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¿El final de ETA?

Ante una declaración de tregua por ETA, muchos defenderían concesiones que ahora se rechazan, pero que presentarían como necesarias para consolidarla y evitar más víctimas. Esto se ha reproducido en Irlanda del Norte, facilitando una contraproducente impunidad política, jurídica y moral que en absoluto ha acercado una verdadera paz.

LA propuesta de diálogo con ETA ha distanciado a los principales partidos en torno a una cuestión, la política antiterrorista, que precisamente reclama el mayor consenso posible para su eficacia. Esta grave situación exige un acercamiento que de no lograrse favorecerá sobre todo a una ETA debilitada. La división de las fuerzas democráticas fue el objetivo que también persiguió el IRA al verse presionado por eficaces medidas antiterroristas que le llevarían a interrumpir su campaña terrorista en 1994. Uno de los estrategas del IRA lo anunciaba en una carta a Gerry Adams en la que reconocía que la violencia mantenía unidos a sus enemigos, por lo que sugería detener el terrorismo y explotar el proceso posterior ante las dudas que surgirían sobre su gestión, provocando así la división de los partidos democráticos. Así lo ha hecho el Sinn Fein, negándose el IRA a desarmarse mientras incumplía sus promesas de disolución. Con unas intenciones muy similares, ETA y su entorno llevan meses creando expectativas sobre un alto el fuego, utilizando un lenguaje que seduce a muchos a pesar de la ausencia de pruebas que evidencien una auténtica voluntad de poner fin al terrorismo, comportamiento que podría acentuarse con una declaración de tregua.

Este peligro subyace bajo el diálogo con ETA sustentado en la hipótesis de que el grupo terrorista realmente desea desaparecer. Lo cierto es que objetivamente no hay evidencia alguna de que ésas sean las intenciones de los terroristas, como demuestran sus constantes intentos de asesinar que se han visto frustrados por los éxitos policiales. Plantear que la ausencia de víctimas mortales desde hace dos años confirma un cambio en el contexto vasco que justifica una actitud diferente hacia la banda con el objeto de facilitar su final equivale a confundir la realidad con los deseos. De ahí que la oferta de diálogo como consecuencia de las promesas enviadas por la organización terrorista al Gobierno añada confusión a la política antiterrorista, contribuyendo a la división de quienes a través del Pacto por las Libertades deberían actuar mediante un sólido consenso.

Cierto es que el diálogo se condiciona a que ETA manifieste «una clara voluntad para poner fin a la violencia» mediante «actitudes inequívocas que puedan conducir a esa convicción». Esta fórmula establece límites que han favorecido un amplio respaldo a la proposición aprobada. No obstante, en una hipotética situación de tregua, la interpretación de cuáles deben ser las «actitudes inequívocas que puedan conducir a la convicción» de que ETA desea concluir su campaña es susceptible de crear una mayor división entre los partidos. Véase cómo ya hay amplios sectores que se declaran convencidos de que ETA desea abandonar el terrorismo a pesar de la inexistencia de pruebas que así lo demuestren mientras este grupo continúa con sus actividades de extorsión, intimidación y preparación de asesinatos.

Sin embargo la disminución de algunas de sus acciones, complementada con una retórica que promete paz y esperanza, sirven como eficaz instrumento de coacción al utilizarse la ansiedad colectiva por que el final de ETA llegue pronto como presión que obligaría a aceptar ciertos «sacrificios y riesgos por la paz». Por tanto, ante una declaración de tregua, muchos serían quienes defenderían concesiones que ahora se rechazan, pero que en esas circunstancias presentarían como necesarias para consolidar dicho alto el fuego con argumentos como el de que debe aprovecharse una oportunidad histórica con el fin de evitar más víctimas. Esta dinámica se ha reproducido en Irlanda del Norte, facilitando una contraproducente impunidad política, jurídica y moral que en absoluto ha acercado una verdadera paz.

Ante el fracaso de treinta años de violencia, el IRA ha sido la mejor baza de su máximo dirigente, Gerry Adams, para rehabilitar su imagen de presidente de un partido como el Sinn Fein, que hasta hace poco obtenía una insignificante representación electoral. Adams ha perpetuado deliberadamente la existencia del grupo terrorista mientras reforzaba su perfil político, presentándose como el hombre al que se debía alabar y fortalecer con concesiones para ser así capaz de convencer al IRA, de la necesidad de dejar la violencia. De ese modo se ha coaccionado a la sociedad prometiéndose la desaparición del IRA al tiempo que continuaba infringiendo la ley mediante la extorsión y otros métodos criminales auténticamente mafiosos, incluidos el asesinato. La amenaza que esta actitud supone ha colocado una gran presión sobre la sociedad y las víctimas del terrorismo, transformando el proceso de paz en un injusto instrumento de coacción. Así, el IRA ha logrado recuperar parcialmente por la vía política lo que perdió policialmente, precedente que podría trasladarse al ámbito vasco si se cometiesen errores de los que creíamos haber aprendido. A este respecto, defender la negociación con ETA recordando que anteriores gobiernos también la acometieron es el mejor argumento para descartar de nuevo su utilización, pues esas experiencias previas han demostrado la ineficacia de dichos diálogos.

En consecuencia, y en previsión de una hipotética tregua de ETA, su desarme y su disolución total constituyen exigencias realistas y prácticas que deberían satisfacerse y verificarse rigurosamente antes de considerar cualquier diálogo sobre los presos. Se impediría así que la organización terrorista coartase a otros actores políticos y sociales en un escenario de alto el fuego que en absoluto equivale a un contexto de paz habida cuenta de la continuidad de la intimidación que la existencia de ETA supone. Conceder beneficios a los presos a cambio de una mera declaración de tregua facilitaría al grupo terrorista la coacción durante el proceso político posterior, al ceder el Estado un valioso elemento de presión. No debe olvidarse que nuestro sistema democrático ya permite la reinserción condicionada a la renuncia a la violencia y al resarcimiento de las víctimas mediante la petición expresa de perdón, asumiendo la responsabilidad civil derivada de los delitos cometidos. Por lo tanto, la paz es posible respetando unos límites que impidan la impunidad y que demostrarían la voluntad inequívoca de poner fin a la violencia si realmente existiera, es decir, negando que el terrorismo extraiga «ventaja o rédito político alguno», tal y como exige el Pacto por las Libertades.

Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos.

ABC, 24/5/2005

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