Primera visita a España del presidente francés. Sarkozy: inmigración, identidad nacional, voto étnico y otros tabúes
El correcto neoliberal se ha convertido en un polémico nacional-liberal. Sarkozy empieza a gobernar con mucha esperanza a su alrededor, pero también entre la incertidumbre y la desconfianza. Las reformas prometidas son de tal calado que no podrán acometerse sin conflictos. ¿Cuánto tardarán en hacerle la primera huelga? También Chirac empezó con muchas ganas y acabó instalado en el aburrimiento más absoluto. Y además está la cuestión de la política exterior, donde Sarkozy parece alentar un cambio nada desdeñable. Radiografía de una incógnita.
La dinámica electoral muy favorable a la derecha francesa debería proseguir en los comicios legislativos del 10 y el 17 de junio. Según los últimos sondeos, después del triunfo de Sarkozy en las presidenciales, su partido, la UMP, y sus aliados obtendrían la mayoría absoluta con más de 300 escaños. Dos de cada tres franceses se han declarado satisfechos por su nuevo presidente y su equipo ministerial. Un record que sólo De Gaulle batió hace muchos años. La masiva participación electoral en la primera vuelta de las presidenciales (casi el 85%), ha sido unánimemente saludada como una clara manifestación de adhesión a la democracia. ¿Expresión de una confianza renovada en la clase política o producto del voto útil? ¿Fe inquebrantable en el sistema político, relegitimación de la partitocracia u opción por el mal menor, esa simple y habitual reacción de miedo suscitada por las hábiles y miméticas campañas de rechazo al adversario? Sea lo que sea, la adhesión al cambio ha sido importantísima y las expectativas levantadas por Sarkozy son enormes.
Paradójicamente, durante la campaña los principales candidatos expresaron, sin el menor pudor y casi al unísono, los mismos temas populistas y antisistema. Todos lamentaron el intolerable desposeimiento democrático del pueblo. Todos se declararon en ruptura absoluta con el pasado de sus propias familias políticas. Sarkozy, extraordinario profesional de la política-espectáculo, hizo todo lo posible para que su nueva postura "nacional-liberal" no fuera contaminada por su vieja y ambigua imagen de ministro neo-liberal de Jacques Chirac. Ségolène Royal, la carismática y moderada socialista, partidaria de la "política de compasión", a su vez amiga de Blair y simpatizante de la tercera vía laborista inglesa, se opuso sin tregua a los arcaísmos de los llamados "elefantes" del PS. François Bayrou, el pusilánime demócrata-cristiano, paladín de la vieja idea según la cual una comunidad no puede estar dividida en dos bandos sin que la situación se vuelva tarde o temprano conflictiva y explosiva, denunció con virulencia el "sistema bipolar", la “lamentable” separación derecha-izquierda. Incluso el viejo líder de la derecha nacional, Le Pen, recurrió a la ayuda de su hija y del escritor marxista Alain Soral para intentar suavizar su imagen negativa y contrarrestar los efectos de su diabolización en los medios de comunicación.
¿Neo-liberal o nacional-liberal?
Pero al juego de mejor candidato para el cambio no podía dejar de ganar el mediático "hombre providencial" Sarkozy. Al principio de la campaña, Sarkozy era ante todo el candidato preferido de los directivos superiores, de los miembros de la "jet society", de los aprovechados de la mundialización, del llamado "complejo militar-industrial y mediático" y de los neo-conservadores americanos. Era el representante muy convencional de la derecha neo-liberal favorable al capitalismo; esa derecha que confunde el capitalismo patrimonial e inversor, anclado en un espacio dado, con el capitalismo financiero y especulador a nivel mundial; esa derecha que no distingue entre propiedad privada y omnipotencia de las multinacionales; esa derecha que no entiende que el capitalismo destruye los valores de la derecha (la tradición, el arraigo, el sentido de lo sagrado, el lazo orgánico con una comunidad de hombres y de valores).
Pero justo a tiempo Sarkozy supo cambiar de estrategia. Así pudo captar el voto de los pequeños empresarios, artesanos y comerciantes, de gran parte de las clases medias y populares, en suma, el voto de las categorías sociales que a menudo son víctimas de la mundialización. Ante el riesgo que representaba Ségolène Royal, Sarkozy tuvo el acierto de abandonar el discurso convencional, vergonzante y tecnócrata de los neo-liberales para presentar a la mayoría de la opinión publica un nuevo mensaje claro e inequívoco; el mensaje que ella quería y esperaba oír. El discurso de una derecha sin complejos, de un nacional-populismo basado en la afirmación del trabajo, del esfuerzo, del mérito, de la disciplina, de la autoridad, de la moral y de los deberes frente a los derechos.
Por primera vez, un ministro en funciones sacudió los tabúes de la sociedad francesa. Denunció el relativismo moral e intelectual, "el espíritu de mayo 68", criticó el pensamiento único, subrayó la importancia de la identidad nacional, reclamó el fin del arrepentimiento, reivindicó el retorno de la historia y de la identidad nacional, afirmó sin rodeos su voluntad de luchar contra la inseguridad y la inmigración ilegal, rechazó la posibilidad de regularización masiva de los clandestinos en el futuro, se alejó del economicismo neo-liberal denunciando las deslocalizaciones y pidiendo la moralización del capitalismo financiero, prometió reducir los impuestos e instaurar un "escudo" o límite fiscal para que los más ricos dejen de llevarse su dinero fuera, finalmente defendió la preferencia comunitaria para Europa y dijo un no rotundo a la entrada de Turquía en la UE. Todo esto lo prometió, lo volvió a prometer, jurando incansablemente que cumpliría con su palabra cueste lo que cueste.
Las contradicciones de la sociedad francesa
Ahora, si no quiere traicionar a sus votantes, Sarkozy tiene que reformar la sociedad francesa y hacerlo lo más pronto posible. Inevitablemente, sus reformas despertarán tensiones dentro de su propio campo y nutrirán las filas de los descontentos, pero no tiene otra opción que actuar sin tregua. Varios sectores clave necesitan reformas urgentes. Entre ellos la educación, las pensiones, el seguro de enfermedad, el déficit público, la inseguridad y la inmigración clandestina. El problema es que todos son temas sensibles y poco dados al consenso.
El discurso de Sarkozy sobre el "valor trabajo" ha sido plebiscitado por los pequeños y medianos empresarios y por los trabajadores del sector privado, pero la inmensa mayoría de los empleados del sector público y los directivos medianos de las grandes empresas no comparten el mismo criterio. Para ellos, la reforma de las 35 horas de trabajo y la liberalización del Código laboral son inaceptables. Por lo tanto, a corto o medio plazo el conflicto con las grandes centrales sindicales parece inevitable. En términos de nivel de sindicalización y de representatividad, aquéllas cuentan poco (el 8% de los asalariados), pero tienen una fuerte capacidad de movilización.
Como ministro del Interior, Sarkozy no pudo solucionar realmente el problema de las zonas de "no derecho", el de la delincuencia de los suburbios, ni tampoco el de las constantes entradas de nuevos clandestinos. ¿Lo podrá hacer el nuevo Presidente con el apoyo de los antiguos ministros de Chirac? Ya se sabe que la menor medida contra la inmigración clandestina, incluso las más cosméticas, suele provocar inmediatamente un conflicto con el potentísimo lobby inmigracionista (redes de militantes trotskistas, periodistas, abogados, médicos, jueces, educadores, asistentes sociales cuyos trabajos dependen directamente del número de "excluidos"). ¿Podrá dominar los flujos migratorios Sarkozy, cuando la mayoría de dichos flujos se basa en la "reagrupación familiar", en las numerosísimas bodas entre franceses de origen inmigrado con extranjeros provenientes de países de sus familias? ¿Se atreverá Sarkozy a exponerse a los arriesgados efectos de nuevas explosiones étnicas en los suburbios habitados por los inmigrantes? En cualquier caso, no podrá comportarse como el avestruz. El reloj juega contra él.
En la primera vuelta de las presidenciales, el "voto étnico", es decir, basado en las pertenencias religiosas y etno-culturales, fue masivamente a favor de la izquierda y de la extrema izquierda. Ségolène Royal se llevo el 64% del voto musulmán, los candidatos de la extrema izquierda el 14%, Le Pen el 1% y Sarkozy otro 1%. Las figuras "antirracistas" más relevantes del Partido Socialista (Dray, Blanco, Cambadelis) jugaron un papel determinante en la campaña electoral de Ségolène Royal. Sin el voto étnico, la diferencia de 6 puntos a favor de Sarkozy en la segunda vuelta (47% contra 53%) habría subido a 10 puntos. Indudablemente el voto étnico será un factor determinante en el futuro, un formidable poder de presión, y Sarkozy, que con toda probabilidad aspirará a un nuevo mandato dentro de cinco años, lo sabe perfectamente.
Sarkozy tiene ahora cinco años para actuar. Dos años para reformar, dos años para gestionar los cambios y un año para llevar la campaña electoral del 2012. A estas alturas su posición parece fuerte, pero no faltan serias desventajas. Tendrá que animar, convencer y liderar con firmeza a sus ministros, personalidades sobre todo conocidas hasta hoy por su extremo respeto a lo políticamente correcto. Tendrá que utilizar sus sólidos apoyos entre los magnates de la prensa para resistir a las ofensivas mediáticas de los numerosísimos periodistas hostiles (no olvidemos que mas del 90% de los jóvenes periodistas franceses se declaran de sensibilidad izquierdista cuando salen de sus escuelas profesionales). Sobre todo, tendrá que organizar la “mayoría silenciosa” para que ésta le respalde eficazmente en los momentos más críticos. Pronto sabremos si Sarkozy quiere y puede confirmar su ruptura verbal por una ruptura en los hechos.
ARNAUD IMATZ
El Manifiesto, 1 de junio de 2007
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