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BREVE MANUAL DE HISTORIA DE LAS VASCONIAS

Por Rafael Ibáñez Hernández - Historiador

 

«Este pueblo puede elegir formar o no parte del Estado español, o formar parte del Estado español de una manera federal, o confederal, o como estado asociado».
Xavier Arzallus (ABC [Madrid], 3 de octubre de 1994)

 

La presentación del Plan Ibarretxe para la secesión del País Vasco —dejémonos de eufemismos, que ya va siendo hora— ha puesto sobre la mesa por enésima vez la cuestión de la antigua existencia de una nación vasca o de al menos un pueblo vasco diferenciado, con unos orígenes y una historia propios y sólo parcialmente comunes —por otra parte, de manera forzada, según el parecer de los nacionalistas— a la del resto de los pueblos del Estado español, como ellos dicen. Tanto se han repetido estas milongas que hoy resulta difícil desentrañar en la maraña de hábiles mentiras cuanto haya de verdad en esta cuestión.
Los problemas historiográficos planteados por el nacionalismo vasco para su propia autojustificación giran en torno a la supuesta existencia pretérita del País Vasco como una nacionalidad independiente de otras posibles en la Península Ibérica, el carácter forzado de su innegable vinculación con la monarquía castellana y su autonomía legislativa. Sin ánimo doctoral —numerosos son los maestros que sin duda podrían mejor enseñarnos—, trazaremos unas líneas suficientes para conocer el pasado de las Vasconias al margen de manipulaciones y mitos.

 

Los mitos del nacionalismo vasco
Vaya por delante que no deseamos desdeñar el papel de los mitos en la construcción de una conciencia nacional. Por reconocer algunos ejemplos que puedan sernos familiares, recordemos cuanto leímos sobre la presencia de Hércules en la Península Ibérica o la intervención de Santiago en la batalla de Clavijo. Los historiadores no nos atreveríamos a sostener hoy la certeza de tales mitos, no traspasaríamos la línea trazada por el reconocimiento de su valor para el fortalecimiento de la conciencia nacional española.
El componente romántico del nacionalismo vasco revigorizó el recurso a la mitología —práctica decaída en el siglo XVI— en defensa de la particularidad vasca, adecuando sus elementos a las necesidades impuestas por su propio discurso político. Así, partiendo de Flavio Josefo, tomará a los vascos como descendientes de Túbal, hijo de Jafet y nieto de Noé, en una errónea identificación de éste —quien, según la tradición hebrea, sería responsable de la repoblación de la Iberia Oriental, es decir, Georgia— con Túbal-Caín, hijo de Lamek, impulsor según se dice en el Génesis de la industria metalífera. Esta tradición sobre el origen de la primitiva población íbera, que fue recogida por San Isidoro de Sevilla, Ximénez de Rada y el propio Alfonso X, ligará a los vascos —supuestos únicos supervivientes de la raza ibera— al pueblo de Dios, privilegio que se vería confirmado por su presunta resistencia a la romanización —con lo que ésta debía suponer de paganización— y la pronta cristianización de sus lugares como lógica consecuencia de la alianza con Dios, llegando a defender los impulsores de esta tradición que el propio Noé —a la vez que otorgaba los primitivos fueros vizcaínos— instruyó en la religión monoteísta en Vizcaya a sus descendientes, quienes incluso darían culto a la cruz. Tal origen bíblico del pueblo vasco, por otra parte, justificará la hidalguía universal de la que los vizcaínos harán gala y que sentará las bases para el supremacismo racial del moderno nacionalismo vasco. Además, con este mito se corroborará el valor del euskera, que llegará a ser considerado como creación divina, lengua hablada en el Paraíso, rescatada de la confusión de Babel y traída a la península por los descendientes de Noé.
La supuesta insumisión al poder romano de los vascos —cuya principal prueba hallan los tratadistas afines a esta corriente en la supervivencia del euskera— dará forma al vascocantabrismo. Se trata de la tradición acaso más vigorosa durante el Antiguo Régimen, que vinculaba la identidad de cántabros y vascos, de forma que estos asumían como propia la indómita tradición de aquellos.
Considerado Túbal antepasado común de todos los españoles en una tradición claramente monogenista, el aventurero vascofrancés Joseph Augustin Chao formulará un nuevo origen para el pueblo vasco, desligándolo de sus supuestas raíces semitas. Así nacerá el mito de Aitor, patriarca ario que sobrevivió a diversos cataclismos —entre ellos, el Diluvio Universal— para llegar a instalarse en la Península, donde instauró modelos de calendario y dio solar a la primitiva religión natural, fácilmente asimilable por otros autores al monoteísmo primitivo. Evidentemente, este mito —que mantiene cierta relación con el que otorga la paternidad del pueblo vasco a un caudillo de origen atlante— mantiene de forma muy patente sus componentes políticos doctrinarios, pero al mismo tiempo contará con una apariencia científica que le proporcionará cierto valor a partir de determinados datos mal interpretados.
Con todo, el peligro de la invención de la tradición vasca no está tanto en los mitos mismos como en la incorporación acrítica a la historia de las viejas leyendas medievales e incluso la manipulación o falsificación de fuentes. Entre estas últimas cabe señalar la pretendida Crónica de Vizcaya de 1404, según la cual las Guerras Cántabras tendrían su fin en un tratado de paz justificado por la imbatibilidad de los vascos, o el Cantar de los cántabros, que narraría la resistencia vascocántabra ante los romanos bajo la dirección de los supuestos caudillos Lekobide y Uchín Tamayo.
Sobre las fábulas legendarias que vinculan la conversión al cristianismo de los vascones con la supuesta jura de los viejos fueros por el rey Suintila (621-631), la presunción indómita de los vascones hallará un perfecto caldo de cultivo para su desarrollo legendario en la Reconquista. Así, aunque la Chanson de Roland y otras crónicas atribuyen a adversarios sarracenos la derrota de la retaguardia franca en el paso pirenaico de Roncesvalles durante el verano de 778, numerosas relaciones coetáneas identifican a los atacantes con combatientes vascones, que actuarían en venganza con el ataque previo de las tropas carolingias a Pamplona. Pese a que la tradición oral vasca no conserva memoria del suceso, en 1835 se hará público el apócrifo Altabizcarreco Cantua [Cantar de Altabizkar], que narraría esta gesta desde el punto de vista vascón. Más tarde, en el día de la festividad de San Andrés de 870, tendría lugar la legendaria batalla de Arrigorriaga, cuyo nombre —pedregal rojo en castellano— mudaría el del antiguo paraje de Padura por la cantidad de sangre enemiga que tiñó aquel solar, explicación legendaria para una apariencia que se debe al carácter ferruginoso de las rocas. El origen del combate estaría en la supuesta invasión astur-leonesa del territorio vizcaíno bajo el mando de un conde Munio —según unos autores— o del infante Ordoño, hijo de Alfonso III el Magno, en todo caso muerto en la batalla. Dejando a un lado la verosimilitud de más de un conflicto de frontera en aquella época y lugar, resulta imposible que el tal infante muriese en aquella ocasión —y hasta se le sepulcró en la iglesia del lugar— dado que ni siquiera había nacido, y aún después alcanzó los tronos de Galicia, de Portugal y de León, matrimoniando con Sancha, hija del rey navarro Sancho Garcés I. Pero la importancia de esta leyenda se justifica por su relación con el reconocimiento de la primitiva existencia la primera entidad política vasca: en agradecimiento a sus servicios, los vizcaínos, que recurrieron al caudillaje de un príncipe británico —hijo de un íncubo y una princesa céltica, nombrado Lope Fortún pero al que se conoce como Jaun Zuria [Señor Blanco] por la claridad de su piel, ojos y cabello—, pondrían en sus manos el Señorío en virtud de un pacto, proporcionando así un origen fabuloso a los históricos señores de Vizcaya y el régimen foral.
Algunas de estas leyendas que pergeñaron una supuesta tradición vasca penetraron en el moderno imaginario del nacionalismo a través de su reelaboración literaria a modo de novela histórica con evidentes pulsos románticos. De todos los títulos que la imprenta dio a las librerías, acaso sea Amaya o Los vascos en el siglo VIII de Francisco Navarro Villoslada el más representativo de todos, híbrido de leyendas sin apenas sustento histórico en el que se observan trazas de ruralismo, supremacismo racial con elementos antijudaicos, providencialismo... En definitiva, mimbres del nacionalismo sabiniano de finales del siglo XIX.

 

En las edades oscuras
Las excavaciones arqueológicas efectuadas en Santimamiñe, Urtiaga e Isturitz parecen probar la existencia de una cultura cromañona, llamada por algunos autores franco-cantábrica y éuscara por otros, cuyo asentamiento en los diferentes valles de las cordilleras pirenaica y cantábrica forzó la división en tribus y aun etnias diversas. Entre éstas surgieron los barskunes montañeses, principalmente cazadores y ganaderos, que a medida que descendieron y se asentaron en la cuenca del Ebro se iniciaron en la agricultura, asumiendo no pocas prácticas celtíberas: culto animista, elección de un jefe de guerra de entre los miembros de las castas superiores, gobierno por un consejo de ancianos...
El reconocimiento de las lindes del territorio controlado por estos vascones es una tarea ardua y compleja, tanto por la supuesta movilidad expansiva de sus grupos humanos como por la laxitud con que tradicionalmente se han considerado vascones unos u otros pueblos en virtud de determinados intereses. Así, llegará a señalarse presencia vascona en el Rosellón, el Valle de Arán, diversas comarcas zaragozanas y sorianas, La Rioja, La Bureba burgalesa y el extremo oriental cántabro, amén de las Aquitanias. La necesidad de recurrir a meros estudios toponímicos y epigráficos o a fuentes historiográficas ajenas —como las romanas— no facilita la tarea, y toda línea fronteriza que se trace entre las tribus del norte peninsular ha de ser acogida con suma precaución. Conforme las fuentes clásicas y apoyándose en datos de carácter lingüístico —al parecer puntualmente confirmados por los antiguos límites de los obispados—, Sánchez Albornoz trazó un mapa de la zona que atribuía casi toda Navarra, el extremo nor-oriental de Guipúzcoa, la Baja Rioja, el Alto Aragón y otras comarcas allende los Pirineos a los vascones, que de esta forma estaban en contacto por el suroeste con los berones, que controlaban el resto de la Rioja, y los várdulos, asentados en la mayor parte de Guipúzcoa, el extremo oriental de Navarra y el oriente de Álava. Más al oeste, los caristios se desplegaban ante el mar entre el Deva y el Nervión y ocupaban el resto del territorio alavés, con la excepción poblada por los autrigones, que llegarían hasta las márgenes mismas del río Arlanzón. Al oeste del Asón se hallaría el territorio de los cántabros, pueblo aparentemente ajeno al antes señalado origen barskún. ¿Significa esto que los demás pueblos mencionados guardaban algún tipo de relación étnica o cultural con los vascones? Múltiples y variadas han sido las respuestas a esta cuestión, desde la de quienes han negado la pertenencia de autrigones, caristios y várdulos a la familia vascona —vinculándolos a los cántabros— hasta la de aquellos que han señalado —al menos para los dos últimos casos— un común origen barskún. Las señaladas como pervivencias de la primitiva lengua vascona en estos territorios puede tener diferentes causas, entre las que pueden señalarse la lógica confusión en una misma lengua de lo que sólo son restos de lenguas diferentes pertenecientes a un mismo tronco proto-euskera o diferentes ocupaciones de territorios situados al occidente de su solar original por los vascones. También cabe tener presente una posterior generalización del gentilicio «bacón» para todas las tribus de común etnia, en detrimento de los términos específicos propios para los autrigones, caristios y, en cierta medida, várdulos. En todo caso, estas tesis no son exclusivistas, sino conciliables si entendemos la vasconización como la recuperación de las raíces culturales de estos pueblos tras el desplome romano y aún durante los primeros siglos de la Reconquista.

 

La romanización de Vasconia
En el centro de este debate se encuentra, desde luego, el problema de la romanización de los vascones. Es habitual entre los nacionalistas creer que los vascones fueron un pueblo indómito, capaz de sobrevivir al margen de la presión romana, haciendo de esta forma vasca la resistencia cántabra. Sin embargo, las pruebas contra esta leyenda les han llevado a sostener en las últimas décadas la pacífica convivencia entre los romanos y las tribus vascas en régimen de colaboración, como si fuera ésta una práctica excepcional en la política imperial romana. Con todo, existen numerosas pruebas de la indudable romanización de los vascones, sin duda alguna favorecida por el dominio romano de la Galia —Craso sometería finalmente Aquitania el año 58 a.C.— y la victoria sobre los cántabros (quienes, sin embargo, no serían culturalmente romanizados hasta que los hispanogodos se replegaron ante la invasión árabe), obteniendo entonces las poblaciones vascas estatuto jurídico romano, como prueba la acuñación de monedas en caracteres ibéricos. Combatientes vascones lucharon, por ejemplo, bajo el águila en las guerras sertorianas y sirvieron en Britania, Mauritania, Tingitania y Panonia. Incluso cabe la posibilidad de que Quintiliano y Prudencio —nacidos en Calagurris [Calahorra]—fueran vascones.
Debe tenerse en cuenta que la romanización fue más consecuencia de los atractivos de la cultura romana que de la presión formal sobre los indígenas. De ahí que la cuenca vascona del Ebro —donde los antiguos legionarios, que habían obtenido por ello la ciudadanía romana, asentaron sus villas— padeciera una romanización absoluta, mientras que en las llanuras situadas más al norte convivieron indígenas con colonos romanos que aportaron a la población esclavos de origen cántabro, mesetario o aún más lejano, empleados en las explotaciones agrarias allí explotadas. Por el contrario, los romanos no mostraron especial interés en la explotación de las tierras montañosas, que apenas aportaba algunos recursos mineros, de manera que la forma de vida tradicional vascona perduró dentro de las fronteras del Imperio.
Muestra de cuanto decimos es el índice de urbanización del territorio. Con propósitos casi exclusivamente militares Pompeyo fundó Pompælo [Pamplona], que —al igual que Veleia, un puesto militar levantado en la llanura alavesa— fue conocida por los indígenas como Iruña —esto es, la ciudad—, término genérico que indica su carácter excepcional. Más al norte, apenas merecen mención Lapurdum [Bayona] y las factorías marítimas de Flaviobriga —que algunos autores asocian a Castro-Urdiales—, Portus Amanum y la que sin duda existiera junto a las minas de Oiarso [Oyarzun]. Sin embargo, cuanto más desplazamos nuestra mirada hacia el sur, más abundantes son los asentamientos urbanos de los que encontramos noticias: Aracelli [Huarte-Araquil], Vareia [Varea] —cerca de Logroño—, Tritium Megallum —en las proximidades de Nájera—, Libia [Leiba] —junto al río Tirón—, Alba [Albizu o Albéniz], Tullonium [Alegría], Suessatio [Zuazo]... Incluso, algunos autores sostienen que Calagurris [Calahorra] fue fundada por los romanos para controlar a los indígenas, poblándose con colonos vascones, lo que probaría su fidelidad a Roma.
Ofrece la organización administrativa romana de estos territorios, además, algunas explicaciones para el futuro de Vasconia. Mientras el convento cesaraugustano acogía a los vascones con otros pueblos celtas, de Clunia dependerían várdulos y caristios —amén de los autrigones—, mientras que los aquitanos ni siquiera serían acogidos en la provincia Tarraconense, a la que pertenecerían los otros dos conventos mencionados. Según el parecer de Menéndez Pidal, para quien las divisiones administrativas romanas tenían como plantilla la segmentación gentilicia de los distintos pueblos, tal dispersión de las tribus de origen barskún significaría el reconocimiento por parte de la superior autoridad romana de unas acentuadas peculiaridades que primaban sobre el común parentesco. Sea como fuere, encontraremos aquí un remoto origen administrativo de la identificación de la antigua Vasconia con la futura Navarra, al margen de los territorios luego vascongados al norte de los Pirineos y al oeste del río Orio.
La decadencia del Imperio se manifestó muy pronto en estos territorios. Las clases pudientes del campo se replegaron a los centros urbanos en busca de seguridad personal, económica y social. Mas la paulatina reducción del control romano sobre aquellos lugares produjo tres fenómenos vinculados entre sí: una progresiva desertización de las ciudades, de la que nos informa san Paulino de Nola a finales del siglo IV; el crecimiento de las bandas de bagaudas, partidas de campesinos y esclavos fugitivos que llegaron a poner en ciertas dificultades al ejército regular; y una indudable barbarización, que en determinados casos pudiera entenderse como revasconización, con un evidente retroceso de la incipiente cristianización y del empleo de la lengua latina. A pesar de todo, la fidelidad vascona al Imperio parece acreditada hasta el final por Paulo Orosio, quien nos ofrece la imagen de la exitosa defensa de los pasos pirenaicos contra la presión de los bárbaros por indígenas de las inmediaciones, esto es, vascones.

 

Entre bárbaros y visigodos
Acaso fue la sustitución de las tropas regulares o indígenas al mando de generales romanos por tropas visigóticas —un pueblo-ejército al que se otorgaba dos terceras partes de la tierra de los lugares donde se asentaba en defensa de los intereses de Roma— lo que provocó el fin de la presencia del Imperio de Occidente en estos territorios, lo que está muy lejos de significar un dominio visigótico efectivo sobre Vasconia. De hecho, el debilitamiento romano durante todo el siglo V y las guerras entre los diferentes pueblos bárbaros en el territorio peninsular durante gran parte del siguiente otorgaron a los vascones un grado de independencia que no habían buscado pero que supieron aprovechar. Suevos, vándalos y alanos atravesaron el territorio poblado por los vascones en su avance hacia el interior sin plantearles especiales problemas. Pero fue, sin duda, en estos tiempos de gran inestabilidad cuando —en sus correrías defensivas ante la presión bárbara— los vascones ocuparon el solar propio de várdulos y caristios y autrigones, entrando de esta forma en contacto con los cántabros y pasando a dominar lo que hoy conocemos como País Vasco. Por otra parte, su movimiento defensivo contra la presión franca —noticias existen de que los francos llegaron hasta Zaragoza en el año 540— les hizo atravesar los Pirineos y ocupar la Novempopulania en Aquitania. El forzado contacto entre poblaciones que estos movimientos produjeron confirmarán de esta manera definitiva un fenómeno que algunos autores han querido reconocer incluso para tiempos pretéritos: el carácter poliétnico de los vascones, cuyo término irá con el tiempo denominando a poblaciones más o menos insumisas de las montañas antes que a una tribu o pueblo determinado.
Pese a la ocupación de Pamplona —entonces un simple villorrio fortificado de interés estratégico por su ubicación ante el Summus Pirenaeus [Roncesvalles]— en el año 472, no será hasta que Leovigildo asiente el reino visigodo cuando los vascones se conviertan en un objetivo militar prioritario, en plena guerra civil por el levantamiento de San Hermenegildo. La fundación en 581 de la ciudad de Victoriacum —Vitoria para unos, mera repoblación de Veleia para otros— marcará como un hito las relaciones entre visigodos y vascones, que pueden considerarse como de guerra endémica. Acaso el propósito de dominación de las tierras controladas por los vascones tuviese su razón de ser más en el enfrentamiento con los francos, que aspiraban a instalarse a este lado de los Pirineos. Con el fin de vincular a los vascones cispirenaicos con sus propósitos, la monarquía franca creó en el año 602 el ducado de Vasconia [Gascuña], que no obstante mantuvo una relativa y conflictiva independencia, hasta que en el año 766 presentaran por vez primera su sumisión ante un rey franco, sin que en modo alguno pueda señalarse ni como antecedente de un posible estado vasco. En la memoria histórica han quedado rastros de las acciones de Chindasvinto, Recesvinto y Wamba contra los vascones, que debían responder a ataques previos de los pobladores del norte, de una u otra forma presionados desde el otro lado de los Pirineos. La inestabilidad política de los visigodos fue también aprovechada en algunas ocasiones por los vascones, que —por ejemplo— combatieron en apoyo del rebelde Froia frente a Recesvinto. Mas, cualquiera que fuese el verdadero motivo, lo cierto es que no fueron pocos los monarcas visigodos que combatieron contra los vascones, hasta el punto de haberse forjado al respecto una falsa tradición según la cual todos los cronicones de los reyes godos incluirían la solemne proclamación domuit vascones. Símbolo de la reiterada subyugación vascona para unos y de la permanente rebeldía de aquellos para otros, lo cierto es que tal expresión no aparece en lugar alguno de los mencionados entre otras cosas porque no existe rastro de tales cronicones.
Acaso la única conclusión a la que puede llagarse al respecto sea la desigual integración de los territorios controlados por los vascones en la monarquía visigoda, algo por otro lado muy lógico si lo mismo había ocurrido con el Imperio romano, sin duda alguna mucho más y poderoso. Así, el sur de la Vasconia quedó fácilmente integrado en la monarquía visigoda —incluso, antes que otros lugares—, como lo prueba la abundancia de eremitorios rupestres en el país. Más inseguro fue el dominio de la región media, según denota la irregular presencia de obispos de Pamplona en los sucesivos concilios, acaso por el afán independiente de los comes que debían asegurar el control de los lugares. Sólo del norte cantábrico puede decirse que permaneció al margen del poder visigodo efectivo, aun cuando los reyes de Toledo manifestaran su soberanía.

 

De Vasconia a Navarra
A la ocupación islámica de la Península Ibérica no serán ajenos los vascones. Los rebeldes pertenecientes al clan del fallecido rey Witiza no aceptaron la elección de Rodrigo —posiblemente, duque de la Bética— para ocupar el trono de Toledo, de modo que buscaron aliados al sur del Estrecho. Tras una breve incursión el año anterior, mientras Rodrigo se halla en campaña contra los levantiscos vascones, Tariq desembarca en las playas próximas a Gibraltar. El tiempo que el monarca tardó en atravesar el reino será suficiente para que las tropas islámicas superasen el nada despreciable volumen de diez mil combatientes, lo que —junto con la premeditada desprotección de los flancos por parte de los traidores del partido witizano en las márgenes del Guadalete durante la batalla que tuvo lugar algún día de julio de 711— provocó la derrota de las huestes visigodas —vinculadas a un régimen en aguda crisis— y la irrupción de un nuevo poder en la Península.
Mientras Tariq ocupaba Toledo —autores hay que señalan su avance incluso hasta las estribaciones de la cordillera cántabra, si bien se replegaría hacia el sur al llegar el invierno—, parte de su ejército consolidó el control de las comarcas orientales andaluzas. Al año siguiente, Musa ben Nusayr —conquistador de Marruecos para el Califato— se apoderó de Medina-Sidonia, Sevilla y Mérida, tras lo cual asumiría en Toledo el poder hasta entonces encarnado en Tariq. En pocos años —a pesar de las rivalidades existentes entre las tribus musulmanas y los conflictos con el Califa— la ocupación árabe se expandió hacia el norte, sólo frenada en 732 por los soldados de Carlos Martel a las puertas de Poitiers. Mientras, la dominación se confirmaba mediante una doble política definida por un entramado de pactos con la población hispano-romana —los visigodos— que les garantizaba el disfrute de sus propiedades y la práctica de su fe cristiana —no en vano, era la suya una religión del Libro Revelado—, aunque la confiscación de bienes y la esclavitud castigaba sin piedad a los insumisos. En los montes del norte se refugiarían los godos fugitivos que finalmente plantaron cara con cierto éxito al invasor. Con el apoyo de Pedro, duque de Cantabria, Pelayo —fugitivo de Córdoba— convirtió Cangas de Onís en el núcleo más cohesionado de la resistencia hispanogoda, después de que en el año 722 lograse una señalada victoria sobre las tropas de Alqama, a la que no debió ser ajeno un desprendimiento de tierra en las laderas de lebaniegas.
Durante su avance hacia el norte, los musulmanes contaron con el apoyo del conde Casio y su hijo Fortún, cuya conversión al Islam los hizo en clientes del Califa, quien les encomendó el gobierno de Tudela. Desde esta plaza abrieron la ruta hacia Pamplona, que conquistaron antes del año 718. Se instalaron así en la principal población del territorio vascón los Banu-Qasi, familia mozárabe que será el germen de la primera entidad política independiente de Vasconia.
Las tierras navarras, sin embargo, no alcanzaron así la paz. Durante las décadas siguientes, Pamplona fue atacada en diferentes ocasiones. Cuando la ciudad se resistió a cumplir las condiciones capitulares —posiblemente, el pago de tributos—, los emires debieron marchar sobre Pamplona, que también sufriría el saqueo de Carlomagno —aún no era emperador— cuando retornaba a su solar tras el infructuoso intento de conquistar Zaragoza, esto es, de establecer los límites francos en el Ebro. En su enfrentamiento con el emir Abd al-Rahman I, los Banu-Qasi recurrieron a Íñigo Ximénez Arista [el Fuerte], hijo de un caudillo vascón —y a quien algunos autores hacen además nieto del duque de Gascuña— , quien al hacerse con el control de la ciudad estableció las bases del naciente reino de Pamplona. No obstante, en sus inicios este reino mantuvo cordiales relaciones con los muladíes del valle del Ebro —no en balde la dinastía de los Arista estaba emparentada con los Musás— y posteriormente con los poderosos cordobeses, hasta el punto de que el futuro Abd al-Rahman III será nieto de una princesa Arista. Esta dinastía apenas se mantuvo en el trono pamplonés hasta que sobre éste se alzó Sancho Garcés I, primer monarca de la dinastía de los Jimeno —cuyo solar estaba en Sangüesa—, que extendió su dominio sobre territorio fuera de los límites del señorío de Pamplona. Su hijo García Sánchez I participó en las guerras civiles de León a causa de sus vinculaciones familiares y se mantuvo en paz con el Califa tras ser derrotado por éste en Calahorra.
El máximo apogeo del reino de Navarra llegaría en tiempos de Sancho Garcés III el Mayor —Rex Hispaniorum según algunas fuentes e Imperator tras ocupar el trono de leonés de Vermudo III, fundador del primer Estado vasco para los nacionalistas—, quien anexionó el condado de Ribagorza y el territorio de Sobrarbe, así como el condado de Castilla, que se sumaban así a otros como los condados de Gascuña y Barcelona. Pero por su concepto patrimonial de la monarquía —nada excepcional entonces, que le llevó a otorgar el vizcondado de Lapurdi a su primo Lobo Sancho y la región de Zuberoa al vizconde Guillermo el Fuerte— fragmentó sus posesiones, quedando el reino de Navarra —con territorios separados del condado de Castilla desde Santander hasta cerca de Burgos— para su primogénito García Sánchez III el de Nájera, mientras la posesión del condado de Castilla —compensado con las tierras conquistadas a León hasta el Cea— le fue otorgada a Fernando, la tenencia de los condados de Sobrarbe y Ribagorza a Gonzalo, y la del condado de Aragón a su hijo natural Ramiro. Tal reparto planteó una grave disputa por los territorios castellanos anexionados a Navarra —Álava, Vizcaya, Castilla la Vieja, la Bureba y los Montes de Oca, entre otros—, que retornaron a manos de Castilla —ya proclamado reino, gobernado por Fernando I— tras la batalla de Atapuerca (1054) —en la que murió García Sánchez III de Navarra— y posteriores campañas contra su sucesor Sancho Garcés IV, aliado con su tío Ramiro I de Aragón. Muerto el rey navarro como consecuencia de luchas intestinas y familiares a manos de sus hermanos Ramón y Ermesinda en Peñalén el año 1076, el reino se fracturó en dos bandos, lo que traería como consecuencia que Álava, Vizcaya, Guipúzcoa, la Bureba y la Rioja pasaran definitivamente a manos de Alfonso VI de Castilla, mientras que los territorios de la antigua Vasconia reconocieron como soberano a Sancho Ramírez I de Aragón.
Las disposiciones testamentarias de Alfonso I el Batallador de Aragón, que dejaba la corona en manos de las órdenes militares, se revelaron impracticables, estallando el conflicto entre los partidarios del infante Ramiro —monje en San Pedro de Thomières y obispo electo de Burgos— y los del infante García Ramírez, descendiente del señor de Monzón y del Cid. Tras diversas negociaciones, fue proclamado rey Ramiro II el Monje. Pero los navarros no lo reconocieron como su soberano, quienes proclamaron en Pamplona rey de Navarra a García Ramírez el Restaurador, descendiente directo de aquel Sancho el Mayor. Pese al Pacto de Vadoluengo (¿1133-1135?), en el que se establecía una curiosa fórmula para compartir reino y corona que hacía de Ramiro II rey del pueblo y a García Ramírez rey de señores y caballeros, la doblez del navarro impidió su ratificación, rompiéndose finalmente así la vinculación de los reinos de Aragón y Navarra.

 

Conflictos entre las Vasconias
Mientras, como consecuencia del enfrentamiento aludido, el señor de Vizcaya Lope Iñiguez ofreció su vasallaje —en cumplimiento de las normas feudales— al rey de Castilla, quedando sólo el pasillo litoral de San Sebastián y Hernani en manos del de Navarra. A la muerte del monarca castellano, y en medio de los intentos por fusionar esa corona con la de Aragón casando a su hija Urraca con Alfonso I de Aragón, el conde Lope Iñiguez de Vizcaya prestó nuevo vasallaje al monarca de Aragón, quien ejerció la potestad regia sobre Vizcaya y Álava pese al fracaso del matrimonio. Será tras la muerte sin hijos de Alfonso I cuando el conde de Vizcaya ofrezca vasallaje al nuevo rey de Castilla Alfonso VII —hijo de Urraca y Raimundo de Borgoña—, gesto en el que le siguieron Álava y Guipúzcoa.
Ante la pujanza de los Plantagenet a ambas orillas del Canal de la Mancha —el vizconde de Lapurdi Guillermo Raimundo llegará a ceder en 1193 sus derechos al duque de Aquitania, que no era entonces otro que el rey Enrique II de Inglaterra—, Alfonso VII de Castilla entregó la villa de Haro en 1151 a Lope Díaz, señor de Vizcaya, con el fin de fortalecer su vinculación a Castilla. Surge así, frente al linaje de la casa de Lara, otro de los más importantes del reino, el de la casa de Haro. Por otra parte, esta medida estará vinculada al reconocimiento que por parte de Sancho VI el Sabio de Navarra recibió Alfonso VII de Castilla como emperador en Calahorra, acaso frente a las amenazas de Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona y rey efectivo de Aragón por renuncia de su suegro, el monje Ramiro II.
La sucesiva muerte del citado rey de Castilla y su heredero Sancho III pusieron la corona en las sienes de un menor de tres años —Alfonso VIII de Castilla—, lo que dio al monarca navarro la oportunidad de desdecirse de su homenaje y reclamar la nueva Vasconia y la Rioja como dominios propios. La Paz de Fitero puso Rioja, Álava y Guipúzcoa en poder de Sancho VI, pero la Vizcaya defendida por Lope Díaz de Haro permaneció vinculada a la corona de Castilla. Esta división de los tres territorios vascongados resultaba ya —transcurridos los decenios— fuertemente antinatural y contraria a toda lógica, provocando una tensa situación que se complicaba con la existencia de un doble irredentismo: de una parte, el castellano, que se remontaba a la estructura territorial de la antigua monarquía asturleonesa; de otra, el navarro, que se fundamentaba en la voluntad de Sancho Garcés III.
Casado Alfonso VIII de Castilla con Leonor de Aquitania, forzó un laudo arbitral dictado por el rey de Inglaterra que —lógicamente— fue favorable a los propósitos del monarca castellano. De esta forma, en 1179 Sancho VI de Navarra declararía en documento público Vizcaya, Álava, Guipúzcoa y Rioja como partes integrantes de derecho en el reino de Castilla, así como nulo el testamento de Sancho III al disponer de territorios que no le eran propios. Sin embargo, las dificultades a las que tuvo que hacer frente Alfonso VIII de Castilla en la frontera con León y frente a los almohades le impidieron defender la ejecución efectiva del nuevo status, de modo que el monarca navarro no acató realmente la sentencia. Como acto de fuerza, sobre la antigua Gasteiz fundará una nueva ciudad —a la que significativamente dio el nombre de Vitoria—, una fortaleza orientada a defender sus intereses en la ruta entre los mercados de Miranda de Ebro y Vizcaya. Con la sanción moral del papa Inocencio III y el apoyo de Pedro II de Aragón, en 1198 —mientras el monarca navarro buscaba aliados en tierras almohades— se decidió Alfonso VIII a resolver el pleito castellano-navarro por las armas, en una victoria que se saldó con la conquista de Vitoria dos años más tarde. Se establecieron así definitivamente las fronteras con Navarra, al tiempo que se abría un contacto por tierra con Aquitania, solar de la esposa del castellano sobre el que no pudo ejercer control alguno. Alcanzaba la corona de Castilla su fachada entre el Nervión y el Bidasoa, permitiéndose el desarrollo de puertos como los de Bermeo, Lequeitio, Guetaria, Zumaya, San Sebastián y Fuenterrabía. Para estimular el crecimiento de las villas, Alfonso VIII comenzará una auténtica política foral, si bien premió la decisiva intervención del señor de Vizcaya, Diego López de Haro, con el gobierno de Álava y Guipúzcoa.
La muerte sin descendencia directa de Sancho VII el Fuerte de Navarra en 1234 provocó la entronización de la dinastía Champaña en Teobaldo I, lo que fraguó la separación entre el antiguo solar vascón y la nueva Vasconia y supuso un vuelco de Navarra hacia la Gascuña cispirenaica, hasta que el vizconde Auger cediese sus derechos al rey de Inglaterra, retirándose a Navarra en 1307. A lo largo de tres siglos, en el trono pamplonés se sucederán la citada casa de Champaña, la Capeta —o de Francia— y la de Evreux en un devenir histórico absolutamente ajeno a la Reconquista y más ligado al de la futura Francia, pese a que los reyes de la última de las mencionadas se esforzaron por desvincular el reino de la corona francesa. A la muerte de Carlos III de Navarra (1425) le sucedió su hija Blanca, quien —en virtud de la legislación aplicable al caso— debió reinar en colaboración con su esposo, Juan II de Aragón. Éste se mantuvo en el trono al enviudar, postergando así los derechos de su hijo, el príncipe Carlos de Viana. El conflicto se resolvió a favor del partido de los beaumonteses —que apoyaba al de Aragón— al ser proclamada reina de Navarra Leonor, casada con el conde de Foix. Será por vía de esta casa —que arrebató Zuberoa a los ingleses un año antes de que por el Tratado de Aiherre (1450) Lapurdi se pusiera bajo la autoridad del rey de Francia— por la que la familia Bearn herede, no sin conflictos, el reino de Navarra. La firma por parte de Catalina de Foix del Tratado de Blois con la corona de Francia y su matrimonio con el vizconde de Tartas Juan de Albret —rechazando así las ofertas castellanas y trasladando el gobierno de la corona navarra a Pau— ofreció a Fernando el Católico la oportunidad de intervenir para cerrar el paso a las injerencias francesas. Con el apoyo de los beaumonteses, el duque de Alba obtendría la rendición de Pamplona el 25 de julio de 1512, incorporándose en las Cortes celebradas en Burgos en 1515 el reino navarro a la corona de Castilla, si bien mantendrían ambas monarquías sus propias peculiaridades. Todavía en 1530, el titulado rey de Navarra Enrique II recuperará la Baja Navarra —en la vertiente francesa de los Pirineos—, en 1589 Enrique III de Navarra subirá al trono de Francia y, finalmente, en 1620 Luis XIII unirá definitivamente el reino de la Baja Navarra a la corona francesa. Tras el intento del Tratado de Elizondo (1765), la frontera hispano-francesa en territorio navarro quedará definitivamente trazada en 1856.

 

Castilla y la nueva Vasconia
La incorporación de Vasconia al propósito restaurador de la monarquía visigótica —que no otra cosa fue la Reconquista— tuvo lugar tras el matrimonio de Fruela I con la vascona Munia, de quien nacería el futuro Alfonso II de Asturias. Asesinado su padre, el joven Alfonso se refugió entre los parientes de su madre, desde cuyo solar partió para recuperar la corona, restaurando definitivamente el orden visigótico en torno a lo que será la corte de Oviedo. El asentamiento de la monarquía asturiana a lo largo del litoral, harto escabroso, obligó a conservar la pluralidad de los núcleos originarios. Así surgirían Vizcaya, Álava y Bardulia [Castilla]. Con el tiempo, las distinciones entre los tres territorios fueron acentuándose, especialmente desde el momento en que Alfonso III reconoció el condado de Castilla. Cuando el conde castellano Fernán González —perteneciente al círculo familiar de los Lara— quiso consolidar su poder frente al rey Ramiro II de León buscó el apoyo navarro matrimoniando con Sancha, hermana del rey García Sánchez I. De esta forma surgió una asociación de Vasconia con Castilla que dejó aquella a cubierto de las acometidas de los invasores. Será esta vinculación la que justificó tiempo más tarde el dominio de Sancho Garcés III de Navarra sobre el condado castellano, traduciéndose su muerte en la efectiva independencia del territorio y su constitución en reino de manos de Fernando I.
Aquellas singularidades existentes entre los territorios de la nueva Vasconia dieron paso durante el siglo XIII a tres entidades jurídicas y administrativas —aparte del reino de Castilla— diferentes. De una parte, los documentos hablan de la hermandad de Álava, cuyo territorio se agrupaba en torno a una ciudad aforada y su alfoz —amén de algunos señoríos— y la provincia de Guipúzcoa, con categoría de realengo. El señorío de Vizcaya, la entidad más importante, basaba su cohesión en el poder político de la casa de Haro, que ejercía de forma permanente y directa las funciones correspondientes al monarca. Pese a la división de su territorio en cuatro mayordomías —las merindades de Guernica, Bermeo, Marquina y Durango—, la unidad del Señorío quedaba garantizada por el Fuero Viejo de Vizcaya, que —por ejemplo— expresamente prohibiría la recepción de los obispos calagurritanos, a cuya diócesis había incorporado Alfonso VI los territorios vascongados.
Salvo en la costa, estos territorios se administraban por anteiglesias rurales —reuniones de buenos hombres— y por concejos. La ausencia de ciudades realengas y el peso de la jurisdicción señorial impidieron su incorporación a las reuniones de las Cortes de Castilla. Tal carencia comenzó a ser suplida por la celebración de juntas para Guipúzcoa, Vizcaya —reunidas siempre en Guernica— y Álava —que lo hacían en Arriaga—. Ésta última decidió en 1332 no reconocer más señor de la tierra que el rey, equiparándose así en su vinculación a la corona con Guipúzcoa, acto que fue considerado como de liberación.
Mientras, las relaciones entre la corona castellana y el señorío de Vizcaya continuaban siendo tormentosas. Los servicios prestados a la Corona de Castilla —participación en la vanguardia castellana durante la batalla de las Navas de Tolosa, defensa de la causa de Fernando III frente a los leoneses, su actuación en la reconquista de Andalucía— llevaron a los señores de Vizcaya a la cabeza de los ricos hombres castellanos. Desde esta posición de supremacía, Lope Díaz de Haro reclamó a Alfonso X el Sabio —defensor de un principio unitario y romanista de la Monarquía— las consolidación de los señoríos mediante la confirmación de los fueros, privilegios y cartas como leyes fundamentales del reino, prohibiéndose la interferencia de jueces y merinos en la jurisdicción señorial y suspendiéndose los beneficios que se otorgaban a los campesinos en Andalucía, con el propósito de impedir el despoblamiento. Ante la negativa real, Lope Díaz de Haro optó por apoyar el alzamiento del futuro Sancho IV contra su padre en 1282. Sus servicios e intrigas fueron recompensadas con la delegación de poderes para todo el reino, privanza confirmada más tarde al confiársele el apoderamiento de todas las fortalezas castellanas. La soberbia política del de Haro le hizo enemistarse con nobles y caballeros. Fue la gota que colmó el vaso el Ordenamiento de 1287 por el que se arrendaban las rentas y tributos al judío catalán Abraham, fórmula por la que el valido pasaba a controlar todos los recursos del reino. El clamor de la protesta enturbió las relaciones del conde con el rey, quien daría muerte por su propia mano a Lope Díaz de Haro en Alfaro en junio de 1288, al calor de una disputa. Huido, el hermano y heredero del señor Diego López de Haro no regresó al señorío hasta la muerte de Sancho IV en 1295.
Pese a que Diego López de Haro trató de subrayar su poderío creando en 1300 una nueva villa señorial al resguardo de la ría del Nervión, lo cierto es que la crisis abierta significaría el declive de la casa. Ante su debilidad, las villas marineras y Vitoria conformaron —junto con villas cántabras como Castro, Laredo y San Vicente— la hermandad de la Marisma que, so capa de facilitar las relaciones comerciales con los puertos de Southampton y Brujas, trataría de marcar distancias con los intereses propios del señor de Vizcaya. Por otro lado, la rigidez sucesoria de la casa de Haro —uno de sus pilares fundamentales— comenzó a tambalearse al pasar los derechos sucesivamente a Diego López de Haro, su sobrina María Díaz de Haro y después a Juan Núñez de Lara, hijo de Fernando de la Cerda. Era por tanto este último señor de los citados miembro de la casa contrincante y pariente del infante designado en su momento por Alfonso X para sucederle en detrimento de quien fuera finalmente el rey Sancho IV, siendo así señalado como un peligro para la corona, que ya descansaba sobre las sienes de Alfonso XI.
El hijo de este monarca, el rey Pedro I, mostró especial interés en la incorporación del señorío de Vizcaya al realengo. Surgió la oportunidad al declararse la vacante, para la que optaron dos candidatos: Tello, hijo bastardo de Alfonso XI —el gemelo del futuro Enrique II de Trastamara—, casado con Juana Núñez de Lara, y el infante don Juan de Aragón. Con el propósito de hacerse con el señorío, el rey de Castilla reconoció al primero como señor efectivo de Vizcaya, pero Tello logró huir en 1358, cuando estaba a punto de ser capturado por engaño. En el enfrentamiento con su hermano Enrique, Pedro I de Castilla pactó con Carlos II el Malo de Navarra, el señor de Albret y los condes de Foix y Armagnac, ofreciendo el señorío de Vizcaya al futuro Eduardo III de Inglaterra, entonces príncipe de Gales. Lógicamente, Tello permaneció junto al partido de su hermano, quien confirmó sus derechos al hacerse con la corona de Castilla en 1369. Sin embargo, muerto el señor en extrañas circunstancias al año siguiente, Enrique II hizo valer los derechos de las casas de Haro, Lara y Cerda que convergían en su esposa la reina Juana Manuel —hija del infante Juan Manuel y Blanca de la Cerda y Lara—, otorgando el señorío a su hijo y heredero Juan. Asumido el trono, Juan I de Castilla vinculará de forma definitiva el señorío a la Corona.

 

Trascendencia del señorío de Vizcaya
Y es que el control del Señorío resultaba vital desde tiempo atrás, dado el peso de los transportistas vizcaínos en Inglaterra y Flandes. En 1344 se estableció el primer acuerdo para regular las comunicaciones con Flandes, y el 4 de noviembre de 1348 se concedieron importantes privilegios en Brujas a la nación española, verdadera colonia mercantil vasca en la que participaban algunos otros súbditos castellanos. Tras el triunfo contra la armada inglesa en La Rochela (1372) de la escuadra castellana —al mando del merino mayor de Guipúzcoa, Ruy Díaz de Rojas—, los puertos vascongados obtuvieron el reconocimiento de su derecho a navegar sin obstáculos por el golfo significativamente llamado de Vizcaya, dominio que con el tiempo se extendió a toda la costa. Tras una larga guerra (1418-1435), los marinos vascongados obtendrían —frente a las pretensiones hanseáticas— la hegemonía de la navegación al sur de Bretaña, garantizada mediante acuerdos con Inglaterra y Francia.
El dominio vizcaíno sobre la nación española en Brujas fue entonces puesto en entredicho por los comerciantes burgaleses, quienes contaban con una Universidad de Mercaderes para la defensa de sus intereses en el interior del reino. La disputa sobre el establecimiento de los fletes se prolongaría durante años hasta que Fernando el Católico —como regente de Castilla— otorgase el Consulado a Bilbao, de modo que los vascongados ostentarían la representación comercial en el exterior.
La trascendencia del señorío vinculada a la importancia de la actividad comercial —que se materializaba en los diezmos del mar—, junto a la complejidad de su estructura social, explican la multiplicidad de querellas entre linajes por el dominio de los territorios vascongados. Entre estos destacaron de un lado los Velasco, dueños de Mena, Frías y Haro —que extendían su poderío por las Encartaciones hasta Valmaseda—, y de otro los Manrique, condes de Treviño. En 1470 Pedro Fernández de Velasco, conde de Haro, emprendió la conquista de Vizcaya bajo el amparo de Enrique IV de Castilla. Por su parte, el conde de Treviño, Pedro Manrique, acudió en defensa de los vizcaínos, que resultaron victoriosos en la batalla de Munguía (1471). Situándose frente al rey, Vizcaya reconoció junto con Guipúzcoa los derechos de Isabel al trono, defendiendo con su armas a los Católicos en la guerra civil de 1475. Su triunfo fue saldado con la firma de un acuerdo con el conde de Treviño —donde se sitúa el origen histórico de las actuales disputas en torno al condado—, la vinculación al señorío de la ciudad de Orduña y la jura de los fueros por parte de Fernando el Católico en Guernica.

 

De los fueros al nacionalismo
Durante los siglos XVI y XVII fue acentuándose la vinculación de los territorios vascongados a la corona, al tiempo que la carencia de señor interpuesto reforzó su autosuficiencia administrativa sobre las bases de las juntas y los fueros. Sobre este régimen se construirá más tarde el mito de la democracia vasca, basada en una sociedad patriarcal y rural idealizada en la que se compartirían el sentimiento aristocrático colectivo con un igualitarismo de raíces religiosas. Pero en realidad, tal régimen sólo aseguraba el predominio de los notables, que incluso pretendió institucionalizarse en el siglo XVIII, situación que justificará las repetidas revueltas de los campesinos de las tierras llanas contra los señores o la incipiente burguesía urbana. La consolidación de los fueros significó el establecimiento de una zona económica franca hacia el exterior. Los perjuicios que causara la apertura de la monarquía hacia el Imperio —que se concretaban en la importación de hierro sueco, de mejor calidad que el vizcaíno— fue en cierto modo corregida por el emperador Carlos al designar Bilbao y San Sebastián entre los puertos autorizados al comercio americano en 1529. Sin embargo, la concentración de este comercio en la Casa de Contratación de Sevilla en 1573 por Felipe II y las revueltas de Flandes —que significaron la ruina de Burgos y el desplazamiento del eje económico hacia el sur— provocaron la ruralización de las provincias vascongadas, que se cerraron sobre sí mismas aunque mantuvieron una mínima conexión exterior a través de Francia.
No plantearon tampoco conflicto político alguno a la monarquía. Aunque los nacionalistas traten de disfrazar con tintes independentistas el levantamiento vizcaíno de 1631, no fue éste sino una rebelión social de carácter económico contra la orden que estancaba la sal del señorío para su venta por cuenta de la Real Hacienda, un movimiento en nada comparable al de los comuneros castellanos, las germanías valencianas o la secesión portuguesa. Por su parte, el antes citado vínculo con Francia explicará el acatamiento de Felipe de Anjou como rey de España pese al apego de estas provincias al Antiguo Régimen de los Austrias, lo que fue premiado con el mantenimiento de sus peculiares instituciones —al igual que Navarra— en contradicción con la política centralizadora del Borbón, pasando a ser calificadas como Provincias Exentas. Esta situación de privilegio se veía acrecentada por el acceso a las ventajas que el nuevo sistema procuraba, como la renovación industrial o la reactivación del comercio americano. Así, en 1728 nació en San Sebastián la Compañía de Comercio de Caracas, que en 1785 dio origen a la Compañía de Filipinas, estableciéndose así unas relaciones que marcarían las sendas migratorias del siglo XIX.
Durante este tiempo tendrán lugar otros fenómenos que, a la larga, resultarán trascendentales para la evolución social y política de aquellos territorios. De un lado, la errónea apreciación de que el hecho singular de las Provincias Vascongadas y Navarra se limitaba a la exención fiscal —minimizando la importancia de la aplicación del derecho específico aún por la Real Chancillería de Valladolid, la exención de quintas y aún de la cierta capacidad de autogobierno, que en Navarra se extendía a la reunión de Cortes—, creencia contra la que se alzará con todas sus armas el naciente liberalismo. Por otro lado, la radicalización del sentimiento religioso a lo largo del siglo XVIII será más que evidente.
El estallido de la Revolución Francesa supuso un violento seísmo social en las provincias vascongadas, especialmente cuando Guipúzcoa se constituyó en línea de frente en la Guerra contra la Convención. Los gritos de combate en que se mezclaban Religión, Rey y Patria acompañaron a las tropas españolas que durante 1793 avanzaron triunfantes por Hendaya y el Rosellón. Sin embargo, al año siguiente las tropas francesas presionaron de tal forma que conquistaron San Sebastián el 4 de agosto. La Junta celebrada en Guetaria por guipuzcoanos partidarios de las ideas revolucionarias llegó a proponer la creación de una república vasca independiente. Durante 1795 los franceses avanzaron hasta Miranda de Ebro, pocos días antes de la firma de la Paz de Basilea. Esta guerra supuso la materialización en el seno de la sociedad vasca de dos partidos: los integristas antirrevolucionsarios y los segregacionistas.
Poco más tarde, en las Cortes de Cádiz aparecieron enfrentados dos conceptos de Estado: frente a la Monarquía tradicional que reclamaba para la corona el ejercicio absoluto de la soberanía propia de las entidades históricas preexistentes con sus instituciones peculiares y leyes consuetudinarias se alzó la Monarquía liberal, que reservaba para el rey sólo funciones arbitrales y contemplaba el Estado como una unidad territorial dividida en provincias según criterios exclusivamente administrativos. El avance del liberalismo supuso, por lo tanto, para las provincias vascongadas una doble amenaza, política (centralismo) y social (contra la religión y la Iglesia). El alzamiento carlista de 1833 —en el cristalizó la querella dinástica entre Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII, y la hija de éste, Isabel II— tuvo inicialmente como leit motiv la cuestión religiosa, aunque en el transcurso de los años fue incrementándose la importancia de la defensa del foralismo para la causa carlista.
Fracasado el levantamiento de Carlos VII de 1872 —que llegó a dar forma a un Estado carlista propio, aunque efímero, sobre suelo navarro—, la Ley de 21 de julio de 1876 puso fin al régimen foral, sustituyéndose al año siguiente sus instituciones por diputaciones provinciales Poco después se produjo una cierta rectificación al aceptarse una mínima autonomía económica provincial, según la cual las contribuciones de cada provincia al poder central se fijarían mediante concierto. Ya en el siglo XX, el último de estos conciertos —suscrito en 1925— seguía vigente al comienzo de la Guerra Civil de 1936, como consecuencia de la cual sólo conservará este privilegio la provincia de Álava.
Mientras que las ciudades —en las que se asentaban importantes guarniciones militares— acogían las ideas liberales de la burguesía, el campo encontró en los fueros y libertades antiguas la razón de su modo de vida. En este agitado caldo de polarización social convergerán además los marinos retirados que se habían dedicado al comercio ultramarino (Cuba, Filipinas...), en gran parte vinculados a la Masonería y ganados por las ideas liberales, y los inmigrantes procedentes del interior, generalmente hacinados en los puertos industriosos, con lo que tal situación significaba entonces de insalubridad física y moral. Frente a la presión de este proletariado urbano y la presencia de los marinos contaminados se alzó la llamada al retorno a la supuestas fuentes primitivas de Euskal Herría. Así nacería el nacionalismo sabiniano, no exento de una vena romántica que prestó atención a las antiguas lengua y cultura vasconas, dando origen a la Sociedad de Estudios Vascos o la Academia de la Lengua Vasca. Mas el carácter forzado de este componente cultural del nacionalismo vasco resulta innegable, toda vez que el antiguo idioma vascuence sobrevivió en las tierras del interior —con graves mutaciones— merced al respeto de la Monarquía Católica de los Austrias por los hábitos y costumbres locales, aunque su empleo se limitaba al uso corriente, empleándose libremente el castellano para la administración —hasta el punto de que el Fuero de Vizcaya estaba redactado en castellano—, la enseñanza y la producción literaria.
Al cesto del nacionalismo vasco se sumaron otros mimbres como el integrismo religioso y el antiliberalismo radical que Arana heredó de su padre, un incipiente republicanismo y un etnicismo derivado en racismo que —en el colmo de la incongruencia— habría impelido a los nacionalistas a considerar extraños a los señores de la casa de Haro. Contó además el nacionalismo vasco con la intervención de otros factores que no han de desdeñarse a la hora de comprender su configuración final. Así, como factor social podemos señalar su evolución desde un foralismo entroncado con la conservación del concierto económico hacia un régimen autonómico que apuntase a la independencia. Para el nacionalismo, la salud moral del pueblo vasco sólo se mantendría ofreciendo resistencia al Gobierno liberal de Madrid, cuya política era tildada de profundamente antirreligiosa. Y, además de este factor religioso, encontramos un tercero de carácter étnico, según el cual la diferenciación racial de los vascos —hoy destacada por la supuesta preponderancia de individuos con factor RH negativo— quedaba subrayada por la pretendida diferenciación lingüística. La combinación de todos estos elementos determinará los ideales de la vasconidad, a partir de la cual Sabino Arana elaborará su propia tesis: Euzkadi es una nación sometida por España y Francia que debe constituir su propio Estado.
Que Arana abjurara del radicalismo en los últimos años de su vida no resultará significativo para los nacionalistas vascos, quienes pretenden crear una Euskal-Herría independiente incluso pasando por encima de la tradición histórica a la que tanto apelan.

 

ANÁLISIS DEL NACIONALISMO VASCO

Por José Luis Orella

 

En el caso del País Vasco, el nacionalismo se encuentra en período de concentración de las diversas opciones nacionalistas, después de su afán de canibalizar el electorado de su vecino batasuno. El nacionalismo quiere volver a la situación de hegemonía que le llevó a ser ante los sucesivos gobiernos nacionales el único interlocutor válido de esta región, olvidando a otros dos sectores, el socialista y el derechista, ambos sin veleidades separatistas. No obstante, el nacionalismo del PNV se enfunda en un militante europeísmo que llevó en su momento al carnavalesco espectáculo de pedir a las instituciones europeas el cambio de la bandera europea de doce estrellas a trece, por creer que éstas representaban a los países miembros. Lo peor es que tal moción no se podía hacer porque las doce estrellas no representan a los países que entonces conformaban la Comunidad Económica Europea, su diseñador lo hizo por otro ideal más elevado.

 

A parte de folclorismos, el nacionalismo vasco viene defendiendo un entusiasta europeísmo, a través de su histórica adscripción a la organización democristiana. Aunque, siempre que se vea a Euskadi como un representante del mismo talante que cualquier otro Estado-nación miembro. Para ello reivindica su derecho a la autodeterminación y el fin de los actuales estados en beneficio de una Unión Europea que únicamente utilice como interlocutores válidos a las naciones con carácter étnico o lingüístico como es el caso vasco. No obstante, esta reivindicación se sustenta en pies de barro, porque no cuenta con la historia a su favor, ni con el apoyo popular, ni con la razón de sus propias argumentaciones que se contradicen con las más democráticas de la Unión Europea.

 

La actual población vasca es plural en su sentido político y cultural, siendo menos de un veinte por ciento la que posee condición de bilingüe, y mejor no saber el del carácter étnico porque muchos de los nacionalistas quedarían fuera sin remisión. En sus propios orígenes, los dirigentes juntaron apellidos tan poco vascos como Horn (holandés), Chalbaud (francés), Sota (santanderino) o Monzón (aragonés). A parte de que una Europa con criterios etnicistas iría en contra de los principios fundadores de la comunidad europea, el discurso de este calibre del nacionalismo vasco, sólo es utilizable en pocas ocasiones ante un electorado interno muy fiable.

 

Por otro lado, el País Vasco necesita para sus sectores económicos en crisis un interlocutor con peso en la Unión Europea, los astilleros, la siderurgia, la ganadería y el sector pesquero son muy importantes en la sociedad vasca y han sido de los más perjudicados con la unión a la comunidad. El que el nacionalismo vasco, pretenda ser ese representante suena a sorna por la falta de peso político debido a la escasez de habitantes, la crisis económica y el tamaño del País Vasco. Si el problema de España, es que no tiene peso frente a Francia y Alemania, y por eso nos hemos aliado a ellas desde 1986, imaginémonos que influencia real puede tener una hipotética Euskadi independiente, cuando países como Dinamarca o Países Bajos son meras comparsas del marco alemán. La única posibilidad es que el PNV, por su proximidad con el partido republicano de EEUU, intente ser un caballo de troya de los intereses americanos en Europa a través de su amistad con el lobby del medio oeste.

 

De todas formas, la crisis de la gran industria y su reestructuración han permitido deslastrarse de sectores declinantes que utilizaban mano de obra foránea, votantes de opciones políticas no nacionalistas, y que recibían subvenciones cuantiosas. La pequeña y mediana industria que ha sobrevivido es ahora más capaz y ágil, y puede competir con mejores oportunidades en el exterior, por lo que busca mercados alternativos al nacional, para no depender exclusivamente de él. Pero el precio es alto y la región sufre una de las cotas de paro más altas de España[1].  Además, la región tiene que sufrir el terrorismo del nacionalismo radical que con su discurso vertebrado en la vasquidad de los trabajadores y la españolidad del empresariado, ha producido una fuga de capitales a otras zonas de España, provocando con sus secuestros y asesinatos una gran inestabilidad social que impide la inversión de un capital móvil extranjero, que quisiese establecerse en una zona con una mano de obra especializada. (Recientemente la publicación del plan Ibarretxe a provocado una caída del 83 % de las inversiones extranjeras). La forzada emigración de hombres con capacidad de liderato empresarial es un fenómeno que ha redundado en una progresiva industrialización de las regiones vecinas, como Cantabria, Rioja o dentro de la propia Comunidad Autónoma Vasca, de Alava, la provincia menos nacionalista.

 

Como el objetivo primordial del nacionalismo vasco es la independencia, en lo que difieren los terroristas y los detentadores del poder autonómico es en la manera de llegar a ella, el discurso social es vago y sin conjeturas que comprometan, del modo que los parados se deben conformar con un mensaje ilusionante en la comunidad nacionalista, mientras ven que su economía se ve gradualmente insertada en un sistema neoliberal donde la competitividad y la insolidaridad son las reglas principales[2]. Los grupos radicales son los grandes beneficiados al ofrecer a los jóvenes víctimas de la crisis económica un calor afectivo y la posibilidad de evacuar sus problemas contra un enemigo exterior, el odiado "español".

 

Si los gobiernos europeos se preocupan principalmente por su inserción en Europa en las mejores condiciones económicas y sociales posibles para estar en el pelotón de cabeza, los nacionalistas vascos desde sus propias instituciones procuran potenciar los sectores que apuntalan su poder, con independencia de la política europeísta. De este modo, en vez de estimular a la pequeña empresa que debe emigrar por el clima de violencia imperante y a la falta de ayudas económicas, el euskera recibe la parte de león de las subvenciones. El dinero invertido en la difusión del euskera hace que la enseñanza sea una fuente de empleo y que sus empleados se conviertan en una clientela fiel al nacionalismo. Su utilización exclusiva como instrumento político suscita el rechazo de una gran parte de la población, que sufre discriminación laboral por la no aceptación del aprendizaje de una lengua, que no esta a la altura de servir de vehículo comunicador en el mundo altamente tecnificado de hoy. Por otra parte, la difusión cultural que la Unión Europea fomenta con el intercambio de estudiantes y la colaboración en estudios de alta investigación se ven constreñidos por los intereses partidistas del nacionalismo, contrarios en el plano cultural a toda universalización del saber, como estiman las autoridades europeas.

 

La defensa a ultranza de los argumentos lingüísticos por el nacionalismo vasco son acordes con su nacionalismo etnicista, porque se complementan estos argumentos con los raciales. La lengua es diferente al ser diferente el tronco racial de cada pueblo[3]. La afirmación identitaria ofrece una política de autoafirmación nacional, acreditada mediante la prueba equivoca de los apellidos, el uso de la lengua o determinadas formas físicas, Xabier Arzalluz, principal dirigente del PNV,  afirma poder distinguir un vasco en la calle, de uno que no lo es[4].

 

El nacionalismo vasco ha utilizado las teorías evolucionistas y difusionistas amalgándolas con la paleontología, la lingüística, el mito y el folklore[5], contribuyendo a crear un discurso idealista que seduce a la población en la creencia de pertenecer a una comunidad de características superiores a las de sus vecinos. Las teorías etnicistas aportan un sentido de unidad a la comunidad y de solidaridad entre sus miembros, y ayuda a canalizar la agresividad originada por la situación económica deplorable contra un enemigo "exterior", el centralismo mestizo.

 

El gobierno vasco en su reivindicación de asumir mayores capacidades que le lleven al establecimiento de un estado dentro de otro, (plan Ibarretxe) llegó a exigir ya en 1994, el derecho a establecer sus propios vínculos con la Unión Europea, a participar en el Consejo de Ministros Europeos, al reconocimiento oficial de una oficina  del gobierno vasco en Bruselas, a tener una representación permanente en la delegación española y al derecho a recurrir al Tribunal de Justicia Europeo[6]. Estas reivindicaciones culminan el proceso de nacionalización iniciado con el control de las instituciones públicas y educativas del interior del territorio del que se desea obtener la soberanía. Con la toma del poder de las instituciones regionales, el control de las fuentes de ingresos, una clientela política fiel, se puede pasar a formar la comunidad imaginada por el nacionalismo. Pero este paso únicamente se puede dar por medio de la formación de un Estado nacional[7]. La proclamación de un Estado Libre Vasco conformaría de manera oficial un Estado vasco que en breve plazo podría romper sus lazos con España, mientras una parte de su población mantiene la doble nacionalidad.

 

No obstante, para el nacionalismo vasco el europeísmo es una excusa para diluir el Estado central y tener la oportunidad de recrear un estado vasco soberano en igualdad de derechos a los demás integrantes de la Unión Europea. No obstante, el nacionalismo no sabe explicar con que derecho puede exigir la anexión de Navarra, un reino con su propia personalidad histórica, que fue independiente, que forma parte de España, y que no quiere ser anexionada al ente estatal de esa nueva Euskadi. Para ello debe contar con la formación de candidaturas electorales conjuntas de PNV-EA y Aralar. De este modo la concentración del voto abertzale con el nacionalista puede repetir el éxito de obtener representación parlamentaria en Madrid y un grupo parlamentario nacionalista a nivel foral, no manchado por la violencia, que forme una alianza a la catalana con Izquierda Unida y un PSN favorable a las tesis de Pasqual Maragall.


[1] José Forné, Las dos caras del nacionalismo. San Sebastián, 1995. pág. 89

[2] Idem, pág. 130

[3] Idem, pág. 120

[4] Ramón luis Acuña, Las tribus de Europa, Madrid, 1997. pág. 336

[5] José Forné, Las dos caras...pág. 46

[6] Michael Keating, Naciones...pág. 190

[7] José Forné, Las dos...pág. 131

Radiografía del nuevo movimiento cívico vasco-navarro.

            Un movimiento cívico, heterogéneo y plural, ha nacido en el País Vasco y Navarra hace ya dos décadas, desarrollándose en una confrontación permanente frente a un hegemónico nacionalismo de pretensiones totalitarias.

Por Fernando José Vaquero Oroquieta

Introducción.

Cuando hablamos del País Vasco y de Navarra, nos vienen a la memoria, inmediatamente y ante todo, los rostros de un numeroso grupo de valerosas mujeres. Y decimos bien, pues las mujeres han destacado por encima de los varones en una labor callada y heroica: Maite Pagazaurtundua, Cristina Cuesta, Ana Iríbar, y tantas otras, testimonian con su vida las cualidades que carece la mayor parte de la clase política.

            Y nos siguen mostrando nuevos ejemplos de valor. Recordemos el caso tremendo de los padecimientos de Pilar Elías, concejal por el Partido Popular en el Ayuntamiento de Azcoitia, viuda de Ramón Baglietto, quien, asombrada un día, descubriera que uno de los asesinos de su marido había abierto una cristalería en un local situado ¡debajo de su domicilio!
           
Pero, para enmarcar estas circunstancias, remontémonos en el tiempo. De la mano de unas pocas personas golpeadas por la violencia de ETA, nacieron, hace ya dos décadas, los primeros grupos de un incipiente movimiento cívico en respuesta al terrorismo y otras expresiones de la realidad totalitaria que se empezaba a imponer en el País Vasco y también, aunque en menor medida en Navarra, de la mano del nacionalismo vasco en sus diversas expresiones y tácticas.

Los primeros en constituirse fueron los grupos de familiares y víctimas del terrorismo de ETA, desamparados por los poderes públicos y sin una voz que les permitiera afrontar las dramáticas situaciones personales, que se les presentaron, asociadas a los atentados que marcaron sus vidas.

En segundo lugar, fruto de una reflexión realizada en buena medida en ámbitos de la Iglesia católica, surgieron los grupos de vocación pacifista. Cientos de concentraciones silenciosas, en decenas de localidades vascas y navarras, jalonan la historia de este movimiento.

En tercer lugar, espoleados especialmente por el llamado “Espíritu de Ermua”, los llamados Foros, grupos de vocación intelectual, articularon una respuesta y un pensamiento crítico coherentes a la situación política y social sufridas.

Por último, diversos movimientos activistas se estructuraron, en torno a la acción social y la lucha en el ámbito de la opinión pública, con una marcada vocación política.

            Con sus aciertos y carencias, tales grupos han generado una constelación social, una novedosa red asociativa y humana, que configura la actual resistencia de la ciudadanía vasca a los planes hegemónicos del nacionalismo gobernante y de los visionarios de la violencia ciega.

Un parto desde el dolor y la serenidad.

            Los familiares de víctimas de ETA, y las mismas víctimas supervivientes, sufrieron años de extrema dureza en silencio; más cuando apenas existía apoyo institucional a sus numerosas necesidades. Además, socialmente y en los medios de comunicación, este colectivo y sus dramáticas carencias pasaban desapercibidas. Fruto de esa situación de desamparo insultante, se empezaron a alzar voces, como la de Cristina Cuesta en San Sebastián, reclamando atención a su existencia, apoyo material, una voz para su colectivo y el reconocimiento a la memoria de sus familiares asesinados. Así surgió, de su impulso y el de otras personas, en 1981, la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT).

            La AVT ha atendido, hasta la actualidad, a unas 8.000 personas, habiendo sido su presidente más conocida Dª. Sonsoles Alvarez de Toledo, hasta la irrupción del combativo José Alcaraz. Definida como apolítica y benéfico-asistencial, tiene como fines: reivindicar derechos y reclamar justicia, prestar ayuda moral y material a víctimas y familiares, cooperación con cuantas actividades redunden en beneficio de las víctimas, todo tipo de actos que fomenten la solidaridad hacia las víctimas y, por último, promover y asistir en acciones judiciales a favor de las víctimas del terrorismo. La AVT se organiza en 6 áreas sectoriales de trabajo, delegaciones territoriales y una Junta de Gobierno.

            Ya en noviembre de 1998, se constituyó el Colectivo de Víctimas del Terrorismo (COVITE), donde destacó la incansable Cristina Cuesta, y que pretende ser un interlocutor imprescindible “en cualquier proceso de pacificación que pueda emprenderse en la Comunidad Autónoma del País Vasco”. También persigue defender los derechos éticos y materiales de las víctimas del terrorismo, proteger los principios democráticos básicos, el respeto a la legalidad vigente, y un clima social de libertad y ausencia de coacciones para todos los ciudadanos. Desde una firme postura ética, juzgan como imprescindible que “los criminales reconozcan sus delitos, que asuman el daño causado a millares de personas inocentes y que reconozcan el daño infligido a la sociedad vasca en particular, y a la colectividad española en general”, pues “nunca podrá haber paz sin justicia previa”.

            A nivel nacional, estos colectivos han logrado, después de muchos años, que el gobierno del Partido Popular, finalmente, diera pasos decisivos para subsanar las numerosas carencias materiales y morales sufridas por sus asociados y demás víctimas del terrorismo. Como frutos concretos de esta política popular, tenemos la legislación promulgada al respecto y la constitución de la Fundación de Víctimas del Terrorismo, presidida actualmente por una extraordinaria Maite Pagazaurtundua.

            En este ámbito, el del entorno humano de las víctimas del País Vasco y Navarra, han surgido varias fundaciones que han adoptado el nombre de algunas de ellas, con el objetivo de mantener viva su memoria. Nacidas en el área de influencia de los partidos políticos constitucionalistas, y lideradas por familiares directos de las víctimas, encontramos a la Tomás Caballero en Navarra y la Miguel Ángel Blanco, junto a otras, en el País Vasco.

            Así, la Fundación Gregorio Ordoñez, constituida en recuerdo de aquel joven político popular donostiarra asesinado, tiene entre sus principios fundacionales: la conservación y divulgación de los principios éticos y democráticos, la atención a las víctimas del terrorismo, la reivindicación del reconocimiento público de sus derechos y, como novedad en su ámbito, la  promoción de San Sebastián facilitando a sus ciudadanos el acceso a la información en los asuntos públicos locales.

            La Fundación Fernando Buesa Blanco, por su parte, toma su nombre del político asesinado en Vitoria el 3 de noviembre de 2000. Su objetivo es mantener vivo el ejemplo de este socialista, de orígenes democristianos, en favor del progreso social, la búsqueda de la convivencia en paz, la política entendida como un servicio público, la pasión por la libertad y la defensa del pluralismo.

Pacifistas e intelectuales.

            A finales de los años 70 del pasado siglo, pequeños grupos de militantes cristianos se empezaron a reunir con el objetivo de reflexionar en torno a la violencia de raíces políticas practicada en el País Vasco y Navarra; realizando algunas concentraciones de carácter no violento en protesta por el creciente terrorismo. Esas concentraciones, que cristalizaron en una dinámica de movilización permanente con ocasión de todo de acto violento de esas características, estaban impulsadas inicialmente por Artesanos de la Paz.

Ya en 1986 se constituye la Coordinadora Gesto por la Paz, a partir de 6 grupos, integrándose en dicha entidad, en 1989, la Comisión Paz en Euskadi de Colectivos Vascos por la Paz y el Desarme. También en 1986 se constituye la Asociación por la Paz de Euskal Herria. El 24 de noviembre de 1989 confluyen ambas entidades, naciendo la Coordinadora Gesto por la Paz de Euskal Herria, con un total de 52 grupos locales.

Esta entidad sigue persiguiendo la paz y una sociedad más justa y más humana, con los siguientes objetivos concretos: fortalecer la movilización ciudadana, impulsar la toma de conciencia de la sociedad en su responsabilidad frente a la violencia, velar para que la actuación institucional contra la violencia se enmarque dentro de la legalidad y los derechos humanos, y fomentar una cultura de paz dirigida especialmente a la infancia y la juventud.

Este movimiento mantiene vivo su espíritu originario, denunciando toda expresión de violencia y terrorismo, aceptando incluso espacios de encuentro con otras entidades, incluso procedentes del entorno del autodenominado MLNV, caso de Elkarri, que invoquen el cese de la violencia como requisito imprescindible para cualquier avance social o político.

El brutal secuestro y asesinato, un 12 de julio de 1997, del concejal del Partido Popular de Ermua Miguel Ángel Blanco, originó un movimiento ciudadano de respuesta como nunca se vivió en el País Vasco y Navarra durante las últimas décadas.

Para mantener ese “Espíritu de Ermua”, un grupo de intelectuales organizó el Foro de Ermua, entidad en la que tiene un peso decisivo un notable grupo de intelectuales de procedencia comunista e izquierdista. Ese mismo mes de julio de 1997, cinco profesores de la Universidad del País Vasco se reunieron, dando como fruto un manifiesto en oposición a la negociación con ETA, llamando a la ciudadanía a la “resistencia contra el fascismo vasco”. Así, el 18 de febrero de 1998 se presentó a la opinión pública el Foro de Ermua, difundiendo el primero de sus textos: “Manifiesto por la democracia en Euskadi”.

Su labor para concienciar al resto de la izquierda española, en la batalla de las ideas y los medios de comunicación, ha sido decisiva: hecho del que, sin duda, tomó nota ETA, lo que le llevó a asesinar al periodista José Luis López de la Calle, uno de los activistas más significativos del grupo. El trabajo de Foro de Ermua ha sido fundamental para que la izquierda española inicie la difícil labor de superar los demonios familiares asociados a una posible percepción positiva de la nación española en este sector político.

No obstante, se trata de una entidad especialmente golpeada por el nacionalismo vasco. El acoso al que han sometido a buena parte de sus impulsores y principales militantes, ha originado que, no pocos de ellos, hayan tenido que exiliarse fuera del País Vasco a lo largo de estos últimos años.

En el entorno de esa entidad, aunque con vocación propia, nació accidentalmente y con enormes dificultades Foro El Salvador, reuniendo a destacados clérigos y militantes católicos que, desde una perspectiva evangélica y con la mirada puesta en el proceso de paz vivido en El Salvador, intentan que la Iglesia católica vasca cambie de orientación, asumiendo su misión histórica, emancipándose de la hegemonía del nacionalismo vasco en la orientación pastoral de su jerarquía y sus estructuras diocesanas y parroquiales.

Algunos de sus miembros más conocidos son: Jaime Larrínaga, ex-párroco de Maruri y primer sacerdote vasco con protección policial, el conocido historiador Fernando García de Cortázar, Antonio Beristain Ipiña, también jesuita como el anterior y fundador del Instituto Vasco de Criminología, y el seglar José Luis Orella, otro historiador portavoz de la entidad. Nacido al margen de cualquiera entidad o movimiento eclesial, este Foro ha encontrado notables dificultades de interlocución ante otras realidades eclesiales; permaneciendo prácticamente desconocido -todavía hoy- para buena parte de la Iglesia católica española.

Los activistas.

            ¡Basta ya! configura un nuevo tipo de organización de pretensiones explícitamente políticas: con una manifiesta vocación de participación en la vida pública y en el campo de batalla de la opinión, difundiendo específicos pronunciamientos de hondo calado político, tomando la iniciativa con diversas movilizaciones y propuestas políticas.

Fernando Savater ha sido unos de los intelectuales que más ha destacado en las actuaciones de la entidad; ejerciendo, con su condición de portavoz, un indudable liderazgo en esta plataforma próxima, de alguna manera, al PSE-PSOE. Sus principios básicos son: trabajar contra el terrorismo en cualquiera de sus formas, apoyo a las víctimas de la violencia política, y la defensa del Estado de Derecho, la Constitución y el Estatuto de Autonomía del País Vasco. Subraya su carácter activista, más allá de la mera denuncia, por lo que ha realizado numerosas movilizaciones y actuaciones públicas de hondo calado mediático; habiendo recibido el premio Sajarov por la defensa de los derechos humanos que concede el Parlamento Europeo.

La entidad considera que, entre las razones de su nacimiento, también se encuentra el “auge del nacionalismo étnico y xenófobo entre los partidos nacionalistas moderados y otras entidades abertzales, que pretenden pactar con ETA acuerdos favorables para los intereses nacionalistas excluyendo a los vascos con otras ideas e identidades”. De todo ello se deriva que, a su juicio, la denuncia ética del terrorismo no sea suficiente, por lo que, en coherencia, realizan una crítica política del mismo. Así, conciben a las movilizaciones ciudadanas como instrumento de denuncia, pero también, como medio de recuperación de la calle, recordando así a las instituciones cuáles son sus obligaciones.

¡Basta ya! carece de organización profesional. Tampoco tiene una junta directiva. Ha optado por presentar portavoces autorizados ante la opinión pública. Con esta dinámica política, no obstante, afirman no pretender sustituir a los partidos políticos, ni competir con otros grupos sociales. Pero desean que sus actuaciones no estén marcadas por el terrorismo, por lo que pretenden que las mismas se desarrollen de forma independiente de los actos terroristas.

            Existen otras entidades de carácter mixto, caso de la Fundación por la Libertad, de la que una de sus figuras más conocidas fuera su expresidente, Edurne Uriarte, cuyo papel está, en parte, por desarrollar y que, sin duda, confluirá en la línea general de todas las anteriores entidades. Como fin fundacional tiene establecido el análisis, la reflexión y la difusión de los valores de la democracia y la libertad. Pretende de forma expresa “la defensa de un País Vasco plenamente integrado en la nación española, y una cultura vasca entendida e integrada en la pluralidad que configura la cultura española”. Para la consecución de esos objetivos, tiene clara conciencia del papel de la educación para llegar a toda la ciudadanía. Un factor novedoso que tiene un difícil, pero decisivo, papel a jugar en el futuro.

            Dentro de este ámbito, de entidades de naturaleza activista, podríamos hablar del colectivo Ciudadanía y Libertad, nacido en el entorno de antiguos militantes de EE integrados en el PSE-PSOE. Afirma, ante todo, su compromiso con la Constitución española y el Estatuto vasco; asegura estar integrado por vascos que consideran tienen los mismos derechos y deberes que los de convicciones nacionalistas; propugna la cooperación y la convivencia entre todos los vascos; y, por último, antepone la dignidad de la persona a lo colectivo, considerando como su patria la libertad y los derechos humanos. Para todo ello exigen que las instituciones defiendan y celebren la democracia, recuperando la memoria histórica. De ahí que esta entidad, en Vitoria, haya realizado diversas acciones públicas en defensa de la Constitución y el Estatuto, así como alguna llamativa presentación de libros. Se muestran especialmente preocupados por el valor de las palabras, su sentido político y el valor pedagógico del lenguaje. Sin duda, la prematura muerte de Mario Onaindía ha golpeado duramente en su ánimo.

Otra entidad que podemos mencionar aquí es el colectivo ¡Libertad ya!, nacido en el ámbito de las víctimas navarras de ETA, con cierta vinculación al partido regionalista Unión del Pueblo Navarro, y con una clara vocación de participación en la batalla por la opinión pública, impulsando concretas iniciativas sociales.

            Otro joven fruto, nacido del dolor de un asesinato y del activismo, es Vecinos de paz, enraizada en la localidad navarra de Berriorzar y uno de los grupos más activos de la Comunidad Foral. Se le ha sumado, por último, a esta línea de trabajo, la Fundación Leyre, que desde su vocación de foro intelectual y de análisis, no ha rehuido la movilización pública.

            Citemos, por último, a la asociación Denon Artean (Paz y Reconciliación), que desarrolló una importante labor de movilización social en momentos muy difíciles, especialmente en Guipúzcoa.

La crisis.

            Ya hemos visto que, sin duda, estas asociaciones, que en ocasiones comparten militantes y actuaciones, objetivos y tácticas, han protagonizado éxitos indudables en los terrenos de la opinión pública, el apoyo a las víctimas, la iniciativa social y ciudadana, y la elaboración de un pensamiento -coherente y sistemático- de crítica al nacionalismo vasco y al régimen de partido establecido por el PNV, así como al terror de ETA y su entorno. Todo un capital político, social, cultural y humano, realmente.

Pero, no obstante el enorme esfuerzo desplegado y las energías empleadas, encontramos la paradoja de que muchos de quienes ocuparon en su día la primera fila de este movimiento, ya no viven en el País Vasco o se han apartado del mismo, más o menos discretamente. Sin duda, el fracaso electoral que en su día no pudo llevar a la lehendakaritza a Jaime Mayor Oreja y la eliminación de Nicolás Redondo Terreros de la dirección del PSE-PSOE, cobraron un caro peaje personal y político.

            Pero este plural movimiento, a pesar de todo, y especialmente todas esas mujeres extraordinarias que hemos venido mencionando, ¡ahí siguen!, recordándonos que también la política debe estar iluminada por ineludibles exigencias éticas; y más hoy cuando se habla alegremente de negociación, diálogo, ofertas de paz, reactivación del plan Ibarretxe, del Plan López, de la asociación entre el proyecto de Estatut y la resolución del “conflicto vasco”.

Reflexiones finales.

En definitiva, la naturaleza de este complejo movimiento  es inicialmente reactiva, pues viene definida por su origen, es decir, es producto de una sana y necesaria reacción social frente a una clamorosa injusticia histórica y a la renuncia de sus obligaciones por los poderes públicos. No obstante, conscientes de este origen, se han esforzado por imaginar y lanzar diversas actuaciones sociales y mediáticas, tomando la iniciativa con análisis y convocatorias de naturaleza propositiva.

            Estos movimientos también han sido semilleros de numerosos líderes sociales y de algunas cualificadas vocaciones políticas. Así, el polémico Javier Madrazo (actual socio del Gobierno Vasco por Izquierda Unida) procede de Gesto por la Paz, al igual que Maite Mur, concejal del ayuntamiento de Pamplona por UPN. En Foro de Ermua recaló Ernesto Ladrón de Guevara, uno de los últimos y valerosos líderes de la desaparecida Unidad Alavesa. Igualmente son numerosos los familiares de víctimas del terrorismo que se han incorporado a la vida pública. Es el caso, entre otros, de Javier Caballero (hijo del concejal pamplonés de UPN, asesinado por ETA, Tomás Caballero), actual Consejero de Presidencia, Justicia e Interior del Gobierno de Navarra por UPN.

            Sin embargo, existe un campo de vital importancia donde apenas se han dado pasos al respecto. Es el campo de la educación, si bien, Gesto por la Paz ha intuido esa importancia; al igual que la joven Fundación por la Libertad, al menos en un nivel teórico. Así como al movimiento de recuperación del euskera le siguió el movimiento de las ikastolas, de momento no existe un fenómeno análogo en la línea de las propuestas cívicas de estos movimientos que, sin duda, han constituido por otra parte un interesante tejido social, de mayor penetración en las grandes ciudades del País Vasco que en las pequeñas localidades de medios más rurales.

            Sí se han dado algunos pasos en las universidades vascas, de la mano de profesores que valerosamente han denunciado la violencia cotidiana etarra, el apoyo académico dado a los presos de ETA, etc. En ese sentido, la concejal del PSE-PSOE de Getxo, Gotzone Mora, ha sido una figura modélica. Pero, por el contrario, la política educativa desarrollada por el Gobierno vasco, durante muchos años, ha supuesto que miles de docentes hayan abandonado el País Vasco, por no encajar en los planes lingüísticos y pedagógicos del gobierno del PNV, y su sustitución por un profesorado afín o resignado. En cualquier caso, es el terreno de la educación donde, con vocación de futuro, deberán volcar sus esfuerzos y su imaginación estas entidades, como lógica prolongación de su trabajo intelectual y social. Ese ámbito constituye el privilegiado entorno social donde un nuevo modelo humano puede proporcionar a la juventud vasca un estilo de vida distinto, basado en unos principios de construcción y colaboración social, que huya de la violencia y del totalitarismo.

            Otro entorno social y geográfico, donde apenas han podido incidir estos novedosos movimientos sociales vascos, ya lo mencionábamos antes, es el de los pequeños pueblos del interior, cotos cerrados del nacionalismo radical donde los constitucionalistas viven –prácticamente- en la clandestinidad, en las catacumbas, sin que sea posible expresión alguna, pública o privada, de su identidad.

            Desde los medios de comunicación, de forma progresiva y con evidentes muestras de simpatía, se han ido acogiendo las iniciativas y denuncias de este plural movimiento cívico. También, los grandes partidos políticos constitucionalistas han tomado conciencia de la novedad y potencialidad de cambio y transformación de este movimiento, en su momento, imprevisible. Sin embargo, de la actitud de los partidos políticos puede surgir un riesgo: el intento, consciente o no, de instrumentalización del movimiento en aras de intereses  de partido a corto plazo. Ahí deberán ejercer, sus líderes políticos, un ejercicio de responsabilidad histórica, facilitando el libre desarrollo de estos movimientos, su pluralismo, su frescura y capacidad de iniciativa, su crecimiento. Posibilitar, impulsar; nunca ahogar. Es una oportunidad que no pueden desaprovechar; pero que el “buenismo” de Rodríguez Zapatero no parece haber valorado suficientemente.

            Resumamos: apoyo a las víctimas de ETA y reconocimiento de su memoria, movilización ciudadana y recuperación de la calle, construcción de un movimiento pacifista, movilización de intelectuales y elaboración de un pensamiento articulado, salto a la política partidaria de vocaciones allí alimentadas, iniciativa política y participación decidida en los medios de comunicación. Esa es la faceta positiva de esta pujante realidad social; tales son las herramientas enarboladas por estos modélicos colectivos y asociaciones nacidas y desarrolladas a pesar de la presión totalitaria del PNV y el régimen de partido organizado desde el Gobierno vasco y las instituciones públicas que controla.

También hemos visto algunas de sus dificultades y de sus riesgos: su escasa penetración en los pueblos pequeños; el acoso sufrido que ha llevado al exilio a muchos de sus impulsores; la inexistencia de un tejido docente específico y de un movimiento pedagógico que eduque a las nuevas generaciones en los valores impulsados por estas entidades que permita un País Vasco en paz, articulado armoniosamente con el resto de España en el marco de la nueva Europa.

            No obstante, la mayor dificultad existente en el horizonte de este movimiento y del resto de la nación española en la actualidad, es la errática, claudicante e ingenua política seguida por el presidente del Gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero. Desde la debilidad y la ausencia de una estrategia realista y documentada no se pueden afrontar el reto del terrorismo ni, en consecuencia, apoyar y valorar adecuadamente a quienes se juegan la piel a diario. Pero la valoración del papel jugado por este Gobierno ya excede este texto que, ante todo, pretende ser un modesto homenaje a tantas víctimas y personas entregadas a su ideal.