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Foro El Salvador

Análisis de Rogelio Alonso

La Iglesia y el diálogo con terroristas

La Iglesia y el diálogo con terroristas

La polémica sobre el comunicado de la Conferencia Episcopal ha puesto de manifiesto la utilización política del terrorismo por parte de diversos sectores políticos y mediáticos. La lectura rigurosa del texto demuestra que no han sido los obispos quienes han instrumentalizado el terrorismo, sino más bien aquellos que profieren semejantes acusaciones. Así se desprende de unas palabras que pueden suscribir muchos ciudadanos con independencia de su adscripción religiosa.

 

Con objeto de exponer la manipulación que del texto se ha hecho conviene reproducir la literalidad del párrafo que aborda el fenómeno terrorista: «El terrorismo es una práctica intrínsecamente perversa, del todo incompatible con una visión moral de la vida justa y razonable. No sólo vulnera gravemente el derecho a la vida y a la libertad, sino que es muestra de la más dura intolerancia y totalitarismo. Una sociedad que quiera ser libre y justa no puede reconocer explícita ni implícitamente a una organización terrorista como representante político de ningún sector de la población, ni puede tenerla como interlocutor político».

 

En un sistema democrático estas afirmaciones constituyen simplemente una obviedad, motivo por el que ya aparecían en el Pacto de Ajuria Enea de 1988 y en el Pacto por las Libertades de 2000, ambos suscritos por PSOE y PP. El primero de estos acuerdos definía el terrorismo como «el máximo desprecio de la voluntad popular». Insistía además en «la falta de legitimidad de los violentos para expresar la voluntad del pueblo vasco, así como en el rechazo de su pretensión de negociar problemas políticos, negociación que sólo debe producirse entre los representantes legítimos de la voluntad popular».

 

El Pacto por las Libertades recalcaba que «la violencia es moralmente aborrecible y radicalmente incompatible con el ejercicio de la acción política democrática». En consecuencia, PP y PSOE se comprometían a «trabajar para que desaparezca cualquier intento de legitimación política directa o indirecta, de la violencia», subrayando que «de la violencia terrorista no se extraerá, en ningún caso, ventaja o rédito político alguno». Añadían ambos partidos que «el diálogo propio de una sociedad democrática debe producirse entre los representantes legítimos de los ciudadanos, en el marco y con las reglas previstas en nuestra Constitución y Estatuto y, desde luego, sin la presión de la violencia», puesto que «la paz, la convivencia libre y el respeto a los derechos humanos son valores no negociables».

 

En una línea similar el movimiento cívico ¡Basta Ya! criticaba la reunión entre el PSE y el brazo político de ETA en julio de 2006: «Reconocer a Batasuna como un interlocutor necesario implica de modo inevitable cierta legitimación de la violencia como instrumento político válido, pues ese interlocutor no representa otra cosa que los intereses de una banda terrorista que se niega a desaparecer e impone condiciones para dejar de matar definitivamente». Por tanto, ¡Basta Ya! subrayaba que «la celebración de esa reunión ya constituye un pago político a ETA porque reconoce a su brazo político como un partido tan legítimo como los verdaderos partidos democráticos que ellos han perseguido cruelmente todos estos años».

 

Como confirman estas referencias, no son sólo los obispos quienes han rechazado el reconocimiento, implícito o explícito, de la organización terrorista como interlocutor político. Es evidente que, al contrario de lo que el presidente del Gobierno señaló al acusar a los obispos de utilizar el terrorismo en campaña, éstos sencillamente habían reproducido lo que el propio Rodríguez Zapatero respaldó en otro tiempo. La matización que de la nota ofreció el portavoz de la Conferencia Episcopal revelaba hasta qué punto erraba el PSOE en sus acusaciones a los religiosos. En opinión del obispo auxiliar de Madrid, «en ningún momento dicen los obispos que no se pueda hablar con terroristas para ver las condiciones para su desaparición, sino que los terroristas no pueden ser interlocutores políticos porque sería dar carta de legitimidad al crimen organizado».

 

En este sentido incluso puede cuestionarse con razonados argumentos si el diálogo que los obispos aceptan no supone precisamente un reconocimiento de la organización terrorista como interlocutor político. Como recogía el Pacto por las Libertades, «los delitos de las organizaciones terroristas son particularmente graves y reprobables porque pretenden subvertir el orden democrático y extender el temor entre todos los ciudadanos». Este mismo acuerdo subrayaba que «nuestro sistema penal ofrece una respuesta jurídica adecuada para reprimir esos delitos», de ahí que sea innecesaria la interlocución con terroristas justificada por el obispo «para ver las condiciones de su desaparición». Puesto que dichas «condiciones» se encuentran claramente explicitadas en nuestro ordenamiento, el diálogo con terroristas supone una desigual distinción entre estos criminales políticos y otros delincuentes. Semejante concesión a ETA contradice los principios en los que los prelados sostienen su oposición a la negociación política con terroristas.

 

La escrupulosa separación entre «negociación política» y «diálogo» es de muy difícil, si no imposible mantenimiento, como confirma nuestra experiencia antiterrorista. El propio presidente del gobierno incumplió las condiciones fijadas para entablar el diálogo con ETA al iniciarlo a pesar de que en ningún momento se dieron las condiciones exigidas por el Parlamento, esto es, una «clara voluntad de poner fin a la violencia». En cambio el gobierno aceptó un diálogo con la banda que en seguida progresó a una auténtica negociación política, evidencia que en absoluto puede ocultar la ficticia disociación entre ETA y Batasuna con la que se ha justificado la interlocución con el movimiento terrorista.

 

Quienes diferencian entre «diálogo» y «negociación» suelen rebasar el límite entre ambos aludiendo al valor positivo del objetivo perseguido: la paz. Esta aspiración ha sido instrumentalizada para presionar a la sociedad con la intención de que acabe asumiendo concesiones inaceptables política y moralmente. Sirva como ejemplo la carta de adviento del obispo de San Sebastián, Juan María Uriarte, días antes de que ETA asesinara en Barajas. En ella se distribuía equitativamente entre representantes políticos democráticamente elegidos y una organización terrorista la culpa y la responsabilidad por las dificultades que atravesaba «el camino hacia la paz», reclamándose de ambos «interlocutores», colocados en el mismo plano de legalidad y moralidad, que recuperasen la «confianza mutua». Con ese fin planteaba: «Recuperar la confianza reclama ofrecer signos inequívocos de una auténtica voluntad de paz. Tales signos producen una distensión, bien necesaria en estos momentos».

 

Injusto resultaba demandar de un Gobierno democrático «signos inequívocos de una auténtica voluntad de paz» y «distensión» frente a una banda terrorista, estableciendo indebidas comparaciones como estas: «El diálogo suele bloquearse con frecuencia porque los interlocutores, condicionados por el entorno, no renuncian a aspiraciones maximalistas o no se apean de posiciones excesivamente rígidas. La paz posible reclama una pronta renuncia a ambas actitudes. La grandeza de ánimo para recortar aspiraciones y el coraje para flexibilizar posiciones desatascan los bloqueos que, si se prolongan, pueden acabar arruinando los procesos. Comprendemos que resultan muy costosas las dos actitudes requeridas. Pero la paz es un bien superior que merece y necesita estas renuncias».

 

Esta lógica encubre una falsa separación entre el «diálogo» y la «negociación» con ETA, conduciendo a una negativa situación que el jesuita José María Tojeira describió así para El Salvador: «No es bueno, ni justo que se conviertan en protagonistas de la paz aquellos que crearon víctimas». Como se deduce de los numerosos y fracasados contactos con ETA, el diálogo con la banda induce a reconocerla como interlocutor político. Semejante reconocimiento en una democracia consolidada, incluso cuando se alega que con ello se persigue la desaparición del terrorismo, no contribuye a tal fin. Por el contrario, esta contraproducente injusticia política y moral incentiva la perpetuación de la amenaza violenta.

 

ROGELIO ALONSO

Profesor de Ciencia Política de la Universidad Rey Juan Carlos

ABC, 13/02/08

 

 

Contradicciones frente a ETA

Contradicciones frente a ETA

«PERO es que uno no puede decir que piensa cumplir la Ley de Partidos y luego presentar las cosas que está presentando. Es una evidencia práctica que contradice lo que estás diciendo. O lo que dijiste no era cierto o lo que estás haciendo no tiene nada que ver con lo que dijiste» (El Correo, 6/4/2007). Jordi Sevilla, ministro de Administraciones Públicas, rechazaba así los subterfugios de Batasuna para burlar la legalidad en estas elecciones.

 

Esa misma contradicción que el ministro destacaba respecto al comportamiento de Batasuna puede aplicarse a la actual política antiterrorista. Así ocurre porque la insistencia gubernamental en el respeto a la Ley de Partidos queda en entredicho con sus acciones, como se desprende de la actitud hacia ANV, y como revelaba una información de El País el pasado 21 de marzo titulada así: «Todos los grupos se oponen a la propuesta del PP para perseguir cualquier actividad pública de Batasuna». Reproduciendo una actitud habitual en los últimos meses, los argumentos de la oposición eran despreciados al ser presentados como minoritarios frente a una mayoría que, no obstante, erraba en su interpretación de la legalidad. La sentencia del Tribunal Supremo de 27 de marzo de 2003 que ilegalizó a Batasuna, Herri Batasuna y Euskal Herritarrok no dejaba dudas al respecto exigiendo que: «Los expresados partidos políticos, cuya ilegalidad se declara, deberán cesar de inmediato en todas las actividades que realicen una vez que sea notificada la presente sentencia». Por tanto, aunque el Partido Popular simplemente reclamaba el cumplimiento de la ley ante la impunidad que permite a Batasuna actuar como una formación legal, tan lógica reclamación era definida de manera injusta por el portavoz socialista como «crispación», estigma con el que se intenta neutralizar necesarias críticas a una inconsistente política antiterrorista.

 

Esta dinámica se mantiene desde que el gobierno optara por la negociación con ETA contraviniendo la resolución del Congreso de mayo de 2005 que exigía a la organización terrorista una clara voluntad de poner fin a la violencia como requisito para dialogar. Quienes han llamado la atención sobre tan flagrante falta de respeto a las condiciones impuestas por el Parlamento también han sido descalificados como «crispadores» y «enemigos de la paz». La ruptura de la tregua no ha servido para corregir este comportamiento, eludiéndose una necesaria admisión de los errores cometidos, sustituyéndose ésta por coartadas justificadoras de una política antiterrorista que, en contra de la evidencia, se presenta como exenta de costes. Si se desea recomponer lo que las decisiones gubernamentales han logrado descomponer, los contraproducentes efectos derivados del diálogo con la banda deben ser reconocidos. No se aprecia esta intención por parte de un gobierno empeñado en justificar sus actos como bienintencionados y obligados para todo gobernante. De ese modo se evita la imprescindible asunción de responsabilidades ante una política repleta de costes para la democracia de los que, en cambio, se culpabiliza a la oposición. Con ese fin se argumenta que la ruptura de la tregua demuestra la ausencia de cesiones frente a ETA. Por el contrario, la realidad confirma que la iniciativa gubernamental ha generado negativas consecuencias como la deslegitimación de las instituciones democráticas, la ruptura de la unidad frente a ETA y una gravísima fractura social. Tan perjudiciales resultados se aprecian al comparar el acercamiento del PNV a ETA que dio lugar a la tregua de 1998 con el que ha llevado a cabo el gobierno al negociar con la banda el último «alto el fuego».

 

Tras la ruptura de la tregua de 1998, ni el PSOE ni el PP dudaron en criticar al PNV por su aproximación a ETA. Socialistas y populares entendían que la reactivación de los asesinatos no demostraba la ausencia de cesiones ante ETA, sino que la organización terrorista había juzgado como insuficientes las concesiones que llegó a extraer de un partido que decidió pactar con la banda a espaldas de las principales formaciones democráticas. Por ello, a pesar de que ETA rompió la tregua, socialistas y populares coincidieron en denunciar al PNV por una desastrosa política que también fue justificada por los nacionalistas como bienintencionada, pero que, indudablemente, dañó de forma considerable la lucha antiterrorista. Este mismo criterio debe aplicarse a la negociación entablada por representantes socialistas con ETA que claramente traicionaba los principios recogidos en el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo, acuerdo sustentado en la necesidad de un sólido consenso entre sus firmantes precisamente como consecuencia de la deslealtad que las acciones del nacionalismo vasco supusieron en la década de los noventa. Al igual que ahora, ETA también culpó del fracaso del proceso a quienes negociaron con ella, atribución de responsabilidades que no supuso ni ha supuesto la negación de pactos y compromisos con el PNV y el gobierno. Así pues, en una y otra ocasión los comunicados de la banda no han desmentido la existencia de cesiones, sino todo lo contrario, al reconocer una negociación política en la que las concesiones realizadas han sido insuficientes para la organización terrorista, aunque excesivas para la democracia. De hecho, tanto entonces como ahora se ha minusvalorado la continuidad de la violencia durante el periodo de tregua formal, ignorándose que se carecía de pruebas que evidenciaran que la banda deseaba abandonar el terrorismo.

 

Muchos partidarios de la negociación racionalizan como positiva la última experiencia ignorando tan reveladoras analogías entre ambos periodos, argumentando que en esta ocasión la ruptura de la tregua ha colocado al nacionalismo frente a ETA como nunca lo había estado antes. Tras blindar el diálogo con ETA creando el espejismo de una falsa voluntad de poner fin al terrorismo, ahora se recurre a otra ilusión para encubrir decisiones políticas equivocadas como las aplicadas al amparo de una deficiente verificación de las intenciones etarras. Con ese objetivo se olvida deliberadamente que nada nuevo se aprecia en el discurso nacionalista, pues las críticas y ultimátum a ETA y Batasuna ya arreciaron tras la tregua de 1998 motivadas por intereses electorales y coyunturales que luego no le han impedido al nacionalismo abogar por el diálogo con la misma organización terrorista que continúa coaccionando a los ciudadanos. El nacionalismo vasco persiste en legitimar al brazo político de ETA, deslegitimando así a las instituciones democráticas y a los instrumentos que tan eficaces resultaron para debilitar a la organización terrorista llevándola a reconocer en 2004 que «la eficacia política de la actividad de la izquierda abertzale está limitada» (Zutabe, 105).

 

La provocativa declaración de Patxi López negando ante el juez su reunión con dirigentes de Batasuna confirma que la duplicidad del nacionalismo ha sido mimetizada por socialistas que han incurrido en los mismos errores de quienes negociaron la tregua de 1998. Mientras que en aquel entonces fue el nacionalismo quien se radicalizó asumiendo planteamientos que le distanciaban de otros actores democráticos, ahora el socialismo ha optado por un acercamiento a ETA que ha complementado con una marginación del principal partido de la oposición, favoreciendo por tanto a quienes apoyan la violencia. La interlocución que representantes socialistas han mantenido con ETA y Batasuna, negociando relevantes cuestiones políticas mientras el gobierno renunciaba a consensuar la política antiterrorista con su socio en el Pacto por las Libertades, evoca a la exclusión de formaciones democráticas que el PNV pactó con ETA en 1998 y que fue denunciada tanto por el PSOE como por el PP.

 

También tienen precedentes los esfuerzos por desprestigiar a movimientos cívicos como ¡Basta Ya! y Foro de Ermua por exponer razonables críticas a la política antiterrorista. Si con posterioridad a la tregua de 1998 era básicamente el nacionalismo el que acusaba a los integrantes de estas asociaciones de ser «los más beligerantes partidarios del enfrentamiento civil en Euskadi» (Deia, 22/1/2003), y el «primer obstáculo para el entendimiento» (Deia, 19/2/2003), hoy desde el socialismo se profieren similares e infundadas descalificaciones hacia quienes siguen defendiendo los mismos principios que tan decisivos resultaron en el debilitamiento de ETA. Por tanto, adaptando sus tácticas a una estrategia inalterable, ETA ha logrado modificar la política antiterrorista dividiendo a quienes tanto la habían debilitado mediante una unidad hoy resquebrajada.

 

ROGELIO ALONSO

Profesor de Ciencia Política. Universidad Rey Juan Carlos

 

ABC, 4 de mayo de 2007

¿Cómo fortalecer el Pacto por las Libertades?

¿Cómo fortalecer el Pacto por las Libertades?

El 1 de octubre de 1998, el entonces secretario general del PSOE, Joaquín Almunia, y José María Aznar, se reunieron por segunda vez tras la declaración de tregua de ETA. Ese día, Almunia advirtió de que los socialistas "no van a tener una actitud seguidista haga lo que haga el Gobierno", añadiendo: "Nuestro deseo es coincidir, pero la coincidencia debe basarse en posiciones asumibles por todos, no en planteamientos hechos por unos y seguidos por otros. Ésa no sería forma de llegar a un auténtico consenso". Como esta declaración muestra, el comportamiento del partido que hoy dirige Rajoy coincide con el que Almunia exigió entonces desde la oposición, exponiendo cuán injustas son muchas de las críticas hacia el Partido Popular por su rechazo al fracasado proceso de diálogo con ETA. Si las palabras de Almunia en 1998 eran razonables, también lo es la reluctancia del actual líder de la oposición a apoyar una política antiterrorista carente de un "auténtico consenso" sin "posiciones asumibles por todos". Así ocurre al haber arrinconado el presidente un Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo cuyo punto primero señala: "Al Gobierno de España corresponde dirigir la lucha antiterrorista, pero combatir el terrorismo es una tarea que corresponde a todos los partidos políticos democráticos, estén en el Gobierno o en la oposición". Es evidente que la resolución del Congreso de 2005 fue propuesta por Zapatero sin buscar esa "colaboración permanente" con el PP, basada en "el intercambio de información" y "la actuación concertada" que exigía el Pacto. De ahí que la oposición interpretara que la autorización del diálogo con ETA, que no había demostrado su voluntad inequívoca de poner fin a la violencia, tal y como reclamaba la citada resolución, no era compatible con esa obligación de "combatir el terrorismo" que corresponde a "todos los partidos políticos democráticos". Quienes acusan a la oposición y a muchos ciudadanos de haber bloqueado la paz al dificultar la negociación del Ejecutivo con hipotéticos "moderados" de ETA, ignoran la necesidad de ejercer una contención ante un Gobierno que ha incumplido su mandato parlamentario de dialogar en condiciones que no se daban, vulnerando otro acuerdo del referido Pacto.

 

Estos antecedentes convierten la reactivación del Pacto por las Libertades en un elemento decisivo de la política antiterrorista, pues de lo contrario se brindaría a la banda un valioso rédito político. El Pacto sirvió de marco para articular la más efectiva política antiterrorista contra ETA, al sustentarse en un importante consenso entre los principales partidos democráticos, negando la esperanza de cambios en la política antiterrorista con indiferencia del Ejecutivo que gobernara. La propia banda ha reconocido cómo esta iniciativa logró propagar "el fantasma de la destrucción de la izquierda abertzale". De ahí que abandonar el Pacto constituya un altísimo precio político al presentar la estrategia terrorista como eficaz, aportando un poderoso argumento de propaganda y motivación a ETA. El cambio de circunstancias con el que se justifica su marginación no representa una sólida explicación habida cuenta del contraproducente mensaje que transmite. Son justamente las circunstancias descritas las que obligan a su férrea aplicación. Precisamente por ello la ampliación del Pacto propuesta por Zapatero exige criterios claros que eviten una desnaturalización del mismo que equivaldría a su abandono de facto y al incumplimiento del programa electoral socialista.

 

La adhesión de quienes deseen respetar los principios en los que descansa el Pacto precisa una voluntad de sumarse a unas máximas ya planteadas que no deben ser modificadas, sino reforzadas, tras el fracaso del diálogo con ETA. A pesar de las positivas valoraciones sobre Imaz, presidente del PNV, queda por demostrar si esta formación comparte los mecanismos administrativos y judiciales que han impedido en el pasado la presencia de Batasuna en la vida política como si fuera una formación legal. La reactivación de esas iniciativas, que deben aplicarse a partidos sustitutivos vinculados a ETA y a Batasuna, es crucial en una sociedad como la vasca en la que el terror y la intimidación impiden que ciudadanos no nacionalistas ejerzan libremente sus derechos. Si el nacionalismo comparte estos principios, no sería difícil su incorporación al Pacto. Si no los compartiese, quedaría expuesta la inutilidad de romper el Pacto por un nacionalismo que rechazaría fundamentales instrumentos contra ETA, pero con el que se podría colaborar desde otro ámbito. Respetando estas premisas, la ruptura formal con Lizarra que se demandaba del nacionalismo en 2000 podría no aplicarse o ser sustituida por el requerimiento de un firme compromiso con elementos clave derivados del Pacto. La profundización en el antagonismo entre Gobierno y oposición que provocaría la desnaturalización del Pacto beneficiaría a esos sectores nacionalistas que defienden como inevitable el diálogo con ETA, a pesar incluso del último y negativo ensayo, y que todavía entienden la paz como la satisfacción de aspiraciones nacionalistas que apacigüen a la banda.

 

Para ser útil la ampliación del consenso antiterrorista debe sustentarse en la reactivación del Pacto evitando una rebaja del mismo que podría atraer a otras formaciones, si bien a cambio de un coste político como el que ETA rentabilizaría al conseguir debilitar la filosofía inicial del Acuerdo. La hasta ahora eficaz estrategia de división propugnada por ETA podría contrarrestarse supeditando la ampliación del consenso a la aceptación de determinadas adendas que fortalecerían el Pacto y la credibilidad de la respuesta estatal. Explicitándose en el Pacto que mientras ETA exista jamás se abordará la reforma del Estatuto vasco se oficializaría la premisa de "primero la paz y después la política" como criterio para aceptar incorporaciones de quienes asumieran un principio tan reivindicado como incumplido durante los últimos meses. La presencia de ETA, incluso en situación de "alto el fuego", es un factor de coacción enorme que jamás deben aceptar ciudadanos privados de libertad, siendo preciso por ello descartar categóricamente negociaciones con la banda incluso bajo promesa de desaparición, máxima que podría recoger un Pacto reforzado. Esta contundencia impediría que cualquier Gobierno cayera en las trampas que ETA tiende en momentos de debilidad al emitir señales equívocas sobre sus intenciones de concluir con el terrorismo. Evitaría además que la ansiedad colectiva por el final del terrorismo fuera manipulada mediante un lenguaje que puede mentir al enfatizar la incompatibilidad del diálogo con la violencia a pesar de la permanencia de ambos en condiciones inadmisibles, como las que se desprenden de la mera existencia de una organización terrorista. Nuestro sistema democrático permite ya la salida del terrorismo sin contraproducentes diálogos con ETA como los que vienen proponiéndose.

 

Por Rogelio Alonso (profesor de Ciencia Política de la Universidad Rey Juan Carlos).

EL PAIS, 18/01/2007

¿Está cediendo el gobierno ante ETA?

¿Está cediendo el gobierno ante ETA? A pesar de que el gobierno insiste en su negativa a pagar un precio político por el final del terrorismo, la realidad está demostrando que la actual política antiterrorista acarrea inevitablemente un alto coste para la democracia. Tras ocho meses de tregua, el gobierno por fin acepta que ETA no muestra «una clara voluntad para poner fin a la violencia», como exigía la resolución de mayo de 2005 aprobada en el Congreso. De ahí que el presidente haya asegurado que «con violencia, nada de nada». Sin embargo, la irrelevancia de esa aparente firmeza emerge cuando el gobierno decide continuar los contactos con el brazo político de la organización terrorista para negociar la creación de una mesa de partidos extraparlamentaria, manteniéndose por tanto inalterable la política gubernamental a pesar de las constantes amenazas de ETA que subrayan la ausencia de una «clara voluntad de poner fin a la violencia». Al enfatizarse verbalmente una firmeza que niega cesiones ante la violencia, mensaje que reconforta a quienes desean confiar en la idoneidad de esta política antiterrorista, tiende a ignorarse el alcance de una peligrosa actitud que bordea la legalidad. Así ocurre cuando se elude presentar como una cesión ante ETA lo que sin duda constituye un alto precio político en la forma de un órgano, la mesa extraparlamentaria, que debilita decisivamente uno de los pilares de la lucha contra el terrorismo durante las últimas décadas: la legitimación de las instituciones democráticas frente a los intentos de deslegitimación de las mismas por parte de quienes han desafiado a la democracia, esto es, los terroristas.


La mesa de partidos que el gobierno sigue negociando con representantes de una organización ilegal es una exigencia de ETA a la que el gobierno responde, con las graves consecuencias que de ello se deriva, pues al satisfacer ese deseo de la banda se vulneran las reglas de la democracia favoreciendo la deslegitimación de las instituciones democráticas y de sus representantes, asesinados precisamente por defenderlas. Quienes relativizan esa iniciativa presentándola como una suerte de «mal necesario» que facilitaría una supuesta transición de Batasuna hacia la democracia, obvian que la realidad muestra algo muy diferente, pues dicha mesa legitima los argumentos de ETA y Batasuna haciendo además eficaz la amenaza de una organización terrorista todavía activa. Las cuestiones que en ella se debatirían al margen de las instituciones democráticas son además de una enorme trascendencia, pues se pretende «renovar el actual marco jurídico» (El País 6/10/2006). De este modo se fuerza a la democracia a aceptar la imposición de una organización terrorista y su coacción sobre políticos y ciudadanos, presionados para aceptar tamaña anormalidad mediante la amenaza de que el apaciguamiento de ETA así lo exige. La mera negociación de dicha mesa en unas condiciones en las que evidentemente ETA no muestra ninguna voluntad de poner fin a su violencia resta credibilidad a las declaraciones de firmeza de un gobierno dispuesto a ciertas concesiones a pesar de la negación de las mismas. Así lo confirma la admisión de que el gobierno ha abandonado su exigencia inicial de «primero la paz, después la política» (El País, 19/10/2006) que las negociaciones con Batasuna corroboran.

Si con objeto de garantizar que no ha habido cesiones a ETA se recurre a los comunicados de la banda que critican al gobierno por la ausencia de «pasos», también debe recordarse que esos mismos pronunciamientos etarras insisten en la existencia de compromisos con representantes socialistas cuyo incumplimiento critican los terroristas. Por lo tanto, de los comunicados de ETA que el gobierno utiliza como muestra de su supuesta firmeza podría deducirse tanto que el gobierno no ha cedido, como que no ha cedido lo suficiente desde la perspectiva etarra, aunque demasiado desde la óptica de la democracia. El comportamiento gubernamental avala la última hipótesis. Revelador resultaba en este sentido el editorial de El País del pasado 22 de noviembre al reconocer que en relación con «el sobreseimiento de los procesos abiertos y la legalización de hecho de Batasuna» ha existido «desde hace meses» una «tolerancia» que «no habría sido difícil prolongar si ETA hubiera dado algún indicio de que estaba dispuesta a retirarse definitivamente». Estas palabras confirman una «tolerancia» hacia el entorno etarra que se ha negado en público y que dan sentido a sorprendentes declaraciones como la del propio presidente del gobierno asegurando que determinadas decisiones judiciales contrarias a Batasuna pueden dificultar el «proceso de paz». Dicha «tolerancia» se ha aceptado a pesar de que en ningún momento ETA ha cumplido las condiciones impuestas por el Congreso de los Diputados.

En retrospectiva se aprecian numerosos ejemplos de una ineficaz «tolerancia» hacia la organización terrorista, que mediante señales equívocas ha alimentado expectativas sobre su hipotético final dividiendo a partidos democráticos cuyo anterior y sólido consenso tanto la había debilitado. Estas tácticas han llevado a los responsables de la política antiterrorista a mostrar en algunos momentos mayor confianza hacia la organización terrorista que hacia el principal partido en la oposición. Así lo refleja el abandono de un Pacto por las Libertades que no se ha reunido en dos años de legislatura. La resolución de mayo de 2005 suponía un significativo cambio de estrategia antiterrorista al abrir la expectativa de negociación con la organización terrorista, si bien en determinadas condiciones. El alcance de esa iniciativa y el compromiso de «búsqueda de posiciones conjuntas» recogido en el Pacto requería que el encargado de dirigir la política antiterrorista -el gobierno-, facilitase información al otro integrante del acuerdo sobre las causas del abandono de la posición hasta entonces mantenida en la que se negaba cualquier posibilidad de diálogo con la banda o su entorno ilegalizado. Dicha información al principal partido de la oposición resultaba imprescindible habida cuenta de los contactos que representantes socialistas venían manteniendo con el entorno etarra desde 2004.

Esta dinámica se mantiene todavía al prescindirse del Pacto por las Libertades mientras representantes del gobierno siguen negociando con Batasuna la constitución de la referida mesa extraparlamentaria y cómo legalizar a los representantes políticos de ETA. Este comportamiento mina la credibilidad del gobierno cuando niega un precio político frente al terrorismo, pues la duplicidad resumida en las líneas precedentes evidencia lo contrario, al respetarse la interlocución con una ilegalizada Batasuna pero no con un partido democrático como el PP, beneficiando por tanto a quienes apoyan la violencia precisamente como resultado de su asociación con el terrorismo. Es, pues, engañoso y perjudicial recurrir a una firmeza más bien retórica cuando el diálogo con ETA no es una ficción o un futurible, sino una realidad materializada en negociaciones con dirigentes de dicha banda y con un partido como Batasuna que continúa actuando como el brazo político de una organización terrorista cuyos dictados sigue fielmente. En estas condiciones, la firmeza del gobierno sólo sería creíble si volviera a aplicarse la estrategia de la negación de cualquier expectativa de éxito para ETA y su entorno que el Pacto por las Libertades suponía y que las actuales negociaciones con Batasuna contradicen.

En un texto publicado en 1997, titulado «Problemas de legitimidad: provocación terrorista y respuesta del Estado», José Ramón Recalde, ex consejero socialista del Gobierno Vasco, escribía: «Al resucitar el tema del diálogo político con ETA y con su entorno político, han provocado un primer efecto. Han conseguido que HB entienda y diga que, sin moverse de sus propias posiciones, ha logrado que los demás se muevan. Con lo cual la patología política de sus militantes -la de la lucha contra toda esperanza- ha disminuido. Un segundo efecto ha sido el desconcierto entre los partidos democráticos. Significa, naturalmente, cambiar sobre lo ya programado, que es que no hay diálogo mientras ETA no deje de matar y cuyo alcance no sea el marco de la Constitución; que, cuando ETA deje de matar, se tratará de la reinserción de los etarras». Las contraproducentes consecuencias del diálogo político con ETA y con su entorno continúan totalmente vigentes hoy cuando el gobierno insiste en mantener tan peligrosa iniciativa a pesar de la falta de voluntad de los terroristas para aceptar la democracia.


Rogelio Alonso es Profesor de Ciencia Política. Universidad Rey Juan Carlos.

ABC, 29/11/2006

¿Y si ETA no quiere su final?

¿Y si ETA no quiere su final?

En septiembre de 2005, el entonces ministro del Interior, José Antonio Alonso, aseguró que para que la esperanza a la que constantemente aludía el presidente del Gobierno en relación con ETA se convirtiera en algo más, debía primero «vincularse con hechos precisos, no con hipótesis, ni con futuribles que, por esencia, debilitan la democracia y entorpecen la lucha contra el terrorismo». Tras agregar que esos hechos todavía no se daban, enfatizó que ETA continuaba siendo una «organización terrorista que sigue viva, activa y operativa y que tiene capacidad de atentar». Un año después, los hechos objetivos continúan demostrando la vigencia de semejante análisis. A pesar del incesante optimismo gubernamental, es sin embargo evidente que seis meses después de la declaración de alto el fuego de la banda las condiciones impuestas por el Congreso de los Diputados en mayo de 2005 para dialogar con ETA siguen sin cumplirse. Es indudable que ETA continúa sin demostrar «una clara voluntad para poner fin» a la violencia o «actitudes inequívocas que puedan conducir a esa convicción» que permitieran «apoyar procesos de diálogo entre los poderes competentes del Estado y quienes decidan abandonar la violencia».

Tampoco existe ningún hecho objetivo que demuestre que la publicitada declaración de Anoeta de 2004 merecía las positivas valoraciones recibidas desde algunos ámbitos al presentarla como la confirmación de la apuesta por las vías pacíficas de una Batasuna teóricamente más autónoma de ETA. Por el contrario, a lo largo de los últimos seis meses la organización terrorista ha confirmado explícitamente en varias ocasiones que su alto el fuego es reversible, tal y como enfatizó en el comunicado del pasado agosto en el que amenazaba con «responder» a la «represión», y como ha vuelto a repetir hace unos días al subrayar su determinación de «seguir luchando firmemente, con las armas en la mano, hasta conseguir la independencia y el socialismo de Euskal Herria». En todo este tiempo, el papel de Batasuna ha sido el de siempre, esto es, el de una formación subordinada a la dirección del movimiento terrorista y, por tanto, parte integrante del mismo que respalda de manera incuestionable los dictados de ETA. Estas constataciones no son irrelevantes, pues tal y como se deduce del análisis del ex ministro del Interior reproducido más arriba, ponen de relieve que la actual política antiterrorista se ha apoyado en exceso sobre «hipótesis» y «futuribles que, por esencia debilitan la democracia y entorpecen la lucha contra el terrorismo».

Cierto es que el anunciado contacto entre ETA y representantes gubernamentales ha quedado pospuesto, si bien sólo después de que dicho diálogo fuera anunciado por el presidente del Gobierno como consecuencia de amenazas por parte de Batasuna, y a pesar del incumplimiento de los requisitos por él mismo impuestos, al no haber demostrado la banda su «clara voluntad de poner fin a la violencia», como exigía la resolución del Congreso.

Fueron esas amenazas de Batasuna las que llevaron a los dirigentes del PSE a mantener un contacto en el que el brazo político de ETA buscaba una victoria propagandística obtenida mediante una fotografía que le proporcionaba una legitimidad que políticos de un partido democrático le ofrecieron a pesar de la ausencia de pruebas que evidenciasen su más mínimo distanciamiento de la violencia. Es decir, las «hipótesis» y los «futuribles» continuaban debilitando la democracia y entorpeciendo la lucha contra el terrorismo, realidad también ineludible a pesar de la defensa del encuentro realizada por el gobierno y sobre cuyas negativas consecuencias alertó el respetado movimiento cívico ¡Basta Ya! al denunciar que «la celebración de esa reunión ya constituye un pago político a ETA porque reconoce a su brazo político como un partido tan legítimo como los verdaderos partidos democráticos que ellos han perseguido cruelmente todos estos años». Por ello, ¡Basta Ya! previno que «aceptar una negociación política con ETA puede llevar a perder una oportunidad histórica para derrotar a la banda definitivamente».

Del mismo modo, y también a pesar de la propaganda gubernamental en su defensa, es evidente que también debe calificarse como una preocupante y peligrosa concesión una mesa de partidos al margen de las instituciones como la que se pretende constituir. En este sentido, certero resultaba el análisis del filósofo Fernando Savater al advertir que «la mesa de partidos, sobre la cual se hará política, pero fuera de las instituciones y bajo la cual estará agazapada ETA... representa el más alto precio político que la democracia puede pagar al terrorismo» («El País», 27/01/2006). Por mucho que se intente disfrazar semejante iniciativa como un pragmático instrumento que en nada daña los principios democráticos contribuyendo en cambio a facilitar una supuesta transición de Batasuna hacia la democracia, la realidad indica todo lo contrario, pues dicha mesa sirve para reforzar la narrativa que del conflicto reproducen ETA y su entorno, facilitando además la coacción de una organización terrorista que todavía sigue activa. Al aceptarse esa mesa extraparlamentaria, de nuevo los «futuribles» y «las hipótesis» son reivindicados como justificación para decisiones políticas que aparentemente deberían generar positivos resultados -la supuesta integración de los radicales- pero que, sin embargo, siguen sin «vincularse con hechos precisos» -la existencia de una verdadera voluntad de aceptar las reglas de la democracia-. En cambio, es innegable que consolidaría un déficit democrático al aceptar que negociaciones políticas se realizaran sin la desaparición de una organización terrorista cuya mera declaración de cese de actividades violentas no constituye una prueba inequívoca de su voluntad de poner fin a su existencia, tal y como constantemente nos recuerda la propia banda. En consecuencia, el éxito de la coacción al conseguir ETA la formación de esta mesa, deslegitimando principios democráticos básicos, incentivaría la perpetuación de la amenaza durante la negociación.

Algo similar está ocurriendo con la ilegalización de Batasuna al presentarse desde algunos ámbitos su vuelta a la legalidad como un mera cuestión de procedimiento que se solventaría con una simple redacción de nuevos Estatutos. De esa manera se facilitaría que un partido político inextricablemente unido a ETA buscase una fórmula verbal que le permita volver a la legalidad a pesar de mantener el vínculo con la organización terrorista, burlando de ese modo la política antiterrorista que llevó a su ilegalización. Tal y como demostró el pacto legislativo suscrito en 1999 entre el PNV, EA y Euskal Herritarrok en el que el brazo político de ETA reiteraba su «apuesta inequívoca por las vías exclusivamente políticas y democráticas», los hechos y no las meras palabras, deben constituir la verdadera medida de su actitud respecto al terrorismo. En aquel entonces las palabras contradecían claramente los hechos, como ahora sigue ocurriendo.

Uno de los más dañinos episodios que se ha derivado de esa tendencia a sostener la política antiterrorista en «futuribles» e «hipótesis» sin una sólida «vinculación con hechos precisos» ha sido la revelación de que personas relacionadas con la lucha contra el terrorismo han podido colaborar con ETA advirtiendo a presuntos terroristas de una operación policial. Este hecho sin precedentes conduce al desprestigio de excelentes profesionales de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado que tantos sacrificios personales realizan en el desempeño de sus funciones y que tantos y tan decisivos éxitos han cosechado en la lucha contra ETA. Anteponer al juicio de los verdaderos profesionales de la seguridad un criterio político como el de «no dañar el proceso de paz» con el que se ha justificado tan gravísimo suceso, supone ignorar el cumplimiento de la ley aceptándose que determinados fines supuestamente loables exigen medios definitivamente ilegales. Semejante lógica sólo puede desacreditar al Estado y a sus instituciones a la vez que fortalece a los terroristas.

El análisis hasta aquí expuesto demuestra que una política antiterrorista basada en «futuribles» e «hipótesis», en la que los hechos objetivos son minusvalorados con el fin de moldear la verdadera realidad en torno a la organización terrorista, fomenta una estrategia repleta de trampas que, utilizando los términos del anterior Ministro del Interior, debilitan la democracia a la vez que entorpecen la lucha contra ETA. Por ello, frente a las constantes amenazas de la banda y de su entorno, razonable parecería una respuesta consistente en plantear a la organización terrorista el siguiente ultimátum: si ETA no demuestra de manera inequívoca esa clara voluntad de poner fin a la violencia que supuestamente existía y que habría llevado al presidente a dejar de consensuar la política antiterrorista con el principal partido de la oposición mediante un Pacto por las Libertades que no se ha reunido en dos años de legislatura, el Gobierno convocará dicho Pacto renunciando a una hipótesis, la voluntad de los terroristas de abandonar la violencia, que los hechos no han logrado demostrar. Puesto que el denominado «proceso de paz» ha surgido al presentarse desde algunos sectores como una certeza que ETA deseaba poner fin a sus actividades, parece necesario demostrar de manera inequívoca si la premisa de partida es falsa o verdadera con objeto de frenar la división de los principales partidos democráticos en torno a la política antiterrorista.

 

Rogelio Alonso (Profesor de Ciencia Política, Universidad Rey Juan Carlos).

ABC, 5 de octubre de 2006

 

Ante el final del terrorismo de ETA: lecciones y errores de la experiencia norirlandesa (fragmento)

El denominado “proceso de paz” norirlandés ha sido tomado como referente por numerosos políticos y periodistas en nuestro país que buscan su aplicación al ámbito vasco. Muchos de ellos asumen como premisa el final feliz del mismo al entender que ha garantizado el final del terrorismo del IRA así como su desarme. Por ello sugieren que el proceso que se inicia con el alto el fuego de ETA exigirá un pragmatismo como el que han mostrado dirigentes británicos e irlandeses.

Sin embargo, la interpretación que muchos de estos observadores realizan del proceso norirlandés ignora que tanto el Gobierno británico como el irlandés han permitido que el terrorismo extrajera réditos políticos. Otros se sirven precisamente de esa realidad para anticipar y justificar que el gobierno español lleve a cabo concesiones en aras de un supuesta practicidad necesaria para solucionar el conflicto vasco. Por ello esa insistencia en el modelo norirlandés hace temer que éste se convierta en coartada para legitimar lo que podría llegar a ser una contraproducente política antiterrorista en relación con ETA si el paralelismo entre uno y otro proceso se sigue estableciendo sin el rigor debido.

En primer lugar debe cuestionarse la generalizada asunción del “final feliz” del proceso norirlandés. La enorme polarización política y social existente hoy en Irlanda del Norte, donde el Gobierno autonómico continúa suspendido desde el otoño de 2002 y en donde la segregación geográfica entre comunidades no ha dejado de crecer, arroja serias dudas sobre una valoración del proceso norirlandés. Es muy convincente atribuir estas consecuencias a una equivocada gestión del proceso posterior al alto el fuego del IRA, sentando un precedente que debería evitarse en nuestro país. En contra de quienes ensalzan el pragmatismo de Tony Blair o Bertie Ahern, primeros ministros del Reino Unido e Irlanda, sus propios pronunciamientos públicos exponen cómo el terrorismo ha conseguido recuperar parcialmente por la vía política lo que perdió policialmente. En enero de 2005 Ahern reconocía en el parlamento irlandés que en su intento por integrar al Sinn Fein en el sistema había ignorado las actividades delictivas en las que el IRA venía viéndose involucrado. Un año antes Blair afirmaba que no debía tolerarse una situación en la que representantes de la voluntad popular se vieran obligados a compartir el gobierno de Irlanda del Norte con un partido como el Sinn Fein asociado a un grupo terrorista todavía activo, esto es, el IRA. El aparente ultimátum del primer ministro británico había sido planteado ya varios años atrás, como se refleja en un discurso pronunciado en octubre de 2002 en el que también exigió “el final de la tolerancia de actividades paramilitares”, así como una “misma ley para todos que se aplique a todos por igual”. Aunque seguidamente aseguró que a partir de ese momento “un crimen es un crimen”, el paso del tiempo demostró que los crímenes del IRA recibían diferente consideración.

La impunidad política, jurídica, e incluso moral, que se desprende de semejante actitud no ha garantizado la ansiada desaparición de la organización terrorista, beneficiando por el contrario los objetivos propagandísticos de su entorno al favorecer la legitimación de quienes han sido capaces así de condicionar el sistema político, debilitando por ello la autoridad constitucional. Estas concesiones fueron criticadas por los representantes de la comunidad unionista durante años, siendo dichas reclamaciones ignoradas una y otra vez por los gobiernos británico e irlandés al entender que el fortalecimiento político del Sinn Fein aseguraba la continuidad del alto el fuego del IRA. Con ese contradictorio comportamiento, que sigue manteniéndose en gran medida, se transmitía a la opinión pública un nocivo mensaje: el Sinn Fein puede condicionar la normalización política a pesar de incumplir las reglas del juego democrático. Este comportamiento ha contribuido a fortalecer electoralmente al Sinn Fein al tiempo que ha debilitado a los partidos que hasta las últimas elecciones habían contado con el respaldo mayoritario del electorado nacionalista y unionista, esto es, el SDLP (Social Democratic and Labour Party) y el UUP (Ulster Unionist Party). Todo ello mientras el movimiento republicano, integrado por el Sinn Fein y el IRA, se convertía en “uno de los más sofisticados grupos criminales del mundo”, como ha reconocido Ian Pearson, ministro del Ministerio para Irlanda del Norte (NIO, Northern Ireland Office).

Las actividades criminales del IRA no se limitan a actividades mafiosas. A menudo se minimiza la gravedad de semejantes delitos mediante una ventajosa comparación con la renuncia del IRA a su campaña de asesinatos sistemáticos. Sin embargo, los sucesivos informes elaborados por la comisión encargada de supervisar el estado del alto el fuego de los grupos terroristas norirlandeses (IMC, Independent Monitoring Commission) confirman que el IRA continúa financiándose y recabando inteligencia, poniendo sus actividades ilegales al servicio de la estrategia política del Sinn Fein. Así pues, el Sinn Fein ha optado por las vías políticas pero sin renunciar a la contribución de las actividades ilegales del IRA. Es por ello por lo que la eficacia de la lucha antiterrorista debe evaluarse no sólo en función de la disminución de la violencia como consecuencia de razonamientos tácticos de la organización terrorista ante su debilidad y declive de su ciclo vital, sino teniendo en cuenta además la capacidad de coacción y control que su brazo político, y por tanto la propia banda, pueden llegar a ejercer sobre las instituciones políticas y la sociedad si reciben un respaldo y una legitimación tan innecesarios como perjudiciales para los intereses estatales.

Las palabras de los grupos terroristas pueden interpretarse de modos diversos en función de los deseos de quienes interpretan esos gestos. Por ello, más allá de la mera retórica lo que verdaderamente debe exigírsele a la organización terrorista son hechos objetivos que demuestren de forma inequívoca su absoluta desaparición y disolución. Así lo aconseja la experiencia norirlandesa donde constantemente, a lo largo de más de diez años, los prometedores y sucesivos anuncios del IRA han sido calificados como históricos a pesar de que todavía hoy este grupo terrorista se mantiene activo. Cierto es que el IRA ha renunciado a su campaña de asesinatos sistemáticos como consecuencia de los elevados costes políticos y humanos que los mismos generan. Sin embargo, y tal y como ha destacado la comisión encargada de supervisar el estado del alto el fuego de los grupos terroristas norirlandeses, el IRA “se ha adaptado a los nuevos tiempos”. De ese modo, como se ha señalado, el IRA continúa financiándose y recopilando inteligencia mediante actividades ilegales que pone al servicio de la estrategia política del Sinn Fein, todo ello con la autorización de líderes que dirigen simultáneamente una y otra formación.

Éste es el motivo por el que la declaración del pasado mes de julio en la que el IRA anunciaba el final de su “lucha armada” era en gran medida redundante a pesar de que todavía hoy es utilizada en nuestro país para respaldar la conclusión de un supuesto “final feliz” del proceso norirlandés que no se corresponde con la realidad. El anuncio del IRA fue ensalzado casi unánimemente, ignorándose que la organización terrorista había abandonado años antes su denominada “lucha armada” consciente de la ineficacia de la misma después de treinta años de asesinar sin conseguir sus objetivos. Sin embargo, los responsables del IRA no renunciaron, ni antes ni después, a mantener presente al grupo terrorista como elemento de presión con el que coaccionar a la sociedad y a los políticos, prometiendo por un lado su desaparición pero condicionándola a que el Sinn Fein recibiera concesiones políticas. Esta estrategia ha dado lugar a numerosos engaños, incurriendo los primeros ministros de Gran Bretaña e Irlanda en una contraproducente indulgencia hacia el brazo político de la organización terrorista. No sería extraño que ETA y Batasuna persiguieran un escenario semejante, de ahí la necesidad de mantener desde el Gobierno exigencias firmes como el desarme y la disolución total de la banda, reclamaciones que deberían satisfacerse y verificarse rigurosamente antes de considerar cualquier diálogo sobre los presos y otras cuestiones políticas como la vuelta a la legalidad de Batasuna.

Cierto es que ETA continúa siendo capaz de emplear de nuevo el asesinato, si bien la banda también parece consciente de los elevados costes políticos y humanos que provocaría para su organización y el entorno de la misma. Es por ello por lo que la presión sobre ETA y su entramado, incluido el brazo político de la misma, sigue representando el factor más valioso para garantizar la eventual erradicación del terrorismo. Así pues, el alto el fuego de la organización terrorista no debe ser recompensado con la legalización de Batasuna.

Siguiendo el modelo norirlandés se aprecia cómo algunos sectores apuestan por interpretar como muestras inequívocas de la voluntad de ETA de poner fin a la violencia gestos aparentemente esperanzadores aunque estos no equivalgan a la mencionada desaparición y desarme de la banda. Se argumenta en defensa de este punto de vista que no resulta realista exigir de ETA semejantes obligaciones. Como consecuencia de esta lógica se libera a la banda de la presión que debería recaer sobre ella, trasfiriéndose la responsabilidad por el mantenimiento del alto el fuego a políticos y ciudadanos que se ven así coaccionados para aceptar condiciones que no son plenamente democráticas. Como el ejemplo del IRA confirma, la mera existencia de una organización terrorista constituye un factor de coacción que jamás debería ser tolerado como aceptable.

Tres fueron los gestos de desarme en Irlanda del Norte que precedieron al último acontecido en septiembre de 2005. Ninguno de ellos se realizó de un modo que permitiera, tal y como se requería, que el desarme fuera verdaderamente eficaz. En esa última ocasión, un religioso protestante y otro católico presenciaron el desarme, sin que se hiciera público un inventario de las armas o fotografías de éstas. Dichos religiosos no eran aquellos que los unionistas habían propuesto, sino otros que sustituyeron a los que el IRA había rechazado. El recambio católico era particularmente desafortunado, al tratarse del padre Alec Reid. Esta figura, presentada en Irlanda del Norte y el País Vasco como un generoso pacificador, carece de la confianza necesaria entre la comunidad unionista al haber sido su objetivo durante años la constitución de un frente pan nacionalista en el que los partidos nacionalistas no violentos se coaligaran con quienes han defendido el terrorismo. De ese modo, ha insistido Reid, el grupo terrorista cesaría en su violencia, ahora bien, a cambio de una peligrosa legitimación que haría que la debilidad de dicha organización y de su brazo político se transformara en fortaleza. Lógico es por tanto que el unionismo desconfíe de quien ha defendido para el IRA algo que también parece propugnar para ETA, es decir, que las organizaciones terroristas obtengan, una vez cesen sus campañas, aquello que no pudieron conseguir a causa de las mismas, pero que en ese escenario lograrían precisamente como consecuencia de su terrorismo. En otras palabras, mediante tan sutil mecanismo de coacción y manipulación el terrorismo resultaría finalmente eficaz a pesar de la presentación pública de lo contrario.

En ese contexto, la excarcelación anticipada de los presos pertenecientes a organizaciones terroristas se ha revelado como ineficaz, alimentando una lógica conducente a la peligrosa legitimación de la violencia al favorecer una narrativa del conflicto basada en la difusión de responsabilidad de quienes utilizaron el terrorismo. Esta dinámica ha derivado en una indulgencia que ha fortalecido a aquellos que practicaron el terrorismo: los presos han dejado de serlo pese a que las organizaciones terroristas continúan existiendo y extorsionando. Al mismo tiempo las víctimas, que siguen reclamando justicia y reparación, son presentadas como un mal necesario e inevitable, adquiriendo las injusticias cometidas sobre ellas justificación y sentido. Se prostituye así su memoria ignorándose que la mayoría de la sociedad jamás recurrió al terrorismo a pesar de sufrirlo, desincentivándose por tanto el respeto a los valores democráticos. La excarcelación subestimaba cómo estos factores afectan decisivamente la esfera política. Sin embargo la situación actual en Irlanda del Norte, caracterizada por la parálisis institucional y una profunda polarización política y social, demuestra que una democracia no puede funcionar con semejante déficit. Un rasgo diferencial agravaría para el caso vasco las consecuencias de una impunidad similar, pues la violencia etarra no ha sido contrarestada con terrorismo de reacción, habiendo respondido la sociedad civil con un pacifismo que sería totalmente despreciado. De ese modo determinados individuos encontrarían en el incumplimiento de la ley un estímulo para la trasgresión y el recurso a la violencia, pudiendo favorecer también la represalia violenta de algunos ciudadanos ante la injusta inmunidad de quienes han infringido las normas del Estado de Derecho.

Nota: Éste es un fragmento del artículo publicado por el profesor Rogelio Alonso en la página web del Real Instituto Elcano. El artículo completo puede consultarse en la siguiente dirección:

http://www.realinstitutoelcano.org/analisis/967.asp

Irlanda, ¿un modelo?

Algunos tienden a liberar a ETA de la responsabilidad en el mantenimiento del alto el fuego, transfiriéndola a políticos y ciudadanos, resultando coaccionados para aceptar condiciones no democráticas, como tolerar que una organización ilegal continúe existiendo manteniéndose inextricablemente unida a una formación política, que se beneficia de esa asociación.

Tony Blair y Bertie Ahern, primeros ministros del Reino Unido e Irlanda, han vuelto a imponer otro ultimátum en el denominado ’proceso de paz’ norirlandés. Desde la firma del Acuerdo de Viernes Santo en abril de 1998 el proceso de normalización política que debía inaugurarse se ha visto constantemente alterado por el incumplimiento de numerosos plazos. Hoy, el paso del tiempo aporta una útil perspectiva para evaluar las consecuencias de dicha actitud y sus posibles efectos en nuestro propio ámbito ante los frecuentes paralelismos que se establecen entre el final del terrorismo del IRA y ETA.

Los niveles de violencia han descendido considerablemente en la región, si bien las estadísticas de la Policía norirlandesa revelan que a lo largo del pasado año seis fueron las personas que perdieron la vida al ser asesinadas por alguna de las organizaciones terroristas que todavía siguen activas. Cuatro fueron los asesinatos cometidos entre 2004 y 2005. Se observa pues que las organizaciones terroristas, entre ellas el IRA, han transformado sus campañas tradicionales de violencia sin desaparecer de la escena política. Este es uno de los motivos que explica la negativa del reverendo unionista Ian Paisley, dirigente del partido más votado en Irlanda del Norte, el DUP (Democratic Unionist Party), a formar gobierno con el Sinn Fein de Gerry Adams, brazo político del IRA. Los últimos acontecimientos políticos han servido para responsabilizar a Paisley del bloqueo institucional ignorándose la decisiva responsabilidad del Sinn Fein y del IRA en esta cuestión y la incoherencia de la política británica e irlandesa al respecto. Así lo ponen de manifiesto varias fuentes; por un lado sucesivos pronunciamientos públicos de los primeros ministros del Reino Unido e Irlanda y, por otro, los informes que periódicamente emite la comisión encargada de supervisar el estado del alto el fuego de los grupos terroristas norirlandeses.

En enero de 2005 Ahern reconocía en el Parlamento irlandés que al intentar integrar al Sinn Fein en el sistema había ignorado las actividades delictivas en las que el IRA estaba involucrado. Meses antes Blair afirmaba que no debía tolerarse una situación en la que representantes de la voluntad popular se vieran obligados a compartir el Gobierno de Irlanda del Norte con un partido como el Sinn Fein asociado a un grupo terrorista todavía activo, esto es, el IRA. El aparente ultimátum del primer ministro británico había sido planteado ya varios años atrás, como se refleja en un discurso pronunciado en octubre de 2002 en el que también exigió «el final de la tolerancia de actividades paramilitares», así como una «misma ley para todos que se aplique a todos por igual». Aunque seguidamente aseguró que a partir de ese momento «un crimen es un crimen», el paso del tiempo demostró que los crímenes del IRA recibían diferente consideración. Especialmente significativo resultaba que Blair admitiera entonces que los unionistas no formaran gobierno con una formación con la que los principales partidos en la República de Irlanda tampoco gobernarían mientras el IRA siguiera activo, como revelaba la siguiente declaración del premier británico: «Ante una pregunta tan clara como la siguiente: ¿por qué el Gobierno irlandés no aceptará al Sinn Fein en el gobierno del sur [de la República de Irlanda] hasta que el IRA detenga sus actividades mientras que los unionistas sí deben aceptar al Sinn Fein en el Gobierno de Irlanda del Norte?, hay respuestas muy sofisticadas. Sin embargo no hay respuesta más sencilla, reveladora y directa que la propia pregunta». Así articulaba Blair la incoherencia de una política que ha favorecido a un partido como el Sinn Fein a pesar de las actividades de una organización terrorista como el IRA directamente vinculada al mismo.

La actual presión sobre los unionistas para formar gobierno se justifica con un supuesto cambio del contexto, indicándose que el IRA ha declarado el final de su ’lucha armada’ y que se ha desarmado. Cierto es que el IRA ha renunciado a su campaña de asesinatos sistemáticos como consecuencia de los elevados costes políticos y humanos que los mismos generan. Sin embargo, y tal y como ha destacado la comisión encargada de supervisar el estado del alto el fuego de los grupos terroristas, el IRA no ha desaparecido, sino que «se ha adaptado a los nuevos tiempos», pues continúa financiándose y recopilando inteligencia mediante actividades ilegales que pone al servicio de la estrategia política del Sinn Fein, todo ello con la autorización de líderes que dirigen simultáneamente una y otra formación. Por esta razón la declaración del pasado mes de julio en la que el IRA anunciaba el final de su ’lucha armada’ era en gran medida redundante a pesar de que todavía hoy es utilizada en nuestro país para respaldar la conclusión de un supuesto ’final feliz’ del proceso norirlandés que no se corresponde con la realidad. El anuncio del IRA fue ensalzado casi unánimemente ignorándose que la organización terrorista había abandonado años antes su denominada ’lucha armada’ consciente de la ineficacia de la misma después de treinta años de asesinar sin conseguir sus objetivos. En cambio, los responsables del IRA no renunciaron, ni antes ni después, a mantener presente al grupo terrorista como elemento de presión y coacción sobre sociedad y políticos prometiendo por un lado su desaparición, pero condicionándola a que el Sinn Fein recibiera concesiones políticas.

La valoración que el ministro británico para Irlanda del Norte hizo de uno de los últimos informes elaborados por la comisión que supervisa el alto el fuego del IRA revela los peligros que entraña para nuestra democracia replicar un modelo como éste, tan atractivo para ETA y Batasuna. En opinión de Peter Hain, el informe demostraba «que el IRA se está moviendo en la buena dirección» al no haber «asesinatos» ni «robos de bancos». Esa sustancial mejora debe ser cuestionada si se enmarca correctamente, estimándose la influencia que sobre el sistema político y la democracia tienen actos criminales como los descritos. Más de diez años después del alto el fuego del IRA el Gobierno británico ha acomodado su sistema democrático con objeto de que las actividades ilegales de una organización terrorista sean valoradas como aceptables siempre y cuando no rebasen un umbral, el asesinato, que de todos modos los terroristas no consideran oportuno traspasar en un nuevo contexto nacional e internacional desfavorable para ello. Véase asimismo cómo de manera totalmente contradictoria con los principios fijados por la propia comisión como guía de su actuación, su informe apoyaba además la finalización de las sanciones económicas sobre el Sinn Fein impuestas tras diversos incidentes que demostraban la estrecha implicación del partido político con la organización terrorista. Así pues, tras una suerte de periodo de descontaminación, y aún a sabiendas de la existencia de semejantes vínculos, se aceptaba renunciar a la referida penalización. De ese modo se desincentivaba al brazo político a separarse de la organización terrorista manteniéndose una dinámica ya habitual a lo largo de los últimos años. Esta comisión sustenta su trabajo en unos principios democráticos básicos, entre ellos el que destaca como inaceptable que un partido político, y particularmente sus líderes, expresen su compromiso con la democracia y la ley mientras su actitud demuestra lo contrario. Considera además que los partidos políticos no deben beneficiarse de su asociación con actividades ilegales. Sin embargo, la comisión reconocía que el IRA seguía activo realizando actividades criminales que, autorizadas por sus líderes, servían a la estrategia política del Sinn Fein, exponiendo por tanto la contraproducente incoherencia que se deriva de ignorar los efectos de la asociación entre el grupo terrorista y sus representantes políticos.

Siguiendo el modelo norirlandés, algunos sectores apuestan por interpretar como muestras inequívocas de la voluntad de ETA de poner fin a la violencia gestos aparentemente esperanzadores, aunque estos no equivalgan a la desaparición de la banda. Se tiende así a liberar a la banda de la presión que debería recaer sobre ella trasfiriéndose la responsabilidad por el mantenimiento del alto el fuego a políticos y ciudadanos que pueden verse coaccionados para aceptar condiciones que no son plenamente democráticas. En absoluto puede serlo tolerar que una organización ilegal continúe existiendo, manteniéndose inextricablemente unida a una formación política, a pesar de las declaraciones formales de sus dirigentes en las que respaldan procesos democráticos que se ven en contradicción con sus comportamientos antidemocráticos al beneficiarse de su asociación con dicha presencia.

(Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos)

EL DIARIO VASCO, 17/4/2006

ETA y la salida del terrorismo

Cuando se pide al Gobierno que facilite a los seguidores de ETA "una interpretación políticamente creíble y soportable" del final de la violencia se ignora que ya existe un sólido argumento que cumple esa función y que ha sido válido para otros militantes particularmente sanguinarios: su derrota.

 



En unos momentos de gran debilidad de ETA se ha intensificado el debate sobre cómo puede llegar el final de este grupo. No es ésta una cuestión menor, pues se corre el riesgo de desaprovechar la histórica oportunidad de erradicar el terrorismo etarra si la gestión de este proceso fuera equivocada. Así lo ponen de relieve las reacciones a la propuesta de Batasuna. Días antes de su anuncio, tres socialistas guipuzcoanos, entre ellos, Odón Elorza, alcalde de San Sebastián, exigían al presidente Zapatero "valentía" y "asumir algún riesgo para ganar la libertad". Lo hacían antes de hacerse pública una propuesta que, con la falsa apariencia de un nuevo lenguaje pero sin desmarcarse realmente de ETA, pretendía reparar la deteriorada imagen de una marginada Batasuna mediante engañosas expectativas. Precisamente por ello estos socialistas favorecían en cierta medida los intereses del brazo político de la organización terrorista, como sugería la acertada valoración que de la propuesta abertzale hacía el presidente del Senado, Javier Rojo: "Nos tratan de confundir, engañar y mentir y ante eso debemos seguir haciendo lo que hacemos, defender el Estado de Derecho, el ordenamiento jurídico en los términos en los que lo planteamos y la unidad de acción de los demócratas". La prolongada experiencia de la lucha antiterrorista en nuestro país demuestra que ésta ha alcanzado su mayor eficacia cuando se ha basado en el consenso de las principales fuerzas democráticas. De ahí el peligro de caer en la trampa que Batasuna y ETA plantean como salida a su profundo aislamiento a unos meses de unas elecciones autonómicas en las que aventuran un agravamiento de su situación. Por ello resultan dañinas peticiones como las de los socialistas guipuzcoanos basadas en la fe en ETA más que en un riguroso análisis de sus dinámicas internas.

No es la suya una visión aislada. Recientemente un grupo de profesores de la Universidad del País Vasco lanzaba en un artículo propuestas que de ser aceptadas resultarían contraproducentes para la pacificación. En su opinión, "sería deseable que el conjunto de quienes corresponda hiciesen algo a partir de lo cual ETA pueda plantear un discurso en el que otorgue sentido tanto a su pasado como al cese de su actividad". En contra de lo que indicaban, difícilmente contribuiría al final de ETA la legitimación de su violencia que sugerían adoptando una retórica propia de organizaciones terroristas o de partidos afines a éstas al recurrir a mecanismos de difusión de responsabilidad y transferencia de culpa con los que el terrorismo busca su justificación. Los profesores transferían a gobierno y partidos democráticos la responsabilidad por el final de ETA exigiéndoles nada más y nada menos que faciliten un discurso que dé sentido a la existencia de un grupo responsable de la muerte de cientos de seres humanos. Ello equivale a establecer que todos esos asesinatos, que la intimidación de miles de personas y su terrible sufrimiento han sido absolutamente necesarios y, por tanto, útiles. Semejante planteamiento es inadmisible moralmente sin que tampoco deba aceptarse en virtud del pragmatismo que reivindicaban preciso a cambio del cese de ETA, pues tan perversa lógica supone asumir como eficaz el terrorismo alentando por ello su perpetuación o su repetición en el futuro.

Esta actitud subyace también en un texto remitido al Parlamento vasco por los tres partidos en los que se sustenta el Gobierno autónomo, esto es, PNV, EA e IU. En un documento sin mención alguna a ETA reconocen que "no existe conciencia social suficiente del sufrimiento de las víctimas" y que éstas "tienen un papel importante en la reconciliación", proceso que entienden no debe plantearse "en términos de victoria y derrota". Al mismo tiempo señalan que las víctimas demandan "justicia, una restitución y reparación global, y la recuperación de la memoria". Sin embargo, estos últimos objetivos sólo pueden alcanzarse si la reconciliación se acomete en esos "términos de victoria y derrota" que estos partidos rechazan. Durante años muchos teóricos de la resolución de conflictos han errado al propugnar que el final de procesos violentos exigía la aceptación de una suerte de empate entre los actores involucrados y que ciertas exigencias a los terroristas no resultaban realistas. La asimilación de esta fórmula en el ámbito vasco equivale a renunciar a la justicia que la verdadera paz demanda y a legitimar el terrorismo etarra, dificultando por ello su definitiva desaparición, la cual exige por el contrario que se enfatice la victoria de las instituciones democráticas y de la sociedad civil frente al terror.

Quienes sostienen que esta contundencia dificulta los procesos de cuestionamiento de la violencia y el abandono de la misma ignoran que la evidencia demuestra precisamente lo contrario. La carta de seis presos etarras criticando la "lucha armada" de ETA constituye una inapelable admisión del fracaso de esta banda, conclusión a la que estos activistas han llegado como resultado del triunfo de eficaces medidas antiterroristas, pues, como ellos mismos reconocen, su "estrategia político-militar ha sido superada por la represión del enemigo". Por tanto, la racionalización que precede a la renuncia a la violencia es clara: el aumento de los costes y la disminución de los beneficios que se deriva del terrorismo desincentiva su utilización. Así ha quedado demostrado también en el caso del IRA, que ha desechado el terrorismo a pesar de no haber conseguido sus aspiraciones, constituyendo por ello un importante referente para gestionar el final de ETA.

Es significativo que los argumentos con los que a mediados de los años ochenta algunos miembros del IRA defendieron la ineficacia de su violencia fueron desprestigiados por el liderazgo a pesar de no diferir sustancialmente de los que esos mismos líderes, entre ellos Gerry Adams y Martin McGuinness, utilizaron más adelante para justificar el alto el fuego. La supresión de la disidencia se ha dado también en ETA, de ahí la utilidad de examinar cómo el IRA se sirvió de la continuidad del terrorismo para ejercer una presión con la que ciertos líderes fortalecieron sus posiciones. Por ello, cuando se pide un "Gerry Adams para el País Vasco" conviene tener presente que su falta de valentía política y humana fue precisamente la que impidió la interrupción del terrorismo mucho antes.

Como confiesan antiguos integrantes del IRA, desde mediados de la década de los ochenta destacados responsables del grupo dejaron de contemplar como posible la victoria. La consecuencia lógica tras alcanzar ese convencimiento era la interrupción del terrorismo o el abandono de la organización si ésta no adoptaba semejante decisión. Sin embargo, esos líderes no sólo continuaron al frente del IRA, sino que además se sirvieron de sus posiciones de autoridad para aislar a quienes planteaban la necesidad de detener la violencia. Al mismo tiempo mantuvieron el terrorismo como instrumento de presión para exigir al nacionalismo democrático y al Gobierno apoyos a cambio de la renuncia a la violencia. Se complementaba esto con un lenguaje como el que Batasuna y ETA emplean ahora prometiendo "explorar nuevas vías" y que también ha seducido a los socialistas guipuzcoanos citados. Finalmente el rechazo de dicho chantaje y las medidas coactivas gubernamentales aceleraron el deterioro del IRA que desembocó en el cese de la violencia, contradiciendo a quienes manifiestan que el Pacto Antiterrorista y la ilegalización de Batasuna retrasan el final de ETA.

Hay quienes se dejan seducir por las promesas de Batasuna aduciendo que el fracaso es difícil de afrontar a un nivel tanto individual como grupal y que por ello ETA requiere facilidades. Sin embargo el alto el fuego del IRA en condiciones que en absoluto "otorgan sentido a su pasado" y la admisión de numerosos activistas de que tantas muertes y años en prisión no merecieron la pena, demuestran que la salida del terrorismo es posible a pesar de la frustración que esta decisión genera en circunstancias como las descritas. Cuando se pide al Gobierno que facilite a los seguidores de ETA "una interpretación políticamente creíble y soportable" del final de la violencia, como hacían los profesores mencionados, se ignora que ya existe un sólido argumento que cumple esa función y que ha sido válido para otros militantes particularmente sanguinarios: su derrota. Lo ha sido además sin la victoria política que la legitimación de sus acciones pasadas supondría si obtuvieran concesiones como las que algunos reclaman.


Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos.

Rogelio Alonso, EL PAÍS, 19/11/2004