La Iglesia y el diálogo con terroristas
La polémica sobre el comunicado de la Conferencia Episcopal ha puesto de manifiesto la utilización política del terrorismo por parte de diversos sectores políticos y mediáticos. La lectura rigurosa del texto demuestra que no han sido los obispos quienes han instrumentalizado el terrorismo, sino más bien aquellos que profieren semejantes acusaciones. Así se desprende de unas palabras que pueden suscribir muchos ciudadanos con independencia de su adscripción religiosa.
Con objeto de exponer la manipulación que del texto se ha hecho conviene reproducir la literalidad del párrafo que aborda el fenómeno terrorista: «El terrorismo es una práctica intrínsecamente perversa, del todo incompatible con una visión moral de la vida justa y razonable. No sólo vulnera gravemente el derecho a la vida y a la libertad, sino que es muestra de la más dura intolerancia y totalitarismo. Una sociedad que quiera ser libre y justa no puede reconocer explícita ni implícitamente a una organización terrorista como representante político de ningún sector de la población, ni puede tenerla como interlocutor político».
En un sistema democrático estas afirmaciones constituyen simplemente una obviedad, motivo por el que ya aparecían en el Pacto de Ajuria Enea de 1988 y en el Pacto por las Libertades de 2000, ambos suscritos por PSOE y PP. El primero de estos acuerdos definía el terrorismo como «el máximo desprecio de la voluntad popular». Insistía además en «la falta de legitimidad de los violentos para expresar la voluntad del pueblo vasco, así como en el rechazo de su pretensión de negociar problemas políticos, negociación que sólo debe producirse entre los representantes legítimos de la voluntad popular».
El Pacto por las Libertades recalcaba que «la violencia es moralmente aborrecible y radicalmente incompatible con el ejercicio de la acción política democrática». En consecuencia, PP y PSOE se comprometían a «trabajar para que desaparezca cualquier intento de legitimación política directa o indirecta, de la violencia», subrayando que «de la violencia terrorista no se extraerá, en ningún caso, ventaja o rédito político alguno». Añadían ambos partidos que «el diálogo propio de una sociedad democrática debe producirse entre los representantes legítimos de los ciudadanos, en el marco y con las reglas previstas en nuestra Constitución y Estatuto y, desde luego, sin la presión de la violencia», puesto que «la paz, la convivencia libre y el respeto a los derechos humanos son valores no negociables».
En una línea similar el movimiento cívico ¡Basta Ya! criticaba la reunión entre el PSE y el brazo político de ETA en julio de 2006: «Reconocer a Batasuna como un interlocutor necesario implica de modo inevitable cierta legitimación de la violencia como instrumento político válido, pues ese interlocutor no representa otra cosa que los intereses de una banda terrorista que se niega a desaparecer e impone condiciones para dejar de matar definitivamente». Por tanto, ¡Basta Ya! subrayaba que «la celebración de esa reunión ya constituye un pago político a ETA porque reconoce a su brazo político como un partido tan legítimo como los verdaderos partidos democráticos que ellos han perseguido cruelmente todos estos años».
Como confirman estas referencias, no son sólo los obispos quienes han rechazado el reconocimiento, implícito o explícito, de la organización terrorista como interlocutor político. Es evidente que, al contrario de lo que el presidente del Gobierno señaló al acusar a los obispos de utilizar el terrorismo en campaña, éstos sencillamente habían reproducido lo que el propio Rodríguez Zapatero respaldó en otro tiempo. La matización que de la nota ofreció el portavoz de la Conferencia Episcopal revelaba hasta qué punto erraba el PSOE en sus acusaciones a los religiosos. En opinión del obispo auxiliar de Madrid, «en ningún momento dicen los obispos que no se pueda hablar con terroristas para ver las condiciones para su desaparición, sino que los terroristas no pueden ser interlocutores políticos porque sería dar carta de legitimidad al crimen organizado».
En este sentido incluso puede cuestionarse con razonados argumentos si el diálogo que los obispos aceptan no supone precisamente un reconocimiento de la organización terrorista como interlocutor político. Como recogía el Pacto por las Libertades, «los delitos de las organizaciones terroristas son particularmente graves y reprobables porque pretenden subvertir el orden democrático y extender el temor entre todos los ciudadanos». Este mismo acuerdo subrayaba que «nuestro sistema penal ofrece una respuesta jurídica adecuada para reprimir esos delitos», de ahí que sea innecesaria la interlocución con terroristas justificada por el obispo «para ver las condiciones de su desaparición». Puesto que dichas «condiciones» se encuentran claramente explicitadas en nuestro ordenamiento, el diálogo con terroristas supone una desigual distinción entre estos criminales políticos y otros delincuentes. Semejante concesión a ETA contradice los principios en los que los prelados sostienen su oposición a la negociación política con terroristas.
La escrupulosa separación entre «negociación política» y «diálogo» es de muy difícil, si no imposible mantenimiento, como confirma nuestra experiencia antiterrorista. El propio presidente del gobierno incumplió las condiciones fijadas para entablar el diálogo con ETA al iniciarlo a pesar de que en ningún momento se dieron las condiciones exigidas por el Parlamento, esto es, una «clara voluntad de poner fin a la violencia». En cambio el gobierno aceptó un diálogo con la banda que en seguida progresó a una auténtica negociación política, evidencia que en absoluto puede ocultar la ficticia disociación entre ETA y Batasuna con la que se ha justificado la interlocución con el movimiento terrorista.
Quienes diferencian entre «diálogo» y «negociación» suelen rebasar el límite entre ambos aludiendo al valor positivo del objetivo perseguido: la paz. Esta aspiración ha sido instrumentalizada para presionar a la sociedad con la intención de que acabe asumiendo concesiones inaceptables política y moralmente. Sirva como ejemplo la carta de adviento del obispo de San Sebastián, Juan María Uriarte, días antes de que ETA asesinara en Barajas. En ella se distribuía equitativamente entre representantes políticos democráticamente elegidos y una organización terrorista la culpa y la responsabilidad por las dificultades que atravesaba «el camino hacia la paz», reclamándose de ambos «interlocutores», colocados en el mismo plano de legalidad y moralidad, que recuperasen la «confianza mutua». Con ese fin planteaba: «Recuperar la confianza reclama ofrecer signos inequívocos de una auténtica voluntad de paz. Tales signos producen una distensión, bien necesaria en estos momentos».
Injusto resultaba demandar de un Gobierno democrático «signos inequívocos de una auténtica voluntad de paz» y «distensión» frente a una banda terrorista, estableciendo indebidas comparaciones como estas: «El diálogo suele bloquearse con frecuencia porque los interlocutores, condicionados por el entorno, no renuncian a aspiraciones maximalistas o no se apean de posiciones excesivamente rígidas. La paz posible reclama una pronta renuncia a ambas actitudes. La grandeza de ánimo para recortar aspiraciones y el coraje para flexibilizar posiciones desatascan los bloqueos que, si se prolongan, pueden acabar arruinando los procesos. Comprendemos que resultan muy costosas las dos actitudes requeridas. Pero la paz es un bien superior que merece y necesita estas renuncias».
Esta lógica encubre una falsa separación entre el «diálogo» y la «negociación» con ETA, conduciendo a una negativa situación que el jesuita José María Tojeira describió así para El Salvador: «No es bueno, ni justo que se conviertan en protagonistas de la paz aquellos que crearon víctimas». Como se deduce de los numerosos y fracasados contactos con ETA, el diálogo con la banda induce a reconocerla como interlocutor político. Semejante reconocimiento en una democracia consolidada, incluso cuando se alega que con ello se persigue la desaparición del terrorismo, no contribuye a tal fin. Por el contrario, esta contraproducente injusticia política y moral incentiva la perpetuación de la amenaza violenta.
ROGELIO ALONSO
Profesor de Ciencia Política de la Universidad Rey Juan Carlos
ABC, 13/02/08
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