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FRANCO ANTE HITLER

FRANCO ANTE HITLER La carta de Hitler destruye además la retorcida pretensión de que en la conferencia de Hendaya, dos meses y medio antes, Hitler no había mostrado mayor interés ni presionado a Franco para que entrase en la guerra. El propio Führer lo aclara sin lugar a dudas: “Cuando nos reunimos, mi prioridad era convencerle a Vd., Caudillo, de la necesidad de una acción conjunta de aquellos Estados cuyos intereses, al fin y al cabo, están indisolublemente asociados”. Una prioridad.

 

Pero Franco pensaba de otro modo. Hizo llegar a Berlín un memorando con desorbitadas peticiones de material de guerra, cereales y vehículos, y sólo contestó a Hitler veinte días más tarde, aplazando todavía otros diez días la entrega de la carta. La cual, con extraña insolencia ante quien tanto le había insistido en la importancia del factor tiempo, empezaba así: “Su carta del 6 de febrero me induce a contestarle de inmediato”. El resto, pese a las protestas de lealtad y fe en la victoria germana, no podía causar mayor decepción a Hitler.

 

El dictador alemán se había molestado en demoler la argumentación dilatoria de Franco: “Alemania ya se declaró dispuesta a suministrar también alimentos –cereales—en las máximas cantidades posibles tan pronto España se comprometiera a entrar en la guerra (…) Porque, Caudillo, sobre una cosa debe haber absoluta claridad: estamos comprometidos en una lucha a vida o muerte y en estos momentos no podemos hacer regalos ¡Por ello sería una falsedad afirmar que España no pudo entrar en la guerra porque no recibió prestaciones anticipadas!” [subrayado en el original]. Ofrecía de inmediato cien mil toneladas de cereales y señalaba la poca solidez de las excusas de Franco. Éste había insistido en la necesidad de alimentos, pero, recuerda Hitler, “Cuando yo volví a hacer constar que Alemania estaba presta a comenzar el envío de cereales, el almirante Canaris recibió la respuesta definitiva de que tal suministro no era lo decisivo, pues no podía alcanzar un efecto práctico su transporte por ferrocarril. Luego, tras haber dispuesto nosotros baterías y aviones de bombardeo en picado para las islas Canarias, se nos dijo que tampoco esto era decisivo, ya que las islas no podrían sostenerse más de seis meses, por la escasez de provisiones”.Con lógica y cierta exasperación, Hitler había concluido: “Que no se trata de asuntos económicos sino de otros intereses queda patente en la última declaración, pretendiendo que también por causas meteorológicas no podría realizarse un despliegue [en España] en esta época del año (…) No puedo entender cómo sería imposible por razones meteorológicas lo que antes se quiso considerar imposible por razones económicas (…) No creo que el ejército alemán se vea dificultado en un despliegue de enero por el clima, que para nosotros no tiene nada de extraño”.

 

La argumentación hitleriana era bien clara, pero Franco, en su respuesta, la pasaba simplemente por alto, reiterando que la economía “es la única responsable de que hasta la fecha no se haya podido fijar el momento de la intervención de España”. E interpretaba de forma casi ofensiva las frases de Hitler sobre la pérdida de tiempo y de ocasiones estratégicas: “El tiempo transcurrido hasta ahora no es tiempo totalmente perdido. Desde luego que no hemos recibido tanta cantidad de cereales como la que Vd. nos ofrece (…) pero sí una parte de las necesidades diarias del pueblo para el pan cotidiano”. Exponía el deseo de que “las negociaciones se aceleren todo lo posible. Para este fin le he enviado hace unos días algunos datos sobre nuestras necesidades” (las exageradas peticiones recientes), y añadía, para mayor injuria: “Estos datos se pueden revisar de nuevo, ordenar, justificar y volver a tratar sobre ellos”, con el fin de “llegar a una decisión rápida” (¡!). Con auténtico descaro explicaba su observación sobre la meteorología como “solamente una respuesta a su indicación, pero en ningún caso un pretexto para aplazar indefinidamente lo que en el momento adecuado será nuestro deber”. Mostraba su acuerdo con el cierre de Gibraltar, pero exigía el simultáneo de Suez. Negaba que sus reivindicaciones coloniales fueran abusivas, “mucho menos cuando se tienen en cuenta los enormes sacrificios del pueblo español en una guerra que fue precursora de la guerra actual”. En fin, “El acta de Hendaya, permítame que se lo diga (…) debe considerarse hoy como obsoleta”. El acta especificaba el compromiso español de entrar en guerra, aunque sin fecha definida.

 

Según la peculiar interpretación de Preston, la carta de Franco “revela entusiasmo por la causa del Eje”. Hitler, desde luego, la entendió de otro modo, y no es de extrañar. Aun más curiosa esta consideración del historiador inglés: “El 26 de febrero Franco respondió por fin a la carta de Hitler de hacía tres semanas. Con la caída de Yugoslavia y Grecia ante el general Rundstedt y con Rommel reforzando las fuerzas del Eje en el norte de África, Franco estaba de humor para volver a la subasta, pero su precio se había elevado”. La situación era la contraria. Las campañas de Rundstedt y Rommel no comenzarían hasta casi un mes y medio más tarde, y en aquel momento el Eje se hallaba ante el fracaso de la batalla de Inglaterra y las tremendas derrotas italianas en África. Precisamente estos hechos impulsaban en mayor medida a Hitler a buscar la intervención de España.

 

La carta de Franco obliga a replantearse sus verdaderas motivaciones. Tenía, por fuerza que estar de acuerdo con Hitler en que sus intereses caían del lado del Eje, en que las democracias “nunca le perdonarían su victoria” en la guerra civil, y en que la derrota alemana significaría el fin del franquismo. Sabía que Alemania solo podía abastecerle parcialmente, pero también que una Inglaterra acosada estaba en la misma situación, y además interesada en reducir a España a la penuria, como realmente hacía.

 

Y no solo contaban los intereses generales, sino también la máxima probabilidad, por entonces, de la victoria germana. Hitler había fracasado, al menos de momento, en la invasión de Inglaterra, pero Churchill no podía pensar siquiera en invadir el continente para vencer a su enemigo. Solo podía tratar de ganar tiempo hasta que interviniera Usa, y antes de que ello ocurriera podía haber recibido tales golpes que se viera obligado a pedir la paz. Sin duda la contienda traería a España hambre masiva y la probable pérdida de las Canarias y otros daños, pero, en la perspectiva de una victoria final del Eje, serían sacrificios pasajeros, que no podían preocupar a un dictador sediento de sangre e insensible a los sufrimientos de las masas, según suele presentársele (contra muchas evidencias). Por otra parte, la promesa churchilliana de sangre, sudor, esfuerzo y lágrimas, valía también para España en una situación extrema. Por tanto, entrar en guerra permitiría a Franco participar en el Nuevo Orden europeo, mientras que abstenerse le llevaría a chocar con un Führer defraudado y hostil, que lo derrocaría sin mucho trabajo.

 

Parece poco creíble, pues, la imagen de un Caudillo empeñado en preservar la no beligerancia, como le han presentado algunos franquistas posteriormente. Todas las razones militaban para él, en principio, a favor de la guerra. Y seguramente era sincero cuando la prometía al Führer. Entonces, ¿por qué no cumplía? Probablemente era menos sincero cuando afirmaba que no pensaba dejar que alemanes e italianos corrieran con la sangre y los sacrificios para sacar tajada en el último momento. En realidad era eso, justamente, lo que quería, como él había indicado a Serrano Súñer: guerra corta, sí, sin vacilar; guerra larga, solo cuando estuviera prácticamente resuelta. Y como la guerra se prolongaba, había que esperar el momento oportuno. De una guerra larga España podría salir vencedora al lado de Alemania, pero exhausta y destrozada, y por ello supeditada por completo al auténtico vencedor. Franco tenía constancia de las ambiciones nazis de satelizar España, y eso nunca lo aceptó, aunque se viera obligado a hacer concesiones ocasionales. Él quería llegar al Nuevo Orden con la mayor fortaleza posible, y sus exigencias coloniales en África formaban parte de ese designio.

 

Por supuesto, Franco no podía ignorar los muy graves contratiempos que ocasionaba a sus amigos, y no cabe pensar que deseara sabotearlos. Pero obraba en la confianza de que no les causaba perjuicios irreversibles. Por otra parte le interesaba la victoria hitleriana… pero no tan apabullante que redujera al resto del continente a la impotencia. Así, pese a desear hacerse con varias colonias francesas, le convenía una Francia potente, como contrapeso a la hegemonía alemana. Y una Italia fuerte, a pesar de que sus planes sobre el Magreb entrasen en conflicto con los españoles. Algo parecido cabe decir de Inglaterra, con la cual procuraba mantener relaciones aceptables, a pesar de todo. De ahí que su política se nos presente como una serie de medidas contradictorias. Hacía ofertas y promesas a Berlín, y al mismo tiempo buscaba acuerdos y créditos en Londres y Washington; proclamaba su amistad con Mussolini, pero tomaba medidas en Tánger y Marruecos contra los intereses italianos; exigía parte del imperio francés, pero procuraba mantener buenas relaciones con la Francia de Vichy; afirmaba que su acercamiento a Portugal perseguía alejar a éste de la órbita inglesa, cuando cualquiera podía entender lo contrario…

 

En realidad, la situación no podía ser más compleja, y creo que solo teniendo en cuenta los embrollados y contradictorios intereses en juego se pueden entender las aparentes contradicciones de la política franquista. El eje de ella consistía en entrar en la guerra solo en el momento oportuno y con los menores sacrificios para España; mientras tanto, procuraba ganar tiempo y no perder bazas, lo cual implicaba asumir serios riesgos, como el de una invasión de la Wehrmacht o un asfixiante bloqueo británico. Al final, el momento oportuno nunca llegaría, y este cálculo oportunista demostró ser, finalmente, el más prudente y beneficioso para todos. Menos, paradójicamente, para sus amigos del Eje.

 

Pio Moa

 

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