Investigaciones modernas sobre Jesús de Nazaret
Por el padre Raniero Cantalamesa, ofmcap.
ROMA, sábado, 2 de diciembrede 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario que el padre Raniero Cantalamesa, ofmcap., ha enviado a Zenit a propósito del libro, publicado en Italia, por Corrado Augias y Mauro Pesce bajo el título Investigación sobre Jesús (Inchiesta su Gesú, Mondadori, 2006).
Predicador del Papa desde 1980, el padre Cantalamessa fue anteriormente profesor de Historia de los Orígenes Cristianos en la Universidad Católica de Milán, así como miembro de la Comisión Teológica Internacional.
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P. Raniero Cantalamessa
INVESTIGACIONES MODERNAS SOBRE JESÚS DE NAZARET
1. En la estela del ciclón
El ciclón «El Código da Vinci» de Dan Brown no ha pasado en vano. En su estela están floreciendo, como siempre ocurre en estos casos, nuevos estudios sobre la figura de Jesús de Nazaret con la intención de desvelar su verdadero rostro, cubierto hasta ahora bajo el manto de la ortodoxia eclesiástica. Hasta quien de palabra se distancia de esto, se muestra influenciado de varias maneras.
A tal filón pertenece en Italia el libro de Corrado Augias y Mauro Pesce, un periodista de fama y un historiador de profesión, Investigación sobre Jesús (Inchiesta su Gesú, Mondadori, 2006). Éste se presta a una valoración global de toda la literatura sobre el «verdadero Jesús de la historia» que se publica a chorros en Europa y en América y sigue inspirando novelas, películas y espectáculos. Lo examino con la intención de aportar un poco de claridad sobre toda la cuestión, en nombre de la «Historia de los orígenes cristianos» que enseñé durante años en la Universidad Católica de Milán.
Existen, como es natural, diferencias entre uno y otro autor, entre el periodista y el historiador. Pero no quiero caer yo mismo en el error que, más que cualquier otro, compromete, en mi opinión, esta «investigación» sobre Jesús, que es el de tener en cuenta única y exclusivamente las diferencias entre los evangelistas, jamás las convergencias. Parto entonces de lo que es común a los dos autores, Augias y Pesce. Se puede resumir así: existieron, al principio, no uno, sino varios cristianismos. Una de sus versiones tomó ventaja sobre las demás; estableció, según el propio punto de vista, el canon de las Escrituras y se impuso como ortodoxia, relegando a las demás al rango de herejías y suprimiendo su recuerdo. Sin embargo actualmente podemos, gracias a nuevos descubrimientos de textos y a una rigurosa aplicación del método histórico, restablecer la verdad y presentar finalmente a Jesús de Nazaret por aquello que fue verdaderamente y que él mismo intentó ser, esto es, algo totalmente diferente de lo que las diversas Iglesias cristianas han pretendido hasta ahora que fuera.
Nadie contesta el derecho de historiadores a acercarse a la figura de Cristo, prescindiendo de la fe de la Iglesia. Es lo que la crítica, creyente y no creyente, lleva haciendo desde hace al menos tres siglos con los instrumentos más refinados. La cuestión es si la presente investigación sobre Jesús recoge de verdad, aún de forma divulgativa y accesible al gran público, el fruto de este trabajo, o si en cambio obra de partida una drástica elección dentro de él, acabando por ser una reconstrucción de parte.
Considero que, lamentablemente, éste segundo es el caso. El filón elegido es el que va desde Reimarus a Voltaire, a Renan, a Brandon, a Hengel, y hoy a críticos literarios y «profesores de humanidades», como Harold Bloom y Elaine Pagels. Completamente ausente está la aportación de la gran exégesis bíblica, protestante y católica, desarrollada en la post-guerra, en reacción a las tesis de Bultmann, mucho más positiva acerca de posibilidades de sacar, a través de los evangelios, al Jesús de la historia.
En los relatos de la pasión y muerte de Jesús, por poner un ejemplo, en 1998 publicó Raymond Brown («el más distinguido entre los estudiosos americanos del Nuevo Testamento, con pocos rivales a nivel mundial», según el New York Times) una obra de 1608 páginas. Fue definida por los especialistas del sector como «la medida según la cual todo futuro estudio de la Pasión será medido», pero de tal estudio no hay rastro en el capítulo dedicado a los motivos de la condena y de la muerte de Cristo, ni figura en la bibliografía final, que refiere distintos títulos de obras en inglés.
Al uso selectivo de los estudios le corresponde una utilización igualmente selectiva de las fuentes. Los relatos evangélicos son adaptaciones posteriores cuando desmienten la propia tesis; son históricos cuando concuerdan con ella. Hasta la resurrección de Lázaro, a pesar de estar atestiguada sólo por Juan, se toma en consideración, si puede servir para fundar la tesis de la motivación política y de orden público del arresto de Jesús (pág. 140).
2. ¿Pero qué dicen los apócrifos?
Entremos en el debate más directo de la tesis de fondo del libro. Ante todo a propósito de los descubrimientos de nuevos textos que habrían modificado el marco histórico sobre los orígenes cristianos. Se trata esencialmente de algunos evangelios apócrifos descubiertos en Egipto a mediados del siglo pasado, sobre todo los códices de Nag Hammadi. Sobre ellos se realiza una operación bastante sutil: retrasar lo más posible la fecha de composición de los evangelios canónicos y adelantar lo más posible la fecha de composición de los apócrifos para poderlos usar como fuentes válidas alternativas a los primeros. Pero aquí se choca contra un muro no fácilmente salvable: ningún evangelio canónico (tampoco el de Juan, según la crítica moderna) se deja fechar más allá del año 100 después de Cristo, y ningún apócrifo se deja fechar antes de tal año. (Los más osados llegan, con conjeturas, a fecharlos al inicio del III o a mediados del siglo II).
Todos los apócrifos sacan o suponen los evangelios canónicos; ningún evangelio canónico lo hace respecto a un evangelio aprócrifo. Por poner un ejemplo actualmente más en boga: de los 114 dichos de Cristo en el Evangelio copto de Tomás, 79 tienen un paralelo en los Sinópticos, 11 son variaciones de las parábolas sinópticas. Sólo tres parábolas no están atestiguadas en otro lugar.
Augias, tras la estela de Elaine Pagels, cree poder superar esta desviación cronológica entre los Sinópticos y el Evangelio de Tomás, y es instructivo ver de qué manera. En el Evangelio de Juan se asiste, según el autor, a un claro intento de desacreditar al apóstol Tomás, a una verdadera persecución contra él, comparable a la de Judas. Prueba: ¡la insistencia en la incredulidad de Tomás! Hipótesis: ¿el autor del Cuarto Evangelio no quiere tal vez desacreditar las doctrinas que ya en su tiempo circulaban bajo el nombre de apóstol Tomás y que confluirán después en el evangelio que lleva su nombre? Así se supera la desviación cronológica. Se olvida, de esta manera, que el evangelista Juan pone precisamente en boca de Tomás la más conmovedora declaración de amor a Cristo («Vayamos también nosotros a morir con él») y la más solemne profesión de fe en él: «¡Señor mío y Dios mío!» que, según muchos exegetas, constituye la coronación de todo su evangelio. Si Tomás es un perseguido por los evangelios canónicos, ¡qué decir del pobre Pedro con todo lo que refieren de él! A menos que no haya ocurrido, también en su caso, para desacreditar los futuros apócrifos que llevan su nombre...
Pero el punto principal no es tampoco el de la fecha; es el de los contenidos de los evangelios apócrifos. Dicen exactamente lo contrario de aquello por lo que se invoca su autoridad. Los dos autores sostienen la tesis de un Jesús plenamente introducido en el judaísmo, que no intentó innovar nada respecto a aquél; pero los evangelios apócrifos profesan todos, unos más y otros menos, una ruptura violenta con el Antiguo Testamento, haciendo de Jesús el revelador de un Dios diferente y superior. La revaloración de la figura de Judas en el evangelio homónimo se explica en esta lógica: con su traición, él ayudará a Jesús a liberarse del último residuo del Dios creador, ¡el cuerpo! Los héroes positivos del Antiguo Testamento pasan a ser negativos para ellos, y los negativos, como Caín, positivos.
Jesús es presentado en el libro como un hombre que sólo la Iglesia posterior elevó al rango de Dios; los evangelios apócrifos, al contrario, presentan un Jesús que es verdadero Dios, pero no verdadero hombre, habiendo revestido sólo la apariencia de un cuerpo (docetismo). Para ellos, lo que representa dificultad no es la divinidad de Cristo, sino su humanidad. ¿Se está dispuesto a seguir los evangelios apócrifos sobre este terreno suyo?
Se podría alargar la lista de equívocos en el uso de los evangelios apócrifos. Dan Brown se basa en ellos para avalar la idea de un Jesús que exalta el principio femenino, que no tiene problemas con el sexo, que se casa con la Magdalena... ¡Y para probar esto se apoya en el Evangelio de Tomás donde se dice que, si quiere salvarse, la mujer debe dejar de ser mujer y hacerse hombre!
El hecho es que los evangelios apócrifos, en particular los de matriz gnóstica, no fueron escritos con la intención de narrar hechos o dichos históricos sobre Jesús, sino para transmitir cierta visión de Dios, de sí mismos y del mundo, de naturaleza esotérica y gnóstica. Basarse en ellos para reconstruir la historia de Jesús es como basarse en Así hablaba Zaratustra no para conocer el pensamiento de Nietzsche, sino el de Zaratustra. Por esto en el pasado, aún siendo ya conocidos casi todos, al menos en amplios pasajes, nadie pensó jamás en poder utilizar los evangelios apócrifos como fuente de informaciones históricas sobre Jesús. Sólo nuestra era mediática, en búsqueda exasperada de primicias comerciales, lo está haciendo.
Existen, ciertamente, fuentes históricas sobre Jesús fuera de los evangelios canónicos, y es extraño que se dejen prácticamente fuera de esta «investigación». La principal es Pablo, quien escribe menos de treinta años después de la desaparición de Cristo y después de haber sido un orgulloso opositor suyo. Su testimonio sólo es discutido a propósito de la resurrección, pero para ser naturalmente desacreditado. No obstante, ¿qué hay de esencial en la fe y en los «dogmas» del cristianismo que no se encuentre ya atestiguado (en su sustancia, si no en la forma) en Pablo, esto es, antes de que él tuviera tiempo de absorber elementos ajenos? ¿Se puede, por ejemplo, definir no histórico y fruto de la preocupación posterior de no alarmar a la autoridad romana el contraste entre Jesús y los fariseos y la propia mentalidad legalista de un grupo de ellos, sin tener en cuenta lo que dice Pablo, quien fue uno de ellos y que precisamente por esto había perseguido encarnizadamente a los cristianos? Pero sobre esto volveré más adelante, hablando de la historia de la Pasión.
3. Jesús: ¿judío, cristiano o las dos cosas?
Llego ahora al punto principal compartido por los dos autores. Jesús fue un judío, no un cristiano; no intentó fundar ninguna religión nueva; se consideró enviado sólo para los judíos, no también para los paganos; «Jesús es mucho más cercano a los judíos religiosos de hoy que a los sacerdotes cristianos»; el cristianismo «nace nada menos que en la segunda mitad del siglo II».
¿Cómo conciliar esta última afirmación con la noticia de los Hechos de los Apóstoles (11,26) según la cual, no más de siete años después de la muerte de Cristo, en torno al año 37, «en Antioquía fue donde, por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de “cristianos”»? Plinio el Joven (¡una fuente no sospechosa!), entre los años 111 y 113, habla repetidamente de los «cristianos», de quienes describe la vida, el culto y la fe en Cristo «como en un Dios». En torno a los mismos años, Ignacio de Antioquía habla cinco veces del cristianismo como diferente del judaísmo, escribiendo: «No es el cristianismo el que ha creído en el judaísmo, sino el judaísmo el que ha creído en el cristianismo» (Carta a los Magnesios, 10,3). En Ignacio, esto es, a inicios del siglo II, no sólo encontramos atestiguados los nombres «cristiano» y «cristianismo», sino también el contenido de ellos: fe en la plena humanidad y divinidad de Cristo, estructura jerárquica de la Iglesia (obispos, presbíteros, diáconos), hasta una clara alusión al primado del obispo de Roma, «llamado a presidir en la caridad».
Antes aún, por lo demás, de que entrara en el uso común el nombre de cristianos, los discípulos eran conscientes de la identidad propia y la expresaban con términos como «los creyentes en Cristo», «los del camino», o «aquellos que invocan el nombre del Señor Jesús».
Entre las afirmaciones de los dos autores que acabo de referir hay una que merece considerar seriamente y discutir aparte. «Jesús no intentó fundar ninguna religión nueva. Era y siguió siendo judío». Absolutamente verdadero: en efecto, tampoco la Iglesia, en rigor, considera el cristianismo como una «nueva» religión. Se considera junto a Israel (una vez se decía injustamente «en lugar de Israel») la heredera de la religión monoteísta del Antiguo Testamento, adoradores del mismo Dios «de Abraham, de Isaac y de Jacob». (Tras el Concilio Vaticano II, el diálogo con el Judaísmo no lo lleva adelante el organismo vaticano que se ocupa del diálogo entre las religiones, ¡sino el que se ocupa de la unidad de los cristianos!). El Nuevo Testamento no es un inicio absoluto, es el «cumplimiento» (categoría fundamental) del Antiguo. Por lo demás, ninguna religión ha nacido porque alguien haya intentado «fundarla». ¿Acaso Moisés intentó fundar la religión de Israel, o Buda el budismo? Las religiones nacen y toman conciencia de sí después, por parte de aquellos que han recogido el pensamiento de un Maestro y lo han hecho razón de vida.
Pero hecha esta precisión, ¿se puede decir que en los evangelios no hay nada que haga pensar en la convicción de Jesús de ser portador de un mensaje nuevo? ¿Y sus antítesis: «Habéis oído que se dijo..., pero Yo os digo» con las que reinterpreta hasta los diez mandamientos y se pone al mismo nivel que Moisés? Ellas llenan toda una sección del evangelio de Mateo (5, 21-48), esto es, ¡el mismo evangelista sobre el que hace palanca, en el libro, para afirmar el pleno judaísmo de Cristo!
4. ¿Llegado para los judíos, para los paganos o para ambos?
¿Tenía Jesús la intención de dar vida a una comunidad suya y preveía que su vida y doctrina tendrían continuidad? El hecho indiscutible de la elección de los doce apóstoles parece precisamente indicar que sí. Aun dejando de lado el gran mandato: «Id por todo el mundo, predicad el evangelio toda criatura» (alguno podría atribuirlo, en su formulación, a la comunidad post-pascual), no se explican de otra forma todas aquellas parábolas cuyo núcleo originario contiene justamente la perspectiva de una ampliación a las gentes. Piénsese en la parábola de los viñadores homicidas, de los trabajadores de la viña, en lo dicho respecto a que los últimos serán los primeros, o sobre muchos que «vendrán de Oriente y de Occidente para sentarse en la mesa con Abraham», mientras que otros serán excluidos, y otras innumerables afirmaciones...
Durante su vida Jesús no salió de la tierra de Israel, excepto alguna breve escapada a los territorios paganos del Norte; pero esto se explica con su convicción de haber sido enviado ante todo para Israel, para después impulsarle, una vez convertido, a acoger en su seno a todas las gentes, según las perspectivas universalistas anunciadas por los profetas. Es muy curioso: existe todo un filón del pensamiento judío moderno (F. Rosenzweig, H. J. Schoeps, W. Herberg) según el cual Jesús no habría venido para los judíos, sino sólo para los gentiles; según Augias y Pesce en cambio él habría venido sólo para sólo para los judíos, no para los gentiles.
Hay que agradecer a Pesce que no acepta liquidar la historicidad de la institución de la Eucaristía y su importancia en la comunidad primitiva. Éste es uno de los puntos en los que más emerge el inconveniente señalado al principio, el de tener en cuenta sólo las diferencias, y no las convergencias. Los tres Sinópticos y Pablo unánimemente atestiguan el hecho casi con las mismas palabras, pero para Augias esto cuenta menos que el hecho de que la institución sea callada por Juan y que, al referirla, Mateo y Marco tengan «Ésta es mi sangre», mientras que Pablo y Lucas tienen «Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre».
La palabra de Cristo: «Haced esto en memoria mía», pronunciada en tal ocasión, recuerda a Éxodo 12,14 y muestra la intención de dar al «memorial» pascual un nuevo contenido. No por nada Pablo en poco tiempo hablará de «nuestra Pascua» (1 Co 5, 7), distinta de la de los judíos. Si a la Eucaristía y a la Pascua se añade el hecho incontrovertible de la existencia de un bautismo cristiano desde el día siguiente a la Pascua, que progresivamente sustituye a la circuncisión, tenemos los elementos esenciales para hablar, si no de una nueva religión, de una forma nueva de vivir la religión de Israel. En cuanto al canon de las Escrituras, es cierto lo que afirma Pesce (pág. 16) respecto a que el elenco definitivo de los actuales veintisiete libros del Nuevo Testamento fue fijado sólo con Atanasio en el año 367, pero no se debería silenciar el hecho de que su núcleo esencial, compuesto por los cuatro evangelios más trece cartas paulinas, es mucho más antiguo; se formó hacia el año 130 y al final del siglo II goza ya de la misma autoridad que el Antiguo Testamento (fragmento Muratoriano).
«Igual Pablo, como Jesús, -se dice- no es un cristiano, sino un judío que permanece en el judaísmo». También esto es cierto; ¿no dice acaso él mismo: “¿Son judíos? ¡También yo! ¡Hasta yo más que ellos!”? Pero esto no hace más que confirmar lo que acabo de advertir sobre la fe en Cristo como «cumplimiento» de la ley. Por un lado Pablo se siente en el corazón mismo de Israel (del «resto de Israel», precisará él mismo); por otro se separa de él (del judaísmo de su tiempo) con su actitud hacia la ley y su doctrina de la justificación mediante la gracia. Sobre la tesis de un Pablo «judío y no cristiano» sería interesante oír lo que piensan los propios judíos...
5. Responsable de su muerte: ¿el Sanedrín, Pilato o los dos?
Merece discusión aparte el capítulo del libro de Corrado Augias y Mauro Pesce sobre el proceso y la condena de Cristo. La tesis central no es nueva; comenzó a circular después de la tragedia de la Shoa y fue adoptada por aquellos que propugnaban en los años sesenta y setenta la tesis de un Jesús zelote y revolucionario. Según ésta, la responsabilidad de la muerte de Cristo recae principalmente, incluso tal vez exclusivamente, en Pilato y la autoridad romana, cosa que indica que su motivación es más de orden político que religioso. Los evangelios han disculpado a Pilato y han acusado de aquélla a los jefes del judaísmo para tranquilizar a las autoridades romanas al respecto y mantenerlas amistosas.
Esta tesis nació de una preocupación justa que hoy todos compartimos: cortar de raíz todo pretexto de antisemitismo que tanto mal ha causado al pueblo judío por parte de los cristianos. Pero la ofensa más grave que se puede hacer a una causa justa es defenderla con argumentos erróneos. La lucha contra el antisemitismo hay que situarla en un fundamento más sólido que una discutible (y discutida) interpretación de los relatos de la Pasión. La ajenidad del pueblo judío, en cuanto tal, a la responsabilidad de la muerte de Cristo reposa en una certeza bíblica que los cristianos tienen en común con los judíos, pero que lamentablemente por muchos siglos fue extrañamente olvidada: «El que peque es quien morirá; el hijo no cargará con la culpa de su padre, ni el padre con la culpa de su hijo» (Ez 18,20). La doctrina de la Iglesia conoce un solo pecado que se transmite por herencia de padre a hijo, el pecado original, ninguno más.
Ya asegurado el rechazo del antisemitismo, desearía explicar por qué no se puede aceptar la tesis de la total ajenidad de las autoridades judías respecto a la muerte de Cristo y por lo tanto de la naturaleza esencialmente política de ella. Pablo, en la más antigua de sus cartas, escrita en torno al año 50, da, de la condena de Cristo, la misma versión fundamental de los evangelios. Dice que los «judíos son los que dieron muerte a Jesús» (1 Ts 2,15), y sobre los hechos acontecidos en Jerusalén poco tiempo antes de su llegada a la ciudad él debía estar mejor informado que nosotros, los modernos, habiendo, en un tiempo, aprobado y defendido «encarnizadamente» la condena del Nazareno.
Durante esta fase más antigua el cristianismo se consideraba aún destinado principalmente a Israel; las comunidades en las que se habían formado las primeras tradiciones orales confluidas después en los evangelios estaban constituidas en su mayoría por judíos convertidos; Mateo, como observan también Augias y Pesce, está preocupado por mostrar que Jesús ha venido a cumplir, no a abolir, la ley. Si había por lo tanto una preocupación apologética, ésta habría debido inducir a presentar la condena de Jesús como obra más bien de los paganos que de las autoridades judías, a fin de tranquilizar a los judíos de Palestina y de la diáspora en relación con los cristianos.
Por otro lado, cuando Marcos y, con seguridad, los demás evangelistas escriben su evangelio ya ha sucedido la persecución de Nerón; ello habría debido impulsar a ver en Jesús a la primera víctima del poder romano y en los mártires cristianos a quienes habían sufrido la misma suerte que el Maestro. Se tiene una confirmación de ello en el Apocalipsis, escrito después de la persecución de Domiciano, en el que Roma se hace objeto de una invectiva feroz («Babilonia», la «Bestia», la «prostituta») a causa de la sangre de los mártires (Ap 13 ss.). Pesce tiene razón al divisar una «tendencia anti-romana» en el evangelio de Juan (pág. 156), pero Juan es también quien más acentúa la responsabilidad del Sanedrín y de los jefes judíos en el proceso contra Cristo: ¿cómo se concilia esto?
No se pueden leer los relatos de la Pasión ignorando todo lo que les precede. Los cuatro evangelios atestiguan, se puede decir que en cada página, un contraste religioso creciente entre Jesús y un grupo influyente de judíos (fariseos, doctores de la ley, escribas) sobre la observancia del sábado, sobre la actitud hacia los pecadores y los publicanos, sobre lo puro y lo impuro. Jeremías demostró la motivación anti-farisaica presente en casi todas las parábolas de Jesús. El dato evangélico es tanto más creíble en cuanto que el contraste con los fariseos no es en absoluto general y por prejuicio. Jesús tiene amigos entre ellos (uno es Nicodemo); le encontramos a veces comiendo en casa de alguno de ellos; éstos aceptan al menos hablar con él y tomarle en serio, a diferencia de los saduceos. Sin excluir por lo tanto que la situación posterior haya influido en cargar ulteriormente las tintas, es imposible eliminar todo contraste entre Jesús y una parte influyente del liderato judío de su tiempo, sin desintegrar completamente los evangelios y hacerlos históricamente incompresibles. ¡El encarnizamiento del fariseo Saulo contra los cristianos no había nacido de la nada y no se lo había llevado consigo de Tarso!
Sin embargo, una vez demostrada la existencia de este contraste, ¿cómo se puede pensar que ello no haya jugado papel alguno en el momento del ajuste final de cuentas y que las autoridades judías se hubieran decidido a denunciar a Jesús ante Pilato únicamente por temor a una intervención armada de los romanos, casi a su pesar?
Pilato no era ciertamente una persona sensible a razones de justicia, como para preocuparse de la suerte de un desconocido judío; era un sujeto duro y cruel, dispuesto a reprimir con sangre el más mínimo indicio de revuelta. Todo ello es muy cierto. Pero él no intenta salvar a Jesús por compasión hacia la víctima, sino sólo por porfía contra sus acusadores, con los cuales estaba en marcha una guerra sorda desde su llegada a Judea. Naturalmente esto no disminuye en absoluto la responsabilidad de Pilato en la condena de Cristo, que recae sobre él no menos que sobre los jefes judíos.
No es cosa, sobre todo, de querer ser «más judío que los judíos». De las noticias sobre la muerte de Jesús, presentes en el Talmud y en otras fuentes judaicas (por más que sean tardías e históricamente contradictorias), emerge algo: la tradición judía jamás ha negado una participación de las autoridades religiosas del tiempo en la condena de Cristo. No ha fundado la propia defensa negando el hecho, sino en todo caso negando que el hecho, desde el punto de vista judío, constituyera delito y que su condena hubiera sido una condena injusta. Una versión, ésta, compatible con la de las fuentes neotestamentarias que, mientras por una parte sacan a la luz la participación de las autoridades judías (de los saduceos tal vez más que de los fariseos) en la condena de Cristo, por otra parte frecuentemente la excusan, atribuyéndola a ignorancia (Lc 23,34; Hch 3, 17; 1 Co 2,8). Es el resultado al que llega también Raymond Brown, en su libro de 1608 páginas sobre «La muerte del Mesías».
Una nota marginal, pero que toca un punto bastante delicado. Según Augias, Lucas atribuye a Jesús las palabras: «Pero a aquellos enemigos míos, los que no quisieron que yo reinara sobre ellos, traedlos aquí y matadlos delante de mí» (Lc 19, 27), y comenta diciendo que «es en frases como éstas que cobran fuerzas los partidarios de la “guerra santa” y de la lucha armada contra los regímenes injustos». Hay que precisar que Lucas no atribuye tales palabras a Jesús, sino al rey de la parábola que está narrando, y se sabe que no se pueden trasladar tal cual de la parábola a la realidad todos los detalles del relato parabólico, y que en cualquier caso hay que trasladarlos del plano material al espiritual. El sentido metafórico de aquellas palabras es que aceptar o rechazar a Jesús no carece de consecuencias; es una cuestión de vida o muerte, pero vida y muerte espiritual, no física. La guerra santa no tiene nada que ver.
6. Un balance
Es hora de cerrar esta lectura crítica mía con alguna reflexión conclusiva. No comparto muchas respuestas de Pesce, pero le respeto reconociéndole pleno derecho de ciudadanía a una investigación histórica. Muchas de ellas (sobre la actitud de Jesús hacia la política, los pobres, los niños, la importancia de la oración en su vida) son incluso iluminadoras. Algunos de los problemas suscitados -el lugar de nacimiento de Jesús, la cuestión de los hermanos y de las hermanas de él, el parto virginal- son objetivas y debatidas incluso entre historiadores creyentes (lo último no entre los católicos), pero no son los problemas con los que permanece o cae el cristianismo de la Iglesia.
Menos justificada en una «investigación» histórica sobre Jesús me parece la atención con la que Augias recoge todas las insinuaciones sobre presuntos vínculos homosexuales existentes entre los discípulos, o entre él mismo y «el discípulo que amaba» (¿pero no tenía que estar enamorado de la Magdalena?), como también la detallada descripción de escabrosos sucesos de algunas mujeres presentes en la genealogía de Cristo. De la investigación sobre Jesús se tiene la impresión de que se pasa a veces a habladuría sobre Jesús. Pero el fenómeno tiene una explicación. Siempre ha existido la tendencia a revestir a Cristo con los ropajes de la propia época o de la propia ideología. En el pasado, si bien discutibles, se trataba de causas serias y de gran aliento: el Cristo idealista, socialista, revolucionario... Nuestra época, obsesionada con el sexo, no logra pensar en él más que enfrascado en problemas sentimentales.
Considero que el hecho de haber situado juntas una visión de corte periodístico declaradamente alternativa con una visión histórica también radical y minimalista ha llevado a un resultado en conjunto inaceptable, no sólo para el hombre de fe, sino también para el historiador. Al final de la lectura, uno se pregunta: ¿cómo lo hizo Jesús, que no trajo absolutamente nada nuevo respecto al judaísmo, que no quiso fundar ninguna religión, que no realizó ningún milagro ni resucitó más que en la mente alterada de sus seguidores, cómo lo hizo, repito, para convertirse en «el hombre que ha cambiado el mundo»? Una cierta crítica parte con la intención de disolver estos ropajes puestos a Jesús de Nazaret por la tradición eclesiástica, pero al final el tratamiento se revela tan corrosivo que disuelve hasta a la persona que está bajo ellos.
A fuerza de disipar los «misterios» sobre Jesús para reducirle a un hombre ordinario, se acaba por crear un misterio aún más inexplicable. Un gran exegeta inglés, hablando de la resurrección de Cristo, dice: «La idea de que el imponente edificio de la historia del cristianismo sea como una enorme pirámide situada en vilo sobre un hecho insignificante es ciertamente menos creíble que la afirmación de que todo el acontecimiento –el dato de hecho más el significado inherente a él– haya ocupado realmente un lugar en la historia comparable al que le atribuye el Nuevo Testamento» (Ch. H. Dodd).
¿La fe condiciona la investigación histórica? Innegablemente, al menos en cierta medida. Pero creo que la incredulidad la condiciona enormemente más. Si uno se aproxima a la figura de Cristo y a los evangelios como no creyente (es el caso, creo entender, por lo menos de Augias) lo esencial ya está decidido de partida: el nacimiento virginal no podrá sino ser un mito, los milagros fruto de sugestión, la resurrección producto de un «estado alterado de la conciencia», y así sucesivamente. Algo sin embargo nos consuela y nos permite seguir respetándonos recíprocamente y continuar el diálogo: si nos divide la fe, nos une en compensación «la buena fe». En ella los dos autores declaran haber escrito el libro y en ella aseguro yo que lo he leído y discutido.
Padre Raniero Cantalamessa
[Ex profesor de Historia de los Orígenes Cristianos
en la Universidad Católica del Sagrado Corazón]
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
ZS06120201
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