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Foro El Salvador

Análisis de Rogelio Alonso

Enemigos de la paz

La paz y la resolución del conflicto exigen la derrota política de ETA, lo que obliga a impedir que la organización terrorista y su entorno obtengan la legitimación que pretenden mediante una narrativa del conflicto y de sus supuestos métodos de resolución que algunos sectores de opinión aceptan de manera acrítica.

 



ETA, al igual que otros grupos terroristas, recurre constantemente a un lenguaje con el que, con claros fines propagandísticos, pretende transformar y elevar su imagen. De ese modo intenta construir una “guerra de fantasía” en la que sus activistas aparecen como combatientes de una contienda en la que el único terrorismo practicado sería el del Estado. Mediante una retórica que persigue revestir sus crímenes de respetabilidad y legitimidad, la organización terrorista se arroga la representación de todo un pueblo con el fin de justificar una violencia obviamente anti democrática. De ahí que sus comunicados y documentos internos estén repletos de una terminología conducente a interpretar sus asesinatos no como la elección libre y deliberada de quienes los cometen, sino como una inevitable imposición que se derivaría del denominado “conflicto”. Así ETA declara responder a las constantes “ofensas” al pueblo vasco y a la “situación de opresión de Euskal Herria”, asesinando y amenazando, pero también intentando contrastar su crueldad con una aparente compasión, como cuando dice desear la paz o cuando advertía que golpearía “de lleno” a la industria turística española sin poder “garantizar que quien se meta en una zona de guerra no resulte dañado”. De acuerdo con esa visión del mundo la responsabilidad de la violencia no recae sobre la organización terrorista, sino sobre otros actores, tal y como han venido explicando los comunicados de ETA y de sus representantes políticos. No es extraño que éste haya sido el discurso dominante por parte de la banda y de su entorno. Más preocupante resulta que los medios de comunicación lleguen a verse seducidos por un lenguaje que también persigue deformar la realidad sirviendo en última instancia a los intereses de la organización terrorista.

Ha sido habitual para quienes perpetran actos de terrorismo recurrir al lenguaje con el objeto de construir aparatos de justificación de su violencia sirviéndose para ello de medios de comunicación y de discursos políticos. Con esa finalidad no es extraño que términos como la paz y el diálogo se utilicen con gran profusión y con una intencionalidad muy determinada, volviéndose a veces contrarios a su significado natural y constituyéndose a menudo en instrumentos de propaganda que son manipulados por organizaciones y dirigentes terroristas en la búsqueda de esa legitimidad de la que generalmente carecen. Los fenómenos terroristas nacionalistas que han tenido lugar en Irlanda del Norte y el País Vasco ofrecen abundantes muestras de esta instrumentalización. Numerosos han sido los esfuerzos que el IRA, el principal grupo terrorista norirlandés, y su brazo político, el Sinn Féin, han llevado a cabo con el fin de desprenderse de la negativa imagen que su violencia les confería. Para ello conceptos como la paz y el diálogo han sido ampliamente tergiversados, siendo ejemplar en este sentido el papel del más importante de los líderes de la citada organización terrorista, esto es, Gerry Adams. A lo largo del llamado “proceso de paz” en Irlanda del Norte, muchos han sido los medios de comunicación que consciente o inconscientemente han ayudado al denominado movimiento republicano irlandés, compuesto por el Sinn Féin y el IRA, a instrumentalizar los citados términos en beneficio de quienes han hecho un uso sistemático y deliberado de la violencia durante décadas.

Sirva de ejemplo la entrevista a Gerry Adams publicada por la revista irlandesa VIP Magazine en su número 39 de septiembre de 2002. En la portada de un medio de comunicación de estilo y finalidad muy similar a la conocida revista Hola, Adams ocupaba una preeminente posición, siendo su fotografía central considerablemente superior a las otras tres que aparecían en cada una de las esquinas y que correspondían a un célebre presentador de televisión, a una familia de aristócratas y a una modelo. El risueño retrato del dirigente terrorista daba paso a una “exclusiva mundial” en páginas interiores consistente en una amplia entrevista realizada por Mary Johnston. En ella la periodista no mencionaba ni una sola vez al grupo terrorista IRA, al frente del cual ha permanecido Adams desde la primera mitad de la década de los setenta. En cambio, la nefasta entrevistadora prefería plantearle al hombre responsable de la muerte de decenas de seres humanos cuestiones como qué es lo que le hace reír y llorar. El periodista Fintan O’Toole resumió con precisión el efecto de semejante manipulación al señalar que la entrevista poseía una clara intencionalidad política, pretendiendo contribuir a la reconstrucción de la imagen pública de Adams, para lo cual se decidió pasar por alto descaradamente su sangriento pasado (The Sunday Times, 23 de febrero de 2003). Lamentablemente la citada revista servía los intereses del presidente de un partido que fue incapaz de atraerse el respaldo de la población irlandesa, ni en el sur ni en el norte de la isla de Irlanda, mientras el IRA asesinaba indiscriminadamente. Es útil recordar que el propio Adams reconoció durante la década de los ochenta que “en el Sur el Sinn Fein es tratado como un paria por los líderes de todos los demás partidos políticos”. Por ello los republicanos han insistido en identificar al IRA y al Sinn Fein con la búsqueda de la paz con la esperanza de que semejante presentación contribuiría a ocultar sus verdaderas intenciones durante décadas y una realidad insoslayable: quienes ahora se identifican como pacifistas y dialogantes son precisamente quienes han negado a lo largo de muchos años tan nobles métodos al recurrir a la violencia con el objeto de imponer sus objetivos políticos sobre la mayoría de la población irlandesa.

En nuestro propio país tenemos también muestras de ese ensalzamiento y transformación del líder terrorista realizados desde la ausencia de rigor político, histórico y periodístico, como se aprecia en algunas de las entrevistas a Adams publicadas recientemente. En una de ellas (El País, 16 de enero de 2005), el periodista definía a Adams del siguiente modo: “Ninguna otra persona ha estado más entregada a la tarea de alcanzar la paz mediante el diálogo”. El mismo periodista, John Carlin, en otra amplia entrevista al dirigente terrorista (El País, 2 de abril de 2006), indicaba lo siguiente: “Ya se detectó la tendencia pacifista de Adams en 1979, cuando, tras haber pasado casi cinco años en una cárcel británica, sorprendió a sus propios correligionarios al poner sobre la mesa que había llegado la hora de complementar la lucha armada –o lo que otros llamaban terrorismo- con la política-”. Curioso y falso “pacifismo” el de Adams que optó por “complementar” el terrorismo con la política consciente de la necesidad de reforzar la violencia del grupo terrorista por él dirigido con un mayor desarrollo de su brazo político. Evidentemente es totalmente incierto que Adams haya estado entregado a “la tarea de alcanzar la paz mediante el diálogo” manteniéndose al frente de una organización terrorista que todavía hoy sigue activa. Como se desprendía de tan peculiar entrevista, Adams “el pacifista” no abandonó el terrorismo, sino que lo “complementó” con la actividad política buscando una mayor eficacia del movimiento terrorista que lideraba.

Adams es presentado como un “estadista” de prestigio internacional que incluso habría tenido “una participación mucho más activa, y a mucho más alto nivel de lo que se ha sabido hasta ahora en el intento de hallar una solución pacífica al conflicto vasco” (El País, 2 de abril de 2006). Exagerada reivindicación sin duda, tal y como demuestra la propia entrevista en la que no se aporta ni una sola prueba que permita atribuir semejante actuación al dirigente del IRA y del Sinn Fein. Mientras en dicha entrevista casi se incitaba al lector a mostrar gratitud a Adams por el reciente alto el fuego de la organización terrorista ETA, la realidad mostraba un escenario diferente. Cierto es que el IRA ha abandonado sus asesinatos sistemáticos, pero no sus actividades de financiación y recopilación de inteligencia que ahora, como reconocen las fuerzas de seguridad, utiliza para su estrategia política dirigida por el Sinn Fein. Por lo tanto, el Sinn Fein ha optado por las vías políticas, pero sin renunciar a la contribución de las actividades ilegales del IRA, que continúa al servicio del partido político garantizándole beneficios mediante la promesa de una desaparición de la banda que nunca llega, al ser dicho objetivo la fuente de concesiones hacia quienes supuestamente habrían de conseguirlo. Es decir, las vías políticas emprendidas no son en absoluto democráticas, al operar el partido político con el apoyo criminal, logístico y financiero de una organización ilegal, propiciando un escenario que seduce a ETA y a Batasuna.

Junto a Adams, otro personaje involucrado en el proceso norirlandés ha recibido un amable tratamiento de su figura. Alec Reid, plenamente identificado con los intereses nacionalistas en Irlanda del Norte y el País Vasco, ha sido presentado por numerosos medios como un generoso pacificador. El dominical británico The Observer lo describía el pasado 19 de marzo como “una figura clave en los esfuerzos por impedir que el proceso de paz colapse” en el País Vasco. Debe destacarse que en la información del periódico británico en ningún momento se utilizaban términos como terrorismo o terrorista para referirse a la situación en la región o a la organización terrorista ETA. En cambio se hablaba de “las esperanzas de alcanzar el final de cuatro décadas de guerra de guerrillas”, a pesar de que “los militantes vascos todavía desean un estado separado”. El comienzo del artículo remitía a la huelga general convocada tras la muerte de dos activistas del “grupo separatista”, omitiéndose mencionar el reducido poder de convocatoria del mismo y el consecuente y manifiesto fracaso de la jornada. Sin embargo, el selectivo uso de la actualidad no le impedía al periodista recordar seguidamente que “el mes pasado ETA hizo público un comunicado en el que pedía diálogo y negociación con el gobierno de Madrid indicando que esa era la única vía hacia delante”.

El testimonio de Alec Reid, uno de los autores de la Declaración de Lizarra que tan poco contribuyó a la paz en el País Vasco, resultaba revelador: “No podemos perder esta oportunidad histórica para lograr la paz, pero ETA no va a aceptar algo que no vea. ETA necesita saber cómo va a ser la mesa de la negociación política, quien participará en ella, cómo se votarán las decisiones, si el gobierno español aceptará el resultado. Además ETA necesita saber cuándo sucederá. Una vez se haga público todo esto, ETA parará”. Estas eran las palabras de quien insiste en definirse como un mediador neutral a pesar de toda la abundante evidencia en contra, como recuerdan sus declaraciones considerando a ETA, no como “el principal problema”, sino como “un síntoma del problema” (El Correo, 28/12/2005), o aquella otra en la que enfatizaba que “el gobierno español es el principal problema para la resolución del conflicto” (El Correo, 30/5/2002). Como ya es habitual en las declaraciones de tan parcial interlocutor, ETA queda eximida de toda responsabilidad por la resolución de un conflicto que realmente se manifiesta de manera fundamental en la existencia de una organización terrorista que coacciona y condiciona las vidas de los ciudadanos y los procesos políticos. Semejante interpretación de la realidad aplica los mismos mecanismos de difusión de responsabilidad y de transferencia de culpa de los que la organización terrorista también se ha servido durante décadas. En función de ella, por ejemplo, los asesinados por ETA merecían serlo como consecuencia del “conflicto”. Tampoco es muy diferente a la lógica articulada por Arnaldo Otegi cuando expuso que “aquí hay una clase política a la que no le interesa resolver el conflicto” tras acusar a los partidos democráticos de “escupir” a ETA cuando ésta había “dicho que tiene voluntad para acabar con la guerra”. De todo ello puede llegar a deducirse que quienes no se avienen al modelo que la banda desea imponer en un momento de declive y de considerable debilitamiento operativo y político, deben ser vistos como “los enemigos de la paz”.

Es ésta una expresión que también ha sido hábilmente utilizada por dirigentes del IRA y del Sinn Fein como Gerry Adams y Martin McGuinness. Cuando en Irlanda del Norte han surgido voces que replicaban que lo verdaderamente perjudicial para la paz era asumir como imprescindible que no todos los actores respetaran las mismas reglas democráticas al reclamar que el uso de la violencia reportara beneficios del que los auténticos demócratas no disfrutaban, se enfrentaban con frecuencia a la crítica de quienes les acusaban de obstaculizar el camino de la paz. Así, la ruptura del alto el fuego del IRA en 1996 fue interpretada por ciertos políticos y periodistas como la responsabilidad del primer ministro británico del momento, John Major, coincidiendo de ese modo con la propia interpretación del grupo realmente responsable de reanudar el terrorismo. Lo mismo ha ocurrido con el desarme del IRA, tildándose de “enemigos de la paz” a quienes han exigido tan razonable requisito. El término “enemigos de la paz” también ha sido empleado en España por algunos partidos con el objeto de criticar a sus adversarios políticos, acusados asimismo de “erigir obstáculos para la paz”, incurriéndose por tanto en un beneficioso ejercicio para la organización terrorista, verdadero enemigo de la paz. Algunos jueces también han sido amenazados con semejante descalificación si no se suman a un “proceso de paz” en el que decisiones políticas arbitrarias habrían de prevalecer sobre la justicia y los principios democráticos. De ese modo, bajo el pretexto de la búsqueda de la paz, se intentan consolidar esquemas que eluden la realidad en torno al terrorismo: ETA ha violado sistemáticamente los derechos humanos, de ahí que la paz y la resolución del conflicto exijan su derrota política. Esta derrota obliga a impedir que la organización terrorista y su entorno obtengan la legitimación que intentan lograr mediante la reproducción de una narrativa del conflicto y de sus supuestos métodos de resolución como los que algunos sectores de opinión aceptan de manera acrítica. Oportuno parece recordarlo dado que ETA no ha desaparecido aún de la escena política habiendo declarado tan solo un “alto el fuego” que en absoluto equivale a su disolución.


(Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos y autor de 'Matar por Irlanda. El IRA y la lucha armada' -Alianza Editorial-)

Rogelio Alonso, BASTAYA.ORG, 18/4/2006

 

El gran farsante

Después de treinta años de terrorismo y haber causado centenares de muertes, el IRA no ha conseguido ningún objetivo. Por tanto, en lugar de justificar la violencia del IRA, de mayor utilidad para la paz sería que Gerry Adams reconociera que el principal logro del IRA ha sido polarizar a la sociedad norirlandesa.

 



Las «memorias políticas» de Gerry Adams son un aburrido libro de ficción repleto de mentiras que ninguna luz aportan sobre los motivos que han llevado al IRA a decretar el final de su campaña. Adams construye una versión del proceso de paz que prestigiosos analistas irlandeses han definido como «un cuento de hadas».

Adams busca consolidar la imagen de hombre que tantos esfuerzos por la paz habría realizado, noción que cala en muchos españoles que incluso desean una réplica para el ámbito vasco. Pero Adams no es el artífice de la paz en Irlanda, aunque sí un hábil político y un sensacional farsante. Una muestra de ello es que para muchas personas en nuestro país resulta incuestionable la afirmación de Adams de que jamás ha sido miembro del IRA. ¿Qué credibilidad tienen sus memorias cuando es un hecho irrefutable que Adams ha sido y continúa siendo uno de los máximos dirigentes del grupo terrorista? La admisión de su activismo y de cómo llegó a ordenar asesinatos y por qué dejó de sancionarlos resultaría sin duda mucho más esclarecedora para entender por qué el IRA decretó el alto el fuego, todo ello ausente de su libro.

Y es que Adams busca hacerse en la historia con un puesto que no le corresponde, reproduciendo falsedades que en nada contribuyen a la paz que dice buscar. Más loable sería su actitud si reconociera su rotundo fracaso personal y político, pues es un hecho demostrable que, después de treinta años de terrorismo y de haber causado centenares de muertes, el IRA no ha conseguido ninguno de sus objetivos. Por tanto, en lugar de ensalzar y justificar la violencia del IRA, como hace Adams en todo momento, de mayor utilidad para la paz sería reconocer que el principal logro del IRA ha sido polarizar a la sociedad norirlandesa.

Hay quienes veneran a Adams porque dicen que ha conseguido atraer a una organización como el IRA hacia la paz. Menos heroica parece esa supuesta hazaña cuando se descubre que desde los años ochenta otros activistas del IRA exigieron el final del terrorismo, para encontrarse con la amenaza de muerte y el ostracismo por parte de la cúpula dirigida por Adams y Martin McGuinness, implacables al defender el control del grupo terrorista. Resulta peligroso esconder esa parte de la historia mientras se prostituye el resto. Así lo hace Adams al presentarse constantemente como un hombre pacífico que formó el movimiento por los derechos civiles a finales de los años sesenta para denunciar las injusticias contra los católicos, justificando la violencia del IRA como necesaria ante la ineficacia de los métodos pacíficos.

Es totalmente falso que Adams desempeñara tal protagonismo en un movimiento que sí fue eficaz. En 1968 Séamus Rodgers, representante del Sinn Féin en Donegal, reconoció que en unos meses el movimiento por los derechos civiles, a través de sus manifestaciones pacíficas, había conseguido mucho más que el IRA en toda su vida.

La violencia no fue «un mal necesario», como le gusta explicar a Adams con rostro consternado como si le dolieran cada una de las víctimas que él ha causado. La violencia fue el resultado del cálculo estratégico y deliberado de un grupo de personas, entre ellas él mismo. Mientras miles de ciudadanos norirlandeses desafiaban al IRA rechazando el terrorismo, Adams no tenía ningún reparo en utilizarlo.

Es a esas personas a quienes se les debe agradecer la paz que hoy vive Irlanda del Norte. Su dignidad y su valentía contrastan con la cobardía de Adams, el carismático líder que maquilla su derrota con el disfraz de pacifista que en absoluto le corresponde.

Rogelio Alonso, ABC, 17/2/2005

 

¿Y si “no mereció la pena”?

La muerte del ex miembro de ETA Ramón Gil Ostoaga suscitó diferentes interpretaciones acerca de los motivos que culminaron en su suicido. Para algunos, la causa era evidente: «La presión del Estado, política y mediática» tras su excarcelación. Si bien este veredicto no explicaba convincentemente por qué el etarra había intentado en dos ocasiones previas acabar con su vida, permitía acallar otros interrogantes sobre tan trágico final. Aunque es obvio que sólo puede especularse sobre las motivaciones de sus actos, existe otra posible causa que no debería despreciarse. Así lo sugieren las palabras de un antiguo miembro del IRA que pasó doce años de su vida en prisión recogidas durante una entrevista con el autor como parte de un proyecto de investigación de próxima publicación: «Creo que si de pronto dijera 'no, no mereció la pena' tendría un enorme impacto en mí. No me entiendas mal, a menudo me siento y pienso: 'tengo cuarenta y dos años de edad, no tengo una puta mierda que mostrar por lo que he hecho en mi vida'. Podría decir: 'no, no ha merecido la pena'. Pero entonces el paso siguiente es: 'bueno ¿qué vas a hacer? ¿Suicidarte?'».

Cuando los miembros de organizaciones terroristas se enfrentan a las consecuencias negativas derivadas de las decisiones tomadas en el pasado es habitual que se esfuercen en evaluarlas de forma positiva con la intención de concluir que el sufrimiento mereció la pena. Esta dinámica no se manifiesta exclusivamente en los integrantes de dichos grupos, pues, como demostraron Aronson y Mills, es frecuente que las personas valoren de manera más benigna las elecciones que generan consecuencias negativas, ya que de lo contrario se genera un sentimiento de inutilidad difícil de afrontar. Así se aprecia muy nítidamente en muchos de quienes han militado en el IRA, siendo probable que también se dé en quienes asesinan por ETA.

Al ser preguntados sobre su participación en el IRA, algunos de los testimonios de antiguos miembros del grupo revelan claros intentos por reducir las inconsistencias que surgen cuando evalúan sus acciones y los resultados obtenidos con ellas, tanto a un nivel político como personal. Como podría haber ocurrido en el caso de Ostoaga, es común que se planteen de qué han servido los asesinatos cometidos y los sacrificios personales realizados en el nombre de una causa cuya materialización en absoluto se ve más cercana gracias a los mismos y que en gran medida se sustenta sobre agravios de limitada o nula objetividad. La muy real sensación de inutilidad y de haber desperdiciado toda una vida, la propia, así como las arrebatadas a los seres asesinados, constituye una peligrosa amenaza que los dirigentes de organizaciones terroristas no desean que madure entre sus subordinados.

Ante la posibilidad de que se extiendan actitudes que cuestionen la idoneidad y eficacia de la violencia, la organización proporciona certezas y dogmatismos que el militante suele aceptar como parte de la exigencia de lealtad con la causa y con quienes la propugnan. Asimismo, mediante esa aceptación, el activista erige cómodas defensas cognitivas frente a los factores con el potencial de llevarle a interrogarse sobre su propia implicación. Por ello se admite la censura y la presión sobre los disidentes que amenazan la cohesión del grupo, protegiéndose así los líderes de la crítica y de las dudas con objeto de evitar cuestionamientos que desafíen su liderazgo. De ahí también el interés en atraer al grupo a jóvenes en edades vulnerables y fácilmente manipulables.

Las palabras de otro antiguo preso del IRA son reveladoras de la complejidad que entraña cuestionar la trayectoria personal en semejantes organizaciones: «Pasé por un periodo muy intenso de autoanálisis desde 1995 en adelante. Implicó rabia, amargura, resentimiento, todo tipo de emociones que te puedas imaginar, porque tuve que examinar mi implicación personal (en el IRA) así como cosas en las que había tomado parte y cosas que había hecho... No sé si la mayoría de los republicanos llegarán a hacer ese autoanálisis, no te puedo decir. Creo que algunos sí que lo han hecho y creo que es lamentable que no sea de dominio público... Sí, los republicanos son muy reacios a llevar a cabo un autoanálisis del camino andado. Pero a lo mejor llega un día en el que se sientan y consideran con seriedad y honestidad el camino andado. Porque personalmente cuando yo miro al camino recorrido, en especial en el contexto de la prisión... aunque a mí me encarceló el Estado británico por mi resistencia contra el Estado británico, el trato que recibí por parte de la gente que deberías considerar como camaradas fue mucho peor que el trato que me dieron los 'screws' (funcionarios de prisiones)».

Este activista expone cómo la divergencia del pensamiento grupal genera serios problemas para el individuo que disiente, pues al hacerlo no sólo se está cuestionando la coherencia del comportamiento propio después de haber justificado el uso de la violencia, sino además la autoridad del grupo y la cohesión del mismo, desafiando la unanimidad en la que descansa su racionalización de la realidad. Como consecuencia de ello se puede llegar a dudar de que realmente la militancia 'mereciera la pena' y que la lucha armada fuera la única alternativa, demasiados interrogantes para una organización que exige sumisa obediencia pues, como explicaba otro ex integrante del IRA, «si piensas demasiado cuando eres un soldado confundes las cosas».

Por tanto, como se desprende de las siguientes palabras del citado militante del IRA, el cuestionamiento de la utilidad de la violencia se identifica como una amenaza: «Durante ese periodo del que hablo, cuando me sumergí en ese autoanálisis sobre de dónde venía, experimenté mucha rabia y amargura y todo lo demás, y en medio de una conversación con unos amigos uno de ellos me dijo: 'Lo que estás diciendo suena como si no hubiera merecido la pena'. Y no le contesté. No podía contestarle. Y después me puse a pensar sobre ello. Y en realidad me cabreé de que me hiciera esa pregunta... Tenía el atrevimiento de preguntarme o echarme en cara que estuviera sugiriendo que no había merecido la pena. Me han preguntado muchas veces si mereció la pena y la forma en la que respondo es la siguiente: 'Cuando sumas el sufrimiento, las muertes, los asesinatos, no... realmente no pienso que haya merecido la pena».

En algunos casos, los activistas evitan esa dolorosa dosis de realidad recurriendo a una especie de moralidad subjetiva. El cuestionamiento de la eficacia o utilidad de la violencia se resuelve con evasivas afirmaciones como «pensaba que era lo correcto». De ese modo se intenta eludir la responsabilidad por los actos violentos perpetrados y por las repercusiones de éstos. No obstante, es claro que una violación no deja de ser delito porque el agresor argumente que 'pensaba' que nada había de malo en su agresión.

En absoluto es extraño que quienes formaron parte del IRA entrelacen variables políticas, emocionales y morales cuando surgen interrogantes sobre sus conductas, como muestra el testimonio de uno de ellos: «Siento de veras que la gente haya tenido que morir, porque si no tuvieras sentimientos entonces no tendrías una motivación política detrás de ti, sería inmoral y serías simplemente un psicópata, lo estarías haciendo simplemente por gusto, no habría principios, no habría principios políticos, ni moralidad, ni nada». Por ello, tanto ETA como el IRA insisten en atribuir a sus crímenes una motivación política que desde su mentalidad los legitima y los hace necesarios a pesar del sufrimiento que provocan. ¿Pero qué sucede cuando un terrorista considera que esa supuesta motivación política es insuficiente para justificar los sacrificios personales y los crueles daños infligidos a las víctimas? En ese momento la lógica con la que se ha racionalizado la violencia se muestra incapaz de dar respuesta al dolor generado y éste deja de ser tan soportable, con las consecuencias que sugiere otro ex preso del IRA: «La gente utiliza diferentes mecanismos para hacer frente a las cosas y a lo mejor hay quien es capaz de darse la vuelta y decir: 'Lo siento de veras, he hecho esto y aquello'... Pero hay otras personas que piensan: 'Bueno, si empiezo a hacer eso, todos esos años que he pasado en el movimiento republicano... ¿para qué han servido?' Empiezan a cuestionarse a si mismos y ese es el problema».

¿Había Ramón Ostoaga empezado a cuestionarse a sí mismo?


Rogelio Alonso en El Correo, 15/12/2002

Terrorismo, presos y paz

La experiencia norirlandesa obliga a relativizar la influencia de los presos terroristas. Éstos fueron meros peones al servicio de los cálculos estratégicos de los líderes de una organización, que no tuvieron reparo alguno en manipular a sus activistas y a los familiares de éstos, comportamiento también apreciable en ETA.

 



A mediados de diciembre tuvo lugar en Barcelona un seminario con el siguiente título: 'La cuestión penitenciaria en la paz de Irlanda: propuestas para una escenario de paz en Euskadi'. Según los organizadores del evento citados por el periódico 'Gara' se perseguía llevar a cabo un «análisis despolitizado» sobre un aspecto que en Irlanda del Norte «se convirtió en una pieza clave para facilitar el inicio del proceso de paz». Esta oportunidad no fue desaprovechada por el citado diario, que recogió los testimonios de algunos de los participantes con el fin de reproducir estereotipos ya habituales en la interpretación sesgada y poco rigurosa que del proceso norirlandés se hace desde algunos sectores de nuestro país. En unos momentos en los que la debilidad de ETA ha intensificado el debate sobre el futuro de los presos ante un hipotético cese del terrorismo, resultaba útil enfatizar la crítica a la política penitenciaria española mediante la comparación con la del Gobierno británico. En semejante contexto convenía resaltar la supuesta relevancia que la excarcelación de los presos norirlandeses habría tenido en el proceso de paz y el decisivo papel de éstos a la hora de decidir la interrupción del terrorismo. Bajo esta cómoda interpretación, en la que se confunden deliberadamente las verdaderas causas del alto el fuego del IRA, se adivinaba la búsqueda de un discurso referencial para ETA y su entorno que permitiría consolidar la creencia de que la liberación de sus presos es un requisito fundamental para crear un proceso de paz.

Sin embargo, la experiencia norirlandesa obliga a relativizar la influencia de los presos, cuyas voces fueron con frecuencia acalladas e ignoradas por los dirigentes del IRA cuando a lo largo de los años se cuestionaba desde las cárceles la idoneidad de continuar con el terrorismo. Sin duda los presos fueron meros peones al servicio de los cálculos estratégicos de los líderes de una organización terrorista que no tuvieron reparo alguno en manipular a sus activistas y a los familiares de éstos, comportamiento también apreciable en ETA.

Véase por ejemplo cómo a mediados de los años ochenta un grupo de presos del IRA solicitó el traslado desde la cárcel de Maze a otro centro, ante sus temores a ser agredidos físicamente por sus compañeros después de haber cuestionado la línea oficial impuesta por la cúpula, que mantenía la necesidad de continuar con la violencia a pesar de su ineficacia. Tommy McKearney, uno de los presos que dimitió del grupo por ese motivo, asegura que sus críticas fueron desvirtuadas y presentadas como un desafío hostil a la lealtad que el grupo exigía. Así quedó confirmado cuando una comunicación autorizada por el IRA circuló en la prisión describiendo a los 'disidentes' como «contrarrevolucionarios» y «gente que ofrecía asistencia al enemigo». Como los dirigentes del IRA recalcaron, no estaban dispuestos a tolerar que se socavara su autoridad en la cárcel, de ahí la abierta hostilidad hacia quienes la ponían en duda.

McKearney hizo tambalear los soportes de la violencia del IRA al plantear lo siguiente: «¿Se puede forzar al Gobierno británico a abandonar Irlanda como resultado de la presión pública o por la influencia de la fuerza física? A lo mejor la pregunta debería ser, ¿puede el Gobierno británico permitirse el lujo de ser forzado? En cualquier caso la respuesta es no». Es por ello significativo observar que los argumentos con los que en los ochenta McKearney y otros militantes defendieron la ineficacia del IRA, habiendo sido entonces desprestigiados por el liderazgo, no difieren sustancialmente de los que posteriormente los líderes del movimiento republicano utilizaron para justificar el alto el fuego y su participación en el proceso de paz. Si en esa época les valieron el ostracismo a algunos activistas, a comienzos de los noventa las mismas ideas planteadas por figuras próximas a Gerry Adams y Martin McGuinness recibieron otra consideración. En un artículo escrito desde la cárcel en 1992, Danny Morrison, un destacado miembro del IRA y de Sinn Fein, constataba lo que otros activistas ya habían reconocido antes: «El IRA nunca derrocará al Gobierno ni expulsará a las tropas de la Corona». Curiosamente el artículo fue censurado por el semanario 'An Phoblacht', órgano oficioso del IRA y de Sinn Fein.

La hipocresía de la organización terrorista y la falacia que atribuye a los presos del IRA un papel en el proceso que concluyó con el alto el fuego que no se corresponde con la realidad, se aprecian al recordar la postura del propio Morrison en relación con la posibilidad de iniciar un debate en prisión sobre una posible tregua. En una carta a Gerry Adams fechada el 17 de octubre de 1991 escribía: «Un debate es un error si se produce sin que el liderazgo haya tomado su propia decisión». Ello confirma que la opinión de los presos debía quedar supeditada a lo que los dirigentes decidieran corroborando la sumisión que los mandos reclamaban de los activistas encarcelados y que, en opinión de uno de ellos, eran tratados «como champiñones a los que se les alimenta con mierda mientras se les mantiene en la oscuridad».

A pesar de que en 1992 una comunicación interceptada por las autoridades británicas revelaba que determinados presos del IRA favorecían el alto el fuego, éste no llegó hasta 1994, cuando el grupo de personas que conformaban la cúpula así lo decidieron. Quienes desde Euskadi y otras regiones de España recurren al paralelismo con Irlanda del Norte con la intención de extender la opinión de que el fin de la violencia vino motivado por las concesiones que previamente los presos recibieron se verán decepcionados con el testimonio de uno de los encarcelados del IRA en aquella época, al que se le ordenó iniciar un debate «controlado y restringido» sobre la posibilidad de una tregua. Dicho debate debía limitarse a «un grupo de personas» que concluyeron que «debíamos acabar la guerra», sin que el IRA se encontrara en condiciones de imponer «condiciones» a cambio de tan histórica renuncia, puesto que «continuar con la guerra era inútil». Tan crudo convencimiento, idéntico al que alcanzaron recientemente seis presos etarras que concluyen de manera inapelable que ETA ha fracasado, siendo por ello preciso detener la violencia, expone lo incorrecto e interesado que resulta exigir como absolutamente necesarias transformaciones en las políticas penitenciarias gubernamentales a cambio de promesas sobre el final de las actividades del grupo terrorista.

Las dudas sobre la eficacia del terrorismo han constituido un poderoso incentivo tanto para presos del IRA como de ETA que han optado finalmente por el abandono de la violencia. En el caso del grupo irlandés ése parece haber sido el motivo que le llevó a aceptar la manipulación de los presos con el fin de escenificar lo que algunos de ellos definieron como «un chantaje emocional» con el que se buscaba el apoyo a un proceso de paz que en absoluto garantizaba sus objetivos. Uno de esos actos tuvo lugar en la primavera de 1998 cuando Sinn Fein propuso ante un congreso extraordinario la aceptación de históricos cambios en su constitución que el respaldo al Acuerdo de Viernes Santo exigía. Poco antes el propio grupo terrorista había reconocido explícitamente en un comunicado que dicho documento seguía sin garantizar el derecho a la autodeterminación y sus principales aspiraciones. A pesar de ello Sinn Fein reclamó el apoyo al texto valiéndose de la presencia de presos del IRA que habían permanecido más de veinte años en cárceles británicas y que recibieron un permiso especial de unas horas para asistir al citado congreso. Una antigua presa del IRA equiparaba a esos militantes con «cadáveres que regresaban al mundo de los vivos». La eufórica ovación que el auditorio les brindó evocaba a los recibimientos de los presos etarras tras su excarcelación, subyaciendo bajo la apariencia de éxito una dura realidad, como la citada activista sintetizaba: «El aplauso que recibieron era un reconocimiento del fracaso de treinta años de lucha armada. Fue un perfecto chantaje emocional para callarnos la boca. Después de una escena tan impactante como ésa nadie se atrevía a criticar el Acuerdo que Gerry (Adams) y Martin (McGuinness) nos estaban diciendo que debíamos apoyar».

Así pues, y al contrario de lo que indicaba una de las participantes en el seminario de Barcelona, los presos en Irlanda del Norte no fueron tanto «la clave para la solución antes y después del proceso de paz», sino más bien el instrumento con el que los dirigentes terroristas afianzaron su control del grupo a pesar del negativo balance que su gestión arrojaba después de décadas de terror.


Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos.

Rogelio Alonso, EL DIARIO VASCO, 30/12/2004

 

Sobre la resolución del Congreso y la experiencia norirlandesa

LA RESOLUCIÓN DEL CONGRESO DE LOS DIPUTADOS SOBRE LUCHA CONTRA EL TERRORISMO: UN COMENTARIO DESDE LA EXPERIENCIA NORIRLANDESA

 

Tema: La propuesta de diálogo con ETA aprobada en el Congreso de los Diputados el pasado mes de mayo ha suscitado un intenso debate sobre la política antiterrorista del gobierno español. En un contexto de marcada polarización política y social en torno a tan delicada cuestión resulta oportuno analizar experiencias previas de la lucha antiterrorista en nuestro país y en otra democracia europea como el Reino Unido, que también se ha visto afectada por una intensa violencia etnonacionalista como la perpetrada por el grupo terrorista IRA. El análisis comparativo de iniciativas adoptadas en ambos contextos ofrece interesantes conclusiones respecto a los procesos que habrían de conducir a la finalización del terrorismo.

 

Resumen: En el proceso con el que en Irlanda del Norte se ha intentado poner término a una prolongada campaña de violencia como la perpetrada por la organización terrorista IRA es posible distinguir dos etapas. En la primera de ellas los principales partidos democráticos y los gobiernos británico e irlandés coincidieron en negar cualquier expectativa de éxito a la citada organización terrorista confirmando de ese modo la ineficacia de su violencia e incentivando por ello el abandono de la misma. En un segundo estadio la estrategia de la negación se habría visto alternada con significativos gestos hacia el IRA y su brazo político, el Sinn Fein, sustentados en la creencia de que la transición desde el terrorismo a la democracia así lo requería. Sin embargo, esta contradictoria gestión del proceso se ha traducido en una impunidad e indulgencia hacia el Sinn Fein que ha minado los fundamentos de la democracia, obstaculizando seriamente la normalización política de la región al tiempo que ha garantizado la perpetuación de la organización terrorista. Esta experiencia alerta sobre los contraproducentes efectos que determinadas iniciativas promovidas desde el gobierno pueden tener en la política antiterrorista contra ETA.

 

Análisis: La pertinencia de la perspectiva comparada se aprecia al observar cómo diversos actores políticos y sociales en nuestro país insisten en emular el denominado "proceso de paz" norirlandés. La fascinación por dicha región ha sido constante desde la década de los noventa, como evidenció la tregua de ETA decretada en 1998 como consecuencia del pacto formalizado entre el grupo terrorista y los partidos políticos nacionalistas PNV (Partido Nacionalista Vasco) y EA (Eusko Alkartasuna), alianza ésta inspirada en una deliberada tergiversación de los pasos que precedieron el alto el fuego del IRA.[1] Los portavoces de estos partidos han argumentado que semejante acuerdo pretendía facilitar la desaparición de ETA mediante la constitución de un frente nacionalista que el grupo terrorista interpretaría beneficioso para sus intereses al sustentarse en la radicalización del nacionalismo institucional. Esta lógica ignoraba que también el IRA intentó una coalición similar que fue rechazada por los representantes del nacionalismo en el norte y el sur de Irlanda al considerar enormemente contraproducente la legitimación del terrorismo que esta estrategia conllevaba y que, además, hubiera impedido cualquier posibilidad de entendimiento con las víctimas de la violencia en la comunidad unionista. Tras haber descartado los representantes nacionalistas tan peligrosa propuesta, y ante la manifiesta debilidad de la organización terrorista como resultado de la eficacia de medidas antiterroristas adoptadas por los gobiernos británico e irlandés, el IRA optó por decretar un alto el fuego en agosto de 1994.

 

En este proceso de conclusión del terrorismo del IRA confluyeron tanto dinámicas internas, que afianzaron en el propio grupo terrorista las críticas hacia la continuidad de la violencia, como adecuados comportamientos por parte de otros actores, esto es, partidos democráticos y Estados, cuya firme respuesta fue la que llevó finalmente a la organización a juzgar su violencia como ineficaz. Debe recordarse que tanto en el caso de ETA como en el del IRA a menudo se subestima que sus dirigentes han elegido el terrorismo libremente tras descartar otros métodos. No es el terrorismo una simple expresión de protesta espontánea más allá del control de los individuos que lo perpetran, ni una imposición o reacción inevitable ante unas condiciones materiales e históricas determinadas, sino una táctica elegida entre un repertorio. De ahí que se renuncie a la misma cuando los costes políticos y humanos que de ella se derivan son elevados y cuando las expectativas de éxito desaparecen.[2] Estos factores son los que en el IRA provocaron el cuestionamiento de la violencia que antecedió al cambio de voluntad materializado en la conclusión de su campaña y en la aceptación de principios hasta entonces considerados como anatemas y recogidos en el Acuerdo de Viernes Santo, aprobado en abril de 1998, que daría paso a la participación del Sinn Fein en el mismo sistema que intentó destruir.

 

Así pues, la derrota del IRA provocada por eficaces medidas gubernamentales coactivas constituyó el principal incentivo para relegar la violencia, al igual que ha ocurrido con seis destacados presos etarras, que tras reconocer el fracaso de ETA han abogado por interrumpir el terrorismo pese a no haber recibido contraprestaciones políticas a cambio, ya que, como ellos mismos reconocen en una carta escrita el pasado verano, su "estrategia político-militar ha sido superada por la represión del enemigo".[3] Por lo tanto, es posible deducir que si un grupo terrorista como el IRA fue capaz de abandonar su campaña terrorista en semejantes circunstancias, razonable, realista y práctico resulta exigir el mismo proceder de ETA. Es asimismo conveniente incidir en que la transición que debe acometerse con el objeto de que la decadencia de los grupos terroristas se materialice en su definitiva desaparición en absoluto aconseja contradecir esa estrategia de la negación que habría propiciado la significativa renuncia a la violencia a pesar de no haber satisfecho el movimiento terrorista sus aspiraciones tradicionales. Así se desprende al examinar el período transcurrido desde el cese de la violencia decretado por el IRA en la década de los noventa y la situación actual en Irlanda del Norte, ofreciendo esta variable temporal una perspectiva enormemente útil para evaluar diversas respuestas gubernamentales antiterroristas así como su posible paralelismo con el ámbito español.

 

Como ya se ha señalado, si bien el cese de la violencia del IRA se produjo en la ausencia de concesiones significativas hacia el movimiento terrorista y su entorno, inauguró un proceso en el que sus representantes políticos se beneficiaron de gestos por parte de los gobiernos británico e irlandés que generarían negativas consecuencias para la pacificación y la normalización política. No solo continúa la limitada autonomía norirlandesa suspendida desde el otoño de 2002, sino que además diversos grupos terroristas, entre ellos el IRA, permanecen activos. Aunque el IRA ha abandonado su campaña de atentados terroristas, no ha renunciado en cambio al reclutamiento y abastecimiento de armas así como a otras actividades criminales que le garantizan financiación y poder. Reveladores resultan en este sentido los pronunciamientos de los primeros ministros irlandés y británico en 2005 y 2004, respectivamente. En enero de este año, Bertie Ahern reconocía en el parlamento irlandés que en su intento por introducir al Sinn Fein en el centro del sistema de partidos había ignorado las actividades delictivas en las que el IRA venía viéndose involucrado. Unos meses antes, Tony Blair afirmaba que no debía tolerarse una situación en la que representantes de la voluntad popular se veían obligados a compartir el gobierno de Irlanda del Norte con un partido como el Sinn Fein asociado a un grupo terrorista todavía activo, esto es, el IRA. Estas concesiones fueron criticadas por los representantes de la comunidad unionista durante años, siendo dichas reclamaciones ignoradas una y otra vez por los gobiernos británico e irlandés al entender que el fortalecimiento político del Sinn Fein aseguraba la continuidad del alto el fuego del IRA.

 

De ese modo la política de ambos gobiernos prescindió de principios básicos de un sistema democrático, aceptando el chantaje del Sinn Fein que tan eficazmente ha planteado a lo largo de los últimos años Gerry Adams, su presidente y uno de los máximos dirigentes del grupo terrorista IRA. Así lo hacía en la última campaña electoral en mayo de 2005 al pedir el voto para su partido asegurando que así se lograría la desaparición del IRA al tiempo que alertaba de que el vacío político actual se llenaría con violencia si su formación no salía fortalecida de las elecciones. La misma intención perseguía su apelación al IRA un mes antes para que considerase abandonar la lucha armada. Ante el fracaso de treinta años de violencia, el IRA se ha erigido en la mejor baza utilizada por Adams para rehabilitar su imagen de presidente de un partido como el Sinn Fein, que hasta la declaración de alto el fuego obtenía una insignificante representación electoral en el norte y el sur de Irlanda. Al presentarse como la figura a la que se debía ensalzar y fortalecer con concesiones bajo pretexto de que sólo así sería capaz de convencer al IRA de la necesidad de dejar la violencia, Adams ha perpetuado deliberadamente la existencia del grupo terrorista mientras reforzaba su perfil político. De ese modo se ha coaccionado a la sociedad al prometerse la desaparición del IRA al tiempo que continuaba infringiendo la ley mediante la extorsión, el contrabando y otros métodos criminales auténticamente mafiosos, incluidos el asesinato. La implícita amenaza que supone esta actitud ha colocado una gran presión sobre la sociedad y las víctimas del terrorismo del IRA transformando el llamado proceso de paz en un injusto instrumento de coacción.

 

Los contraproducentes efectos de esta política los han sufrido directamente los partidos que hasta muy recientemente representaron a la mayoría del electorado nacionalista y unionista, esto es, el Social Democratic and Labour Party (SDLP) y el Ulster Unionist Party (UUP), al verse claramente superados en las últimas elecciones al parlamento británico por el Sinn Fein y el Democratic Unionist Party (DUP), liderado por el reverendo protestante Ian Paisley. El que durante décadas fue el principal partido nacionalista de Irlanda del Norte, el SDLP, ha incurrido en contradicciones que el electorado no ha pasado por alto. Por un lado, el SDLP insiste en que no se puede tolerar que el Sinn Fein, beneficiándose de la amenaza que representa la presencia del IRA, ejerza un veto sobre los avances políticos al continuar dicho grupo involucrado en diversas actividades criminales mientras sigue, además, inextricablemente unido a un partido político. Sin embargo, cuando ante semejante realidad los unionistas han reclamado la colaboración del SDLP para formar una coalición que excluyera al Sinn Fein del gobierno de la región, los nacionalistas se han negado. Con ese incoherente comportamiento lanzaban al electorado un mensaje suicida: el Sinn Fein puede condicionar la normalización política a pesar de incumplir las reglas del juego democrático.

 

El unionismo liderado hasta mayo de 2005 por David Trimble ha percibido dicha incoherencia así como la de los gobiernos británico e irlandés que, como se ha señalado, han reconocido lo perjudicial que ha resultado sostener un proceso basado en la clamorosa injusticia de blindar al Sinn Fein. La comunidad unionista ha castigado por ello a Trimble, un hombre que aceptó la promesa de Tony Blair cuando éste le aseguró apoyo si Adams incumplía su palabra al prometer la desaparición y el desarme del IRA, llegando a menudo dicho respaldo demasiado tarde. Mientras desde diversos sectores se acusaba a los unionistas de entorpecer la paz al negarse a colaborar con un partido como el Sinn Fein dirigido por los mismos hombres que se encuentran al frente de un grupo terrorista como el IRA, entre ellos, Adams y Martin McGuinness, éstos continuaban sin considerar su desaparición prometiendo en vano que en esa dirección iban sus esfuerzos. La credibilidad de Trimble se ha visto así destrozada tras ser incapaz de garantizar la definitiva desaparición del IRA mientras a sus líderes se les otorgaba el beneficio de la duda una y otra vez. Asimismo, la presión que los gobiernos británico, irlandés y estadounidense han colocado sobre Adams y el IRA tras el robo al Northern Bank de Belfast, cometido a finales del año pasado, ha confirmado a los unionistas lo que durante años han venido argumentando: el IRA y el Sinn Fein sólo ceden cuando se ven presionados y no cuando se les concede una inmerecida legitimación mediante la aceptación de la narrativa del conflicto reproducida por Adams. En esas condiciones, los unionistas entienden que Ian Paisley es el mejor hombre para ejercer dicha presión que tan eficaz resulta con el IRA.

 

El tiempo ha demostrado la equivocación que ha supuesto obviar en el caso del Sinn Fein las exigencias que a un partido se le deben plantear para su normal participación en un sistema democrático. El desarme del IRA es una de ellas, a pesar de que ha habido destacadas voces que han defendido lo contrario. Ya en 1999, Michael Oatley, miembro del servicio secreto MI6, criticó a los unionistas norirlandeses al escribir que las peticiones de desarme al IRA constituían "una excusa en el camino hacia la paz".[4] Una visión similar mantuvieron quienes desde el Ministerio británico para Irlanda del Norte (Northern Ireland Office o NIO) sostuvieron que la excarcelación de los presos debía aceptarse sin ser planteada como una condición a cambio del desarme de los grupos terroristas. Sin embargo, estas opiniones que finalmente se impusieron sobrevaloraron la supuesta buena fe de los dirigentes del Sinn Fein y el hecho evidente de que ese apoyo a las tesis de Adams minó considerablemente la confianza de los partidos democráticos en un sistema que protegía a quienes amenazaban con subvertirlo, esto es, el IRA y su brazo político. La lógica que subyacía bajo este planteamiento era que la transición hacia la democracia requería sacrificios en la forma de concesiones que fortalecieran a quienes teóricamente iban a liderarla. Frente a esta lógica, parece ahora más idóneo haber optado por una actitud consistente sencillamente en exigir al Sinn Fein lo mismo que se le exigiría a cualquier otro partido para su plena aceptación en el juego democrático, rechazando por tanto favoritismos que tienen su origen en la presencia intimidatoria y coaccionadora de un grupo terrorista a la sombra de la formación política que busca incorporarse a la democracia. Ello habría expuesto la manipulación que el liderazgo del IRA ha realizado de estas circunstancias, como ha sintetizado el prestigioso analista Ed Moloney: "Adams ha jugado con inteligencia la baza de que los halcones del IRA no le dejaban maniobrar y que por eso no podía haber desarme. Pero cuando salga a la luz toda la historia de este período se verá que Adams era un hombre que controlaba por completo la rama política y militar del movimiento y que de haberlo querido hubiera podido moverse mucho antes y de manera más sustancial en el tema del desarme. Los dos gobiernos han sido engañados magistralmente."[5]

 

El comportamiento gubernamental descrito contradice claramente los principios en los que se sustenta la política antiterrorista española, que tiene como pilar el Pacto por las Libertades y frente al Terrorismo firmado en 2000 por el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y el Partido Popular (PP). En el mismo ambos se comprometen a "trabajar para que desaparezca cualquier intento de legitimación política directa o indirecta, de la violencia", asegurando por ello que "de la violencia terrorista no se extraerá, en ningún caso, ventaja o rédito político alguno". Se añade asimismo que "el diálogo propio de una sociedad democrática debe producirse entre los representantes legítimos de los ciudadanos, en el marco y con las reglas previstas en nuestra Constitución y Estatuto y, desde luego, sin la presión de la violencia". Como corroboran los pronunciamientos de los primeros ministros británico e irlandés antes citados, así como los sucesivos informes elaborados por la comisión independiente encargada de evaluar las actividades de los grupos terroristas en Irlanda del Norte (Independent Monitoring Commission, IMC), el terrorismo ha extraído réditos políticos al aceptarse el diálogo bajo la presión de la violencia. La incoherencia de la política británica se reflejaba también en el discurso que el 18 de octubre de 2002 pronunció Tony Blair exigiendo "el final de la tolerancia de actividades paramilitares", así como una "misma ley para todos que se aplique a todos por igual", al asegurar que a partir de ese momento "un crimen es un crimen".[6] La impunidad política, jurídica, e incluso moral, que se desprende de semejante política no ha garantizado la ansiada desaparición de la organización terrorista, beneficiando por el contrario los objetivos propagandísticos de su entorno al favorecer la legitimación de quienes han sido capaces así de condicionar el sistema político, debilitando por ello la autoridad constitucional.

 

Tan perjudicial escenario ha emergido como consecuencia de una política antiterrorista caracterizada por una ambigüedad que algunos dirigentes han definido como constructiva, pero que sin embargo se ha tornado en inconsistente generando una destructiva dinámica que podría reproducirse en nuestro propio país. Este es uno de los graves peligros que subyace bajo la propuesta de diálogo aprobada por el Congreso de los Diputados español. Cierto es que dicho diálogo aparece condicionado a que ETA manifieste "una clara voluntad para poner fin a la violencia" mediante "actitudes inequívocas que puedan conducir a esa convicción".[7] Por tanto, esta fórmula establece unos límites que han favorecido un amplio respaldo a la citada proposición. No obstante, la ambigüedad en torno a cuáles deben ser esas "actitudes inequívocas que puedan conducir a esa convicción" de que ETA desea realmente concluir su campaña, es susceptible de profundizar las discrepancias y divisiones entre los principales partidos democráticos. Así lo sugiere el hecho de que la proposición fuese justificada como una consecuencia de un nuevo contexto en el que ETA desearía abandonar el terrorismo, convencimiento expresado públicamente por destacados representantes políticos a pesar de la inexistencia de pruebas que así lo demuestren mientras el grupo terrorista continúa con sus actividades de extorsión, intimidación y preparación de asesinatos. Lo cierto es que objetivamente no hay evidencia alguna de que la banda haya decidido la interrupción de sus actividades y mucho menos su desaparición, como demuestran sus constantes intentos de asesinar que se han visto frustrados por los éxitos policiales.[8] En este sentido, el propio ministro del Interior, José Antonio Alonso, corroboraba recientemente que no se tiene ninguna constancia de que ETA esté pensando en dejar las armas. Por ello plantear que la ausencia de víctimas mortales desde hace dos años confirma un cambio en el contexto vasco que justifica una actitud diferente hacia el grupo terrorista con el objeto de facilitar su final equivale a confundir la realidad con los deseos. De ahí que la oferta de diálogo como consecuencia de las supuestas promesas enviadas por la organización terrorista al Gobierno añada confusión a la política antiterrorista, contribuyendo a la división de quienes a través del Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo deberían actuar mediante un sólido consenso.

 

La división de las fuerzas democráticas fue el objetivo que también persiguió el IRA al verse presionado por eficaces medidas antiterroristas que le llevarían a interrumpir su campaña terrorista. Danny Morrison, prominente dirigente del IRA y del Sinn Fein, lo anunciaba en una carta a Gerry Adams, escrita desde la cárcel en 1992, en la que reconocía que la violencia mantenía unidos a sus enemigos, por lo que sugería detener el terrorismo y explotar el proceso posterior ante las dudas que surgirían sobre su gestión, provocando así la división de los partidos democráticos.[9] Consecuente con ese objetivo debe considerarse la negativa del IRA a desarmarse por completo al tiempo que incumplía las promesas de disolución repetidas por los portavoces del Sinn Fein. Con unas intenciones muy similares encaminadas a profundizar las discrepancias entre las principales formaciones políticas, ETA y su entorno llevan meses creando expectativas sobre un alto el fuego, utilizando un lenguaje que seduce a muchos a pesar de la ausencia de pruebas que evidencien una auténtica voluntad de poner fin al terrorismo, comportamiento que podría acentuarse con una declaración de tregua. De ese modo la disminución de algunas de sus acciones terroristas, complementada con una retórica que promete paz y esperanza, sirven como eficaz instrumento de coacción al utilizarse la ansiedad colectiva por que el final de ETA llegue pronto como presión que obligaría a aceptar ciertos "sacrificios y riesgos por la paz", términos profusamente utilizados en el actual marco político. Por tanto, ante una declaración de tregua muchos serían quienes defenderían concesiones que ahora se rechazan, pero que en esas circunstancias presentarían como necesarias para consolidar dicho alto el fuego con argumentos que se valen del lógico cansancio de una sociedad afectada por la amenaza terrorista durante décadas, entre ellos la insistencia en la necesidad de aprovechar una oportunidad histórica con el fin de evitar más víctimas.[10] Como ya se ha señalado, esta dinámica se ha reproducido en Irlanda del Norte, facilitando una contraproducente impunidad política, jurídica y moral que en absoluto ha acercado una verdadera paz. De esa manera el IRA ha logrado recuperar parcialmente por la vía política lo que perdió policialmente, precedente que podría trasladarse al ámbito vasco si se cometiesen errores de los que creíamos haber aprendido. A este respecto, defender la negociación con ETA recordando que anteriores gobiernos también la acometieron es el mejor argumento para descartar de nuevo su utilización, pues esas experiencias previas han demostrado lo ineficaz y hasta contraproducente de dichos diálogos.[11]

 

Conclusiones: En el hipotético escenario de una tregua de ETA, su desarme y su disolución total constituyen exigencias realistas y prácticas que deberían satisfacerse y verificarse rigurosamente antes de considerar cualquier diálogo sobre los presos, materia ésta sobre la que amplios sectores de la sociedad española estiman imprescindible algún tipo de negociación. Se impediría así que la organización terrorista coartase a otros actores políticos y sociales en un escenario de alto el fuego que en absoluto equivale a un contexto de paz habida cuenta de la continuidad de la intimidación que la existencia de ETA supone. Este mismo argumento puede contraponerse al defendido por quienes en Irlanda del Norte han propugnado la necesidad de arrinconar la exigencia de desarme con el pretexto de que de ese modo se avanzaba en un proceso que a base de prolongarse en el tiempo hacía más improbable el regreso a una campaña de violencia con la cual existiría cada vez una mayor distancia. En realidad, el avance de dicho proceso habría sido mucho más sólido e irreversible de haberse insistido con mayor firmeza en una exigencia que resulta inevitable, tal y como pone de manifiesto el hecho de que hoy en día todos los actores políticos, excepto el Sinn Fein, acepten que el restablecimiento de la autonomía exige el desarme del IRA. Por ello, conceder beneficios a los presos etarras a cambio de una mera declaración de tregua facilitaría al grupo terrorista la coacción durante el proceso político posterior al ceder el Estado un valioso elemento de presión. No debe olvidarse que nuestra democracia ya permite la reinserción condicionada a la renuncia a la violencia y al resarcimiento de las víctimas mediante la petición expresa de perdón, asumiendo la responsabilidad civil derivada de los delitos cometidos. Por lo tanto, la paz es posible respetando unos límites que impidan la impunidad y que demostrarían la voluntad inequívoca de poner fin a la violencia si realmente existiera, es decir, negando que el terrorismo extraiga "ventaja o rédito político alguno", tal y como exige el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo.

 

De ese modo se impediría la consolidación de un déficit democrático como el que plantearía la constitución de dos mesas de diálogo, tal y como exige Batasuna, en las que las negociaciones políticas se realizarían sin la desaparición de una organización cuya mera declaración de cese de actividades violentas no constituye una prueba inequívoca de su voluntad de poner fin a su existencia. Como el referente norirlandés demuestra, la mera presencia de una organización terrorista condiciona procesos políticos en los cuales participa el partido que la representa al favorecer una coacción que en absoluto incentiva su definitiva disolución. Plantea además el serio peligro de consolidar actitudes de tolerancia hacia ciertas formas de violencia y hacia la flagrante violación de libertades sufrida por una significativa parte de la ciudadanía, como se aprecia ya ante la disminución de los atentados mortales de ETA. Repárese en cómo el tipo de violencia que comprende atentados con heridos denominados leves, además de las amenazas, intimidaciones y extorsiones que regularmente utiliza el grupo terrorista se interpreta desde algunos ámbitos como más aceptable que aquella que tiene como resultado el asesinato, lo cual induce a erróneos análisis sobre las verdaderas intenciones políticas de los terroristas.

 


NOTAS

 

[1] Para un análisis detallado de la instrumentalización que el nacionalismo vasco ha realizado del proceso norirlandés con el fin de justificar la radicalización de su posicionamiento político desde la Declaración de Lizarra hasta el denominado Plan Ibarretxe, véase Rogelio Alonso, "Pathways Out of Terrorism in Northern Ireland and the Basque Country: The Misrepresentation of the Irish Model", Terrorism and Political Violence, vol. 16, nº 4, 2004, pp. 695-713.

 

[2] Sobre esta cuestión véanse los capítulos cuatro, cinco y seis de Rogelio Alonso, Matar por Irlanda. El IRA y la lucha armada, Alianza editorial, Madrid, 2003.

 

[3] El Correo, 3/XI/2004.

 

[4] "Forget the Weapons and Learn to Trust Sinn Fein", Michael Oatley, The Sunday Times, 31/VIII/1999.

 

[5] "Adams Conned Governments", Ed Moloney, The Sunday Tribune, 7/VIII/2001.

 

[6] http://www.number-10.gov.uk/output/Page1732.asp

 

[7] Lucha contra el Terrorismo, Resolución número 32 aprobada por el Pleno de la Cámara, Boletín Oficial de las Cortes Generales, número 206, Congreso de los Diputados, VIII Legislatura, 20/V/2005.

 

[8] En los dos últimos años ETA ha cometido 66 atentados que han dejado heridas a 75 personas. Si ninguno de ellos ha tenido como resultado víctimas mortales, ello debe atribuirse a la eficacia policial o a la fortuna que impidió que las intenciones de los terroristas se vieran finalmente materializadas en asesinatos.

 

[9] Danny Morrison, Then The Walls Came Down. A Prison Journal, Mercier Press, Dublin, 1999, p. 242.

 

[10] Reveladoras de esta actitud resultaban las declaraciones del Obispo de San Sebastián Juan María Uriarte al afirmar que "el bien superior de la paz se merece que todos recortemos incluso nuestras legítimas aspiraciones", de ahí que en su opinión "ningún interés partidista, ningún agravio del pasado y presente, ninguna demostración de violencia deben obstruir el camino hacia la paz". El Correo, 30/V/2005.

 

[11] Sobre las fracasadas negociaciones con ETA, véase Florencio Domínguez, De la negociación a la tregua. ¿El final de ETA?, Taurus, Madrid, 1998. Sobre los dañinos efectos que para las autoridades democráticas tiene la negociación con organizaciones terroristas, véase el capítulo 4 de Fernando Reinares, Terrorismo y antiterrorismo, Paidós, Barcelona, 1999.

 



Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política y coordinador de la Unidad de Documentación y Análisis sobre Terrorismo en la Universidad Rey Juan Carlos.

Rogelio Alonso, Real Instituto Elcano, 16/6/2005

 

Valentía frente al terrorismo

Admitir que la convivencia de un país puede diseñarse en contra de la opinión de la mitad de la sociedad amenazada por el terrorismo; y supeditar el final de la violencia a concesiones por parte de ese sector de la ciudadanía que es blanco prioritario de ETA. Ambos errores son el eje fundamental del plan Ibarretxe, y quizás muestras de la cobardía del lehendakari.

 



Sea usted valiente», instó varias veces el lehendakari al presidente del Gobierno en el debate celebrado en las Cortes. Unos días antes, Ibarretxe y Otegi coincidían en pedir a Zapatero 'valentía política' para solucionar el conflicto. Esta reclamación ha sido reiterada en los últimos meses por ambos e incluso por algunos socialistas guipuzcoanos. Anticipándose al anuncio de Batasuna de lo que la izquierda abertzale definió como «su última propuesta de paz», un grupo de políticos socialistas exigió de su partido y del primer ministro que fueran 'valientes' asumiendo «algún riesgo para ganar la libertad». Hay implícitas en estas llamadas una incongruente interpretación de la realidad vasca y de aquello que resulta necesario para erradicar el terrorismo, como expone el plan Ibarretxe, pudiendo todo ello obstaculizar el final de ETA que dicen desear quienes así se expresan.

Debería sorprender en nuestra democracia que después de asesinar a cientos de personas e intimidar a miles, las palabras de quienes continúan negándose a condenar el terrorismo de ETA sigan sin ser puestas en duda por muchos políticos y ciudadanos. Así lo constatan esas peticiones que demandaban del presidente del Gobierno una responsabilidad en el final del terrorismo que realmente no le corresponde, pues la conclusión de la violencia es únicamente resultado de la decisión tomada por quienes la perpetran. Junto a la propuesta de Batasuna en Anoeta, la carta que Otegi envió al presidente, seguida del comunicado de ETA a comienzos de año, fueron vistas desde determinados sectores como señales inequívocas de la buena voluntad de la organización terrorista y de su brazo político por poner término a la violencia. Así, por ejemplo, un editorial del diario nacionalista 'Deia' señalaba al respecto que «la oferta de negociación de Batasuna al Gobierno español representa una muestra de flexibilidad ciertamente espectacular y esperanzadora de la izquierda abertzale». Seguidamente alababa esa 'valentía' de Batasuna que también reclamaba del presidente Zapatero.

La manera en la que algunos políticos y medios de comunicación dieron la bienvenida a los pronunciamientos de ETA y Batasuna contribuyó a presentar a ambas organizaciones como 'flexibles' al realizar «generosos movimientos por la paz» que exigirían por ello la respuesta del Gobierno en la forma de negociaciones, gestos o concesiones. La lógica resultante es perversa, pues de consolidarse puede llevar a situaciones como la que se vivió en Irlanda del Norte, donde amplios sectores llegaron a culpar al Gobierno británico de la ruptura del alto el fuego del IRA en febrero de 1996, cuando hizo estallar una potente bomba que asesinó a dos personas. En lugar de asignar la culpa al grupo terrorista autor de dicho atentado, y por tanto único responsable de semejante acción, en cambio ésta se explicó como el resultado de la supuesta 'inflexibilidad' e 'intransigencia' del Gobierno británico y de los unionistas norirlandeses.

Quienes reivindican 'valentía' del Gobierno para solucionar 'el conflicto' y lograr el final de ETA, proponiendo incluso contactos con el grupo alegando que así se acerca la paz, favorecen de ese modo el discurso con el que los terroristas justifican su existencia y su violencia. Semejantes exigencias se sostienen en una lógica no muy diferente a la que inspira los comunicados en los que ETA reivindica sus crímenes, y en los que éstos aparecen como absolutamente necesarios, como reflejaba esta banda en el Aberri Eguna de 2002 al afirmar: «Están tuertos los que basan la paz en el alto el fuego de ETA, y bizcos los que piensan que la paz vendrá por sí sola. A éstos les tenemos que recordar que a la paz hay que enseñarle a andar. ( ) El alto el fuego no es el fenómeno que traerá la paz a Euskal Herria; será la consecuencia de encontrar una salida para el motivo de fondo, de asentar las bases para desarrollar un proyecto político». El grupo terrorista utilizaba ese comunicado en tan simbólica fecha para el nacionalismo con el fin de eludir su evidente responsabilidad en la prolongación del terrorismo, subrayando además que la solución «se basa en que sea garantizado el derecho a decidir de los ciudadanos vascos».

Curiosamente, éste es el mismo diagnóstico en el que el lehendakari Ibarretxe viene insistiendo mediante la presentación de su iniciativa como «un plan de paz» a pesar de que en el mismo no se plantea ni una sola medida contra ETA, más allá de la satisfacción de aspiraciones nacionalistas con la esperanza de que esa política de apaciguamiento seduzca a la organización terrorista y la convenza de la idoneidad de detener sus actividades. Es como consecuencia de tan particular análisis del problema que desde ciertos ámbitos se requiere como solución al mismo 'valentía' por parte del Gobierno. En esas circunstancias la valentía reclamada equivale por tanto a acceder a la concesión de unas demandas nacionalistas con la esperanza, infundada además, de que los terroristas renuncien a la violencia al entender que algunos de sus objetivos se ven materializados. Al mismo tiempo, de esa manera se ignoran las muestras de verdadera valentía desplegadas desde hace ya muchos años por quienes padecen el terrorismo.

Los llamamientos de Ibarretxe casi han coincidido en el tiempo con los aniversarios del asesinato de Gregorio Ordóñez y Joseba Pagazaurtundua. Aquel 23 de enero de 1995, María San Gil presenció el asesinato de su amigo y compañero de partido. El hecho de que hoy esta mujer continúe involucrada en política a pesar de semejante suceso y de las constantes amenazas a su propia vida es sin duda confirmación ineludible de una enorme valentía. Iniciaba ETA con ese crimen su llamada 'socialización del sufrimiento', que supuso el asesinato de quince miembros del PP y nueve del PSOE, así como la intimidación masiva de militantes y simpatizantes de partidos no nacionalistas. A pesar de ello San Gil, Maite Pagazaurtundua y otras muchas vascas y vascos no nacionalistas que han visto cómo ETA les intentaba amedrentar mediante el asesinato siguen desafiando al terror valientemente mediante su participación en política. Como otros miles de ciudadanos amenazados, lo hacen pacíficamente, sin recurrir a la venganza y a la violencia que sobre ellos se inflige. Este valiente comportamiento no debe ser subestimado ni arrinconado, como se hace cuando a la hora de exigir responsabilidades por el final del terrorismo se sitúa en el mismo plano a quienes lo perpetran y justifican y a quienes son sus objetivos.

Nula consideración se muestra además hacia quienes sufren la intimidación terrorista cuando se acepta como lógico y normal que el problema fundamental de la sociedad vasca radica en la necesidad de «una relación amable de convivencia» entre Euskadi y España, como propugna el nacionalismo institucional. La realidad condicionada por el terror y la negativa de muchos nacionalistas a reconocer los efectos que necesariamente la intimidación diaria tiene sobre políticos y ciudadanos amenazados demuestra que es en otro ámbito mucho más cercano donde la convivencia debe repararse, o sea, entre los propios vascos. Probablemente el primer paso en dicha reparación sea la solidaridad activa, no meramente retórica, con quienes son incapaces de dialogar en igualdad de condiciones para sostener sus ideas y a quienes cruelmente se les demanda 'valentía política', despreciándose por ello que para los adversarios ideológicos del nacionalismo la defensa de la democracia implica el riesgo de perder la vida, el más fundamental de todos los derechos.

Por este motivo la restitución de la convivencia obliga a reconocer que la coacción no debe resultar rentable, como sí sucede cuando se admite que el modelo de convivencia de un país puede diseñarse en contra de la opinión de la mitad de la sociedad amenazada por el terrorismo, o cuando se supedita el final de la violencia a concesiones por parte de ese sector de la ciudadanía que es además blanco prioritario de ETA. Ambos errores son el eje fundamental del plan Ibarretxe, y quizás muestras de la cobardía del lehendakari.


Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos.

Rogelio Alonso, EL CORREO, 7/2/2005

 

Los errores del proceso norirlandés

Irlanda del Norte demuestra lo erróneo de abandonar las exigencias objetivas que deben demostrar la voluntad de poner fin a la violencia, y la necesidad de que el Gobierno cumpla rigurosamente sus promesas en torno a la verificación de una desaparición absoluta de ETA, sin incurrir en concesiones al brazo político de la banda que permitan la perpetuación de ésta.

 



El "proceso de paz" norirlandés ha sido tomado como referente por políticos y periodistas en nuestro país que buscan su aplicación al ámbito vasco. Muchos de ellos asumen como premisa el final feliz del mismo al entender que ha garantizado el fin del terrorismo del IRA y su desarme. Por ello sugieren que el proceso que se inicia con el alto el fuego de ETA exigirá un pragmatismo como el que han mostrado dirigentes británicos e irlandeses. Deducen en consecuencia que el proceso hasta el final de ETA será largo, duro y difícil; si bien insisten en que en absoluto pagará nuestra democracia ningún precio político a cambio. Sin embargo, la interpretación que muchos de estos observadores realizan del proceso norirlandés ignora que tanto el Gobierno británico como el irlandés han permitido finalmente que el terrorismo extrajera réditos políticos. Otros se sirven precisamente de esa realidad para anticipar y justificar que el Gobierno español lleve a cabo concesiones en aras de una supuesta practicidad necesaria para solucionar el conflicto vasco. Por ello, esa insistencia en el modelo norirlandés hace temer que éste se convierta en coartada para legitimar lo que podría llegar a ser una contraproducente política antiterrorista en relación con ETA si el paralelismo entre uno y otro proceso se sigue estableciendo sin el rigor debido.

En primer lugar debe cuestionarse la generalizada asunción del "final feliz" del proceso norirlandés que tan recurrente resulta para la comparación. La enorme polarización política y social existente hoy en Irlanda del Norte, donde el Gobierno autonómico continúa suspendido y en donde la segregación geográfica entre comunidades no ha dejado de crecer, arroja serias dudas sobre una valoración del proceso norirlandés tan erróneamente positiva como exagerada. Es muy convincente atribuir estas consecuencias a una equivocada gestión del proceso posterior al alto el fuego del IRA, sentando un precedente que debería evitarse en nuestro país. En contra de quienes ensalzan el pragmatismo de Tony Blair o Bertie Ahern, primeros ministros del Reino Unido e Irlanda, sus propios pronunciamientos públicos exponen cómo el terrorismo ha conseguido recuperar parcialmente por la vía política lo que perdió policialmente. En enero de 2005, Ahern reconocía en el Parlamento irlandés que en su intento por integrar al Sinn Fein en el sistema había ignorado las actividades delictivas en las que el IRA venía viéndose involucrado. Un año antes, Blair afirmaba que no debía tolerarse una situación en la que representantes de la voluntad popular se vieran obligados a compartir el Gobierno de Irlanda del Norte con un partido como el Sinn Fein asociado a un grupo terrorista todavía activo, esto es, el IRA. Estas concesiones fueron criticadas por los representantes de la comunidad unionista durante años, siendo dichas reclamaciones ignoradas una y otra vez por los gobiernos británico e irlandés al entender que el fortalecimiento político del Sinn Fein aseguraba la continuidad del alto el fuego del IRA. Con ese contradictorio comportamiento, que sigue manteniéndose, se lanzaba un nocivo mensaje: el Sinn Fein puede condicionar la normalización política a pesar de incumplir las reglas del juego democrático.

El informe emitido el pasado mes de febrero por la comisión encargada de supervisar el estado del alto el fuego de los grupos terroristas confirmaba la perjudicial incoherencia de la política británica. Esta comisión sustenta su trabajo en unos principios democráticos básicos; entre ellos, el que destaca como inaceptable que un partido político, y particularmente sus líderes, expresen su compromiso con la democracia y la leymientras su actitud demuestra lo contrario. Considera, además, que los partidos políticos no deben beneficiarse de su asociación con actividades ilegales. Sin embargo, la comisión reconocía que el IRA seguía activo realizando actividades criminales que, autorizadas por sus líderes, servían a la estrategia política del Sinn Fein. La valoración que el ministro británico para Irlanda del Norte hacía del informe revela los peligros que entraña para nuestra democracia replicar un modelo como este que sin duda resulta atractivo para ETA y Batasuna. En opinión de Peter Hain, el informe demostraba "que el IRA se está moviendo en la buena dirección" al no haber "asesinatos" ni "robos de bancos". Más de diez años después del alto el fuego del IRA, el Gobierno británico ha acomodado su sistema democrático para que las actividades ilegales de una organización terrorista sean valoradas como aceptables siempre y cuando no rebasen un umbral, el asesinato, que de todos modos los terroristas no consideran oportuno traspasar en un nuevo contexto nacional internacional desfavorable para ello.

Esa dañina impunidad es la que ha convertido en ineficaz el desarme del IRA anunciado el pasado año. Aunque presentado casi unánimemente como un gran gesto, la forma en la que se llevó a cabo impidió que cumpliera el objetivo que motivó esta exigencia en 1995: convencer a las víctimas del terrorismo del IRA de su voluntad inequívoca de poner fin a la violencia. El retraso en el desarme y su metodología impidieron generar la confianza que se buscaba con esa medida. Tres fueron los gestos de desarme que precedieron al último en septiembre de 2005. Ninguno de ellos se realizó de un modo que permitiera, tal y como se requería, que el desarme fuera verdaderamente eficaz. El propio Martin McGuinness, en vísperas del desarme acometido en octubre de 2003, reconocía que los anteriores actos no se habían llevado a cabo en condiciones "convincentes", de ahí que admitiera la necesidad de "transparencia" para que los pasos del IRA no causaran "decepción". Hasta el general canadiense John De Chastelain, encargado de supervisar el decomiso de armas, subrayó también que desde 1999 insistió en sus contactos con el IRA en que, a menos que el desarme fuera "visible", se dudaría de las buenas intenciones del grupo terrorista, concluyendo por tanto que las dudas convertirían en ineficaz el desarme. A pesar de ello, en octubre de 2003 y en septiembre de 2005 se cometieron los mismos errores. La única diferencia entre uno y otro acto fue que en esta última ocasión un religioso protestante y otro católico presenciaron el desarme, sin que se hiciera público un inventario de las armas o fotografías de éstas, como se había reclamado previamente. Sin embargo, esta sola distinción resultaba insuficiente para garantizar la visibilidad y transparencia exigidas, pues se admitió que el IRA eligiera a los testigos en contra de las propuestas unionistas. El recambio católico, el padre Alec Reid, plenamente identificado en Irlanda y Euskadi con los intereses nacionalistas, minó aún más la credibilidad del acto del IRA.

Por tanto, Irlanda del Norte demuestra lo erróneo que resulta abandonar las exigencias objetivas que deben demostrar claramente la voluntad inequívoca de poner fin a la violencia. Confirma, además, la necesidad de comprobar que el Gobierno cumpla rigurosamente sus firmes promesas en torno a la verificación de una desaparición absoluta de la organización terrorista sin incurrir en concesiones al brazo político de la banda que permitan la perpetuación de ésta.


(Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos, y autor de Matar por Irlanda: el IRA y la lucha armada)

Rogelio Alonso, EL PAÍS, 31/3/2006

Sin disolución

La mera existencia de ETA es un factor de coacción enorme. Frente a los exultantes comentarios suscitados, debe indicarse que ETA no ha anunciado ni su disolución ni la entrega de sus armas. Hay quienes entienden que todo eso vendrá después. Sin embargo, esa mera muestra de tolerancia invita a involucrarse en una contraproducente dinámica de concesiones.

 



Muchas serán las personas que califiquen de 'histórico' el último comunicado de la organización terrorista ETA. Este mismo calificativo ha sido utilizado en numerosas ocasiones a lo largo de la última década en Irlanda del Norte. Precisamente esa experiencia obliga a moderar evaluaciones excesivamente positivas que la declaración etarra puede sugerir a algunos obeservadores. Fue en 1994 cuando el IRA decretó un cese de sus actividades «militares» y todavía hoy la organización terrorista sigue activa. Cierto es que ha abandonado sus asesinatos sistemáticos, pero no sus actividades de financiación y recopilación de inteligencia que ahora, como reconocen las fuerzas de seguridad, utiliza para su estrategia política dirigida por Sinn Fein. Por tanto, Sinn Fein ha optado por las vías políticas, pero sin renunciar a la contribución de las actividades ilegales del IRA, que continúa al servicio del partido político garantizándole beneficios mediante la promesa de una desaparición de la banda que nunca llega, al ser dicho objetivo la fuente de concesiones hacia quienes supuestamente habrían de conseguirlo. Es decir, las vías políticas emprendidas no son en absoluto democráticas, al operar el partido político con el apoyo criminal, logístico y financiero de una organización ilegal, propiciando un escenario que seduce a ETA y a Batasuna.

Tan significativo precedente obliga a tener muy presente la coyuntura en la que ETA hace público su comunicado. ¿Qué persigue ETA con sus palabras? ¿Por qué en este momento actual después de otros comunicados muy recientes en los que aseguraba que, según su lógica, las condiciones para continuar con la violencia permanecen? La respuesta a estas preguntas y la interpretación del comunicado debe hacerse desde la insistencia en que la declaración está firmada por una organización terrorista responsable del asesinato de cientos de seres humanos que todavía hoy continúa amenazando, intimidando y financiándose a través de actividades criminales. Su mera existencia es sin duda un factor de coacción enorme que jamás un sistema democrático debería tolerar como aceptable. Por ello, frente a los exultantes comentarios suscitados por la declaración, debe indicarse que ETA no ha anunciado su completa desaparición, ni su disolución, ni la entrega de sus armas. Hay quienes entienden que todo eso vendrá después de un primer paso como el de ayer. Sin embargo, esa mera muestra de tolerancia hacia una organización terrorista invita a involucrarse en una contraproducente dinámica de concesiones. En realidad, un alto el fuego de un grupo terrorista no debe ser alabado al no ser en absoluto un acto que deba recompensarse, pues su violencia es simplemente inaceptable de partida.

La necesidad de plantear tan firmes exigencias se desprende de los efectos que se derivarían de una respuesta mucho más complaciente, tal y como se deducía de las palabras del dirigente del Partido Socialista de Euskadi José Antonio Pastor, cuando en relación con el posible encarcelamiento de Otegi declaraba días atrás: «Probablemente, a lo mejor tampoco hubiera dado lugar a que se hubiera producido ninguna circunstancia de éstas si se hubiera producido ya un escenario de desaparición de la violencia en el País Vasco porque la presión social, la ilusión de la sociedad, influye en todo el mundo, en jueces, políticos, periodistas y en todo el mundo». En su opinión, todos los estamentos son personas que se dejan «influir como todos» y, «cuando se genera un clima de esperanza y de futuro en paz, es evidente que se produce un relajo general en la sociedad». En función de esa lógica, la declaración de ETA serviría para acentuar la presión sobre una sociedad ansiosa de paz tras décadas de un terrorismo que precisamente ha buscado su desestimiento. Ahí radica el peligro de considerar como suficiente la actual declaración de tregua a pesar de que ésta no informa de la noticia que realmente sí debería ser bienvenida, esto es, la completa disolución, desaparición y desarme de la organización terrorista.

La gestión del proceso anterior a este comunicado ha servido para dividir enormemente a las fuerzas democráticas, beneficiando tan sólo a ETA y a su entorno. La gestión del actual escenario también tiene un considerable potencial de desestabilización para los partidos democráticos si persisten sus divergencias. De ahí la necesidad de consensuar unos acuerdos mínimos que en realidad se encuentran ya recogidos en el Pacto por las Libertades, siendo la negación de cualquier precio político a la violencia el más importante de ellos. Dicha ausencia de precio político exige que una organización terrorista y el partido que la representa y que se encuentra estrechamente vinculado a la misma no se beneficien de una indulgencia que algunos observadores favorecen ya en respuesta al gesto de ETA. No son los gestos verbales, sino los hechos objetivos los que deben ser valorados. Hasta el momento el único hecho objetivo es que ETA sigue mostrándose reacia a desaparecer. Es pragmático y razonable que los representantes políticos de la organización terrorista, así como sus activistas, sigan recibiendo el trato que la Justicia impone mientras la banda no anuncie su disolución y desarme, es decir, mientras continúe existiendo una organización ilegal como ETA. Representan exigencias realistas y prácticas que deberían satisfacerse y verificarse rigurosamente antes de considerar cualquier diálogo sobre los presos y otras cuestiones políticas como la vuelta a la legalidad de Batasuna, lo cual impediría que la organización terrorista coartase al resto de los actores. Estas exigencias democráticas incentivarían a los dirigentes de Batasuna a exigir a ETA su verdadera desaparición y facilitaría la restauración del consenso entre los principales partidos democráticos.


(Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos)

Rogelio Alonso, EL CORREO, 23/3/2006