Revolucionarios sin estrategia
Miradlo, es el auténtico revolucionario de nuestra época. Aquél que realmente tiene coraje. Que no baja la guardia. Y no se rinde. Que no es un héroe. Pero no cede. Ni aun cuando los más poderosos deciden e imponen cosas que van en contra de su conciencia. Ni aunque los grandes medios lo censuren o se mofen de él. Ni aunque le traten con arrogancia. Como si fuese un poco retrógrado.
Probad a mirarlo, cuando lo encontréis. Os aviso: no lo encontraréis casi nunca en las barricadas de la calle. Tampoco en las plazas virtuales de la televisión y los periódicos. No anda con cócteles molotov ni pintando paredes. No habla por los megáfonos. O lo hace en raras ocasiones, sólo cuando es necesario. No se da aires de portador del paraíso en la tierra. Y el poder dominante no sabe qué hacer con él. Lo convierte en objeto de burla para los líderes de opinión, las grandes firmas. También en las películas y en la televisión. Cada vez que abre el periódico, o incluso un libro, encuentra a alguien con el dedo en alto o con una careta de comicidad tétrica que escupe en la cara a quien él ama, en quien cree.
Sin embargo, el poder no sabe qué hacer para debilitar su presencia. Su extraña guerrilla, como yo la llamo. Porque no forma parte de un ejército, sino de un pueblo, que es bien distinto. No busca estrategias de conquista, sino ocasiones de testimonio. Dice lo que piensa delante de todo el mundo, de un mundo que empieza en quien tiene en la mesa de al lado y en los problemas de su vida y de su conciencia.
Da las razones de aquello que piensa e intenta vivir así. Razones que aceptan la discusión a campo abierto, es decir, laicas. Y que ha aprendido a sostener gracias al encuentro con el cristianismo como vida, como vida de un pueblo, o sea, de Iglesia. El cristianismo no como una filosofía buena en la que “inspirarse”, y mucho menos como un bello rito, sino como vida. Porque ha descubierto que el Evangelio de Cristo conviene a la vida del hombre. Que ilumina el significado, la belleza y el drama.Su revolución es la de Cristo, que ha derribado a los ídolos del Estado y de la Raza, del Éxito y del Poder. Que ha tratado a los más débiles e indefensos como reyes, sin escandalizarse de su mal. Y que ante la muerte no ha respondido con cinismo sino con el hecho de la Resurrección.
El verdadero revolucionario no hace homilías, no es uno que echa el cerrojo para defender una vieja idea o los bellos tiempos pasados. Es uno que está a favor de la vida humana y que sabe que una acción vale más que mil discursos. Sin embargo, su acción es extraña, se llama testimonio. Lo cual no es eso que ahora se usa en las convenciones empresariales, donde uno cuenta casos de trabajo. Mejor dicho, también es contarlo, pero sobre todo el testimonio es vivir. Vivir la vida normal, hecha de trabajo, de familia, de dinero, de deudas, de enfermedades, de alegrías… Es “cómo” se vive todo esto.
No estoy hablando de héroes ni de santos. El revolucionario auténtico tiene los rasgos del muchacho o muchacha que no se contenta con lo que le ofrece el mercadillo de la libertad y la vanidad. O los de la madre de familia, joven o anciana. O del padre que comete mil errores, pero que no se va, y que trabaja no sólo por hacer dinero o carrera, sino también para dar una esperanza a sus hijos y a cualquiera.
Hablo de cristianos sin adjetivos, que son cristianos antes que de derechas o de izquierdas, y que dan testimonio de aquél en que creen y de la Iglesia. No son ni mucho menos una minoría protegida, sobre ellos cualquiera puede decir lo que quiera. Al contrario, hoy es políticamente correcto decirles todas las estupideces posibles. Pero si los encuentras, quien sabe por qué, estos extraños revolucionarios no tienen mala cara. Incluso con el paso del tiempo y las preocupaciones, tienen una sonrisa alegre que relanza la vida más que cualquier idea (o ley) pensada sin ellos, o en su contra.
Davide Rondoni (publicado en Avvenire).
Páginas Digital, 19 de febrero de 2007
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