La guerra civil occidental*
Mientras leía el manuscrito de Martín Alonso, pensaba en la escena final de Fahrenheit 451, la película de Truffaut basada en la novela de Ray Bradbury. Un grupo de contestatarios enemistados con el totalitarismo que se ha apoderado de la civilización occidental se refugia en un bosque, donde se dedica a memorizar obras literarias para impedir que la quema sistemática de libros llevada a cabo por las autoridades acabe con la literatura. En esta sociedad secreta, las personas han dejado de llamarse por su nombre y adoptado el nombre de la obra literaria que les toca preservar bajo la forma intangible –es decir, incombustible– del libro memorizado.
El autor del libro que usted tiene en sus manos es, aunque él mismo no lo sepa, un miembro de esa sociedad secreta. Él no se rebela contra un totalitarismo consumado sino contra otro al que considera en ciernes, y lo que salva de la hoguera decretada por los totalitarios no son libros, sino la relación entre el lenguaje y la realidad, entre las palabras y lo que ellas nombran. Las "autoridades", en su caso, son los intelectuales, publicistas y medios de comunicación que, prolongando la vieja estafa del estructuralismo y el deconstructivismo, han vaciado de contenido las palabras que definen a la democracia liberal y anulado o reducido a mera entelequia las ideas y valores que constituyen el fundamento de la civilización occidental.
Doce de septiembre es un libro indignado e indignante en el sentido literal del término, es decir, contagioso de indignación. Nace de un acto de repugnancia moral contra los atentados cometidos el 11 de septiembre de 2001 y contra la campaña de símbolos fraudulentos con que tantos intelectuales y publicistas contemporáneos han pretendido relativizar la conspiración de los fanatismos islámicos contra la democracia liberal. El blanco de las iras del autor no es el sano escepticismo frente a las verdades del Estado occidental o la necesaria crítica al poder de turno en las democracias liberales. La civilización occidental debe buena parte de su grandeza, precisamente, al ejercicio continuo de la crítica y a esa búsqueda permanente del conocimiento que pasa por el ensayo y el error. Se refiere al sabotaje que soporta la cultura occidental desde su propio seno y que amenaza con dejarla inerme frente al asedio exterior de quienes ven en su prosperidad una manifestación satánica.
Si se tratase de una simple rectificación de la narrativa ideológica que culpa a la democracia liberal del odio del que fue víctima Estados Unidos el 11 de septiembre, estaríamos ante un proyecto limitado. La tragedia que segó la vida de más de tres mil personas aquel día –y que produjo en el autor un trauma cuyo resultado es esta, su primera criatura literaria– sirve como punto de partida para una reflexión más amplia. La reflexión abarca no tanto el día después –aunque también– como el día anterior: la larga marcha de quienes viven empeñándose desde hace mucho tiempo en diluir en la imaginación contemporánea la línea divisoria entre lo que está bien y lo que está mal, ardid moral que tuvo en el 11 de septiembre y en las mentiras posteriores apenas un capítulo importante. El día después es algo así como la exacerbación de esa perversión que ya existía el día anterior.
Según la tesis central, la verdadera guerra no la libran las sociedades libres contra el fundamentalismo islámico sino que se libra entre dos bandos que, en principio, son depositarios del mismo cuerpo valórico y herederos de una misma tradición occidental, pero que tienen frente al futuro de esa civilización una actitud radicalmente distinta. En un bando, intelectual y hasta moralmente acorralados, están aquellos para quienes está en juego la supervivencia de la libertad; en el otro, quienes carecen de interés en defenderla y están dispuestos, usando armas racionales, a acelerar su destrucción. No es la lucha del Islam contra el Cristianismo y ni siquiera la del fundamentalismo islámico contra el Occidente, sino del Occidente contra el Occidente mismo. Se trata de una escisión muy anterior al del 11 de septiembre de 2001, aunque esa fecha sea, por su magnitud y significación, el parteaguas simbólico.
La primera impresión es que se trata de un libro derrotista: Alonso da a entender que los enemigos de la libertad han ganado la partida en el campo de la opinión pública, usando los medios de comunicación para vaciar de contenido palabras como "libertad" y "democracia". Pero nadie que cree haber perdido una guerra escribe un libro disparando tiros de respuesta. Y este libro dispara información y argumentos contra el armazón intelectual del antiamericanismo, el antisemitismo y el antiliberalismo. La convulsión derrotista disimula, en el fondo, una fe secreta en la victoria: victoria que sólo llegará a condición de que los consumidores incautos de la estupidez que propagan sin tregua los enemigos de la libertad se sacudan el estado de confusión.
En Cómo terminan las democracias, Jean François Revel anunció una derrota de la libertad frente al comunismo en plena Guerra Fría para despertar a Occidente de su letargo moral ante un enemigo que no se distraía un segundo de su objetivo. El autor de Doce de septiembre se hace eco inconsciente de ese ejercicio: litigar la conciencia de los ciudadanos libres con advertencias funestas para activar en ellos el nervio moral adormecido. Despertar ese nervio moral es indispensable para impedir que los americanos y europeos empeñados en derribar la más alta expresión de la civilización humana –las siempre perfectibles democracias liberales encabezadas por Estados Unidos– logren su propósito.
Soy un liberal, lo que significa que entre mis convicciones y las de un conservador habrá siempre un tronco común pero también un espacio de sana divergencia. No comparto del todo algunas opiniones expresadas en el libro. Aunque entiendo que no es ésa la intención del autor, algún pasaje del libro daría la impresión de amalgamar a los críticos de la política de Israel frente a los palestinos bajo la etiqueta de antisemitismo. Muchos de ellos son antisemitas, pero hay personas respetables que reprueban de buena fe, y precisamente en nombre de la civilización occidental, ciertos abusos cometidos por el Estado hebreo. Hacerlo no implica desear la desaparición de esa nación o condonar la barbarie de los fundamentalistas islámicos, las dictaduras árabes que los financian y abrigan, o el resentimiento que bajo el disfraz espiritual fabrica generaciones de críos dispuestos a morir matando. Tampoco acompaño al autor en su valoración del aborto como una de las caras de la traición que muchos occidentales cometen contra su propia civilización, pues considero que se trata un problema de conciencia opinable y extremadamente delicado. El defensor del derecho a la interrupción temprana de un embarazo puede ser legítimamente cuestionado por quien se opone al aborto en cualquier etapa o circunstancia, pero creo que esta importante discusión merece ser situada en un contexto distinto del de la pugna entre defensores y detractores de la civilización occidental.
Pero estos matices importantes no desmerecen, en mi opinión, la tesis del libro ni invalidan la verdad que brota por los poros de estas páginas: que la democracia liberal se ha convertido hoy en su propia y más temible enemiga porque ha perdido de vista la realidad para suplantarla con un lenguaje narcisista y tramposo que relativiza el bien y el mal, y confiere equivalencia a valores y culturas que reflejan estadios muy diversos de la evolución humana.
Soy peruano de nacimiento, español de adopción y estadounidense de convicción. Como lo expresa este texto, Estados Unidos es el único país construido a partir de una idea en lugar de una dinastía, nación, raza o parcela geográfica. Que un español –es decir, el ciudadano de uno de los países más antiamericanos del mundo– dedique un libro a explicar a sus compatriotas cómo y porqué la sociedad norteamericana es la admirable líder del Occidente libre es un acto de imprudencia y coraje intelectual. Precisamente porque en las grandes pruebas que le ha tocado vivir a ese Occidente libre hubo mentes lúcidas dispuestas a deconstruir el aparato intelectual de los oscurantistas, soy optimista. No, la guerra no está perdida: los partidarios de la libertad la volvemos a ganar, como se la ganamos al nazismo y al comunismo, esos dos totalitarismos que, como expuso Friedrich von Hayek tan claramente en Camino de Servidumbre, son el mismo. Pero para ello hacen falta más libros imprudentes.
Álvaro Vargas Llosa
* Prólogo al libro Doce de septiembre, de Martín Alonso, editado en Madrid por Gota a Gota.
Libertad Digital, suplemento Fin de Semana, 9 de diciembre de 2006
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