España. La leyenda negra de la derecha
La paradoja es, sin embargo, que, con el paso del tiempo, la izquierda ha gozado de mejor prensa, por decirlo de algún modo, que la derecha. Es acertada la expresión de mejor prensa porque, a la postre, su buena imagen viene por el mayor éxito de esas posiciones ideológicas entre intelectuales, académicos y publicistas. Aún hoy, en España, hay una cierta actitud refractaria a definirse políticamente como de derechas, tanto entre los ciudadanos (no hay una correlación lógica entre el voto en las urnas y el modo en que los votantes se definen en las encuestas) como entre los ciudadanos que representan a partidos que son, evidentemente, de derechas. Ellos son, lo escuchamos a diario, de centro o, en todo caso, de centro-derecha. Paradoja por paradoja, José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange, quería que los suyos estuvieran sentados en el centro de los escaños del Congreso precisamente por oponerse a la división ideológica entre izquierda y derecha.
Si, como se repite con razón, en nombre de la libertad se han cometido muchos crímenes, se puede también afirmar que, en nombre de unos supuestos valores de la derecha, se han cometido también y se han vulnerado las reglas más elementales de la democracia y el Estado de Derecho. Pero esa no es una característica de la derecha, sino de la degradación humana y del empeño por salirse con la suya en vez de ser razonables. En la historia de la izquierda política hay tantos crímenes y tantas dictaduras como en el otro lado del espacio político, algunas —muy significativas— aún vigentes. Muchas de las recientes vulneraciones de la democracia en Iberoamérica se definen como movimientos de izquierda, más o menos revolucionarios. Si nos fijamos en las grandes dictaduras del siglo XX en Europa, por cierto, observamos que unas se veían a sí mismas como la representación primigenia de la izquierda y otras, qué curioso, se negaban a definirse como de derechas.
También las ha habido, por la peculiar manera de imponer autoritariamente algunos valores que podemos denominar conservadores, de derechas. El franquismo, por ejemplo. Tan larga dictadura, aún con diferentes fases, ha alimentado en España la leyenda negra de la derecha y, sorprendentemente, todavía pesa sobre el debate político. Sorprendentemente, a mi juicio, porque la curiosidad ideológica —o más bien sociológica— del momento es que la mayoría de la derecha quiere dejar atrás el franquismo y una parte de la izquierda actual quiere ser antifranquista hoy aunque no lo fuese mientras el dictador vivía. O, en todo caso, parece querer serlo ahora más que entonces.
A esos intereses sirve, no hay duda, la construcción de una caricatura (la derecha siempre dogmática, antidemocrática, franquista, etc.) que es más fácil de combatir que la realidad que constituye. Por otra parte, la leyenda negra de la derecha, que adquiere ya tintes ridículos, abona el desatino de otorgar a la izquierda una suerte de pretendida hiperlegitimidad. Si la izquierda gana se trata de un dictado de la Historia, ante el que los ciudadanos asienten salvo que estén equivocados u ofuscados, porque la derecha representa el error, la dictadura y la falta de libertad. A todo ello responde la continuada manía de utilizar las instituciones como sede para juicios y condenas históricas, casi siempre parciales, y presentarse como los guardianes de la memoria del antifranquismo. El invento de la «memoria histórica», en esta última etapa de Gobierno socialista, es la continuación de ese proceso.
Pensar que sólo hay «una» opción democrática —y actuar en consecuencia— para conducir al infierno a la o las otras es un vicio antidemocrático. La expresión «fundamentalismo democrático» tiene origen en la izquierda y hay quien asegura que se trata de un hallazgo de Gabriel García Márquez. Se utiliza para afirmar tanto que la democracia no ofrece siempre el mejor resultado (lo que vale cuando el adversario gana las elecciones) como para criticar el punto de vista según el cual la minoría no coincidente con la mayoría se convertiría en «no democrática» por no aceptar los presupuestos de aquella. Desgraciadamente, la izquierda argumenta hoy de esta manera con un exceso lamentable.
Sano escepticismo
Hay, claro, muchas derechas. Como hay muchas izquierdas. Pero negar la existencia de una derecha democrática raya en el absurdo o en la injusticia dialéctica. De hecho, la derecha liberal se desentiende mejor del dogmatismo que la mayoría de las izquierdas. Estas suelen abanderar el dogma reformista, el convencimiento de que los poderes públicos pueden lograr siempre los objetivos que comportan felicidad y bienestar. Todo a su alrededor pertenecería a una impresionante conspiración privada a favor de intereses particulares. Estos presupuestos son dogmáticos, pertenecen a lo que Michael Oakeshott llamó «política de la fe», que nada tiene que ver con la religión, sino con la fe en la capacidad gubernamental para «volar, colectivamente, tras la perfección».
La derecha liberal se inscribe en la «política del escepticismo». Acepta la falibilidad humana, la incapacidad de los poderes públicos para conseguir toda la información posible y dar así siempre con lo conveniente e incluso para imponer lo conveniente más allá de las voluntades individuales. Se inscribe en una tradición que Popper definió como la disposición «a exponer las ideas a la aventura de la refutación» y se opone, por ello, al dogma de la planificación y el intervencionismo.
Y es precisamente esa concepción la que lleva a la derecha a defender instituciones críticas con los propósitos totalizadores o los planes públicos de ordenamiento y reconstrucción de los asuntos humanos. Esas instituciones son las de la democracia liberal que, en palabras de Raymond Aron, no trata de mitificar el sistema, sino de lograr que es el mejor método para conseguir dos objetivos: el establecimiento de las mayores garantías para los ciudadanos y, en concreto, la garantía de los derechos de las minorías.
Presentar a la derecha como antidemocrática es una idiotez y fundamentar esta aseveración convirtiéndola en una herencia del franquismo otra aun mayor. Ni responde sociológicamente a la realidad española ni tiene sustento teórico. Ni tampoco se puede deducir tal extremo de la concreción partidista de la derecha española en el PP. Por muchas que sean las discrepancias con su programa, o con el modo estratégico con el que pretende defenderlo, el PP es un partido democrático que, no hay que olvidarlo, ha respondido mejor a las exigencias del Estado de Derecho en el pasado reciente que muchos de sus adversarios.
La derecha liberal sólo acepta las decisiones políticas democráticas, las que responden al principio de la mayoría, pero concibe el procedimiento como un medio y no como un fin. Es decir, entiende que las decisiones de la mayoría, en una verdadera democracia, están sujetas a límites. Antes he citado los objetivos establecidos por Aron que se corresponden, en palabras de Hayek, a la necesidad de que las decisiones de la mayoría tengan también el sustento de «un acuerdo más amplio sobre principios comunes». La soberanía no es ilimitada ni ilimitable y esos acuerdos básicos son los que convierten a los seres humanos en una colectividad política.
La posición actual de la derecha española, puesta en cuestión por la propaganda de una cierta izquierda, debe considerarse desde esa perspectiva. Excluirla, tratar de convertirla en marginal y ajena a los consensos necesarios, no la convierte en antidemocrática, sino que devalúa la democracia misma. Obsérvese que, en el debate nacional actual, se opone a la derecha, una y otra vez, el principio de la mayoría. Si se intenta, como a veces ocurre, queriendo colocarla fuera del sistema, el diagnóstico no resiste la más elemental criba intelectual. Si se pretende con ello evitar que, ante la mayoría parlamentaria gobernante, no defienda con la intensidad que desee sus propuestas alternativas, es la izquierda la que debe repasar urgentemente su concepto de la democracia.
Un teórico socialista, Ralph Miliband, ha insistido en el compromiso de la izquierda con «las formas democráticas», negándoselo a la derecha. No tiene sentido. La izquierda debería aceptar también —como hace la socialdemocracia en la Europa de hoy— que no tenía razón, a finales del siglo XIX, Joseph Chamberlain al pensar que los controles y los límites servían para la Corona pero no para el Gobierno que es expresión de la voluntad del pueblo. Alexis de Tocqueville, por volver a una de las figuras políticas e intelectuales de los cambios propiciados por la Revolución francesa, escribió que, antes o después, las sociedades se encuentran ante la disyuntiva de elegir entre «la libertad democrática o la tiranía democrática». Esta última es la que se fundamenta en la ficción dogmática de que un pueblo «no puede nunca, por definición, desbordar los límites de la justicia y de la razón, y por lo tanto no se debe temer dar todo el poder a la mayoría que le representa».
Ideas más que creencias
Además, sólo en ese marco termina por tener sentido el debate político eficaz y razonable entre la izquierda y la derecha. Evidentemente, el espacio de discusión se ha reducido. La experiencia hace perder aristas a los maximalismos de unos y otros. La derecha se va inclinando más hacia las ideas (que «se tienen» según Ortega) que a las creencias («en las que se está») y la izquierda constata las limitaciones del intervencionismo público. Pero hay un espacio de diferencias y opciones diversas sobre el papel de los poderes públicos y la iniciativa privada, sobre la tensión entre la libertad y la igualdad. Esa confrontación —ordenada por consensos básicos— es la que relativiza las ideologías y conduce al progreso.
La izquierda, hoy mayoritaria en el arco parlamentario, puede negarse a ver dónde está la derecha democrática si quiere, como decía antes, preferir salirse con la suya a ser razonable. Pero puede también abrir los ojos y ver que esa derecha está ahí mismo, visible.
POR GERMÁN YANKE
ABC, 1 de abril de 2007
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