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El atentado inevitable

La sensación de vulnerabilidad que el terror indiscriminado provoca no debe hacernos olvidar que la política antiterrorista requiere una coherencia que precisamente el terrorista busca alterar. Hay que apostar por una pedagogía que permita comprender tan inquietante fenómeno sociopolítico, en aras de una militancia imprescindible por parte de nuestros sistemas democráticos.

 


"El atentado en Londres es inevitable". Así se expresó el máximo responsable de Scotland Yard, John Stevens, días después del atentado terrorista perpetrado en Madrid el 11-M. En aquellos momentos, el Reino Unido había logrado neutralizar actividades terroristas que perseguían aterrorizar a la sociedad británica, como han logrado quienes el jueves asesinaron a decenas de personas en Londres. Después de años de combatir el terrorismo etnonacionalista del IRA, de padecer sangrientos atentados de dicha organización terrorista en lugares como los que antes de ayer volvieron a ser escenario del terror, el Reino Unido debió adaptar sus estructuras de seguridad a la amenaza del fundamentalismo islamista. Ha venido haciéndolo con éxito, evitando lo que sin embargo finalmente resultó inevitable, como avanzaban las autoridades políticas y policiales en Gran Bretaña. La desgraciada materialización de sus premoniciones no cuestiona a priori la eficacia de la lucha antiterrorista en dicho país, poniendo de relieve sin embargo las complejidades que entraña y los enormes esfuerzos que requiere. No puede ser de otro modo si tenemos en cuenta la deliberada intención de atentar indiscriminadamente mostrada por individuos carentes de inhibiciones morales y tácticas a la hora de utilizar el terrorismo.

La selección de los objetivos en la capital londinense, tres estaciones de metro y un autobús, confirma los deseos de los perpetradores de causar elevados niveles de letalidad generando unos efectos comunes en diversos fenómenos terroristas con indiferencia de su motivación o ubicación geográfica. Es muy frecuente que el terrorista elija como el blanco de su violencia redes y medios de transporte con la intención de afectar de manera considerable la vida de los ciudadanos multiplicando así el impacto de su acción, como el 11-M demostró en nuestro país. Es al mismo tiempo una sencilla forma de generar una profunda sensación de alarma, pánico y vulnerabilidad entre la población víctima directa de la violencia y también en aquella audiencia que contempla la tragedia provocada por el terrorista. De ese modo la violencia física adquiere una dimensión también psicológica al generar reacciones emocionales como la desolación, la confusión y el miedo, factores todos ellos que condicionan los comportamientos de quienes presencian el acto terrorista. De ahí el interés de perpetrar atentados contra estos objetivos, motivado también por la notable dependencia de los medios y redes de transporte que las sociedades actuales tienen, como expone el caos que se ha desencadenado en la capital británica tras la matanza de hace dos días.

La vulnerabilidad de nuestras sociedades ante el fenómeno terrorista que de dichas circunstancias se deriva dificulta el éxito completo e inmediato de esfuerzos como los que indudablemente se han llevado a cabo en el Reino Unido para contrarrestar el desafío del terrorismo islamista, trabajo que incluso ha inspirado medidas adoptadas por nuestro propio país. Éste es el caso del denominado Joint Terrorism Analysis Center (JTAC), operativo desde julio de 2003 y que ha servido de modelo para el Centro Nacional de Coordinación Antiterrorista (CNCA), creado en España tras los atentados del 11-M. El JTAC ha supuesto una significativa reforma estructural de la comunidad de inteligencia en el Reino Unido, aglutinando a representantes de las diferentes agencias de seguridad con el objetivo de perfeccionar la coordinación entre ellas. Mediante la colaboración y la acción coordinada de las distintas policías y servicios de inteligencia, ha mejorado sin duda la calidad en la evaluación y el análisis de las amenazas, obteniendo positivos resultados que evitaron otros atentados terroristas y, por tanto, la pérdida de vidas humanas. Conviene quizá recordar este punto en unos difíciles y trágicos momentos en los que decenas de personas han sido asesinadas. Debe tenerse presente que la eficacia de ciertas medidas antiterroristas requiere precisamente de tiempo para poder adquirir su máximo grado de eficiencia. Es preciso destacarlo con objeto de entender que la erradicación absoluta del terrorismo en un corto espacio de tiempo no es un objetivo político realista. La inteligencia continúa siendo un factor vital que exige unos ritmos, resultando de una enorme complejidad la adquisición de conocimientos previos de todos y cada uno de los potenciales actos de terrorismo que se planean. Debe asimismo aceptarse que al igual que ha ocurrido con fenómenos terroristas endógenos, habrá siempre individuos a los que no será posible integrar en nuestras sociedades, siendo por tanto el encarcelamiento de los mismos y su posterior reinserción el horizonte deseable.

Conviene asimismo introducir una mayor cautela y realismo en el análisis de un fenómeno sobre el que se desconocen todavía amplias facetas. Es por ello por lo que parece oportuno aventurar que, aunque ciertamente conocemos cuáles son los mecanismos a los que jamás deben recurrir los Estados en su actual lucha contra el terrorismo, desconocemos en cambio si la implementación de los métodos que sí entendemos necesarios y adecuados será suficiente para la eliminación de semejante amenaza. A pesar de esta incertidumbre, debemos obrar con la certeza de que el debilitamiento del terrorismo exige siempre respuestas que no se sustraigan a los principios democráticos y al estricto marco de la legalidad, recayendo por tanto en nuestros entornos plurales una enorme responsabilidad a la hora de evitar la reproducción del terrorismo.

En este sentido, experiencias previas de lucha antiterrorista nos ilustran sobre errores cometidos en el pasado alertándonos acerca de los efectos contraproducentes que acciones estatales desproporcionadas pueden llegar a tener. Con frecuencia se ha asumido como válida la noción de que los Estados debían erradicar el terrorismo con celeridad al jugar el tiempo a favor de los terroristas que intentaban subvertir el sistema mediante la utilización de la violencia. Numerosos han sido los ejemplos de acciones estatales que, inspiradas en dicha lógica, han resultado ser respuestas apresuradas y desproporcionadas. Cierto es que el factor tiempo constituye una variable de gran importancia, pues la dilación en la implementación de determinadas políticas puede mermar la capacidad de prevención facilitando la preparación de actos delictivos ejecutados con impunidad. Ahora bien, tan contraproducente resulta la demora en la respuesta como la desproporción a la hora de adoptarla, pues ésta exige un procedimiento que comprenda la correcta y rigurosa evaluación de la amenaza, así como la consideración de los efectos que los métodos frente a ella pueden tener al plantearse hipotéticos escenarios a los que llevaría su aplicación.

La sensación de vulnerabilidad que el terror indiscriminado provoca no debe hacernos olvidar que la política antiterrorista requiere una coherencia que precisamente el terrorista busca alterar. Madrid y Londres han sido golpeadas una vez y podrían volver a serlo en el futuro a pesar de los intensos esfuerzos por conjurar un desafío terrorista que sin duda va a permanecer entre nosotros en los próximos años. Semejante realidad obliga a apostar por una pedagogía que permita a nuestras sociedades comprender tan inquietante fenómeno sociopolítico y cómo debemos hacerle frente. De ese modo, a la brutalidad y al fanatismo del militante terrorista, podremos oponer una militancia por parte de nuestros sistemas democráticos que en esta larga confrontación resulta imprescindible.


Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política y coordinador de la Unidad de Documentación y Análisis sobre Terrorismo en la Universidad Rey Juan Carlos.

Rogelio Alonso, EL PAÍS, 9/7/2005

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