La ambigüedad de la política antiterrorista
Un diálogo paralelo entre el Gobierno y ETA y de los partidos discutiendo con Batasuna la reforma del marco estatutario, consolidaría un grave déficit democrático. Como el referente norirlandés demuestra, la mera presencia de una organización terrorista condiciona procesos políticos al favorecer una coacción que en absoluto incentiva su definitiva disolución.
Diversos medios de comunicación han informado de que el Gobierno ha adoptado el referente norirlandés en su política hacia ETA. La experiencia antiterrorista en Irlanda del Norte ofrece importantes lecciones en la lucha contra ETA siempre y cuando el paralelismo se establezca con rigor y no con la mera intención de respaldar decisiones políticas previamente asumidas como necesarias. Es decir, la tergiversación de las enseñanzas que se desprenden de las respuestas gubernamentales frente al IRA puede ser enormemente perjudicial para la desaparición del terrorismo en nuestro país y de la capacidad de coacción de la organización terrorista ETA. Así lo sugiere la ineludible conclusión de que el IRA ha logrado recuperar parcialmente por la vía política lo que perdió cuando su violencia fue contrarrestada con medidas antiterroristas que devinieron en una eficaz presión política, policial, social y judicial, precedente que podría trasladarse al ámbito vasco si se cometiesen errores de los que creíamos haber aprendido en España.
A fecha de hoy, el IRA sigue siendo una organización involucrada en actividades delictivas, recopilación de inteligencia y financiación hasta el punto de haberse convertido en «uno de los más sofisticados grupos criminales del mundo», en palabras de uno de los máximos representantes del ministerio británico para Irlanda del Norte. Cierto es que el IRA no pretende reanudar su campaña de asesinatos sistemáticos consciente de los elevados costes políticos que ello le generaría. Sin embargo, la complacencia por este último punto ha llevado a subestimar lo perjudicial que ha resultado para la democracia y la normalización política aceptar la perpetuación de la organización terrorista mientras su brazo político, el Sinn Fein, se fortalecía a cambio del táctico y selectivo silencio del IRA. Con una cierta similitud, en nuestro ámbito se corre el riesgo de confundir la debilidad operativa de ETA y su cálculo estratégico de no mantener una campaña de asesinatos altamente costosa en términos políticos, particularmente tras los atentados del 11 de marzo, con una supuesta voluntad de la organización terrorista por desaparecer de la escena política.
Esta interpretación se ve favorecida por las expectativas que el presidente del Gobierno viene alimentado sobre el «principio del fin de ETA». Esa confianza se sustenta en la declarada creencia de un hipotético distanciamiento entre ETA y Batasuna: puesto que la organización ilegalizada desea concurrir a las elecciones municipales de 2007, se vería obligada a exigir a su brazo armado un alto el fuego. Esta lógica ha derivado en una indulgencia hacia Batasuna evidenciada en la celebración de su reunión en Anoeta en 2004 y en la permisividad con la que se pretendía tolerar otro acto propagandístico como el del pasado enero en Baracaldo de no haber sido por la presión ejercida por diferentes actores, siendo muy relevante en este sentido la carta que el Alto Comisionado para las Víctimas del Terrorismo, Gregorio Peces-Barba, dirigió al fiscal general del Estado. «Toda tolerancia en relación con lo que pudiera ser una falta de respeto a la legalidad produciría daños irreparables para el funcionamiento del Estado de Derecho», destacaba el Alto Comisionado poniendo de manifiesto el problema que subyace bajo determinadas respuestas frente al terrorismo. Es ese preocupante y peligroso escenario de tolerancia e impunidad el que se vislumbra a pesar de que desde el Gobierno se repite que su estrategia no reportará ningún precio político a favor del terrorismo y en contra del Estado. No obstante, la ambigüedad constituye un pilar fundamental de dicha estrategia favoreciéndose así precisamente la obtención de unos réditos políticos para el terrorismo.
Esta ambigüedad emana de la declaración aprobada en el Congreso en mayo de 2005 pese a que se insiste en que dicha resolución plantea claras y muy duras exigencias a ETA. Sin embargo, contenidos clave de la misma son deliberadamente ambiguos permitiendo muy contradictorias interpretaciones. En ella el diálogo con la organización terrorista se condiciona a que ETA manifieste «una clara voluntad para poner fin a la violencia» mediante «actitudes inequívocas que puedan conducir a esa convicción». Aparentemente esta fórmula establece unos límites al diálogo que favorecieron un amplio respaldo a la proposición aprobada en el congreso, pero al mismo tiempo alienta la confusión al no precisar con absoluta claridad cuáles son las obligaciones que se le exigen a ETA. Es decir, en una hipotética situación de tregua la interpretación de cuáles deben ser las «actitudes inequívocas que puedan conducir a la convicción» de que ETA desea concluir su campaña es susceptible de crear una mayor división entre los principales partidos. En realidad, el doble diálogo con ETA y Batasuna, diferenciado pero simultáneo, que ya se acepta desde el Gobierno, favorecería los intereses del movimiento terrorista rebajando las normales exigencias democráticas.
En primer lugar, supone reconocer a ETA como interlocutor legítimo asumiéndose como positiva y suficiente una mera declaración de alto el fuego aunque ésta no equivalga a la total desaparición del grupo terrorista. De ese modo la anunciada promesa de legalización de Batasuna deja de ser un incentivo eficaz para el abandono definitivo del terrorismo favoreciendo por el contrario un contexto en el que el Estado puede verse tentado de facilitar la vuelta a la legalidad del brazo político aunque no sea a cambio de la desaparición y del desarme verificable de ETA y de su entramado terrorista. El motivo es que se genera una dinámica mediante la cual la organización terrorista deja de constituir una carga para el brazo político, pues es precisamente la existencia de dicha organización terrorista la que le garantiza a Batasuna concesiones diversas y un injusto fortalecimiento, derivándose de todo ello una lógica legitimación de los argumentos de quienes justifican y legitiman la violencia como la consecuencia de condiciones no democráticas. El paralelismo con Irlanda del Norte es claro. Gerry Adams y Arnaldo Otegi demandan concesiones bajo pretexto de que sólo así lograrán convencer al IRA y a ETA de la necesidad de dejar la violencia. Sin embargo, Adams ha perpetuado deliberadamente la existencia del grupo terrorista mientras reforzaba su perfil político. De ese modo se ha coaccionado a la sociedad al prometerse la desaparición del IRA al tiempo que continuaba infringiendo la ley mediante la extorsión y otros métodos criminales auténticamente mafiosos. La implícita amenaza que supone esta actitud ha colocado una gran presión sobre la sociedad y las víctimas del terrorismo del IRA transformando el «proceso de paz» en un injusto instrumento de coacción.
Se tiende a limitar el precio político que el Estado habría de pagar al ámbito de los presos etarras, argumentándose que las circunstancias políticas habrían cambiado y que el objetivo último de la paz así lo exigiría. Apréciese cómo determinados movimientos tácticos de ETA, entre ellos el anuncio del cese de sus actividades terroristas en un contexto de debilidad en el que resulta poco rentable la reactivación de los asesinatos, podrían facilitar un escenario en el que bajo el pretexto de una modificación de las «circunstancias políticas», principios esenciales de la democracia y de la lucha antiterrorista fueran abandonados, incluida la máxima recogida en la resolución del congreso de que «la violencia no tiene precio político». Así ocurriría si la separación de poderes en la que se sustenta nuestro sistema democrático fuera ignorada con el objeto de favorecer beneficios penitenciarios con la excusa de que políticamente ciertas medidas son imprescindibles para el avance del «proceso de paz». Ciertamente esa parece ser la consideración de los denominados «expertos del Gobierno», tal y como se desprendía de la información publicada por «El País» el 5 de diciembre de 2005 en la que se leía lo siguiente: «El futuro de los presos será el eje de las conversaciones entre el Gobierno y la banda. Será la clave de esa parte de la negociación. Los expertos confían en que la previa declaración del cese de la violencia terrorista cambie el clima de opinión sobre esta cuestión. Las encuestas reflejan hoy una opinión mayoritaria reacia a la adopción de medidas de gracia para presos condenados por terrorismo». El mismo diario informaba el 4 de febrero de 2006 de que una mera declaración de tregua sería suficiente para que Zapatero acudiese «al Congreso para declarar abierto el proceso de paz» con objeto de proponer «la apertura de un diálogo del Gobierno con ETA para buscar una salida a los presos», iniciativa que «desbloquearía el diálogo entre todos los partidos vascos, incluida la ilegalizada Batasuna, para reformar el Estatuto vasco».
En su decadencia, grupos como IRA y ETA buscan perpetuarse coaccionando a actores políticos y sociales mediante la promesa de una desaparición que no llega si la respuesta gubernamental se traduce en concesiones que demuestran la eficacia de mantener a la organización terrorista, pues esta presencia garantiza contraprestaciones que sin ella no se producirían. Dicha dinámica favorece la peligrosa legitimación de quienes han utilizado la violencia obstaculizando una verdadera normalización política y el logro de la paz. Es por ello por lo que un diálogo paralelo entre el Gobierno y ETA, al tiempo que los partidos discuten con Batasuna la reforma del marco estatutario, consolidaría un grave déficit democrático. Las negociaciones políticas se realizarían sin la desaparición de una organización terrorista cuya mera declaración de cese de actividades violentas no constituye una prueba inequívoca de su voluntad de poner fin a su existencia. Como el referente norirlandés demuestra, la mera presencia de una organización terrorista condiciona procesos políticos en los cuales participa el partido que la representa al favorecer una coacción que en absoluto incentiva su definitiva disolución.
(Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos)
ABC, 15/2/2006
Diversos medios de comunicación han informado de que el Gobierno ha adoptado el referente norirlandés en su política hacia ETA. La experiencia antiterrorista en Irlanda del Norte ofrece importantes lecciones en la lucha contra ETA siempre y cuando el paralelismo se establezca con rigor y no con la mera intención de respaldar decisiones políticas previamente asumidas como necesarias. Es decir, la tergiversación de las enseñanzas que se desprenden de las respuestas gubernamentales frente al IRA puede ser enormemente perjudicial para la desaparición del terrorismo en nuestro país y de la capacidad de coacción de la organización terrorista ETA. Así lo sugiere la ineludible conclusión de que el IRA ha logrado recuperar parcialmente por la vía política lo que perdió cuando su violencia fue contrarrestada con medidas antiterroristas que devinieron en una eficaz presión política, policial, social y judicial, precedente que podría trasladarse al ámbito vasco si se cometiesen errores de los que creíamos haber aprendido en España.
A fecha de hoy, el IRA sigue siendo una organización involucrada en actividades delictivas, recopilación de inteligencia y financiación hasta el punto de haberse convertido en «uno de los más sofisticados grupos criminales del mundo», en palabras de uno de los máximos representantes del ministerio británico para Irlanda del Norte. Cierto es que el IRA no pretende reanudar su campaña de asesinatos sistemáticos consciente de los elevados costes políticos que ello le generaría. Sin embargo, la complacencia por este último punto ha llevado a subestimar lo perjudicial que ha resultado para la democracia y la normalización política aceptar la perpetuación de la organización terrorista mientras su brazo político, el Sinn Fein, se fortalecía a cambio del táctico y selectivo silencio del IRA. Con una cierta similitud, en nuestro ámbito se corre el riesgo de confundir la debilidad operativa de ETA y su cálculo estratégico de no mantener una campaña de asesinatos altamente costosa en términos políticos, particularmente tras los atentados del 11 de marzo, con una supuesta voluntad de la organización terrorista por desaparecer de la escena política.
Esta interpretación se ve favorecida por las expectativas que el presidente del Gobierno viene alimentado sobre el «principio del fin de ETA». Esa confianza se sustenta en la declarada creencia de un hipotético distanciamiento entre ETA y Batasuna: puesto que la organización ilegalizada desea concurrir a las elecciones municipales de 2007, se vería obligada a exigir a su brazo armado un alto el fuego. Esta lógica ha derivado en una indulgencia hacia Batasuna evidenciada en la celebración de su reunión en Anoeta en 2004 y en la permisividad con la que se pretendía tolerar otro acto propagandístico como el del pasado enero en Baracaldo de no haber sido por la presión ejercida por diferentes actores, siendo muy relevante en este sentido la carta que el Alto Comisionado para las Víctimas del Terrorismo, Gregorio Peces-Barba, dirigió al fiscal general del Estado. «Toda tolerancia en relación con lo que pudiera ser una falta de respeto a la legalidad produciría daños irreparables para el funcionamiento del Estado de Derecho», destacaba el Alto Comisionado poniendo de manifiesto el problema que subyace bajo determinadas respuestas frente al terrorismo. Es ese preocupante y peligroso escenario de tolerancia e impunidad el que se vislumbra a pesar de que desde el Gobierno se repite que su estrategia no reportará ningún precio político a favor del terrorismo y en contra del Estado. No obstante, la ambigüedad constituye un pilar fundamental de dicha estrategia favoreciéndose así precisamente la obtención de unos réditos políticos para el terrorismo.
Esta ambigüedad emana de la declaración aprobada en el Congreso en mayo de 2005 pese a que se insiste en que dicha resolución plantea claras y muy duras exigencias a ETA. Sin embargo, contenidos clave de la misma son deliberadamente ambiguos permitiendo muy contradictorias interpretaciones. En ella el diálogo con la organización terrorista se condiciona a que ETA manifieste «una clara voluntad para poner fin a la violencia» mediante «actitudes inequívocas que puedan conducir a esa convicción». Aparentemente esta fórmula establece unos límites al diálogo que favorecieron un amplio respaldo a la proposición aprobada en el congreso, pero al mismo tiempo alienta la confusión al no precisar con absoluta claridad cuáles son las obligaciones que se le exigen a ETA. Es decir, en una hipotética situación de tregua la interpretación de cuáles deben ser las «actitudes inequívocas que puedan conducir a la convicción» de que ETA desea concluir su campaña es susceptible de crear una mayor división entre los principales partidos. En realidad, el doble diálogo con ETA y Batasuna, diferenciado pero simultáneo, que ya se acepta desde el Gobierno, favorecería los intereses del movimiento terrorista rebajando las normales exigencias democráticas.
En primer lugar, supone reconocer a ETA como interlocutor legítimo asumiéndose como positiva y suficiente una mera declaración de alto el fuego aunque ésta no equivalga a la total desaparición del grupo terrorista. De ese modo la anunciada promesa de legalización de Batasuna deja de ser un incentivo eficaz para el abandono definitivo del terrorismo favoreciendo por el contrario un contexto en el que el Estado puede verse tentado de facilitar la vuelta a la legalidad del brazo político aunque no sea a cambio de la desaparición y del desarme verificable de ETA y de su entramado terrorista. El motivo es que se genera una dinámica mediante la cual la organización terrorista deja de constituir una carga para el brazo político, pues es precisamente la existencia de dicha organización terrorista la que le garantiza a Batasuna concesiones diversas y un injusto fortalecimiento, derivándose de todo ello una lógica legitimación de los argumentos de quienes justifican y legitiman la violencia como la consecuencia de condiciones no democráticas. El paralelismo con Irlanda del Norte es claro. Gerry Adams y Arnaldo Otegi demandan concesiones bajo pretexto de que sólo así lograrán convencer al IRA y a ETA de la necesidad de dejar la violencia. Sin embargo, Adams ha perpetuado deliberadamente la existencia del grupo terrorista mientras reforzaba su perfil político. De ese modo se ha coaccionado a la sociedad al prometerse la desaparición del IRA al tiempo que continuaba infringiendo la ley mediante la extorsión y otros métodos criminales auténticamente mafiosos. La implícita amenaza que supone esta actitud ha colocado una gran presión sobre la sociedad y las víctimas del terrorismo del IRA transformando el «proceso de paz» en un injusto instrumento de coacción.
Se tiende a limitar el precio político que el Estado habría de pagar al ámbito de los presos etarras, argumentándose que las circunstancias políticas habrían cambiado y que el objetivo último de la paz así lo exigiría. Apréciese cómo determinados movimientos tácticos de ETA, entre ellos el anuncio del cese de sus actividades terroristas en un contexto de debilidad en el que resulta poco rentable la reactivación de los asesinatos, podrían facilitar un escenario en el que bajo el pretexto de una modificación de las «circunstancias políticas», principios esenciales de la democracia y de la lucha antiterrorista fueran abandonados, incluida la máxima recogida en la resolución del congreso de que «la violencia no tiene precio político». Así ocurriría si la separación de poderes en la que se sustenta nuestro sistema democrático fuera ignorada con el objeto de favorecer beneficios penitenciarios con la excusa de que políticamente ciertas medidas son imprescindibles para el avance del «proceso de paz». Ciertamente esa parece ser la consideración de los denominados «expertos del Gobierno», tal y como se desprendía de la información publicada por «El País» el 5 de diciembre de 2005 en la que se leía lo siguiente: «El futuro de los presos será el eje de las conversaciones entre el Gobierno y la banda. Será la clave de esa parte de la negociación. Los expertos confían en que la previa declaración del cese de la violencia terrorista cambie el clima de opinión sobre esta cuestión. Las encuestas reflejan hoy una opinión mayoritaria reacia a la adopción de medidas de gracia para presos condenados por terrorismo». El mismo diario informaba el 4 de febrero de 2006 de que una mera declaración de tregua sería suficiente para que Zapatero acudiese «al Congreso para declarar abierto el proceso de paz» con objeto de proponer «la apertura de un diálogo del Gobierno con ETA para buscar una salida a los presos», iniciativa que «desbloquearía el diálogo entre todos los partidos vascos, incluida la ilegalizada Batasuna, para reformar el Estatuto vasco».
En su decadencia, grupos como IRA y ETA buscan perpetuarse coaccionando a actores políticos y sociales mediante la promesa de una desaparición que no llega si la respuesta gubernamental se traduce en concesiones que demuestran la eficacia de mantener a la organización terrorista, pues esta presencia garantiza contraprestaciones que sin ella no se producirían. Dicha dinámica favorece la peligrosa legitimación de quienes han utilizado la violencia obstaculizando una verdadera normalización política y el logro de la paz. Es por ello por lo que un diálogo paralelo entre el Gobierno y ETA, al tiempo que los partidos discuten con Batasuna la reforma del marco estatutario, consolidaría un grave déficit democrático. Las negociaciones políticas se realizarían sin la desaparición de una organización terrorista cuya mera declaración de cese de actividades violentas no constituye una prueba inequívoca de su voluntad de poner fin a su existencia. Como el referente norirlandés demuestra, la mera presencia de una organización terrorista condiciona procesos políticos en los cuales participa el partido que la representa al favorecer una coacción que en absoluto incentiva su definitiva disolución.
(Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos)
ABC, 15/2/2006
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