El extraño hecho de una celebración por la familia
Estamos ante un hecho extraño. Indiscutible. La convocatoria para la celebración de este domingo en la Plaza de Colón de Madrid ha suscitado un movimiento de adhesión en muchísimas personas que quieren reunirse gozosas para expresar ante todos el bien que significa para ellas la familia. No deberíamos minusvalorar esta respuesta. Desde hace décadas estamos recibiendo mensajes que van en dirección opuesta: muchas series de televisión, películas y mucha literatura invitan a lo contrario. Ante ese impresionante despliegue de medios, lo normal sería que la familia hubiera dejado de interesar. Pero hay algo que tenemos que reconocer casi sorprendidos: esa impresionante maquinaria no ha mostrado ser más potente que la experiencia elemental que cada uno de nosotros ha vivido en su familia, la experiencia de un bien. Un bien del que estamos agradecidos y que queremos transmitir a nuestros hijos y compartir.
¿De dónde ha nacido este bien del que estamos tan agradecidos? De la experiencia cristiana. No siempre fue así, como testimonia la reacción de los discípulos la primera vez que oyeron hablar a Jesús del matrimonio. «Y se acercaron a El algunos fariseos para probarle, diciendo: '¿Es lícito a un hombre divorciarse de su mujer por cualquier motivo?'. Y respondiendo El, dijo: '¿No habéis leído que aquel que los creó, desde el principio los hizo varón y hembra?'. Y añadió: 'Por esta razón el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Por consiguiente, ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, ningún hombre lo separe'. Los discípulos le dijeron: 'Si así es la relación del hombre con su mujer, no conviene casarse'». (Mt 19,3-6.10).
No tenemos, pues, que sorprendernos. Lo mismo que a tantos de nuestros contemporáneos y muchas veces a nosotros mismos, a los discípulos también les parecía imposible. Sólo la gracia de Jesucristo ha hecho posible vivir la naturaleza original de la relación entre hombre y mujer.
Es importante mirar este origen para poder responder a los desafíos que tenemos que afrontar. Los católicos no somos distintos a los demás, muchos de nosotros tenemos problemas en la vida familiar. Constatamos con dolor cómo entre nosotros hay muchos amigos que no perseveran ante las numerosas dificultades externas e internas por las que atraviesan. Ni siquiera a nosotros nos basta con saber la doctrina verdadera sobre el matrimonio para poder resistir todos los envites de la vida. Nos lo ha recordado el Papa: «Las buenas estructuras ayudan, pero por sí solas no bastan. El hombre nunca puede ser redimido solamente desde el exterior» (Spe Salvi, 25).
Necesitamos hacer nuestro lo que hemos recibido para poderlo vivir en la nueva situación que nos toca afrontar, como nos invita Goethe: «Lo que has heredado de tus antepasados/ debes reconquistarlo de nuevo/ para poseerlo verdaderamente».
Para reconquistar de nuevo la experiencia de la familia necesitamos aprender que «la cuestión de la justa relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo puede encontrar su respuesta a partir de ésta», como ha dicho Benedicto XVI. En efecto, la persona amada nos revela el «misterio eterno de nuestro ser».
Nadie nos despierta tanto y nos hace tan conscientes del deseo de felicidad que nos constituye como el ser querido. Su presencia es un bien tan grande que nos hace caer en la cuenta de la profundidad y la verdadera dimensión de este deseo: un deseo infinito. Las palabras de Cesare Pavese sobre el placer se pueden aplicar a la relación amorosa: «Lo que un hombre busca en el placer es un infinito, y nadie renunciaría jamás a la esperanza de conseguir esta infinitud». Un yo y un tú limitados se suscitan recíprocamente un deseo infinito y se descubren lanzados por su amor a un destino infinito. En esta experiencia se desvela a ambos su vocación.
Por eso los poetas han visto en la hermosura de la mujer un «rayo divino», es decir, un signo que remite más allá, a otra cosa más grande, divina, inconmensurable respecto a su naturaleza limitada. Su belleza grita ante nosotros: «No soy yo. Yo sólo soy una señal. ¡Mira! ¡Mira! ¿A quién te recuerdo?». Con estas palabras ha sintetizado el genio de C. S. Lewis la dinámica del signo de la que la relación entre hombre y mujer constituye un ejemplo conmovedor. Si no comprende tal dinámica, el hombre sucumbe al error de detenerse en la realidad que ha suscitado el deseo. Entonces la relación se acaba por hacer insoportable.
Como decía Rilke, «ésta es la paradoja del amor entre el hombre y la mujer: dos infinitos se encuentran con dos límites. Dos infinitamente necesitados de ser amados se encuentran con dos frágiles y limitadas capacidades de amar. Y sólo en el horizonte de un amor más grande no se devoran en la pretensión, ni se resignan, sino que caminan juntos hacia una plenitud de la cual el otro es signo».
En esta situación se puede comprender la inaudita propuesta de Jesús para que la experiencia más bella de la vida, enamorarse, no decaiga hasta convertirse en una pretensión sofocante. «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 10,34-37.39-40). Con estas palabras Jesús desvela el alcance de la esperanza que su persona constituye para quien le deja entrar en su vida. No se trata de una ingerencia en las relaciones más íntimas, sino de la mayor promesa que el hombre ha podido recibir: sin amar a Cristo -la Belleza hecha carne- más que a la persona amada esa relación se marchita. El es la verdad de esa relación, la plenitud a la que los dos mutuamente se remiten y en la que su relación se cumple. Sólo permitiéndole entrar en ella es posible que la relación más bella que tiene lugar en la vida no decaiga y, con el tiempo, muera. Nosotros sabemos bien que todo el ímpetu con el que uno se enamora no basta para impedir que el amor se oxide con el tiempo. Tal es la audacia de su pretensión.
Aparece entonces en toda su importancia la tarea de la comunidad cristiana: favorecer una experiencia del cristianismo para la plenitud de la vida de cada uno. Sólo en el ámbito de esta relación más grande es posible no devorarse, porque cada uno encuentra en ella su cumplimiento humano, sorprendiendo en sí una capacidad de abrazar al otro en su diferencia, de gratuidad sin límites, de perdón siempre nuevo. Sin comunidades cristianas capaces de acompañar y sostener a los esposos en su aventura será difícil, si no imposible, que la culminen con éxito.
Ellos, a su vez, no se pueden eximir del trabajo de una educación de la que son los protagonistas principales, pensando que pertenecer al recinto de la comunidad eclesial les libra de las dificultades. De este modo se desvela plenamente la naturaleza de la vocación matrimonial: caminar juntos hacia el único que puede responder a la sed de felicidad que el otro despierta constantemente en mí, hacia Cristo. Así se evitará ir, como la Samaritana, de marido en marido (cf. Jn 4,18), sin conseguir apagar su sed. La conciencia de su incapacidad para resolver por sí misma el drama, ni siquiera cambiando cinco veces de marido, le hace percibir a Jesús como un bien tan deseable que no puede evitar gritar: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed» (Jn 4,15).
Sin la experiencia de plenitud humana que hace posible Cristo, el ideal cristiano del matrimonio se reduce a algo imposible de realizar. La indisolubilidad del matrimonio y la eternidad del amor aparecen como quimeras inalcanzables. Estas, en realidad, son los frutos de una intensidad de la experiencia de Cristo, tan gratuitos que aparecen a los mismos esposos como una sorpresa, como el testimonio de que «para Dios nada es imposible». Sólo una experiencia así puede mostrar la racionalidad de la fe cristiana, como una realidad totalmente correspondiente al deseo y a la exigencia del hombre, también en el matrimonio y la familia.
Una relación vivida así constituye la mejor propuesta educativa para los hijos. A través de la belleza de la relación de sus padres son introducidos, casi por ósmosis, en el significado de la existencia. En la estabilidad de esa relación su razón y su libertad son constantemente solicitadas para no perderse semejante belleza. Es la misma belleza, resplandeciente en el testimonio de los esposos cristianos, que necesitan encontrar los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Julián Carrón
El Mundo, 29/12/07
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