La derrota de un pueblo
Confusión y división. Son las dos palabras que definen el ambiente creado tras el atentado mortal que ha roto la tregua decretada por ETA hace nueve meses. El mismo pueblo que fue capaz de alzar su voz unánime por la vida tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco aparece ahora dividido y derrotado no tanto por los terroristas sino por una enfermedad que le impide escuchar el grito de los muertos, que reclama un significado.
En julio de 1997, tras dos días de secuestro, ETA cumplía su amenaza y asesinaba al concejal de Ermua Miguel Ángel Blanco. La vileza del crimen y su retransmisión prácticamente en directo provocaron la mayor movilización social que se recuerda desde la Transición. Sin que ninguna institución, organización ni partido político promoviese el fenómeno, España se echó a la calle para condenar el cruel asesinato. Un millón de personas lo hicieron en Madrid y en Bilbao, y cientos de miles en todas las demás ciudades del país. Al día siguiente, junto a las impresionantes fotografías aéreas de la manifestación de Madrid, un periódico italiano publicaba el siguiente titular: “A un pueblo como éste no le derrota nadie”.
Hoy, diez años después de aquellos acontecimientos, este pueblo está derrotado. El atentado mortal de la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas, como en su día las bombas del 11-M, no ha dado paso a la movilización autónoma y unida que afirme la vida como bien supremo frente a la maldad de los terroristas. No, a las bombas de Atocha y a las de Barajas sólo les ha sucedido una absurda ceremonia de confusión y división entre partidos, asociaciones de víctimas, medios de comunicación, organizaciones de ecuatorianos y ciudadanos en general.
Frente a la reaparición del azote terrorista y en una hora tan decisiva, la clase política, y especialmente el Gobierno, en lugar de guiar al pueblo y darle amparo, se ha entregado a un indecente juego del ratón y el gato (cazar o ser cazado), siempre desde la óptica del interés electoralista y el raquítico esquema ideológico. El resultado de estas dos semanas de desencuentros y artimañas es evidente: los demócratas han regalado una doble victoria a los terroristas.
El pueblo que hace 10 años era admirado por su entereza y su unidad ahora está siendo derrotado. Y no sólo le ha vencido un enemigo externo, ni siquiera le ha vencido el terrorismo de ETA o de Al Qaeda. Ha sido un cáncer, una necrosis interna, que ha ido pudriendo su conciencia colectiva hasta prácticamente liquidarla.
Muchos invocan la unidad. Algunos la reclaman con buena fe y sincera nostalgia; otros hablan de “unidad” pero lo que pretenden es una “uniformidad”, un apoyo en bloque a su posición ideológica y partidista. La verdadera unidad no es sólo estética, ha de tener un contenido y ese contenido es un grito que nazca del corazón; un grito por el significado profundo de los muertos de Barajas; una tensión dramática ante el Misterio del bien que todo hombre desea y del mal que es capaz de hacer; una afirmación, decidida y previa a cualquier consideración, de la vida frente a la muerte y la destrucción.
Es legítimo y necesario criticar lo que de hecho ha sido una mala política antiterrorista y hacer todos los esfuerzos para que sea corregida, pero un instante antes y de forma prioritaria es urgente ser fiel a los hechos y volver a afirmar lo que verdaderamente nos une, que es ante todo la opción genuina por la vida y por el bien, fuera de cualquier manipulación y partidismo. Ahora, como nunca, hacen falta voces que recuerden esto, personas que hagan aflorar este “corazón” común.
La verdadera noticia sería que hoy, en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, al menos por un instante, sonara esta voz.
Ignacio Santa María
Páginas Digital, 15 de enero de 2007
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