La Iglesia y los símbolos de la democracia
El oráculo del desgobierno, el diario El País, ha anunciado, con grandes alardes tipográficos, que en la nueva ley de memoria histórica el gobierno va a pedir a la Iglesia la eliminación de los símbolos franquistas en los templos y lugres de culto. Una vez más, los socialistas radicalizados quieren arrojar a la cara de la Iglesia una historia manipulada y manipuladora.
El mensaje subyacente es claro: la identificación entre Iglesia y franquismo es una de las claves de nuestro reciente pasado. El franquismo supuso la ruptura con una tradición de progreso y democracia, un proyecto de modernización, de talante público –la II República– y la Iglesia es hoy la única institución vigente que legitima y permanece en la obstinación de la ruptura del progreso. Al fin y al cabo, nada nuevo bajo el sol. Lo que el gobierno, incitado y excitado por sus socios radicales, está haciendo no es recuperar la memoria, sino recuperar los odios fraticidas.
Mientras la modernidad tuvo una obsesión permanente, manipular la historia, la postmodernidad se ha entregado a la manipulación de la naturaleza. Vivimos en el primer período de la humanidad en el que el poder político incide, decisivamente, en la naturaleza, interviene en ella, actúa sobre ella, la manipulada a ciencia y a conciencia. La característica definitoria del gobierno de Rodríguez Zapatero es no sólo que está en la más desacreditada modernidad –obsesión por la historia– sino que se ha entregada a la más despreciable postmodernidad –destrucción de la naturaleza dada– en su afán por estar a la cabeza del progreso de la transformación radical y redefinición de lo humano –legislación sobre el matrimonio, la familia, la vida–.
Durante los primeros años del siglo XX, el laicismo operante actuaba en un frente, a lo sumo en dos. Hoy los ataques disolventes de lo humano y de lo cristiano se perciben desde una estrategia global, en varios frentes y de muy variadas formas, modos y estilos. Estamos asistiendo a una agresiva sustitución moral frente a una adormecida conciencia social. La pretensión sistemática de remover el pasado, la nocturnidad y alevosía estival de confundir a la opinión pública con leyes de memoria, es una maniobra política para que olvidemos los verdaderos problemas.
La política sobre la historia del gobierno respecto a la Iglesia se basa en una serie de lapsus imperdonables. Olvidan a los mártires de la persecución religiosa, la destrucción de Iglesia y conventos, la saña anticlerical y antieclesial, la ideología marxista subyacente en el proyecto de no pocos de los que tuvieron en sus manos el gobierno de la II República. Pero también olvidan –y eso es lo más importante– el papel de la Iglesia en la consolidación y desarrollo de la reciente democracia. Por más que se empeñen los socialistas radicales, la Iglesia hoy no tiene más símbolos que los del Evangelio, que es constructor de humanidad, de bien común, de democracia. Mientras el gobierno socialista se empeña en recuperar los símbolos laicistas, y en hacerlos visibles, la Iglesia campea por el respeto y la comprensión de y con la historia.
No se puede reivindicar la II República y la memoria de las víctimas de un bando en la Guerra civil sin tener en cuenta que llevamos treinta años de democracia y que ha existido una Transición que aceptó una serie de convenciones y convicciones sobre cuál sería el papel de la historia reciente en la construcción de la sociedad civil. El arzobispo de Pamplona, monseñor Fernando Sebastián, ha recordado en una reciente entrevista que "la influencia que el cardenal Tarancón y los obispos que trabajaban con él para orientar la vida de la Iglesia y sobre todo, las actitudes sociales de los católicos según las enseñanzas del Concilio Vaticano II, fueron decisivas para que grandes sectores de los católicos españoles aceptaran la democracia, aceptaran la renuncia de una manera habitual de ver las cosas e hicieran el esfuerzo generoso de acomodarse a unos esquemas nuevos de vida y a un estilo, nuevo también, de presencia y de acción de la Iglesia en la sociedad y en la vida pública. La Iglesia española, por fidelidad a sí misma y por servicio al bien de España, renunció a su estatuto jurídico, presuntamente de privilegio (porque también tenía muchas servidumbres) y entró muy decidida y sinceramente en el nuevo estatuto de Iglesia libre en un Estado libre, contando exclusivamente con el ámbito de las libertades civiles para ejercer su propia misión, sin ningún especial apoyo o privilegio, acomodándose a los espacios de libertad de una sociedad democrática para desarrollar su vida y anunciar el Evangelio".
Palabras que bien pudieran alentar una ley de agradecimiento histórico a la Iglesia y de memoria de quien ha contribuido, decisivamente, a la democracia.
Por José Francisco Serrano Oceja
Libertad Digital, suplemento Iglesia, 27 de julio de 2006
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