La unidad de España, elemento básico del bien común
LA Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española ha aprobado el pasado día 23 de noviembre la Instrucción pastoral «Orientaciones morales ante la situación actual de España». Como el título indica, no se trata de establecer principios doctrinales nuevos, sino de hacer un juicio pastoral prudencial, a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia, acerca de una coyuntura sociopolítica preocupante y acerca de determinadas cuestiones concretas especialmente necesitadas de esclarecimiento en este tiempo. Así, los obispos cumplen con su obligación de ayudar a los católicos a responder a sus obligaciones de caridad social respecto de la patria y de la convivencia, en coherencia con su fe y en comunión eclesial; al mismo tiempo, prestan un servicio particular a toda la sociedad aportando al debate público los argumentos de un ejercicio autorizado de la razón moral iluminada y fortalecida por el Evangelio de Jesucristo.
La cuestión de los nacionalismos y de la unidad de España ocupa sólo tres de las cincuenta y cuatro páginas de las que consta la Instrucción pastoral en la edición de la Conferencia Episcopal. Pero es, sin duda, el asunto que había suscitado más expectación y acerca del cual se habían creado también expectativas más contrapuestas. Algunos pensaban que abordar esta temática no era competencia del magisterio episcopal, temiendo, sobre todo, que los obispos invadieran el campo de las diversas opciones políticas legítimas y condenaran en bloque las aspiraciones nacionalistas. Otros, en cambio, esperaban, consciente o inconscientemente, un pronunciamiento que consagrara con el sello del magisterio de la Iglesia una determinada articulación política de la unidad de España. La Instrucción pastoral no hace ni lo uno ni lo otro.
Tal vez por eso suscita ahora interpretaciones igualmente contrapuestas que no resultan adecuadas.
No hace falta detenerse a explicar que el texto episcopal no admite la interpretación que pretende hacerle decir que los obispos están en contra de la democracia y que añoran algún modelo político del pasado, autoritario y centralista. Una simple (y honesta) lectura de la Instrucción permitirá comprobar que no hay tal cosa. En cambio, merece algún comentario más detenido la postura de quienes creen que los obispos legitimarían en bloque a los nacionalismos, incluso a los independentistas. Tampoco es así, como se puede colegir de una lectura sosegada de la Instrucción. Pero el asunto es más delicado y más relevante en estos momentos.
Como todo juicio prudencial, el que los obispos hacen aquí acerca de los nacionalismos -en relación con sus pretensiones de modificar la articulación política de la unidad de España o, en su caso, de acabar con dicha unidad- parte de la constatación de la situación sobre la que se ha de juzgar: «para emitir un juicio moral justo sobre este fenómeno, es necesario partir de la consideración ponderada de la realidad histórica de la nación española en su conjunto» (71). Dicha realidad es descrita en la Instrucción como la de una «unidad cultural básica de los pueblos de España, (que), a pesar de las vicisitudes sufridas a lo largo de la historia, ha buscado, también, de distintas maneras, su configuración política» (71).
Dando un paso más, los obispos valoran positivamente la multisecular unidad cultural y política de España, en su pluralidad y diversidad: no se trata de algo neutral, sino de «los bienes de la unidad y de la convivencia de siglos» (72); y no se encuentran «razones actuales» que justifiquen la renuncia a dichos «bienes y derechos» (73), ni siquiera se ven motivos para reducirlos (cf. 73). En definitiva, la unidad cultural y política de la nación española es considerada como un elemento importante del «bien común de una sociedad pluricentenaria» (nota 37).
Sobre la base de la constatación de la unidad cultural y política de España y de su valoración como parte integrante del bien común de la sociedad, los obispos consideran que las pretensiones nacionalistas independentistas no están hoy moralmente justificadas en el caso de España. Lo dicen con las mismas palabras que Juan Pablo II empleó en 1994 para el caso de Italia: «Es preciso superar decididamente (...) los peligros de separatismo con una actitud honrada de amor al bien de la propia nación y con comportamientos de solidaridad renovada» (74). Nótese bien: hay que superar no sólo el separatismo, sino incluso el peligro del mismo. Por tanto, recogiendo lo afirmado en 2002 por la misma Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española en la Instrucción pastoral «Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias», la Asamblea precisa que no es moralmente aceptable la secesión, es decir, la ruptura de la unidad política de España por medio de la llamada autodeterminación, que implicaría la negación «unilateral de la soberanía de España» (nota 37). La Instrucción de 2002 lo afirma también explícitamente en el número 29: «La Doctrina Social de la Iglesia reconoce un derecho real y originario de autodeterminación política en el caso de una colonización o de una invasión injusta, pero no el de una secesión».
El juicio moral de la Instrucción es, pues, claro respecto del independentismo. Pero no todos los nacionalismos son ni tienen por qué ser independentistas. Por eso, los obispos afirman también que: «La Iglesia reconoce, en principio, la legitimidad de las posiciones nacionalistas que, sin recurrir a la violencia, por métodos democráticos, pretendan modificar la unidad política de España» (73). ¿Es contradictoria esta afirmación con la recusación moral del independentismo? No lo es, porque «modificar» la unidad política de España es algo muy distinto que romperla.
En ese campo de las posibles modificaciones del estatuto jurídico político de la unidad de España son posibles fórmulas diversas que pueden ser igualmente legítimas, si son respetuosas del bien común. «Son los dirigentes políticos y, en último término, los ciudadanos, mediante el ejercicio del voto, previa información completa, transparente y veraz, quienes tienen que elegir la forma concreta del ordenamiento jurídico político más conveniente. Ninguna fórmula política tiene carácter absoluto; ningún cambio podrá tampoco resolver automáticamente los problemas que puedan existir» (72).
Queda la posible pregunta acerca de legitimidad moral no ya de una ruptura unilateral de la unidad política de España (el separatismo, cuya recusación ha quedado clara), sino acerca de la eventual propuesta de que esa unidad fuera rota solicitando y obteniendo el consentimiento mayoritario de toda la sociedad afectada, es decir, de todos los ciudadanos del Estado español. La Instrucción pastoral «Orientaciones morales ante la situación actual de España» no aborda directamente esta cuestión, porque no parece que ésta sea hoy una propuesta hecha por nadie de manera explícita y determinada. Pero si, como la Instrucción enseña, la unidad de España es un elemento fundamental de bien común de la sociedad española, será muy difícil, si no imposible, encontrar razones que avalen moralmente ni la mencionada propuesta ni la renuncia a tal elemento del bien común, por más que fuera verdaderamente libre y voluntaria. Nos encontraríamos ante un caso de posible legitimidad legal no sustentada en una base suficiente de legitimidad moral.
La Instrucción pastoral, aun abordando un amplio abanico de los problemas que plantea la nueva situación, algunos de ellos tan delicados y controvertidos como el que es objeto de este comentario, fue aprobada por la Asamblea Plenaria con una práctica unanimidad moral. La unanimidad estrictamente dicha hubiera sido deseable, pero es muy difícil o imposible de obtener en textos tan complejos, como muestra lo acontecido también en el Concilio Vaticano II, cuyos documentos no fueron en ningún caso aprobados por todos los padres conciliares. En todo caso, hay que notar que el procedimiento por el que se estudian y aprueban las declaraciones del episcopado no es nunca el de la negociación de los principios. La ponencia redactó y trabajó un texto que respondiera nítidamente a los principios de la Doctrina Social de la Iglesia, aplicada, de modo concreto y matizado, a la situación actual de nuestro país.
El último párrafo de las tres páginas de la Instrucción pastoral comentadas aquí dice así: «Con verdadero encarecimiento nos dirigimos a todos los miembros de la Iglesia, invitándoles a elevar oraciones a Dios en favor de la convivencia pacífica y la mayor solidaridad entre los pueblos de España, por caminos de un diálogo honesto y generoso, salvaguardando los bienes comunes y reconociendo los derechos propios de los diferentes pueblos integrados en la unidad histórica y cultural que llamamos España».
FERNANDO SEBASTIÁN AGUILAR. Arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela
JUAN ANTONIO MARTÍNEZ CAMINO. Secretario General de la Conferencia Episcopal Española
ABC, 4 de diciembre de 2006
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