En el crepúsculo de (algunas) mentiras
La vida política e intelectual española se asfixia entre mentiras y escrúpulos. Costará mucho trabajo removerlos, pero no será imposible. Hay muchos españoles que no están dispuestos a aceptar y pasar por Eso. Eso, la Gran Mentira, ya no puede durar.
Ya no puede durar el mito de Transición, una vulgar Repartición de poder.
Ya no puede durar la pseudohistoria de la Monarquía del 22 de noviembre, empalmada con la de la República trágica. Tampoco tendrá ya larga vida la damnatio memoriae del franquismo, estólida denigración de una generación española.
¿Qué decir de la Nación? Esta seguirá siendo una, hasta que tal vez desaparezca o se eclipse, destino de todas las manifestaciones del espíritu humano. Certus an, incertus quando. Pero hasta ese momento habrá tal vez lugar para abandonar la triste monserga de la voluntaria destruyción de la patria. La supervivencia histórica de la nación española no depende de la Carta otorgada de 1978. Mucho menos de los Preámbulos de los Estatutos de Autonomía. Alfilerazos a un elefante.
La nación, o el recuerdo suyo que todavía vibra en nuestros coetáneos, ha sobrevivido a los noventayochos y a los ayacuchos. ¿No ha de sobrevivir a un Presidente frívolo o insensato? ¿No ha de sobrevivir a una promoción de universitarios o intelectuales venales? ¿A cien películas guerracivilistas deleznables? ¿A la literatura antifranquista? También, por qué no, a los agoreros del tradicionalismo eterno.
El problema no lo tiene la nación, que es, como tal vez escribiría Zubiri, una de esas cosas que nos acontece. El problema político de la España de hoy no es en realidad o no es sólo nacional -el 14-M (dentro de no mucho nos preguntaremos ¿de qué año?) es una fiesta infantil al lado del 711 d. C., el 1648 d. C. o el 1824 d. C.-
La corajina nacionalista oculta en realidad la desamortización del Estado. Esa es la verdadera cuestión. La nación sobrevivió a los caídos en las guerras civiles del siglo XIX. Lo que no sobrevivió, porque entre otras razones malamente existía, fue el Estado.
En 1936-39 se inicia un nuevo periodo histórico. En aquellos años ha arraigado nada menos que el Estado, forma política que nunca antes de Franco ha tenido verdadera existencia en el solar de los españoles. Desbastar el Estado, destruir el Estado es regresar directamente al siglo XIX. El Estado es justamente aquello que es preciso apuntalar, incluso contra el falseamiento juridicista de la constitución. ¿Dónde se concebiría una interpretación constitucional, como la patrocinada por el Gobierno actual, cuya meta fuese el desapoderamiento del Estado?
Han de ayudar a clarificar las cosas páginas como las del inteligente Jesús Laínz, en las que reza: «Washington, Jefferson y compañía no les dijeron a los ingleses que querían separarse de ellos porque tenían tal o cual peculiaridad étnica, histórica, lingüística, literaria, folclórica, moral o gastronómica que los hacía distintos. Simplemente querían mandar ellos». Desapoderar un Estado para erigir otro. Esa reflexión debería ahorrarnos perder el tiempo descifrando el misterio de los nacionalismos vascos, catalán, gallego, andaluz, etc. La cuestión de fondo es el problema del eterno político: la apropiación del poder. Con un razonar neomaquialeniano sería más fácil, también mucho más noble, la contienda con los enemigos del Estado.
Jesús Laínz, La nación falsificada. Ilustraciones de Julen Urrutia. Madrid, Ediciones Encuentro, 2006, 517 pp.
Por Jerónimo Molina
http://www.empresaspoliticas.blogspot.com/, 1 de diciembre de 2006
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