El cristianismo domesticado: un debate necesario
La presencia, la agudeza, la sinceridad, la honestidad desgarradora de John Waters no dejan tranquilo a nadie. Las provocaciones de este columnista del Irish Times, descarnadas y pronunciadas en un abrupto y oscuro acento irlandés, obligan a quien le escucha a hacer un sincero examen de conciencia, a revisar actitudes, planteamientos y esquemas que parecían bien asumidos. Él no da nada por descontado. No hace ninguna concesión a la corrección política. Sólo se basa en su experiencia. Es un hombre libre embarcado en un viaje desde el agnosticismo a la búsqueda urgente de la verdad.
Muchas son las implicaciones que pueden extraerse del testimonio que pronunció el pasado sábado en Encuentromadrid 2007 y todas ellas son extraordinarias, pero particularmente original fue su reflexión sobre la participación de los católicos en la vida pública y, en particular, en los medios de comunicación. Un análisis situado en el contexto irlandés pero que se puede trasladar perfectamente al caso español.
Para Waters, la mentalidad dominante en los medios de comunicación, que es mayoritariamente agnóstica, tolera que exista la religión, pero la percibe como un mito irracional y supersticioso en el que todavía algunos creen. No dudan de que se trata de un vestigio del pasado destinado a desaparecer.
Partiendo de esta concepción, y para demostrar su gran sentido de la tolerancia, estos medios dejan espacio a periodistas y portavoces católicos, previamente etiquetados como tales, y les invitan a intervenir en debates sobre determinados temas bien definidos, como son las cuestiones de bioética, la homosexualidad, el aborto, la eutanasia o la moral sexual.
No es que estas posiciones que defienden no sean verdaderas o justas; es que, al presentarse en debates y formatos en los que aparecen deliberadamente separadas de los elementos esenciales del hecho cristiano, no contribuyen más que a reforzar una idea de la religión tal y como es definida por el poder progresista y agnóstico, es decir, como la última resistencia irracional a lo que es correcto.
En España, podemos llevar más allá la observación de Waters para decir que el mismo riesgo corren (o corremos) aquéllos que justamente reclaman determinados espacios acotados de libertad para la religión frente al laicismo (clase de Religión, símbolos religiosos, etc.), pero se dejan invadir de un instinto defensivo, como si se resignaran a una mera supervivencia y renunciaran a un diálogo a pecho descubierto con la sociedad.
Si se reduce a un catálogo cerrado de temas o a unos espacios acotados, el cristianismo está acabado. A juicio del columnista irlandés, “este planteamiento permite seguir el camino del progresismo y cierra cualquier posibilidad de diálogo sobre temas más profundos”.
Y ¿cuáles son esos temas más profundos que el poder quiere acallar? Son aquéllos que constituyen la esencia del corazón del hombre: el deseo de felicidad, de verdad, de belleza, de justicia… y también nostalgia de una vida grande, de un bien que no defraude y no decaiga, el anhelo de infinito, de eternidad.
“Todo conspira para acallar este grito” del corazón humano y, como advierte Waters, el poder trata de distraer ese deseo con promesas que va presentando una detrás de otra. Siempre hay algo nuevo que comprar, un partido al que votar o una nueva ilusión, pero con el tiempo nada logra satisfacer el deseo del corazón y, entonces, alguien te dice: “Es que lo haces mal”, pero nadie se responsabiliza de esas promesas incumplidas, sólo te invitan a subirte una y otra vez al carrusel de las sensaciones engañosas.
Es justamente aquí donde debe aparecer el cristianismo como propuesta, como una hipótesis que se debe verificar y que se abre ante la razón del hombre que con sinceridad busca una respuesta válida a sus preguntas. Un cristianismo reducido y mutilado, que se aferra a valores esclerosados que no se ponen en juego, no será suficiente para responder a ese verdadero diálogo que reclama el hombre el hoy.
Ignacio Santa María
Páginas Digital, 26 de abril de 2007
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