La fe razonable de Michele Serra
En su columna de La Repubblica, Michele Serra se pregunta, “con el respetuoso interés del no creyente, qué tiene el diablo de razonable en el formidable mito de la resurrección de la carne, de la vida (¡eterna!) y del amor universal”. Posiciones arduas para la razón humana.
“Yo –confiesa el autor con humor, como es habitual en él-, si tuviera fe cristiana, no me sentiría para nada razonable, pero sí inmensamente feliz. Sería preferentemente franciscano, iría descalzo, sería amable y pobre, y contaría todo el santo día batallitas de los neocon”.
Giorgio Montefoschi, a raíz de estas afirmaciones, observa críticamente cómo “la realidad es bien distinta, por desgracia. La fe no se posee, huye continuamente y, quizá porque se pretende creer en cosas imposibles, se somete continuamente a prueba. La fe, más que felicidad, es tormento. Lo sabía San Pablo, lo sabía Dostoievsky, lo sabe el Papa, lo saben todos los cristianos” (Corriere della Sera, 28/10/06).
La observación de Montefoschi no es exacta. En realidad, la fe no es tanto tomento, sino la propia vida. La concepción “trágica” de la fe es un triunfo extremo de la Reforma protestante. Para el catolicismo la fe es consolación, alegría que acompaña el drama de la exitencia humana. En esto, Michele Serra tiene razón: la fe es promesa de felicidad. Donde falla es en la concepción de esta felicidad como contraria a la razón, como una forma de locura. Locura tiene el cristianismo, como sabía San Pablo, pero es una locura no contraria a la razón sino que camina al lado de la razón, signo de una gratuidad que excede cualquier imaginación o deseo.En este sentido, la razonabilidad de la fe reside en dar satisfacción al deseo humano, que no es sólo “libido” sino que también, y sobre todo, es afecto: al otro, al mundo, a sí mismo.
De este afecto surge la pasión por la vida, el no a la muerte, al nihilismo que, como una depresión, vacía la vida de millones de individuos. El hombre, hecho para la felicidad, mueve su libertad en busca de una fascinación más grande, de una posesión del ser siempre mayor. San Agustín lo comprendió perfectamente. Cristo era, para él, el “Tú” amado, buscado largamente a través de los semblantes y los rostros del mundo, meta anhelada por el corazón inquieto, insatisfecho. Paz y alegría de una búsqueda que, sin encontrar fin, hallaba en cambio a su objeto. Según Agustín, el cristianismo se ha unido a la mejor parte del pensamiento clásico: el filón hedonista que unía bien y felicidad, la posesión del bien con la satisfacción del ánimo. Contra todo estoicismo, antiguo y moderno, que hace del sabio un individuo insensible, triste, que encuentra en el revolucionario siglo XX su modelo ideal.
La “experiencia” cristiana es el inicio de un cumplimiento, el céntuplo que tiene su ejemplo en el corazón alegre. Lo que sorprende en los santos, en aquéllos que el pueblo cristiano reconoce como “sus” santos, es la leticia. La “perfecta leticia” de la que habla San Francisco. Humanamente es una forma de locura, pero es una locura razonable. No es obra de visionarios ni exaltados, de fundamentalistas fanáticos, sino reverberación de una presencia que corresponde a la forma y al deseo del ánimo.
La afirmación de Serra es perfecta: “Yo, si tuviera la fe cristiana..., me sentiría... inmensamente feliz”. El ateo indica aquí, sin poderla gustar, la experiencia de la “conversión”. Personalmente, demostrando honestidad intelectual, se queda en la puerta. Más allá no hay ni utopía ni país de los sueños, en eso tiene razón Montefoschi, pero sí una existencia que, impregnada de una última tristeza, está sin embargo indeleblemente sellada por una profunda gratitud por la presencia del Misterio en el que la realidad ha vencido a la nada en que todas las cosas se precipitan.
Massimo Borghesi
Páginas Digital, 29 de noviembre de 2006
0 comentarios