Desconfía del enemigo que ofrece treguas
«ENTRE almena y almena/ quedado se había un morico/con una ballesta armada/ y en ella puesto un cuadrillo. / En altas voces decía, /que del real lo han oído,/ «tregua, tregua, adelantado,/ por tuyo se da el castillo.»/ Alza la visera arriba/ por ver al que tal le dijo./ Asestárale a la frente, /salido le ha el colodrillo». Viejos tesoros de nuestra literatura que ya nadie lee, precisamente por ser tan desesperadamente actuales. Los versos pertenecen al romance fronterizo que narra la muerte del adelantado Diego de Rivera durante el cerco de Álora, en 1434. Nuestros romances nunca llevan una moraleja explícita, pero no es difícil sacar de sus historias enseñanzas prácticas. La de éste es sencillísima: desconfía del enemigo que ofrece treguas cuando tú vas ganando. Bien claro se lo decía Aristóteles a Alejandro en otro de los grandes y olvidados libros de España: «qui en fazienda quiere a otro perdonar/ después mismo se quiere con su mano matar».
Pero sería demasiado pedir a los políticos un repaso de los clásicos que nunca leyeron en clase porque ese día tuvieron huelga o se los cambiaron por actividades de Conocimiento del Medio. Bastaría que entendiesen el sentido y la función del concepto, lo que tampoco es el caso. Cuando la guerra estaba aún ritualizada, las llamadas «treguas de Dios» interrumpían la lucha en determinadas fechas del año litúrgico. La secularización de la cultura confinó el significado de la tregua en el orden pragmático, y así se define, por ejemplo, en el DRAE: «suspensión de armas, cesación de hostilidades, por determinado tiempo, entre los enemigos que tienen rota o pendiente la guerra». Los tres rasgos característicos de tal definición han estado ausentes en la supuesta tregua de ETA anunciada hace justamente un año: no se dio cesación de hostilidades ni se determinó la duración de la misma (los terroristas colaron el oxímoro de «tregua permanente», un absurdo semántico que tiene la virtud garantizada de tranquilizar a los ilusos), ni -con independencia de las negociaciones secretas entre los socialistas y la banda- hubo acuerdo público y formalizado, entre las partes interesadas, sobre las condiciones de la tregua susodicha. Es decir, nunca hubo tregua. ¿Cómo iba a haberla, si no hay guerra? Guerra y paz son, en lo que al terrorismo abertzale se refiere, puras metáforas. Al Qaida, el 11 de septiembre de 2001, tenía detrás un Estado, el de los talibanes afganos, y, por tanto, hablar de «guerra contra el terrorismo», como lo hizo entonces la administración Bush -sin entrar en la cuestión del posterior desarrollo de los acontecimientos- estaba plenamente justificado. No así en el caso de ETA: «lucha antiterrorista» y «guerra contra el terrorismo» no son expresiones equivalentes, entre otras cosas, porque la guerra enfrenta ejércitos y concluye con la desmovilización, medien o no tratados de paz.
La lucha antiterrorista se lleva a cabo desde las instancias policiales y judiciales ordinarias, con o sin colaboración de los ciudadanos. Si tiene éxito, termina con la erradicación del terrorismo, que no es sinónimo de pacificación, toda vez que el terrorismo abertzale no actúa -al contrario que el terrorismo islamista- en el seno de una población movilizada para la guerra.
La pregunta que hay que hacerse es por qué el poder ejecutivo, a lo largo del último año, se ha empeñado en moverse en el plano de la metáfora, convirtiendo la lucha antiterrorista en un «proceso de paz» y admitiendo la validez -condición en teoría necesaria para emprender dicho proceso- de la improbable tregua «permanente» anunciada por ETA. Cabe proponer, por supuesto, multitud de hipótesis: desde la mayor o menor coerción que la banda pueda ejercer sobre el Gobierno y el partido que lo sostiene, mediante la amenaza de desvelar acuerdos secretos, hasta la dependencia política del PSOE respecto de los nacionalismos proclives a un final negociado del terrorismo, pasando por la particular obsesión mesiánica del presidente Rodríguez Zapatero, cuyas ansias infinitas y universales de paz parecen haberse resignado a lo doméstico, tras el fiasco de su política exterior (pues, aunque su retórica megalómana de la pacificación mundial volvió a asomar con ocasión del cuarto aniversario de la invasión de Irak, el secretario de organización del PSOE, con su acostumbrada ausencia de sentido del ridículo, lo ha devuelto a la cruda realidad española, donde no hay otras cuestiones internacionales de interés que las que puedan ser utilizadas de inmediato contra el PP).
Dejando al margen estas y otras verosímiles conjeturas (por ejemplo, el peso de la frustración ancestral de los socialistas vascos, incapaces de atraerse al electorado de la sedicente izquierda abertzale), puede explicarse la errática y absurda política del Gobierno durante el último año, en lo que a ETA respecta, como el resultado de cierta homología -¿por qué no hablar de afinidades electivas?- entre la estrategia de Batasuna y la del Gobierno de Rodríguez Zapatero.
La primera aspira a completar la destrucción de la democracia en el País Vasco, excluyendo del mismo a los no nacionalistas mediante la radicalización de las exigencias de lealtad al proyecto etnicista de la Euskal Herria independiente, unificada y euscaldún. La estrategia gubernamental contempla una modificación restrictiva del sistema político actual, que excluiría a la derecha nacional como alternativa de poder.
En el caso de Batasuna, el objetivo sólo puede alcanzarse a través de la presión terrorista sobre el sector no nacionalista de la población vasca (y navarra) y el chantaje sostenido al Estado, con vistas a una claudicación escalonada del mismo, todo ello maquillado por un discurso bélico que presenta la «lucha armada» como resultado de un «conflicto» derivado de la «opresión histórica» de «Euskal Herria» por el Estado español. El Gobierno, por su parte, juega asimismo en dos frentes: la estigmatización del PP como «extrema derecha» -operación en la que resulta esencial el recurso a una «memoria histórica» cuya proyección sobre el presente revele la persistencia del «conflicto civil» superado en la Transición- y el vaciamiento del pacto constitucional de 1978, interpretado como una imposición del franquismo a las fuerzas verdaderamente democráticas. En este último aspecto, durante la primera parte de su legislatura, además de ciertas iniciativas orientadas a erosionar valores tradicionales de carácter moral y religioso, los socialistas impulsaron una política territorial favorable a los nacionalismos secesionistas y rompieron tácitamente el acuerdo antiterrorista con la oposición. No es táctica muy distinta a la descrita por Franz Neumann en su Behemot, el gran estudio sobre la destrucción de la democracia en la Alemania nazi: una gradual imposición de medidas destinadas a ir preparando a la ciudadanía para un cambio de sistema. Táctica que aquí ha fracasado a causa del atentado de ETA en Barajas y de la escandalosa excarcelación de De Juana Chaos. ETA y el Gobierno han rebasado con mucho lo que, en cada uno de los casos, parecía tolerable, y una buena parte de los españoles ha comenzado a comprender que el precio exigido por el «proceso de paz» era demasiado alto.
JON JUARISTI
ABC, 22 de marzo de 2007
0 comentarios