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Dos imágenes contrapuestas

Dos imágenes contrapuestas Éstas son dos imágenes tomadas del fin de semana. En la primera, un presidente que habla de convivencia y de erradicar la crispación. En la segunda, una multitud que ha sido acusada de crispar, que reivindica la justicia como la base de una auténtica convivencia. Es necesario traspasar muchas apariencias para saber distinguir quién tiene razón.

 

En la primera imagen, el presidente del Gobierno se dirige a 7.000 seguidores que se han congregado en Fuenlabrada para aclamarle. Zapatero pide una mayoría amplia en las urnas para poder “erradicar la crispación” y asentar “la convivencia, la tolerancia y el respeto”. Hace unas semanas, también invocó la “convivencia” para ‘recomendar’ a una emisora de radio que cambiara sus mensajes. Si fijamos la mirada en sus hechos, en lugar de en sus palabras, descubrimos una acción política que ha roto consensos y acuerdos básicos, y ha condenado al ostracismo al primer partido de la oposición, favoreciendo las divisiones. Da la impresión de que a Zapatero, más que la crispación, le gustaría eliminar la discrepancia.

 

En la segunda imagen, una multitud recorre el largo trecho que separa la plaza de Iglesia de la de Colón, en una tarde de ese típico frío invernal madrileño que se cuela hasta en el tuétano de los huesos. 70.000 según unos, 500.000 para otros. Esa multitud tapizada de banderas rojigualdas y constitucionales no está formada por extremistas ni ultras, para sorpresa de muchos sesudos analistas de lo político, sino por esa clase media serena y civilizada que aplaude a tiempo, se emociona al unísono, guarda silencio para recordar a los asesinados o para escuchar los discursos, y se disuelve pacíficamente con la satisfacción de haber reclamado algo justo y de haber hecho lo que está en su mano para confortar y acompañar a aquéllos que han sufrido el zarpazo despiadado y cruel del terrorismo.

 

Las palabras y los gestos de Zapatero son lo suficientemente ambiguos para resultar siempre amables. Están bien programados por un grupo de asesores. Entre los gurús que más admira en la actualidad el presidente destaca el profesor norteamericano de Lingüística George Lakoff, creador de toda una teoría de marketing político basada en el relativismo. Para Lakoff no existen verdades, ni siquiera ideas, tan sólo construcciones gramaticales y metáforas más o menos exitosas.

 

En el extremo opuesto, Francisco José Alcaraz es un líder accidental. Está ahí por su condición de familiar de víctimas del terrorismo. Su voz es aflautada, su acento áspero. No tiene carisma ni expertos que le escriban los discursos pero con él están Ortega Lara, Regina Otaola, la hermana de Miguel Ángel Blanco y una muchedumbre de gente de bien que reclama “justicia, memoria y dignidad” para las víctimas.

 

Hay que traspasar las apariencias. Hace falta dejar de lado los cálculos electoralistas y las consideraciones tácticas. Es necesario superar prejuicios interesados y caricaturas que nos presentan esta “rebelión cívica” como un grupo de frikis, agitadores y crispadores que habría que “erradicar” u olvidar. Porque, pese a quien pese, lo que representan estos manifestantes es algo muy digno y respetable, y lo que reclaman es justo y oportuno. Y seguiría siendo justo y oportuno si lo pidieran sólo dos o tres individuos.

 

Lo que piden es que no se negocie con la banda terrorista otra cosa que no sea su desaparición; que no se le ofrezca ninguna contrapartida política. Nuestra reciente historia ha demostrado con rotundidad que con ETA no se puede negociar ni dialogar. El llamado final dialogado no es más que un sueño romántico, muy tentador pero utópico y falso. No son pocos los que alguna vez se han sentido seducidos por los cantos de sirena de ETA y su entorno, que se han visto arrastrados por la ilusión errónea de un acuerdo final con los pistoleros. Pero es evidente que esas tentativas sólo sirven para alargar la vida de la serpiente y debilitar al Estado de Derecho, porque los terroristas no renuncian nunca a sus objetivos (autodeterminación y anexión de Navarra).

 

Y no parece claro que los socialistas, que promovieron el último proceso negociador saltándose todos los acuerdos antiterroristas, hayan renunciado a volver a intentarlo, sino más bien hay muchos signos de que lo reanudarán en cuanto la circunstancia sea propicia, si es que no lo han reactivado ya (¿volvemos a tener ahora una tregua encubierta?).

 

Cuando ETA rompió el último alto el fuego, el Gobierno encaró la situación con un astuto giro dialéctico. Decía que nadie debía reprocharle nada por haber intentado alcanzar el fin de la violencia y que la ruptura de la tregua demostraba que no había hecho cesiones a la banda. Sin embargo, nadie puede mantener un proceso negociador con ETA durante años, como así ocurrió, si no ofrece a la banda pruebas tangibles de que va a dar pasos a favor de sus objetivos políticos. Y estas pruebas y signos las hemos visto todos.

 

A juzgar por los hechos conocidos, y las informaciones emanadas de fuentes muy diversas y a la luz de la simple lógica, resulta mucho más verosímil que Zapatero estaba dispuesto a transformar la estructura del Estado y el marco legal hasta el punto de hacerlos compatibles con las exigencias de los terroristas. Fue precisamente la llamada “rebelión cívica” la que se lo impidió. En el guión de los negociadores no estaba prevista la resistencia numantina de las asociaciones de víctimas y de otras organizaciones civiles, no estaba prevista la férrea oposición del PP ni la denuncia constante de numerosos medios de comunicación, tampoco el rechazo al proceso de una buena parte de la sociedad navarra con su Gobierno al frente.

 

Ahora esta “rebelión cívica”, heredera del Espíritu de Ermua, sigue saliendo a la calle como lo ha hecho desde que mataron a Miguel Ángel Blanco. Deberíamos alegrarnos de que exista y agradecer el gran servicio que ha hecho y que sigue dispuesta a hacer.

 

Ignacio Santa María

Páginas Digital, 26 de noviembre de 2007

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