¿Una Europa gramsciana?
Empiezo con una observación preliminar. El problema de la referencia a las raíces cristianas en el Preámbulo del Tratado Constitucional europeo está aún vigente y merece una lectura “transpolítica”. Hay quienes sostienen que dicho problema ha sido excesivamente enfatizado. Lo que se debe juzgar, se dice, no es la forma, expresada en el Preámbulo, sino la sustancia del Tratado y sus normas internas. No es importante, se añade, que la Constitución contenga palabras que hagan referencia al cristianismo; lo que importa de veras es que tenga, de hecho, una inspiración cristiana. Esta afirmación contiene una verdad, pero desplaza el problema. Es verdad que la referencia a la identidad cristiana no es en sí misma suficiente para “cristianizar” el Tratado. Sin embargo, la supresión de la referencia a la identidad cristiana tiene un valor simbólico mucho más fuerte del que tendría su inserción en el texto constitucional. Si la referencia a las raíces cristianas no basta para hacer cristiano el texto, la eliminación de esta referencia confiere al mismo texto una tonalidad decididamente laicista o anticristiana. Joseph Weiler lo ha notado bien: “La resonancia simbólica y social del rechazo es mucho más significativa de lo que habría sido una efectiva aceptación por parte de la Convención”. A Weiler, que es un ilustre constitucionalista, le debemos algunas agudas observaciones sobre la simbología de las constituciones. Cada constitución, sigue escribiendo, sirve normalmente para una pluralidad de funciones, entre las que siempre se encuentran al menos tres. La primera es una función de organización de los poderes del Estado y de reparto de las competencias constitucionales. Es la que en las democracias liberales marca la distinción entre poder legislativo, poder ejecutivo y poder judicial. La segunda es una función de definición y calificación normativa de las relaciones entre los individuos y la autoridad pública. Esta función encuentra su más significativa expresión en los catálogos de derechos fundamentales propios de las constituciones del siglo XX. Existe finalmente una tercera función, no menos importante, si bien a menudo es más difícil de percibir. “La constitución –escribe Weiler- es también un tipo de depósito que refleja y custodia valores, ideales y símbolos compartidos en una determinada sociedad. Es pues espejo de esa sociedad, elemento esencial de su autocomprensión, y juega un rol fundamental en la definición de la identidad nacional, cultural y valorativa del pueblo que la ha adoptado”.
La Carta de los derechos fundamentales de la Unión europea y el proyecto de Constitución europea podrían haber adoptado el método minimalista-funcionalista: concentrarse en las dos primeras funciones, reduciendo al mínimo el papel de la tercera. Pero no ha sido así. Los dos documentos contienen preámbulos grandilocuentes que proponen los fundamentos conceptuales de Europa, su ethos. Se trata de una opción legítima, pero que plantea el problema del lugar de la religión en la Constitución europea. No se puede negar, de hecho, que aunque sólo fuera desde el punto de vista histórico la religión, y en particular el cristianismo, ha tenido un papel importante en la formación de la conciencia europea. Este papel no puede ser ignorado por una constitución que se proponga como símbolo iconográfico de la identidad colectiva. El rechazo a incluir el cristianismo constituye una toma de partido. La idea de que, para evitar conflictos y discusiones el Estado o, en este caso la Unión, debe asumir una posición de “neutralidad religiosa”, constituye en realidad una opción preñada de discusiones y de conflictos mayores que los originados por la opción contraria. Weiler observa justamente que “si la solución constitucional es definida como una elección entre laicidad y religiosidad, está claro que no existe una posición neutral ante la alternativa entre las dos opciones. Un Estado que renuncie a cualquier simbología religiosa no expresa una posición más neutral que un Estado que asuma determinadas formas de simbología religiosa”. Excluir la sensibilidad religiosa del preámbulo no es una forma de “neutralidad”: es, al contrario, una toma de partido determinada. Significa privilegiar, en la simbología del Estado, una visión del mundo secularista o laicista, respecto a una concepción cristiana o religiosa, intentando presentarlo como neutralidad religiosa. La exclusión de la referencia al cristianismo en el Tratado constitucional europeo es, según Weiler, un “silencio atronador”, una opción ideológica que él mismo define “transida de cristofobia”. El problema sobre el que me quiero detener es el siguiente: ¿cuáles son las premisas ideológicas de esta “cristofobia”? ¿Cuál es la ideología subyacente a la neutralidad religiosa del Tratado constitucional? Es posible que ninguno, o muy pocos, de los artífices de la Constitución europea haya leído las obras de Antonio Gramsci, pero la ideología que subyace al Preámbulo de ese documento es, en mi opinión, el gramscismo. Es posible demostrarlo a través del análisis que del pensamiento de Gramsci realizó un filósofo italiano aún no suficientemente conocido fuera de Italia, Augusto del Noce.
Antonio Gramsci asumió el materialismo histórico-dialéctico, y la estrategia revolucionaria que se deriva del mismo, en la fórmula de la “filosofía de la praxis”. “La filosofía de la praxis –escribe en sus Cuadernos de la cárcel- presupone el Renacimiento y la Reforma, la filosofía alemana y la Revolución francesa, el calvinismo y la economía clásica inglesa, el liberalismo laico y el historicismo que está en la base de la concepción moderna de la vida. La filosofía de la praxis es la coronación de todo este movimiento de reforma intelectual y moral; […] corresponde al nexo entre Reforma protestante y Revolución francesa”. Se trata de un proceso de secularización que tiene su núcleo filosófico en el inmanentismo. La tarea del comunismo para Gramsci es llevar al pueblo aquel secularismo integral, que el iluminismo había reservado a unas élites restringidas, para así realizar una versión moderna y secularizada de la unidad espiritual y social que la Iglesia había realizado en el Medievo. Es éste un punto central en el pensamiento de Gramsci: la idea de colmar la fractura entre la élite y el pueblo, entre los intelectuales y los incultos, llevando a las masas la concepción inmanentista y secularizada de la vida. En la formación de Gramsci es decisiva la aportación del idealismo, principalmente del de Giovanni Gentile, el padre intelectual del fascismo. Entre Gentile, teórico del fascismo y Gramsci, padre del antifascismo existe, según Augusto del Noce, una relación no de fractura o de contraposición, sino de sustancial simetría y continuidad. Gentile se propone liberar la tradición cultural italiana de cualquier forma de trascendencia metafísica, llevándola a una completa filosofía de la inmanencia. Gramsci se propone liberar el marxismo del materialismo histórico, repensándolo a la luz del actualismo gentiliano. Su pensamiento se expresa en los términos de una filosofía de la praxis llevada hasta sus últimas consecuencias, que son las de una definitiva liberación de cualquier elemento religioso. Bajo el influjo del actualismo de Gentile, Gramsci es llevado a sustituir, o al menos a subordinar, la teoría de la lucha de clases por la del conflicto entre dos concepciones de la vida, la trascendente y la inmanentista, y a reencontrar la disposición espiritual iluminística como lucha de la “modernidad” contra la “tradición”. Fascismo y gramscismo son pues, según del Noce, dos momentos de un único proceso revolucionario que quiere llevar la filosofía hasta sus últimas consecuencias. El secularismo gramsciano se entiende, en este sentido, no como una posición abiertamente antirreligiosa, sino como la convicción de un inevitable proceso histórico del mundo moderno hacia la inmanencia. Mientras que el ateo tradicional dejaba aún un lugar a Dios, aunque sólo fuera para negarlo, el “hombre nuevo” comunista está de tal modo “inmerso” en el mundo y en la historia que ya no se plantea el problema de Dios; se trata de un ateísmo implícito, pero más riguroso y radical que el explícito clásico.
En el marxismo originario –observa Del Noce- el fin de la religión es el resultado del advenimiento de la sociedad sin clases. En el gramscismo, en cambio, la extinción de la religión es más bien la condición de la revolución. La destrucción de la religión no debe buscarse por medio de una propaganda atea directa, sino a través de una pedagogía historicista que convenza a los jóvenes de que la metafísica pertenece a un pasado irrevocablemente transcurrido. En el plano social, este ateísmo actúa mediante una simple eliminación del hecho del problema de Dios, realizada, según las palabras del propio Gramsci, por una “completa laicización de toda la vida y de todas las relaciones y costumbres”, esto es, a través de una absoluta secularización de la vida social, que permitirá a la “praxis” comunista extirpar en profundidad las raíces sociales de la religión. El Estado “laico” auspiciado por los teóricos comunistas no tiene ya pues necesidad de profesarse explícitamente ateo. A diferencia de los estados ateos del pasado, éste no se contenta con una profesión verbal de ateísmo que sin embargo tolera la supervivencia de Dios y de la religión en la sociedad. Dios, expulsado ahora totalmente de cualquier ámbito social, no debe de ser nombrado ni siquiera para negarlo. En este itinerario hacia la secularización, el gramscismo acaba por arrancar todo residuo religioso aún presente en el marxismo, aquel por el que se puede hablar del comunismo como mesianismo político o religión secularizada, y se transforma en secularismo puro. El resultado de este itinerario es el laicismo total, pero también el suicidio de la Revolución, como consecuencia de su insuperable contradicción interna. La idea revolucionaria comporta de hecho la unidad de dos momentos: el negativo, como disolución del orden de valores tradicionales, y el positivo como intento de instauración de un orden radicalmente nuevo. Se llega al suicidio si en el proceso de realización los dos momentos se escinden y, según Del Noce, deben necesariamente hacerlo. La filosofía del primado del devenir, para hacerse revolucionaria, debe llegar a la propia autonegación como filosofía, esto es, a disolver el momento de verdad que lleva en sí; y con esto debe renunciar a su momento constructivo para resolverse en un nihilismo absoluto que constituye la fractura de la idea de Revolución. El “nuevo orden” gramsciano se manifiesta así no como nuevo orden revolucionario, sino como nuevo orden moderno-burgués, hasta convertirse, de hecho, en la ideología del consenso comunista al orden tecnocrático neocapitalista. El gramscismo, en el momento en que se afirma, en vez de quebrar el orden capitalista-burgués, lo consolida. La filosofía del devenir se convierte así en el fundamento teórico de la sociedad hedonista y secularizada postmoderna. Una sociedad en la que no sólo el relativismo, sino incluso el totalitarismo, alcanzan su forma más pura.
La contraposición de comunismo y fascismo se presenta para Gramsci en términos de totalitarismo verdadero y totalitarismo fallido. Si observamos bien –señala Del Noce- las críticas de Gramsci a Mussolini pueden sintetizarse sustancialmente en los términos siguientes: el fascismo no consiguió sus objetivos como totalitarismo porque no incidió en profundidad en el tejido social e institucional. Los motivos esenciales de la crítica de Gramsci al fascismo corresponden a las razones por las que hoy los estudiosos se muestran de acuerdo en hablar del fascismo como “totalitarismo fallido”. El pensamiento de Gramsci, observa Del Noce, disuelve la filosofía en la ideología. Pero si el término filosofía está vinculado al de verdad, cuando la ideología pretende absorber en sí la filosofía, el poder revela su “rostro demoníaco”: un totalitarismo “mórbido”, infinitamente más grave en sus resultados que el totalitarismo duro. La disolución de la filosofía en la ideología equivale de hecho, en su expresión práctica, a la disolución de la verdad en la fuerza; aunque no se trate ya de la pura fuerza material sino de la fuerza psicológica y social. Esto sucede a través de una discriminación de las preguntas. O mejor, a través de la creación, de la que se encargan los intérpretes de la ideología, de un nuevo “sentido común” en el que ya no afloren las preguntas metafísicas tradicionales. Es a propósito de Gramsci, según Del Noce, que podemos entender en toda su profundidad la fórmula con la que Eric Voegelin define el totalitarismo como “la prohibición de hacer preguntas”. La novedad del totalitarismo moderno está aquí: el conformismo del pasado era un conformismo de las respuestas, mientras que el nuevo resulta de una discriminación de las preguntas por la que aquellas consideradas indiscretas son rechazadas como expresión de “tradicionalismo”, de “espíritu conservador”, “reaccionario”, “antimoderno”, hoy podríamos añadir “fundamentalista”, o incluso, cuando el exceso de mal gusto alcanza el límite, de “fascista”. Se llega así a la situación en la que es el mismo sujeto quien se autoprohíbe estas preguntas como “inmorales”. Hasta que ya ni siquiera se plantean. Con las preguntas racionales no sucede lo mismo que con los instintos, lo cuales, incluso reprimidos, afloran de nuevo. Las preguntas, por el contrario, pueden desaparecer por completo.
En la sociedad secularizada, el disenso se convierte en imposible, no por la vía física, sino por la vía pedagógica. La represión física es sustituida por la ético-cultural. En esta transposición de lo “físico” a lo “moral” el totalitarismo, según Del Noce, alcanza su forma perfecta. Cuando el relativismo se hace absoluto, coincide de hecho con la plenitud del totalitarismo. En esta perspectiva, la democracia secularista, privada de fundamentos trascendentes, se revela como una forma nueva y más radical de opresión del hombre. Juan Pablo II, uno de los críticos más lúcidos de la “democracia totalitaria”, lo ha subrayado en sus encíclicas Centesimus annus y Veritatis Splendor, observando cómo “una democracia sin valores se transforma fácilmente en un totalitarismo declarado o disimulado, tal y como demuestra la historia”. El relativismo tiene como único principio el de la fuerza, en cuanto que destruye la barrera que se opone a toda voluntad de dominio: la objetividad de la verdad. “El totalitarismo –señala Juan Pablo II- nace de la negación de la verdad en el sentido objetivo del término: si no existe verdad trascendente, obedeciendo a la cual el hombre adquiere su propia plena identidad, en estas condiciones no existe ningún principio cierto para garantizar las justas relaciones entre los hombres. Sus intereses de clase, de grupo o de nación los opondrán inevitablemente los unos a los otros”. Hoy es Benedicto XVI quien lo recuerda: “La absolutización de aquello que no es absoluto sino relativo –ha dicho- se llama totalitarismo. No libera al hombre, sino que le arrebata su libertad y lo esclaviza” (Discurso a los jóvenes del 20 de agosto de 2005).
El Tratado constitucional europeo se abre, por boca de Tucídides, con una referencia histórica a la democracia griega, pero ignora en su texto toda referencia histórica al cristianismo, revelando así su naturaleza secularista y laicista. El rechazo a introducir una referencia al cristianismo en su Preámbulo no constituye el rechazo a una visión confesional de la sociedad, sino la pretensión de borrar cualquier recuerdo del influjo cristiano en la historia europea. El Preámbulo del Tratado no rechaza solamente la relevancia jurídica del cristianismo, sino la misma relevancia histórica del fenómeno cristiano. El cristianismo, en esta perspectiva, debe ser removido de la memoria histórica y del espacio público para evitar cualquier forma de autocomprensión cristiana de Europa. El Preámbulo se convierte así en el símbolo iconográfico de una nueva Constitución europea en la que no hay lugar ni para Dios ni para el cristianismo. En este sentido podemos decir que en la Constitución europea, más allá de las intenciones de sus redactores, encuentra cumplimiento simbólico el proyecto gramsciano de “una completa secularización de toda la vida y de todas las relaciones y costumbres”. Resulta paradójico que esto haya sucedido justamente mientras los nuevos países del Este, después de haberse liberado del comunismo, entraban en Europa para reencontrar, junto con la libertad, también aquella memoria histórica que el totalitarismo marxista había intentado eliminar en vano.
Más información acerca de Debate Actual pinchando aquí.
Publicado por Roberto de Mattei el 20-11-2007 en Debate Actual
0 comentarios