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Liberalismo morboso

Liberalismo morboso

En el discurso que pronunció en Alcalá de Henares al recibir el premio Cervantes de manos de S. M. el Rey, Octavio Paz estuvo, más que a la altura de las circunstancias, a la altura de sí mismo, que es como decir que estuvo por encima de las circunstancias. Quiero decir con esto que, en lugar de salir del paso con un discurso de circunstancias, como ha hecho más de uno, aprovechó la circunstancia para darnos a los españoles la lección de que hoy estamos más necesitados, que es la lección de la convivencia. Esa lección estaba ya en nuestra tradición literaria; estaba implícita en Cervantes y explícita en Galdós, y fue Antonio Machado, y esto también Paz lo sabía muy bien, quien la resumió en el concepto de la otredad. Alguna vez he dicho que El Niño de la Bola de Alarcón y Doña Perfecta de Galdós constituyen el díptico del fanatismo hispánico. Esta perfecta simetría la funde el propio Galdós, como recordaba Paz, en la segunda parte de los Episodios Nacionales, concretamente en el titulado Un faccioso más y algunos frailes menos, en una sola moneda, que es la que forman progreso y tradición.

 

Sin embargo, junto a esta moneda de buena ley, que es la de la indisoluble convivencia fraternal de dos Españas opuestas, Octavio Paz trataba de hacer pasar otra moneda, hoy fuertemente devaluada, que es la que forman la democracia y la libertad. La devaluación de esa moneda consiste en que democracia y libertad constituyen una aleación falsa, puesto que se trata de una aleación de metales blandos. Para poder fundirse adecuadamente necesitan otros dos metales, dos metales duros, que son la autoridad y la jerarquía. Libertad y democracia, mejor dicho, libertad e igualdad en estado puro no sólo son conceptos distintos, sino antagónicos; a más libertad menos igualdad, y viceversa. Para que ambos conceptos sean compatibles y complementarios; para que no choquen al entrar en contacto; para que la libertad no degenere en anarquía ni la igualdad en despotismo, han de atemperarse respectivamente, la libertad con la autoridad, la democracia – o la igualdad – con la jerarquía. La democracia liberal sería una contradicción en los términos si no compensara la teoría democrática de la voluntad de la mayoría con la teoría liberal de los frenos y balanzas. Como la paloma la resistencia del aire, la libertad necesita el freno de la autoridad y la igualdad la balanza de la jerarquía. La oración puede volverse por pasiva en el supuesto de regímenes que den primacía a la jerarquía y a la autoridad que, en estado puro, sin los correctivos de la igualdad y la libertad, llevan al despotismo y a la injusticia. El despotismo es un abuso de la autoridad, la injusticia es un abuso de la jerarquía, como la anarquía es un abuso de la libertad y el desorden un abuso de la igualdad. Un país goza de buena salud política cuando esos cuatro elementos están equilibrados.

 

Que España está políticamente enferma no es cosa que nadie pueda negar, y el que otras naciones también lo estén sólo a los tontos puede servir de consuelo. Sólo un diagnóstico superficial puede achacar la enfermedad política a un régimen político. Un régimen político no es más que el resultado de un estado moral, y a ese estado moral patológico es al que hay que achacar las dolencias políticas. La enfermedad moral que padece Europa, y con mayor agudeza los países mediterráneos, se llama liberalismo morboso, como la enfermedad política se llama democracia morbosa. La democracia morbosa ya nos dijo Ortega lo que era: la manía de introducir la igualdad en zonas de la vida en las que es in dispensable la jerarquía. El liberalismo morboso es, correlativamente, la manía de extender la libertad a zonas en las que es indispensable la autoridad.

A un acceso de democracia morbosa quise atribuir otras palabras atribuidas a Octavio Paz en el curso de una entrevista aparecida con posterioridad al discurso del premio Cervantes, en la que, después de decir, muy acertadamente, que “la modernidad significa la existencia de la crítica, el reconocimiento de la verdad ajena”, añadía: “El fundamento de la modernidad es la democracia, y una modernidad no democrática, para mí es pura barbarie”. Esto, para mí, con todos los respetos, es una barbaridad; tan barbaridad como decir que sería barbarie una modernidad no autoritaria. Que esta calificación de barbarie la apliquen los profesionales de la democracia es cosa que se califica por sí sola; que la aplique un profesional del humanismo, es incalificable. Octavio Paz se ponía aquí sin darse cuenta – si es que no se la ponía la autora de la entrevista – lo que él mismo llamó en su discurso la “máscara democrática de la tiranía jacobina” y “armado de una teoría general de la libertad…intimida al adversario…con las ondulaciones de la dialéctica”.

 

La modernidad no puede vincularse a tal o cual régimen político, porque quien tal haga puede llevarse sorpresas muy desagradables. La teoría tiene que contrastarse con la práctica, y la práctica nos dice, en el caso concreto de la España contemporánea y por lo que toca a la convivencia de los españoles en los últimos años, algo que no voy a repetir ahora, entre otras cosas, porque no me lo van a permitir los que saltaron, como decía Paz, “de la Inquisición al Comité de Salud Pública sin cambiar de sitio”.

Aquilino Duque, Escritor

Análisis Digital, 31 de enero de 2007

 

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