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EL TRIBUNAL SUPREMO PODRÍA DEBILITAR SEVERAMENTE EL ESTADO DE DERECHO Y CONSTITUIRSE EN LA MEJOR DEFENSA DE BATASUNA Y DE IBARRETXE

EL TRIBUNAL SUPREMO PODRÍA DEBILITAR SEVERAMENTE EL ESTADO DE DERECHO Y  CONSTITUIRSE EN LA MEJOR DEFENSA DE BATASUNA Y DE IBARRETXE          Si se impusiera una doctrina de máximos, impidiendo que la llamada “acusación popular” permitiera en solitario la apertura del juicio oral, estaríamos ante el más grave retroceso del Estado de Derecho español.

 

          La doctrina del Tribunal Supremo sería, a nuestro juicio, inconstitucional, irrazonable y contraria a la doctrina anterior del propio Tribunal Supremo.

 

          El Foro Ermua hace un llamamiento a los Magistrados del TS para que mediten las gravísimas consecuencias que su voto podría tener para la democracia española y para el sometimiento del poder político al Estado de Derecho.

 

Bilbao, 7 de diciembre de 2007. La doctrina sentada por el Tribunal Supremo en el llamado caso Botín podría suponer un inaudito retroceso en el sometimiento al poder político del Estado de Derecho. Dicha doctrina vendría a impedir juzgar a una persona con la petición exclusiva de la acusación popular, esto es, cuando la fiscalía no comparta la acusación. Resta por saber si la misma va a extenderse tanto a los delitos en los que hay un perjudicado concreto como a aquéllos en los que la perjudicada es la sociedad en su conjunto y ningún ciudadano en particular. Si, como parece muy probable, la resolución del Tribunal Supremo lo fuera de máximos significaría, en definitiva, que la Fiscalía, órgano jerárquico cuyo Fiscal General es nombrado por el Gobierno, decidiría si se juzgan o no las conductas delictivas  en las que no hubiera un ofendido concreto por el delito.

 

La aplicación y consolidación de esta doctrina de máximos dejaría en manos del Fiscal General del Estado la posibilidad de impedir que fueran juzgados los delitos de desobediencia a las resoluciones judiciales de Batasuna o su entorno, los delitos de enaltecimiento del terrorismo o muchos de los delitos de terrorismo callejero. A nadie se le escapa que de esta manera se allanaría el camino a Rodríguez Zapatero para, en una segunda fase de la negociación con ETA, conseguir lo que gracias a la acusación popular no pudo lograr de manera completa en la primera parte del diálogo con la banda: suspender la aplicación de las leyes en los tribunales, declarar una tregua de facto en la persecución en vía penal a la organización terrorista Batasuna.

 

Tampoco serían los jueces los que determinarían si ha resultado delictiva la conducta de Arnaldo Otegi o cualesquiera otros miembros de Batasuna o de Juan José Ibarretxe, Patxi López o Rodolfo Ares. Sería el Fiscal General del Estado, insistimos, nombrado por el Gobierno, quien decidiría si son juzgados o no por hechos que magistrados independientes consideran indiciariamente constitutivos de delito. En definitiva, la aplicación de la ley penal no estaría en manos de un poder independiente como el judicial, sino de un Fiscal dependiente del poder ejecutivo, con el atentado que ello supone a la separación de poderes.

 

Esta doctrina permitiría, además, que fuera el Fiscal General quien decidiera que se juzgaran o no conductas constitutivas de delitos medioambientales, delitos urbanísticos (recalificaciones ilícitas, construcciones prohibidas, etc.), falsedades cometidas por funcionarios públicos, tráfico de influencias o prevaricaciones donde no se perjudique a una persona concreta, entre otros muchos delitos. ¿Permitiría un Fiscal General del Estado nombrado por el Gobierno de turno un juicio sobre un caso de corrupción política que pueda perjudicar al partido que lo ha nombrado? Por evitar que Juan José Ibarretxe, Patxi López, los policías implicados en el caso del ácido bórico o el Sr. Botín pudieran ser juzgados o por permitir al Presidente del Gobierno llevar adelante una negociación en la que se pueda alcanzar una tregua fáctica en los tribunales frente al brazo político de ETA, podríamos estar reduciendo de manera dramática el control del poder ejecutivo por el poder judicial.

 

La gravedad de la situación es todavía mayor si tenemos en cuenta que esta doctrina se fundamenta en una interpretación de la Ley que a nuestro juicio es claramente inconstitucional, irrazonable y contraria a otra doctrina anterior del propio Tribunal Supremo.

 

Sería inconstitucional, en primer lugar, porque afectaría a la tutela judicial efectiva, recogida en el artículo 24 de la Constitución, dado que no se permitiría a la acusación popular, cuya legitimación está recogida en la Constitución (art. 125 C.e.), obtener una auténtica resolución judicial en un proceso ante los tribunales. Quien realmente determinaría la resolución sería el Ministerio Fiscal y no el juez o magistrado.

 

 En segundo lugar sería inconstitucional porque supondría una interpretación de la ley en el sentido menos favorable al ejercicio de los derechos constitucionales (tanto al derecho a ejercer la acción popular, como el derecho a la tutela judicial efectiva). Es unánime y numerosísima la doctrina que exige interpretar siempre la normativa en el sentido más favorable al ejercicio de dichos derechos.

 

En tercer lugar sería inconstitucional porque supondría dejar vacía de contenido a la acusación popular recogida en el artículo 125 de la C.e.

 

Sería además irracional porque, en primer lugar, la interpretación referida se basa en el hecho de que en el artículo 782 y 783 de la LECrim. no se cita expresamente a la llamada “acusación popular” como parte legitimada para autorizar al juez o magistrado a abrir el juicio oral. Sin embargo, lo inaudito de esta interpretación es que en ningún lugar de la Ley de Enjuiciamiento Criminal se cita en absoluto a la “acusación popular”. Y no se la cita porque dicha categoría es una creación jurisprudencial y doctrinal que no figura en la Ley. Para la Ley, cuando un ciudadano ejercita la acción pública penal (art. 101 de la LECrim.) se convierte en “acusación particular”, no estableciéndose diferencia alguna entre quien ejercita la acción penal por haber sido o no ofendido por el delito (art. 270 de la LECrim.). Por eso cuando la ley habla del acusador particular, incluye tanto al ofendido por el delito como a quien sin serlo ejercita la acción penal. Aplicando coherentemente la doctrina del Tribunal Supremo la llamada “acusación popular” no podría ser condenada a las costas, ni podría recusar magistrados, ni tendría que ser incluida en los antecedentes de la Sentencia, porque en ninguno de los artículos que regulan estas cuestiones (ni en ningún otro) se la cita expresamente, hablándose en los mismos únicamente del “acusador particular”.

 

En segundo lugar sería irracional porque, según ha sido publicado, parece que la perniciosa doctrina se basaría, asimismo, en que la mera voluntad de un ciudadano no ha de ser suficiente para sentar a una persona en el banquillo. Sin embargo, ese argumento olvida que es el juez de instrucción quien decide previamente si existen indicios de delito en la conducta del imputado. Resolución que es, a su vez, recurrible ante otra Sala compuesta por otros magistrados. Sólo después de ese doble filtro judicial la llamada “acusación popular” puede solicitar la apertura del juicio oral.

 

Por último, la doctrina del Tribunal Supremo es contraria a otra anterior  en la que se había concluido que el hecho de que no se citara a la acusación popular en el artículo correspondiente no significaba que no pudiera abrirse el juicio oral con su sola petición (En la Sentencia 168/2006 de 30 de enero de 2006 se trató exactamente este mismo asunto, con un resultado contrario al que ha alcanzado el Pleno).

 

La falta de sometimiento del poder político al Estado de Derecho, la reducción drástica del control del ejecutivo por el poder judicial derivada de una doctrina probablemente contraria a la Constitución, basada en una interpretación irrazonable de la norma y opuesta a pronunciamientos anteriores del Tribunal Supremo, puede llevar a la democracia española a una situación de peligroso deterioro y de irreversible pérdida de legitimidad. Por este motivo desde el Foro Ermua hacemos un llamamiento a los Magistrados del Tribunal Supremo para que mediten en profundidad el sentido de su voto y eviten que se imponga una doctrina de máximos que otorgue el monopolio de la acción penal al Ministerio Fiscal, regido, como ya hemos señalado, por el principio jerárquico y cuyo Fiscal General del Estado es nombrado por el Gobierno. El Tribunal Supremo ha de ser el garante máximo del Estado de Derecho y entre sus obligaciones está la defensa de una interpretación de la norma favorable a la separación de poderes y al sometimiento de todos ellos al Estado de Derecho.

 

 

 

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