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Modelos para el final del terrorismo

ETA y Batasuna no son entes ajenos, sino instrumentos con los mismos fines. Ambicionan un poder que paradójicamente el Estado podría facilitarles si entiende que una renuncia táctica a la violencia equivale a una metamorfosis del movimiento terrorista y a su desaparición. Hay que complementar el debilitamiento operativo de la organización terrorista con su absoluta y clara derrota política.

 


La debilidad operativa de ETA y la disminución de su violencia, complementada con la decadencia de su ciclo vital, han suscitado numerosas reflexiones sobre qué política antiterrorista logrará el final de la banda. Por un lado hay quienes sostienen que la derrota de ETA es inviable y que la democracia, tras haber debilitado enormemente al terrorismo, debería mostrar una cierta generosidad que permita la conclusión de este problema a cambio de determinados beneficios para la organización terrorista y su brazo político. Los primeros vendrían en la forma de la excarcelación anticipada de los presos, mientras que los segundos incluirían la legalización de Batasuna, así como la readaptación del marco político mediante diálogos simultáneos, pero diferenciados entre la banda y el Gobierno, por un lado, y por otro, entre los partidos democráticos y los representantes políticos de la organización terrorista con objeto de reformar el Estatuto vasco. Con ese fin se reclama "generosidad" de las víctimas del terrorismo argumentando que éstas "no pueden convertirse en un agente político activo en un proceso de paz", como subrayaba en Gara el 5 de febrero de 2006 el portavoz del PSE en el Parlamento vasco. Se defiende que, tal y como requiere la resolución del Congreso aprobada en mayo de 2005, así el terrorismo no extraería rédito político alguno evitándose nuevas víctimas, si bien éstas sí verían a ETA convertida en un "agente político activo". Por tanto, este modelo aboga por un realismo que demandaría concesiones por parte del Estado frente al terrorismo a pesar de que en el discurso público éstas sean negadas.

Aunque la resolución del Congreso destaca que "la violencia no tiene precio político" y que "la democracia española nunca aceptará el chantaje de la violencia", esta salvaguarda podría no ser tal, al plantear este modelo problemas como el de la perpetuación de la organización terrorista, que con una mera declaración de cese de actividades puede conseguir la vuelta a la legalidad de su brazo político y la excarcelación de sus presos. El referente norirlandés demuestra lo perjudicial que resulta recompensar dicho movimiento táctico de la organización terrorista sin ir más allá exigiendo a la banda tanto su desaparición como su desarme total y verificable. Así sucede al confundir la debilidad operativa de la banda y su cálculo estratégico de no mantener una campaña de asesinatos sistemáticos con una supuesta voluntad de desaparecer de la escena política si realmente no existe. De ese modo se toleraría la existencia de ETA, como ha ocurrido con el IRA, condicionando ésta el proceso político mediante un eficaz chantaje: partidos democráticos y sociedad se verían coaccionados para aceptar planteamientos de Batasuna y del nacionalismo institucional durante la reforma estatutaria bajo pretexto de que resultaría imprescindible asegurar que los "políticos" del movimiento terrorista controlasen a los más reacios a adoptar vías políticas en sustitución del terrorismo con el objeto de que ETA no reactivase su violencia. Esa misma lógica se ha manifestado ya incluso sin una declaración de tregua, como confirman los gestos hacia Batasuna ante la creencia de un posible distanciamiento respecto de la banda, entre ellos, la celebración de la reunión de Anoeta en 2004 y la tolerancia con la que se iba a permitir la reciente asamblea de Batasuna de no haber mediado la actuación de distintos agentes, entre ellos, el Alto Comisionado para las Víctimas del Terrorismo. Se generaría, por tanto, una dinámica difícil de controlar en la que Batasuna y ETA dejarían de recibir la presión política, policial, social y judicial, trasladándose la responsabilidad por la continuidad del "proceso de paz" a los partidos democráticos.

Insuficiente resultaría para el Estado la aparente interrupción de la campaña terrorista si ETA continuara existiendo, pues la banda y Batasuna se verían favorecidas para afianzar su poder y control de relevantes ámbitos sociales y políticos, planteando un desafío difícil de contrarrestar, como confirma la trayectoria del Sinn Fein y del IRA. A día de hoy, el IRA siguesiendo una organización activa que ha abandonado sus asesinatos sistemáticos, pero no sus actividades de financiación y recopilación de inteligencia que ahora, como reconocen las fuerzas de seguridad, utiliza para su estrategia política dirigida por el Sinn Fein. La hábil dialéctica de Gerry Adams, beneficiándose de una peligrosa indulgencia, es enormemente contraproducente para el Estado, pues es cierto que el Sinn Fein ha optado por las vías políticas, pero sin renunciar a la contribución de las actividades ilegales del IRA, que continúa al servicio del partido político garantizándole beneficios mediante la promesa de una desaparición de la banda que nunca llega, al ser dicho objetivo la fuente de concesiones hacia quienes supuestamente habrían de conseguirlo. Es decir, las vías políticas emprendidas no son en absoluto democráticas, al operar el partido político con el apoyo criminal, logístico y financiero de una organización ilegal, propiciando un escenario que seduce a ETA y a Batasuna. Es por ello por lo que la eficacia de la lucha antiterrorista debe evaluarse no sólo en función de la disminución de la violencia como consecuencia de razonamientos tácticos de la organización terrorista ante su debilidad y declive de su ciclo vital, sino teniendo en cuenta además la capacidad de coacción y control que su brazo político, y por tanto la propia banda, pueden llegar a ejercer sobre las instituciones políticas y la sociedad si reciben un respaldo y una legitimación tan innecesarios como perjudiciales para los intereses estatales.

Así lo pone de manifiesto la realidad social de un País Vasco en el que los mecanismos del terror son eficaces, como recuerdan los sucesos de Azkoitia. "El pueblo me apoya a mí, no a ella", explicaba acertadamente el asesino de Ramón Baglietto en referencia a la viuda de éste, definiendo con crueldad el bien y el mal en función de criterios numéricos. La hipocresía del alcalde nacionalista apoyando verbalmente a la víctima, pero respaldando con sus acciones al verdugo, revelaba los peligros que entraña intentar el final de ETA con un modelo antiterrorista que afiance en la sociedad vasca un estado de negación colectivo en el que los referentes morales y políticos queden totalmente revertidos, pues el poder conquistado mediante la violencia y la coacción suele ejercerse con los mismos medios. Precisamente porque ETA se diferencia de otros grupos como los GRAPO al poder disfrutar su brazo político de un significativo apoyo social en determinados contextos, como demostró la anterior tregua, el Estado no puede permitirse la más mínima legitimación de dicho entorno y de la narrativa del conflicto que intenta difundir. Como el modelo norirlandés expone, una sociedad no puede funcionar con el déficit democrático que se deriva de una impunidad política, jurídica y moral como la que se ha impuesto ante las reclamaciones del IRA a cambio del cese del terrorismo y que Batasuna y ETA también anhelan. Un rasgo diferencial agravaría para el caso vasco las consecuencias de esa impunidad, pues la violencia etarra no ha sido contrarrestada con terrorismo de reacción, habiendo respondido la sociedad civil con un pacifismo que sería totalmente despreciado. De ese modo determinados individuos encontrarían en el incumplimiento de la ley un estímulo para la trasgresión y el recurso a la violencia, pudiendo favorecer también la represalia violenta de algunos ciudadanos ante la injusta inmunidad de quienes han infringido las normas del Estado de derecho.

A veces se reivindica el estudio de las causas de fenómenos terroristas exógenos mientras se ignora la etiología del terrorismo etarra, o sea, el absolutismo ideológico de individuos fanáticos que persiguen la imposición violenta de un ideario nacionalista. Al ignorarse dichas causas, aceptando un modelo para el final del terrorismo que incluya concesiones como las descritas, puede impedirse la erradicación del mismo. ETA y Batasuna no son entes ajenos, sino instrumentos de un movimiento que pretenden los mismos fines. Tanto ETA como Batasuna ambicionan un poder que paradójicamente el Estado podría facilitarles al entender que una renuncia táctica a la violencia equivale realmente a una auténtica metamorfosis del movimiento terrorista y a su desaparición. Por todo ello, más eficaz resultaría la adopción de un modelo fundamentado en la necesidad de complementar el debilitamiento operativo de la organización terrorista con su absoluta y clara derrota política. Esto supondría que el proyecto nacionalista perseguido por ETA fuera inalcanzable, pero que el brazo político de la organización tampoco viera satisfechas determinadas aspiraciones políticas como trueque por una simple declaración de alto el fuego. En consecuencia, ante una hipotética tregua de ETA, su desarme y su disolución total representan exigencias realistas y prácticas que deberían satisfacerse y verificarse rigurosamente antes de considerar cualquier diálogo sobre los presos y otras cuestiones políticas como la vuelta a la legalidad de Batasuna, lo cual impediría que la organización terrorista coartase al resto de los actores. Este modelo incentivaría a Batasuna a exigir a ETA su verdadera desaparición y facilitaría la restauración del consenso entre los principales partidos democráticos.

(Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos)
EL PAÍS, 1/3/2006

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