”, lo que en el lenguaje corriente significa que este enclave de narcotraficantes algún día podrá sentarse al lado de Francia, Alemania o España, con voz y voto en el seno de la Unión Europea.  

 

Los EE. UU y la UE han pretendido exorcizar todos estos inconvenientes por la vía declarativa, acuñando una fórmula según la cual Kosovo es “un caso único” que “no crea precedente”. Afirmación que habrá que admitir como un artículo de fe por venir de quien viene, aunque ello suponga negar la evidencia y contradecir toda lógica política y jurídica.

 

Lo cierto es que la creación del Estado de Kosovo no obedece a motivos humanitarios, ni a ese criterio político-jurídico de respeto a la “libre determinación de los pueblos”. En último término, reposa sobre la fuerza —la superioridad militar de la OTAN y los EE. UU— y sobre intereses geoestratégicos bien concretos.

 

Recién concluida la intervención de la OTAN, los EE. UU comenzaron a preparar lo que hoy es la mayor base militar norteamericana construida en el extranjero desde la guerra de Vietnam. En Kosovo, Camp Bondsteel cuenta con una extensión de 1.000 acres de tierra, más de 25 kilómetros de carreteras y 300 edificios, con una capacidad para albergar cerca de 7.000 soldados. Un elemento esencial en el despliegue militar norteamericano en el Este de Europa, con proyección a los enclaves militares de EE. UU en las Republicas ex soviéticas y en Afganistán.

 

Estratégicamente, uno de los principales objetivos es proteger los “corredores de la energía”: el transporte del petróleo del Mar Caspio a los mercados europeos y americanos, a través del gasoducto transbalcánico AMBO (Albanian Macedonian Bulgarian Oil Corp). Y con ello proteger las inversiones de las compañías estadounidenses y sus filiales en la explotación de los recursos petrolíferos de esta zona. Estos recursos permitirán diversificar la dependencia energética occidental de Oriente Medio, y competir con los gasoductos rusos alrededor del mar Negro. Y ello mediante la relación privilegiada de EE. UU con los musulmanes turcos, albaneses y kosovares. Para todo ello, nada mejor que un gigantesco portaaviones en el sur de Europa.

 

El caso de Kosovo es sintomático del funcionamiento del nuevo orden internacional dentro de un sistema unipolar. Y nos aporta varias conclusiones de cara al futuro:

 

El recurso a la legalidad internacional, mediante su empleo alternativo, funciona de hecho como coartada ideológica para legitimar las políticas intervencionistas de las potencias. Al igual que la doctrina de los Derechos Humanos, el principio de legalidad internacional es piadosamente invocado u olvidado, según los casos, cuando así convenga a los gestores del nuevo orden internacional.

 

La Unión Europea confirma que es poco más que un Mercado, sin peso político específico en la escena internacional. La irrelevancia de los países europeos se ha puesto de manifiesto en su división y en su política seguidista de los EE.UU. La solución impuesta a Kosovo por el directorio dirigido por los EE.UU socava los fundamentos de la legitimidad de la mayoría de los Estados Europeos, y favorece una Europa fraccionada, despolitizada y pintoresca, conforme a los intereses de Washington. Introduce en la familia europea a un Estado de mayoría musulmana, dirigido por una mafia, vasallo de una potencia extraeuropea y pagado por los propios europeos. En cuanto a Rusia, la cuestión de Kosovo le ha permitido presentarse como defensora de la legalidad internacional, e incrementar su peso como líder de la causa eslava en los Balcanes. Todos ganan, menos Europa.

 

Aviso a los navegantes: un movimiento terrorista con una adecuada campaña de relaciones públicas y con poderosos valedores internacionales está en condiciones de destruir la integridad territorial de un Estado soberano. Y que no se aleguen razones históricas en contra: Kosovo es la cuna de Serbia, el santuario de su memoria histórica, parte integrante de la misma desde los albores de la Edad Media. Pero en el nuevo orden internacional está visto que la inmigración y los cambios demográficos sobrevenidos pueden invalidar cualquier argumento histórico o jurídico.

 

En esta tesitura, la diplomacia española ha hecho probablemente lo poco que se podía hacer: declarar discretamente que no reconocerá (de momento) a Kosovo. Pero se ve impotente para impedir que, en determinadas instancias internacionales, ya se hable —con una frecuencia creciente— del problema de las “minorías” en España. Un lenguaje a años luz de la realidad española, pero no por ello menos inquietante.

 

Todo ello nos lleva a concluir que, para gestionar este tipo de situaciones, se requiere algo más que confianza en la “legalidad internacional” y un deseo infinito de paz. Se requiere, ante todo, un país vertebrado, con una Política Exterior, con aliados internacionales, y con un Estado seguro de la fuerza de sus razones y de las razones de su fuerza. Pero esa es otra historia, claro.  

 

MIGUEL SARMIENTO

elmanifiesto.com, 6 de marzo de 2008

 

 

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