La bomba deja secuelas
Los trabajadores sociales de la Asociación de Ayuda a las Víctimas del 11-M, que pasan más de ocho horas al día atendiendo a personas afectadas directa o indirectamente por los atentados de los trenes, han publicado un estudio que pone de relieve cómo el daño causado por los terroristas se prolonga en el tiempo.
Más de la mitad de los afectados siguen necesitando ayuda psicológica, el estrés postraumático se prolonga, sufren horribles pesadillas recurrentes y muchos no han podido subirse otra vez a un tren. Son los efectos secundarios, físicos y mentales.
Hay otros menos visibles, los morales. Una bomba mata o hiere, te deja sordo o loco, y además encanalla socialmente. Un triste ejemplo de ese encanallamiento es lo que ha sucedido desde que hace tres semanas volara el parking de la T4.
La bomba suscita un primer destello de conciencia social en el que todo parece claro: los terroristas nos han vuelto a engañar, todas las energías que podamos poner al servicio de su derrota son pocas, la unidad frente al terror es un bien que es necesario recuperar... Pero ese primer fulgor es, en seguida, destruido por una onda expansiva de carácter moral que acompaña al atentado. Sólo un edificio socialmente muy sólido, con los cimientos bien afianzados, la absorbería sin resentirse. Pero en una sociedad como la nuestra, adormecida por un bienestar banal, alejada de la pregunta dramática por el sentido de la vida y de la muerte, aburrida y confusa, arremolinada bajo banderas ideológicas muy alejadas de las necesidades sociales reales, no amortigua el impacto, lo aumenta.
Zapatero, que no quiere romper el proceso de paz, que quiere seguir dialogando, que no quiere cargar con el error de haber emprendido un proceso frustrado, que está dispuesto a sembrar más confusión de la que ya hay para que la oposición no pueda rentabilizar sus errores, que no quiere decir una palabra clara no vaya a ser que se le entienda, alimenta la división. Y la oposición, con las mismas caras de siempre y con los mismos discursos de siempre, no está a la altura. Quiere evitar a toda costa que la vuelvan a engañar. Hace bien. Pero haría falta algo más: un mensaje más nítido, más propositivo.
Y entonces los efectos de la bomba llegan hasta la opinión pública con dos formas aparentemente muy diferentes que tienen una misma raíz. Como el Gobierno ensucia para lavarse la cara y la oposición no está a la altura, aparece el pretexto perfecto para dejarse vencer por la enfermedad del hastío, de la pasividad. La primera evidencia de que el atentado era algo que concernía a la vida de cada uno (de esa evidencia es de la que nacen las respuestas socialmente sanas), se disuelve rápidamente en un olvido deliberadamente buscado, se pone como excusa a los políticos. La otra enfermedad moral provocada por la bomba es la institividad ideológica: el atentado es entonces pretexto para distanciarse aún más de “los otros”, escudándose en los esquemas del “y tú más”. En ambos casos, olvido e instinto, el mal de la bomba nos distancia de la realidad.
Fernando de Haro (Páginas Digital, 24 de enero de 2007).
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