Religión: el hachís del pueblo
Las últimas investigaciones en materia teológica no sólo han demostrado que Jesucristo se casó por lo civil con María Magdalena y pasó la luna de miel en un spa de Samaria, sino que además era votante de Izquierda Unida. El descubrimiento está llamado a revolucionar las estructuras de la Iglesia Católica, fagocitadas en los últimos siglos por una jerarquía misógina; pero sería injusto no reconocer el mérito del eximio sector progre de la curia, que desde los años 60 se dedicó a modernizar una institución llena de arcaísmos y contradicciones.
A mediados del siglo pasado, la Iglesia de Roma aceptó con buen criterio la inexorabilidad del triunfo del comunismo a escala mundial. Finalmente el vaticinio resultó inexacto, no porque el materialismo dialéctico fracasara como herramienta de interpretación de la Historia, sino por la aparición de sujetos deleznables como Reagan y Juan Pablo II, que se empeñaron en hacer fracasar el experimento social más bello jamás llevado a cabo. Ni San Marx bendito pudo prever que la intransigencia humana llegara a crear unos personajes tan siniestros. De haber perseverado la Iglesia en las tesis paulinas y los yanquis en la doctrina Carter, el Muro de Berlín seguiría cumpliendo su papel de impedir que las masas desheredadas de la Europa Occidental se lanzaran en tromba hacia la arcadia socialista como finalmente ha acabado sucediendo. Aunque demasiado tarde para las hordas de pobres occidentales, que cuando acabaron de correr en dirección a la Plaza Roja de Moscú se dieron de bruces con los escaparates de McDonald's.
En los felices sesenta hubo por primera vez en las anquilosadas estructuras vaticanas un rapto de sensatez, concretado en lo que se dio en llamar el aggiornamiento. Se trataba de poner al día una institución claramente superada por los tiempos y hacerla simpática a las élites progresistas, vanguardia de la humanidad. En España es necesario reseñar el mérito de la democracia cristiana de Ruiz Jiménez y sus Cuadernos para el Diálogo, extraordinaria empresa intelectual creada para fomentar el diálogo entre el marxismo y el cristianismo, con tanto acierto que ningún marxista se convirtió al catolicismo, mientras que fueron miles los católicos que, gracias a ese invento, acabaron solicitando el preceptivo carné del PCE.
Pero esos atisbos felices se vinieron abajo con la vuelta atrás del Vaticano impuesta por Juan Pablo II, de tal forma que, actualmente, salvo algún grupúsculo indigenista felizmente irreductible que aún preconiza la Teología de la Liberación, la Iglesia Católica, Apostólica y Romana ha perdido su virtualidad como herramienta de la lucha de clases.
No obstante, reconocido el hecho de que el ser humano tiende a la mística (si bien por culpa de la superestructura económica, no por un absurdo apego a lo espiritual), resulta necesario encontrar un sustituto a la irremisiblemente perdida Iglesia Católica. En esta tesitura, el Islam ha hecho su aparición como un elemento fundamental para incidir en las contradicciones de nuestra cultura por el lado de lo trascendente. Parece mentira que los progresistas no hubiéramos advertido hasta hace bien poco el potencial de la religión de la paz, pero una especie de ceguera histórica nos impidió ver lo que teníamos ante nuestros ojos.
El Islam es la última esperanza para acabar con la cultura occidental. Sus pintorescas tradiciones en el terreno de la moral, su peculiar consideración hacia la mujer como sujeto de derecho y su forma de organización civil en forma de teocracia son irrelevantes frente a su potencial incuestionable como herramienta para la lucha anticapitalista, algo que conviene tener en consideración a efectos meramente utilitarios. Y una vez demolidas las estructuras de la tradición judeocristiana, tiempo habrá de reconducir a los islamistas más ortodoxos a la senda de la modernidad a través de las cuatro virtudes cardinales del progresismo: diálogo, talante, mestizaje y tolerancia. Porque si bien la historia de Al-Andalus como paraíso de la tolerancia y el enriquecimiento cultural suena rematadamente bien, los progres no podemos correr el riesgo de que algún exaltado acabe con ciertas costumbres que cultivamos con ahínco, costumbres que la ortodoxia coránica no vacilaría en calificar de herejía hedonista. Vamos, que lo de acabar con la cultura occidental está muy bien, pero tampoco conviene pasarse de frenada, no sea que al final acabemos todos en una grúa, y no precisamente en labores de construcción.
Por Fidel Vladimir el Exegeta
Libertad Digital, La revista de agosto, 29 de agosto de 2006
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