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Aprendiendo a pactar

La violencia ha estado presente en todas las sociedades, pero en el siglo XX, uno de los más violentos de la historia de la humanidad, perdieron la vida por con- flictos armados, según organismos internacionales, más de 191 millones de personas. Estamos, pues, ante una moderna experiencia en guerras y, por tanto, en pactos, cosas no distanciadas entre sí y que normalmente se imponen a las partes al fin de un conflicto. Y en este final, proceso terapéutico por excelencia, si se quieren desarrollar las bases de un consenso más o menos amplio y reparador, las garantías implícitas y explícitas de éxito reclaman no caer en la tentación de sólo exigir unilateralmente a una parte, pues cada parte en conflicto tiene, de lógica, sus víctimas y también su personalidad específica, con sus protagonistas y con determinados sectores sociales implicados.
Otra característica de los procesos de paz, ya sea en formato personal, familiar o colectivo, debido a la dificultad para experimentar el dolor subjetivo del otro, es que no están exentos de emociones y demonios que pueden convertir a los participantes, en admirables y sanos protagonistas, pero también, por el contrario, en más víctimas, si cabe, del odio, del rencor y de las preocupaciones. En estos procesos, si un bando apuesta por la asimetría del dolor, como nos movemos en un espacio íntimo, intangible, en que afortunadamente no es posible medir la ratio de razonable, el otro estaría legitimado para preguntar: ¿hacia qué parte?, por lo que es aconsejable despejar todos los productos inconscientes de la imaginación y reforzar los aspectos más conscientes y más saludables de la razón para construir o manejar una nueva historia.
Por tanto, según la participación y la forma de pactar, existen múltiples modelos y posibilidades de negociación. Podemos resaltar una, por su proximidad y por la importancia histórica que se le otorgó, para ver los resultados que la tozuda realidad está demoliendo y resituando.
En 1975, a la muerte del dictador Franco, el Estado español usó interesadamente el término reconciliación para sugerir un final de guerra iniciada por los militares facciosos que el 18 de julio de 1936 se sublevaron contra la II República Española, legalmente constituida y democrática. La vituperada transición pactada permitió que el ejército rebelde ­ejercito victorioso­, sin pedir perdón ni aceptar que incurrió en graves violaciones de los Derechos Humanos, y a pesar de las calamidades que protagonizaron hasta el último día, benévola e indulgentemente se alzara de nuevo como garante y defensor de un pueblo reprimido a hierro y fuego durante cuarenta años. Que era un pacto inspirado, para sólo una parte, los vencedores, e intervenido por vencedores, queda reflejado en la lucha mantenida hoy todavía entre los partidarios de la memoria (la de los humanos es muy corta) y el olvido oficial de la Historia que se impone desde ciertas instituciones.
Y la señal fundamental para entender que la transición fue poco modélica, con una negociación y una paz más impuesta que elaborada, son los postulados esgrimidos sesenta años después del final de la guerra civil por el cardenal Rouco Varela, como reflejo de una iglesia tradicionalista y víctima: «no hemos querido hacer ni lo uno ni lo otro (acto de arrepentimiento y reconciliación), porque nos parece que no hubiera sido justo ni oportuno».
En el presente vasco, con una dura negociación y con un posible futuro de nuevos tratados, por el negro horizonte que dejó en Euskal Herria los pactos de aquella transición, sería bueno averiguar quién tuvo intereses en aquel engaño y quién fue el falsificador en aquellas fechas, porque no estamos como afirma Nietzsche ante la necesidad de un olvido creador sino, por el contrario, ante un histórico pacto con la imperiosa necesidad de una memoria creadora y reparadora.
Después de años de guerra, los agentes políticos españoles declaran que están verificando la voluntad del alto el fuego de la organización ETA, y que actuarán como siempre, desde Euskal Herria verificaremos también si en esta ocasión van a huir de la verdad y a disimular de nuevo la historia. Reclamar sólo a una parte y concentrarse en el poder representativo que imagi- nativamente (sólo en la imaginación) han poseído es ocultarse sine die a la realidad, porque el estilo de vida de los vascos ya está moldeado con unos cimientos históricos. Estos cimientos y moldeado legado, han sido asumidos en las conciencias de los que nos vamos, pero también en las de los que vienen. Y este estilo y esta vía son los que seguirán nuestros hijos con su timing psicológico, es decir con su ritmo y su momento oportuno, de acuerdo con la dinámica emocional que subyace a todo acto humano. -
Francisco Larrauri - Psicólogo


Gara, 25 de abril de 2006

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