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Foro El Salvador

Análisis de Rogelio Alonso

Sonrisas para el juicio

El lugar en el que el terrorista es juzgado le ofrece una oportunidad de justificar la supuesta motivación política de sus crímenes. No es extraño que lance proclamas y amenazas que sobrecogen a quienes escuchan la frialdad con la que se jacta de bárbaros asesinatos. ¿Qué pasa realmente por la mente del terrorista en esos momentos?.

 



Hace unos días, la Prensa publicaba la fotografía del etarra Francisco José Ramada durante su juicio en la Audiencia Nacional. Junto a él aparecía su compañera, Sagrario Yoldi. Ambos sonreían frente a los magistrados que les han juzgado por su participación en el secuestro del industrial guipuzcoano José María Aldaia, que permaneció privado de libertad entre mayo de 1995 y abril de 1996. En dicha foto los rostros de felicidad de los responsables de la tortura de un ser humano durante tan largo periodo no reflejaban la crueldad de sus actos. Con frecuencia, los integrantes de la banda terrorista muestran un semblante risueño y desafiante en el momento de ser juzgados, recurriendo también en ocasiones al insulto, componiendo todo ello un escenario especialmente doloroso para los familiares de las víctimas. En semejante contexto puede enmarcarse el comunicado que el mes pasado emitió la Asociación de Víctimas del Terrorismo: «Ante la soledad en muchos casos y las difíciles circunstancias que los familiares de las víctimas del terrorismo tienen que afrontar cuando se realiza el juicio contra los asesinos terroristas en la Audiencia Nacional, a quienes acompañan numerosos miembros de las diversas organizaciones de apoyo a los presos terroristas, esta asociación da inicio a un proyecto basado en el acompañamiento a los juicios de las víctimas del terrorismo».

Para el terrorista, el juicio representa otro escenario más en el que se dirime el conflicto al que alude constantemente con el objeto de argumentar y racionalizar sus acciones. El lugar en el que el terrorista es juzgado por ese Estado al que se enfrenta violentamente, así como el mismo procedimiento en sí, le ofrece una oportunidad de justificar la supuesta motivación política de sus crímenes. No es por ello extraño que los acusados lancen proclamas e incluso amenazas que sobrecogen a quienes escuchan la frialdad con la que se jactan de bárbaros asesinatos. Ante estas actitudes cabe preguntarse qué pasa realmente por la mente del terrorista en esos momentos y qué otros factores subyacen bajo un comportamiento público que mucho tiene de escenificación.

Así, por ejemplo, un antiguo miembro del grupo terrorista IRA responsable del asesinato del protestante Kenneth Leneghan en 1976 revelaba años después el tremendo impacto que le causó la presencia durante el juicio del padre del asesinado, que dejó en su memoria un imborrable y devastador recuerdo. El asesino de Leneghan tampoco ha olvidado la imagen del cuerpo desplomándose a cámara lenta mientras vaciaba el cargador de su pistola y cómo al iniciar la huida cuatro cuerpos se desangraban sobre el asfalto. «Podías haber sido tú mismo si hubieras pasado por allí y te hubieses topado con nosotros», recuerda el asesino para exponer el efecto indiscriminado de su acción. Tan sólo unas horas más tarde, las fuerzas de seguridad le detendrían e interrogarían durante varios días antes de ser acusado de asesinato. Las huellas que dejó en el coche le habían delatado.

Su comparecencia ante el juez fue la de un joven envalentonado y desafiante. Su frialdad y arrogancia sólo se vieron amenazadas cuando descubrió en la sala la presencia del padre de esa persona a la que había asesinado cobardemente. Su mirada se clavó en aquel anciano para reparar en el rostro de un hombre triste, cansado, que acababa de recibir la noticia del asesinato de su hijo. Recuerda todavía con absoluta nitidez su vestimenta: un abrigo deshilachado y una camisa vieja. Era un hombre pobre e indefenso que le hizo sentirse avergonzado de su crimen. Mientras estos pensamientos recorrían su mente, su conciencia le atormentaba: había asesinado al hijo de ese hombre frágil que aparecía ante él completamente destrozado y con una enorme dignidad.

Unas horas antes, este mismo asesino se había sentido decepcionado porque únicamente había logrado asesinar a una sola persona. Siempre había pensado que, si le detenían, al menos debía ser por el asesinato de más de una persona, pues, en su opinión, una pena en prisión no merecía menos. Sin embargo, ante la presencia silenciosa y humilde de ese anciano abatido tuvo que afrontar por primera vez sentimientos de culpa. Reconoce que intentó vencerlos con una actitud arrogante jactándose de nuevo de su crimen y de su hipotética efectividad. No obstante, treinta años después sigue sin olvidar el rostro arrugado de aquel anciano y desea que ojalá jamás le hubiese arrebatado a su hijo. Asegura que lo que entonces consideró como una hazaña nunca lo fue y que no contribuyó un ápice al objetivo idealista y vago de liberar Irlanda. Sí sirvió en cambio para provocar otras muertes y para que otros desearan verse liberados de asesinos como él.

«¿Qué cojones sabía yo de política a los dieciocho años? ¿Qué cojones puede saber de política un crío a los dieciocho años?», se pregunta, a la vez que admite que el adoctrinamiento nacionalista alimentó el fanatismo y la manipulación de otros jóvenes como él. El verdadero alcance de la supuesta motivación política de hombres y mujeres que mataron por el IRA la sintetizaba uno de ellos cuando aludía a su incipiente activismo con estas palabras: «Yo era muy pro republicano sin saber lo que el republicanismo era realmente». Muchos son los antiguos convictos del IRA que admiten que militantes de mayor edad les inculcaron una «educación política» totalmente deformada que posteriormente instrumentalizaron para justificar sus crímenes. De esa manera lograban interpretar sus actos como legítimos y necesarios eludiendo así hacer frente a la humanidad de sus víctimas y a la inmoralidad de sus crímenes.

Como en el caso de este ex preso del IRA, bajo la bravuconería que muchos etarras despliegan ante el juez se esconde una realidad escasamente romántica que objetivamente es susceptible de provocar un nulo orgullo y halago, a pesar de sus intentos por demostrar lo contrario. En contraste con esa exaltación de la violencia en la que muchos etarras convierten sus juicios, es útil recordar las declaraciones de uno de ellos, Eugenio Irastorza, al abandonar la cárcel tras cumplir veintitrés años de condena, pues reflejaban un innegable fracaso que expone la patética teatralidad con la que a menudo ensalzan el terrorismo los integrantes de ETA.

En una entrevista publicada en 'Gara' en septiembre de 2003, respondía así a la pregunta de si creía que la situación política había cambiado durante su tiempo en prisión: «No mucho. Precisamente, durante la comida comentábamos que en el momento en que yo salgo entran otros cuatro. Los avances que ha conseguido la izquierda abertzale han supuesto una serie de cambios, pero en lo sustancial apenas ha variado. La negación de los derechos de Euskal Herria sigue siendo la misma que cuando yo comencé. Ves cómo nuevas generaciones se van incorporando. Yo entré siendo un chaval, y ahora están entrando chavales que no habían nacido cuando yo entré. Y eso se hace duro, porque ves el coste tan grande que supone reivindicar los derechos de nuestro pueblo. Pero sobre todo sientes orgullo del pueblo al que perteneces y de la gente que tienes». Ese cuestionable orgullo de pertenencia a un pueblo que rechaza mayoritariamente al grupo terrorista ETA es el pobre balance que a este antiguo activista le queda después de pasar media vida en prisión tras asesinar a Dionisio Imaz, propietario de un taller, en abril de 1979. Es muy revelador que la opinión de otros excarcelados atribuya una similar ineficacia a la violencia de ETA. Después de treinta años de terrorismo, realmente pocos éxitos más allá del sufrimiento generado pueden exhibir, al igual que Irastorza, esos etarras que sonreían días atrás en la Audiencia Nacional antes de ser condenados por el secuestro y tortura de un ciudadano vasco.

Rogelio Alonso es autor del libro “Matar por Irlanda. El IRA y la lucha armada”, publicado en 2003 por Alianza Editorial.

Rogelio Alonso, EL CORREO, 8/5/2004

 

A falta de pruebas y hechos

En varias ocasiones el IRA ha presentado como 'históricos', discursos que el tiempo ha expuesto como mera palabrería al no ir acompañados de hechos que los hicieran relevantes. Sólo el tiempo demostrará si finalmente el IRA ha aceptado que su coacción es incompatible con la democracia y, por tanto, si su declaración es realmente histórica.

 



Una secuencia de la película 'Jerry McGuire' podría describir el significado del discurso de Gerry Adams el pasado mes de abril apelando al IRA a que abandonase la lucha armada, tal y como acaba de anunciar el grupo terrorista. Jerry McGuire, interpretado por Tom Cruise, es un agente deportivo despedido de su empresa que intenta mantener al único cliente que le queda, un jugador de fútbol americano al que encarna Cuba Gooding. Con el fin de asegurar ese contrato, Jerry augura al jugador un porvenir fabuloso si le confía su representación. Mientras Jerry le promete fantásticas ofertas, su cliente le responde: 'Show me the money!'. Con esta coloquial expresión el jugador le deja muy claro que en lugar de escuchar promesas de las que ya está cansado ante su constante incumplimiento, sólo quiere ver hechos que demuestren y prueben sus buenas intenciones. A estas alturas de partido, en el proceso de paz norirlandés la mayor parte de los jugadores le han gritado lo mismo a Gerry Adams y al IRA: 'Show me the money!'. Las novedades que según Adams contiene el comunicado del IRA exigen, si de verdad van a constituir un histórico gesto, demostraciones inequívocas hasta ahora largamente anunciadas pero nunca materializadas.

En octubre de 2003 Adams pronunció otro de esos supuestamente 'históricos' discursos que el tiempo ha expuesto como mera palabrería al no ir acompañado de hechos que lo hicieran relevante. Entonces Adams, como ahora el IRA, ya declaró que existía otra alternativa a la violencia afirmando su «compromiso absoluto con los métodos exclusivamente democráticos y pacíficos», oponiéndose a «cualquier uso de la fuerza o amenaza con fines políticos». Quienes interpretaron que Adams estaba cerrando la empresa que dirige desde hace treinta años, esto es, el IRA, se vieron decepcionados. Es oportuno recordar que quien firma la reciente declaración es una organización terrorista responsable del asesinato de miles de seres humanos que todavía continúa amenazando, intimidando y financiándose a través de actividades criminales. Así lo han constatado los primeros ministros británico e irlandés y la comisión independiente que tiene como misión juzgar si realmente los grupos terroristas norirlandeses respetan sus declaraciones formales de alto el fuego. Las denuncias contra el IRA por parte de tan relevantes actores ha colocado en los últimos meses una gran presión sobre el grupo liderado por Gerry Adams. El contexto internacional la ha intensificado propiciando este gesto público del grupo terrorista, pues en el escenario creado por el 11-S, el 11-M y el 7-J es impensable que el IRA vuelva a colocar bombas en Londres o a matar indiscriminadamente a civiles. En realidad declarar el final de 'su campaña armada' es en este momento un tanto redundante, pues ciertamente poco probable era que el IRA perpetrara otra vez atentados que facilitaran la equiparación de Adams con Bin Laden cuando el primero ha invertido tanto en rehabilitar su imagen llegando al extremo de fotografiarse con Juan Pablo II.

Hace tiempo que los dirigentes del IRA han abandonado su denominada 'lucha armada' conscientes de la ineficacia de la misma después de treinta estériles años de asesinar sin conseguir sus objetivos. Así lo constata el hecho de que quienes asesinaron por una Irlanda unida aceptan hoy administrar la limitada autonomía que bajo soberanía del Gobierno británico se introdujo en la región en 1999 y que permanece suspendida desde 2002 por las diversas actividades del IRA, entre ellas el espionaje de dichas instituciones o el cuantioso robo a un banco en Belfast. No renunciaron los responsables del IRA a mantener presente al grupo terrorista como elemento de presión con el que coaccionar a sociedad y políticos prometiendo por un lado su desaparición pero condicionándola a que el Sinn Fein recibiera concesiones políticas. Esta estrategia ha generado numerosos engaños, siendo Tony Blair víctima de uno de ellos cuando en 1999, después de una conversación privada en la que dirigentes del Sinn Fein le transmitieron lo mismo que el grupo terrorista acaba de anunciar ahora, el premier británico declaró que el IRA estaba dispuesto a acometer «un gesto de proporciones sísmicas» en lo referente a su desarme. Cuando finalmente el IRA entregó algunas de sus armas en 2001 lo hizo sin satisfacer las expectativas alimentadas mientras los servicios de inteligencia descubrían que el grupo había ordenado fabricar nuevos morteros.

Ante el fracaso de treinta años de violencia el IRA ha sido la mejor baza de la que ha dispuesto Adams para rehabilitar su imagen de presidente de un partido como el Sinn Fein que hasta hace poco obtenía una insignificante representación electoral en el norte y el sur de Irlanda. Al presentarse como el hombre al que se debía alabar y fortalecer con concesiones para ser así capaz de convencer al IRA de la necesidad de dejar la violencia, Adams ha perpetuado deliberadamente la existencia del grupo terrorista mientras reforzaba su perfil político. De ese modo se ha coaccionado a la sociedad al prometerse la desaparición del IRA al tiempo que continuaba infringiendo la ley mediante la extorsión, el contrabando y otros métodos criminales auténticamente mafiosos, incluidos el asesinato. Pero después de prometer durante años que el IRA se disolvería siempre y cuando los gobiernos británico e irlandés, así como los unionistas, siguieran el camino que Adams marcaba, éste viene escuchando en los últimos meses que sus palabras y promesas deben ser corroboradas por hechos para tener credibilidad. Por tanto el verdadero alcance del reciente comunicado vendrá determinado por los gestos que a partir de ahora realice el IRA.

Obsérvese que el IRA no ha anunciado su completa desaparición, en cuyo caso Adams habría perdido al instrumento a través del cual ha chantajeado a gobiernos y políticos. La lógica que subyace a la estrategia mantenida por el IRA y el Sinn Fein la resumía el activista Seanna Walsh, elegido para hacer público el último comunicado. En agosto de 2004 este antiguo preso señaló: «Lo que hay que preguntarse cuando se habla de eliminar la capacidad del IRA para hacer la guerra es: ¿Qué vas a hacer con gente como yo? ¿Me vas a matar? Si no lo haces, la única forma de eliminar esa capacidad del IRA consiste en alcanzar un acuerdo conmigo y con gente como yo. Esa es la única forma en la que se puede desactivar a gente como yo». Ciertamente su planteamiento no era muy democrático, aunque sí resultaba revelador de la actitud del IRA y de sus dirigentes hacia la insistencia por parte de los gobiernos británico e irlandés en la entrega de armas del grupo terrorista. Lo que Séanna Walsh defendía era sencillamente que un requerimiento tan normal en un sistema democrático como es el desarme de un grupo terrorista debería producirse sólo como resultado de concesiones políticas que hicieran rentable para el IRA semejante gesto. Su argumento asumía que un Estado debe aceptar el chantaje que una organización terrorista le impone e invita por ello a interpretar con cautela el último pronunciamiento del IRA. Sólo el tiempo y los actos del IRA demostrarán si finalmente ha aceptado que su coacción es incompatible con la democracia y, por tanto, si su declaración es realmente histórica.

Rogelio Alonso, EL CORREO, 29/7/2005

Devolver la voz a las víctimas

El autor propone como mejor manera de deslegitimar la violencia terrorista el darle la voz a las víctimas». Cuando las víctimas recuperan la voz que el terrorismo intenta acallar se desmoronan los eufemismos que impregnan el lenguaje justificador de la barbarie

 


El 16 de diciembre Maite Pagazaurtundua, junto a otras víctimas del terrorismo, apoyó en Bilbao la ilegalización de Batasuna al considerar que esta formación complementa el terror etarra que ella sufre. Juan José Ibarretxe prefirió promocionar en Córdoba lo que ha definido como su plan de pacificación, a pesar de que no contiene ninguna medida contra el grupo culpable de que, para más vascos que andaluces, la paz sólo sea un sueño.

El lehendakari de todos esos vascos amenazados por ETA no ha apoyado la ilegalización de Batasuna, decisión sobre la que es posible esgrimir argumentos a favor y en contra. Lo que carece de legitimidad política alguna es la deliberada distorsión que desde el nacionalismo se ha hecho de dicha medida. Para personas como Maite Pagazaurtundua, la ilegalización de una organización que apoya a ETA es un método de defensa contra quienes cobardemente le acaban de arrebatar a su hermano. Para ella, el cerco a quienes hacen funcionar el entramado etarra representa la esperanza que quizá le permite seguir resistiendo en tan desigual combate. En cambio, Ibarretxe y el nacionalismo vasco se han empeñado en presentar como un brutal ataque contra la pluralidad de las ideas la esperanza de víctimas indefensas por que la impunidad cese. Como parte de esa degradante estrategia, el nacionalismo respaldó una manifestación contra la ilegalización de Batasuna con el lema 'Todos los proyectos, todas las ideas, todas las personas'. Se proyectaba así una imagen de falso pacifismo, pues las ideas y proyectos violentos no pueden ni deben ser admitidos sino combatidos, al violar éstos la dignidad del ser humano.

«La amenaza de ETA te cambia todo. Apenas sales de casa. Casi no conozco mi ciudad. El problema no sólo eres tú, sino la familia, la mujer y los hijos. Esto no es vida». Es el testimonio de demasiados ciudadanos vascos que no pueden defender sus ideas, sus proyectos, y a los que no les pertenece ese país de prosperidad que Ibarretxe describe en su mal llamada propuesta de paz.

Estas personas necesitan demostraciones inequívocas de que las palabras de condena a ETA se traducen en acciones destinadas a poner fin a su amenaza. Son algo más que gestos simbólicos lo que requieren. A diario afrontan el miedo, la angustia y la desazón que genera sentir y saber que el resto de la sociedad progresa a un ritmo diferente. Además de luchar contra ETA, estas víctimas deben enfrentarse al insulto y al desprecio, como el que contenía un artículo publicado por 'Deia' en enero, en el que se descalificaba al Foro de Ermua como un grupo que «reúne a los más beligerantes partidarios del enfrentamiento civil en Euskadi».

El mecanismo de resistencia de muchos vascos lo constituyen agrupaciones cívicas como el Foro de Ermua y Basta Ya. Esas personas a las que se acusa de «beligerantes» y de desear «el enfrentamiento civil» son precisamente las que con coraje lo evitan, conteniendo un instinto muy humano como es el de la respuesta violenta frente a la agresión. Si estas víctimas que resisten con admirable estoicismo se hubiesen tomado la justicia por su mano, hace tiempo que Euskadi habría entrado en un sangriento enfrentamiento civil similar al de Irlanda del Norte, donde el terrorismo de reacción ha sido perpetrado por actores de diversos signo. Entonces cobraría pleno sentido la 'ulsterización' de un País Vasco en el que las víctimas responden al terror y el dolor con una paz valiente, erigiendo una resistencia que otros critican, pero a la que no se le puede negar el hecho fundamental de que se hace desde el pacifismo y no desde la violencia como la que se perpetra contra ellos.

Argumentan algunos de quienes descalifican a dichos grupos que ser víctimas no les da derecho a que todo el mundo comparta sus ideas. Sí les da derecho al respeto y a que sus reivindicaciones no se tergiversen invirtiendo los roles de víctimas y victimarios. Desgraciadamente, en esa manipulación se aprecia una coincidencia con la estrategia nacionalista frente a la ilegalización de Batasuna, que en ningún momento ha sido considerada como la defensa a la que recurre, desde la legalidad, la sociedad civil al ser agredida. Se logra así una humillante difusión de la responsabilidad por el denominado conflicto: ésta ya no recae tan sólo sobre ETA sino, paradójicamente, también sobre quienes son víctimas de ella. Es éste un fenómeno perverso y tremendamente contraproducente para el final del terrorismo que evoca la lógica sintetizada por Joseba Egibar al subrayar la relación de «mutua necesidad» entre el PNV y el brazo político de ETA.

La mejor manera de deslegitimar la violencia terrorista es darle la voz a las víctimas». Así lo indicó, durante el reciente foro sobre 'Periodistas, guerra y terrorismo' celebrado en Bogotá Ismael Roldán, prestigioso psiquiatra y académico colombiano premiado por sus investigaciones sobre la violencia. Cuando las víctimas recuperan la voz que el terrorismo intenta acallar se desmoronan los eufemismos que impregnan el lenguaje justificador de la barbarie. El discurso de las víctimas expone la hipocresía de farsantes que se presentan como expertos en resolución de conflictos proponiendo 'soluciones imaginativas' que 'humanicen el conflicto'. El conflicto ha sido 'humanizado' desde el momento en el que las víctimas comienzan a serlo, ya que no son objetos, sino seres humanos que sienten y padecen. La sangre que derraman es real, humana, de ahí que resulte tan dañino que las causas de sus desgracias sean envueltas en el celofán de un lenguaje neutro que no es verdaderamente de paz sino, por el contrario, deshumanizador. La auténtica paz exige honestidad, verdad. Un 'proceso de paz resolutivo' obliga a que se identifique y encare aquello que debe resolverse, esto es, el terror que impide dicha paz. De ninguna eficacia resultan ambiguas y genéricas apelaciones al diálogo cuando en realidad con ellas sólo se evita abordar cómo hacer frente a quienes lo niegan, esto es, los terroristas.

El Gobierno vasco podría cederle a las víctimas el protagonismo que merecen promoviendo la siguiente iniciativa en los medios de comunicación públicos. En los programas de mayor audiencia de la radio y la televisión vasca o en los informativos más escuchados de dichos medios, cada día se podrían introducir durante unos minutos testimonios de víctimas del terrorismo como parte de una serie especialmente elaborada para tal fin. Puesto que el terrorista que asesina carece de empatía por sus víctimas y parte de la sociedad se halla anestesiada, quizá ésta sea una forma de conmover provocando la reacción de algunos. Quizá así las víctimas encuentren un altavoz para expresar sus sentimientos y relatar sus historias con el fin de que la sociedad vasca tenga presente que hay seres humanos que sufren a ETA a diario y desde hace mucho tiempo. Quizá quienes les descalifican comprendan así un poco mejor por qué el horror de la violencia condiciona sus actitudes. Quizá de ese modo sientan algo de apoyo social, que debe complementarse con un respaldo político y judicial que no sea meramente verbal.

Con cada asesinato se reproducen las denuncias sobre el clima insoportable de intimidación impuesto por ETA. Al transcurrir unos días la atención mediática disminuye, pero la fatiga que el terror crea continúa para muchas personas. Las víctimas siguen sufriendo mientras el resto de la sociedad avanza liberada de ese lastre. Entretanto, destacados representantes del nacionalismo no violento insisten en prostituir la paz exponiendo otra coincidencia con quienes entienden la paz como una táctica más en su estrategia de guerra. A menudo, al igual que hicieron los obispos vascos en su comunicado del año pasado, se utiliza la amenaza de la confrontación social para justificar la condescendencia hacia el entorno etarra. Sin embargo, la división provocada por la agresión terrorista es ya una dolorosa realidad, no una hipótesis de futuro. La fractura social tiene rostros, nombres y apellidos, los de unas víctimas que necesitan la paz más que nadie y cuya sensación de desprotección posee implicaciones personales y políticas que no deben seguir siendo ignoradas.

«La mejor manera de deslegitimar la violencia terrorista es darle la voz a las víctimas». El Gobierno vasco puede devolverles esa voz con una iniciativa en los medios de comunicación como la sugerida. Frente a las abstracciones conceptuales de engañosos planes de paz, las historias de esos seres humanos de carne y hueso víctimas del terrorismo pueden contribuir a detener la deshumanización del conflicto en la que tanto invierten los falsos pacifistas.

Rogelio Alonso, EL CORREO, 20/2/2003

 

Adaptarse a los nuevos tiempos

El IRA se ha adaptado, pero continúa financiándose mediante actividades ilegales que pone al servicio de la estrategia política del Sinn Fein. No sería extraño que ETA y Batasuna persiguieran un escenario semejante. De ahí la necesidad de exigir el desarme y la disolución total de la banda.

 


Irlanda del Norte constituye un recurrente referente para quienes desean en nuestro país imponer un determinado modelo para el final del terrorismo etarra. Desafortunadamente los paralelismos entre uno y otro contexto emergen con frecuencia sin el rigor debido para analizar de manera eficaz tan importantes fenómenos. Así ha ocurrido al comparar la reciente declaración de alto el fuego de ETA con la que emitiera en 1994 el IRA. Erróneamente se ha asegurado que el término permanente utilizado por ETA en esta ocasión era una réplica de la expresión empleada en aquel entonces por el grupo terrorista norirlandés. De ese modo, se ha pretendido transmitir el mensaje de que esta vez el cese de ETA es realmente definitivo e irreversible. Sin embargo es absolutamente falso que el IRA hiciera uso de semejante expresión en aquel entonces, hablando en cambio de "un cese completo de sus actividades militares". El hecho de que ETA sí lo haya introducido no debe ser tomado tampoco como prueba concluyente de que la banda vaya a desaparecer de la escena política.

Por el contrario, este episodio nos demuestra lo inútil que resulta centrarse en el análisis de comunicados como éstos emitidos por organizaciones terroristas responsables de muchas otras declaraciones en las que constantemente se han justificado los injustificables asesinatos de seres humanos cometidos por sus activistas.

Las palabras de los grupos terroristas pueden interpretarse de modos diversos en función de los deseos de quienes interpretan esos gestos. Por ello, más allá de la mera retórica, lo que verdaderamente debe exigírsele a la organización terrorista son hechos objetivos que demuestren de forma inequívoca su absoluta desaparición y disolución. Así lo aconseja la experiencia norirlandesa, donde constantemente, a lo largo de más de diez años, los prometedores y sucesivos anuncios del IRA han sido calificados como históricos a pesar de que todavía hoy este grupo terrorista se mantiene activo. Cierto es que el IRA ha renunciado a su campaña de asesinatos sistemáticos como consecuencia de los elevados costes políticos y humanos que éstos generan. Sin embargo, y tal y como ha destacado la comisión encargada de supervisar el estado del alto el fuego de los grupos terroristas norirlandeses, el IRA "se ha adaptado a los nuevos tiempos". De ese modo, el IRA continúa financiándose y recopilando inteligencia mediante actividades ilegales que pone al servicio de la estrategia política del Sinn Fein, todo ello con la autorización de líderes que dirigen simultáneamente una y otra formación.

Éste es el motivo por el que la declaración del pasado mes de julio en la que el IRA anunciaba el fin de su lucha armada era en gran medida redundante, a pesar de que todavía hoy es utilizada en nuestro país para respaldar la conclusión de un supuesto final feliz del proceso norirlandés que no se corresponde con la realidad. El anuncio del IRA fue ensalzado casi unánimemente ignorándose que la organización terrorista había abandonado muchos años antes su denominada lucha armada consciente de la ineficacia de ésta después de treinta años de asesinar sin conseguir sus objetivos. Sin embargo, los responsables del IRA no renunciaron, ni antes ni después, a mantener presente al grupo terrorista como elemento de presión con el que coaccionar a la sociedad y a los políticos mediante la promesa de su desaparición, pero condicionándola a que el Sinn Fein recibiera concesiones políticas. Esta estrategia ha dado lugar a numerosos engaños, incurriendo los primeros ministros de Gran Bretaña e Irlanda en una contraproducente indulgencia hacia el brazo político de la organización terrorista. No sería extraño que ETA y Batasuna persiguieran un escenario semejante, y de ahí la necesidad de mantener desde el Gobierno exigencias firmes como el desarme y la disolución total de la banda, reclamaciones que deberían satisfacerse y verificarse rigurosamente antes de considerar cualquier diálogo sobre los presos y otras cuestiones políticas como la vuelta a la legalidad de Batasuna. Esto impediría que la organización terrorista coartase al resto de los actores incentivándose a su vez a Batasuna a exigir a ETA su verdadera desaparición.

En contra de este criterio hay quienes sostienen, a mi juicio de manera equivocada, que esa firmeza llevaría a ETA a recuperar la violencia.

En este sentido es útil preguntarse si realmente puede recurrir nuevamente a sus asesinatos sistemáticos y esperar resultados positivos de éstos. No es tan plausible dicho retorno al terrorismo en un contexto nacional e internacional claramente desfavorable. Esas cambiantes circunstancias, motivadas por un declive de su ciclo vital complementado por una debilidad operativa y organizativa considerable, resultado de una eficaz presión política, policial, social y judicial a lo largo de los últimos años, ha restado eficacia a la violencia terrorista, desaconsejando por ello su utilización. Cierto es que ETA continúa siendo capaz de emplear de nuevo el asesinato, si bien la banda también parece consciente de los elevados costes políticos y humanos que provocaría para su organización y su entorno.

Es por ello por lo que la presión sobre ETA y su entramado, incluido su brazo político, sigue representando el factor más valioso para garantizar la eventual erradicación del terrorismo. Así pues, el alto el fuego de la organización terrorista no debe ser recompensado con la legalización de Batasuna a menos que dicha declaración vaya seguida del desarme de la banda y su inequívoca desaparición.

Siguiendo el modelo norirlandés, se aprecia cómo algunos sectores apuestan por interpretar como muestras inequívocas de la voluntad de ETA de poner fin a la violencia gestos aparentemente esperanzadores, aunque éstos no equivalgan a los mencionados desarme y desaparición de la banda. Se argumenta en defensa de este punto de vista que no resulta realista exigir de ETA semejantes obligaciones y que el tiempo convertirá paulatinamente en irrelevante a la banda. No obstante, se contribuye así a alimentar una dinámica mediante la cual la organización terrorista deja de constituir una carga para Batasuna, pues es precisamente la existencia de la banda y la promesa de su desaparición los que le garantizan beneficios al brazo político. Como consecuencia de esta lógica, se libera a la banda de la presión que debería recaer sobre ella y se transfiere la responsabilidad por el mantenimiento del alto el fuego a los políticos y a los ciudadanos, que se ven así coaccionados para aceptar condiciones que no son plenamente democráticas. En absoluto puede serlo tolerar que una organización ilegal continúe existiendo y manteniéndose inextricablemente unida a una formación política, a pesar de las declaraciones formales de sus dirigentes respaldando procesos democráticos que se ven en contradicción con sus comportamientos antidemocráticos al beneficiarse de su asociación con dicha presencia.

Como el ejemplo del IRA confirma, la mera existencia de una organización terrorista constituye un factor de coacción que jamás debería ser tolerado como aceptable.


(Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Autor de 'Matar por Irlanda. El IRA y la lucha armada')

Rogelio Alonso, LA VANGUARDIA, 7/4/2006

 

La verdad del terrorismo

La realidad ha demostrado ser mucho más sencilla que la fantasía de que el final de procesos violentos exige la aceptación de un empate entre los actores. El IRA sólo comenzó a desarmarse ante la presión ejercida por los gobiernos británico, irlandés y estadounidense, y esto llegó a pesar de no haber logrado este grupo ningún objetivo, sino precisamente por ello.

 


En ocasiones organizaciones terroristas como ETA y el IRA no son consideradas como tales, sino casi como una suerte de ONG de derechos humanos. A pesar de la evidente y dolorosa crueldad de sus actos, a menudo se ignoran las conclusiones que de los mismos se derivan y que deberían condicionar el tratamiento que dichos grupos y los partidos afines a ellos habrían de recibir por parte de otros actores políticos y sociales. Recientes acontecimientos en Irlanda del Norte y el País Vasco han puesto de relieve dinámicas de ese tipo con las que bajo el pretexto de la búsqueda de la paz y la supuesta ambición de la resolución de los conflictos se intentan consolidar esquemas que eluden la realidad en torno al terrorismo.

Por un lado, Irlanda del Norte ha asistido a la enésima escenificación del fracaso por restablecer el Gobierno autónomo de la región suspendido en octubre de 2002. Es significativo que todavía algunos observadores asuman sin crítica la interpretación que de esta cuestión proponen el IRA y Sinn Fein. Sorprendente debería resultar que algunas personas entiendan como normal que una sociedad democrática deba aceptar el chantaje que un grupo terrorista impone al exigir que no se le demande la entrega de sus armas. Ello demuestra el éxito de ambas formaciones a la hora de convencer a ciertos sectores de opinión de que dicha exigencia resulta poco realista además de contraproducente para el avance del proceso de paz. Quienes califican como absurda la necesidad de fotografiar el desarme asumen erróneamente la buena voluntad de una organización terrorista para la que la paz tiene un particular significado. Cierto es que no parece probable que el IRA reanude una campaña terrorista como la que protagonizó durante décadas, pero tampoco ha renunciado a explotar para sus propios fines instrumentos como el de su desarme.

En 1992, Danny Morrison, un destacado dirigente del IRA y de Sinn Fein, planteaba que la violencia mantenía unidos a sus enemigos, esto es, los unionistas, y sugería que si el terrorismo cesaba, entonces los republicanos podrían manipular el proceso posterior ante las dudas que surgirían sobre su gestión, provocando así la división de los protestantes. Ese mismo escenario es el que ha perseguido Sinn Fein y en el que debe enmarcarse la negativa del IRA a completar su desarme, compaginada ésta con abundantes promesas incumplidas por parte de sus portavoces. En este sentido resultaba significativo contrastar las declaraciones de Gerry Adams asegurando que jamás había aceptado el IRA que se fotografiase la entrega de armas con la admisión de todo lo contrario ofrecida por un representante del grupo terrorista al que citaba la Comisión de Desarme, tal y como se recogía en el informe de los gobiernos británico e irlandés sobre el tema.

Si Ian Paisley es hoy el político unionista que cuenta con un mayor respaldo de la comunidad unionista, lo es en gran medida gracias a esas mentiras del IRA que acabaron por destrozar el liderazgo de David Trimble. A lo largo de los últimos años, Gerry Adams ha prometido en numerosas ocasiones un desarme total que no ha llegado y del que injustamente se ha responsabilizado a los unionistas. Cuando surgían voces que replicaban que lo verdaderamente perjudicial para la paz era asumir como imprescindible que no todos los actores respetaran las mismas reglas democráticas al reclamar que el uso de la violencia reportara beneficios de los que los auténticos demócratas no disfrutaban, se enfrentaban con frecuencia a la crítica de quienes les acusaban de obstaculizar el camino de la paz. Como consecuencia de esa visión, la ruptura del alto el fuego del IRA en 1996 fue interpretada por ciertos políticos y medios de comunicación como la responsabilidad del primer ministro británico del momento, John Major, coincidiendo de ese modo con la propia interpretación del grupo realmente responsable de reanudar el terrorismo. «La mala fe de los británicos y la intransigencia de los unionistas norirlandeses», términos acuñados por el IRA entonces, sirvieron para que incluso desde el País Vasco diversas voces hayan explicado el proceso de paz tal y como la propia organización terrorista lo ha hecho.

Hay quienes han defendido como necesaria esa retórica al entender que de ese modo se facilitaba la transición del terrorismo a la política. Ello ha llevado por extensión a considerar al IRA como una bienintencionada organización ávida de encontrar la paz y necesitada de colaboración por parte del Estado en tan encomiable tarea. De ese modo se ha exigido 'valentía' para que el Estado llevase a cabo concesiones al IRA que teóricamente deberían ser respondidas con gestos por parte del grupo terrorista. No es difícil encontrar comportamientos similares en el ámbito vasco, donde el mes pasado tres socialistas guipuzcoanos exigieron al presidente del Gobierno «valentía» y «asumir algún riesgo para ganar la libertad». Lo hacían antes de hacerse pública la propuesta de Anoeta que, con la falsa apariencia de un nuevo lenguaje pero sin desmarcarse realmente de ETA, pretendía reparar la deteriorada imagen de una marginada Batasuna mediante engañosas expectativas. Precisamente por ello estos socialistas favorecían en cierta medida los intereses del brazo político de la organización terrorista, como sugería la acertada valoración que de la propuesta abertzale hacía el presidente del Senado, Javier Rojo: «Nos tratan de confundir, engañar y mentir y ante eso debemos seguir haciendo lo que hacemos, defender el Estado de Derecho, el ordenamiento jurídico en los términos en los que lo planteamos y la unidad de acción de los demócratas».

En una línea semejante en las páginas de este diario un grupo de profesores de la Universidad del País Vasco señalaba que «Sería deseable que el conjunto de 'quienes corresponda' hiciesen algo a partir de lo cual ETA pueda plantear un discurso en el que otorgue sentido tanto a su pasado como al cese de su actividad». Esas pretensiones recuerdan a las denominadas 'coreografías' con las que en Irlanda del Norte se ha intentado infructuosamente avanzar hacia el desarme total del IRA. Es éste un término profusamente utilizado por numerosos observadores ensimismados con teorizar sobre resolución de conflictos y que han encontrado en Irlanda del Norte un terreno especialmente fértil para sus elucubraciones. Cada una de esas fracasadas coreografías se sostenía en movimientos consecutivos encaminados a presentar las renuncias realizadas por el grupo terrorista como parte de un esquema general en el que supuestamente otros también realizaban concesiones. De esa manera se esperaba que los dirigentes terroristas asimilaran mejor su derrota facilitándoles ante su base la presentación de semejantes sacrificios.

Sin embargo la realidad ha demostrado ser mucho más sencilla que las fantasías metodológicas de quienes durante años han venido propugnando que el final de procesos violentos como el de Irlanda del Norte exigía la aceptación de una suerte de empate entre los actores involucrados así como que ciertas exigencias a los terroristas no debían considerarse como realistas. La experiencia demuestra que el IRA sólo comenzó a desarmarse ante la presión ejercida por los gobiernos británico, irlandés y estadounidense y que el final de su violencia llegó a pesar de no haber logrado este grupo ninguno de sus objetivos, sino precisamente por ello. Así pues, la derrota del IRA ha constituido el principal incentivo para relegar la violencia, al igual que ha ocurrido con los seis presos etarras que, tras reconocer el fracaso de ETA, han abogado por interrumpir el terrorismo pese a no haber recibido contraprestaciones políticas a cambio.

Curiosamente, los términos de 'derrota' y 'victoria' que Paisley reivindica para dar fe del desarme del IRA son los que PNV, EA e IU han rechazado para la reconciliación en el contexto vasco, como expresaban en un texto remitido al Parlamento. Imposible parece que dicha reconciliación pueda alcanzarse sin justicia y reparación para las víctimas, condiciones que inevitablemente exigen que se enfatice la derrota de quienes han perpetrado el terrorismo. A propósito de estas cuestiones, oportuno parece recordar que no fue el unionista Paisley quien habló inicialmente de humillación, sino el dirigente de Sinn Fein Mitchel McLaughlin al rechazar las fotografías del desarme.

Éstas no constituirían en sí mismas una humillación sino una prueba que aportaría fiabilidad a un proceso del que resulta imposible que el IRA no salga humillado, como su balance de resultados demuestra: ha asesinado a cientos de personas, no ha conseguido una Irlanda unida ni la retirada británica de Irlanda del Norte, habiendo profundizado su violencia las divisiones de la sociedad norirlandesa, de manera que el significativo porcentaje de protestantes que en 1968 se consideraban irlandeses hoy no dudan en definirse como británicos haciendo más improbable la unificación del territorio y la reconciliación. El veredicto de una reciente encuesta de opinión confirmaba dicha humillación al constatar la indiferencia de la sociedad ante los agravios declarados por el IRA. En dicha consulta, un 66% de protestantes norirlandeses indicaban que no querían la devolución de competencias de Londres a la Asamblea autonómica, sin que tampoco les importara que la autonomía no volviera a restablecerse. Esta misma era la opinión de la mitad de los católicos norirlandeses corroborando así que para esta sociedad lo verdaderamente relevante es la desaparición de la violencia aunque continúen bajo un sistema de gobierno sin ni siquiera una mínima autonomía.


Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política de la Universidad Rey Juan Carlos.

Rogelio Alonso, EL CORREO, 17/12/2004

 

La paz como espectáculo

La lógica de que "el bien superior de la paz se merece que todos recortemos incluso nuestras legítimas aspiraciones" (Juan María Uriarte) conduce a que las concesiones a ETA hoy inadmisibles, sean en el futuro aconsejables en el proceso de paz. Se ignora que cualquier legitimación de ETA constituye una deslegitimación de la democracia y de sus víctimas que concede sentido al terrorismo.


A finales del mes de septiembre el IRA anunció su desarme completo, noticia que fue recibida con optimismo por parte de numerosos políticos y observadores tanto en el Reino Unido como en España. Sin embargo, la forma en que se realizó la entrega de armas planteaba serios interrogantes en torno a un proceso como el norirlandés que cada vez es contemplado con mayor interés por amplios sectores políticos y sociales en nuestro país. La perspectiva comparada es particularmente útil a propósito de la polémica suscitada por la negativa del nacionalismo institucional vasco a constituir una ponencia de víctimas del terrorismo que cuente con el apoyo de quienes han padecido la violencia del grupo terrorista ETA. Curiosamente, bajo sucesos como los referidos se aprecia una relevante coincidencia, pues en uno y otro contexto lo que se dirime es algo tan decisivo como la deslegitimación de quienes a través del terrorismo han despreciado la democracia y la dignidad humana durante décadas.

A lo largo de los años en los que el IRA y ETA han mantenido sus campañas terroristas, la búsqueda de la legitimación de sus acciones ha sido una constante. Afortunadamente estos grupos terroristas no han logrado que una mayoría de las sociedades vasca y norirlandesa legitimara dicho terrorismo. Ése es uno de los motivos por el que sus ciclos vitales han alcanzado un declive que les llevó a declarar el cese de sus actividades, siendo la decadencia de ETA evidente todavía a pesar de la ruptura de su tregua. En este periodo ambos grupos terroristas han persistido en buscar una legitimación que algunos sectores se muestran partidarios de otorgarles a cambio de una declaración formal o tácita de cese de sus acciones. Tanto el IRA como ETA, en contextos de grave debilidad, han aprovechado esta disposición de sectores políticos y sociales con positivos resultados. Lo han hecho afianzando una peligrosa dinámica consistente en propugnar lo que han denominado como procesos de paz en los cuales se intenta que los grupos terroristas y los partidos que los representan obtengan la legitimidad que previamente fueron incapaces de lograr. Es por ello por lo que estos procesos, valiéndose de un engañoso lenguaje que busca el respaldo mayoritario de sociedades ansiosas de paz, pueden llegar a convertirse en instrumentos con los que contrarrestar eficaces políticas antiterroristas responsables de la referida deslegitimación del terrorismo. La paz así entendida se convierte en un mero espectáculo en el que lo importante no es una verdadera pacificación, normalización y reconciliación, sino la proyección pública de que se asiste a un proceso histórico. De ese modo, se escenifican actos que permitan que el llamado proceso de paz se mueva aunque sea en contra de una auténtica paz, como demuestra la forma en la que se ha acometido el desarme del IRA.

Al contrario de lo que muchos observadores han defendido, el desarme de la organización terrorista y la metodología con la que debía acometerse eran vitales. Tres fueron los gestos de desarme que precedieron al último acontecido en septiembre. Ninguno de ellos se realizó de un modo que permitiera, tal y como se requería, que el desarme fuera verdaderamente eficaz. Así se desprende de las palabras del propio Martin McGuinness cuando, en vísperas del desarme acometido en octubre de 2003, reconocía que los anteriores actos no se habían llevado a cabo en condiciones «convincentes», de ahí que admitiera la necesidad de «transparencia» para que los pasos del IRA no causaran «decepción». El propio general canadiense John De Chastelain, encargado de supervisar el decomiso de armas, subrayó también que desde 1999 insistió en sus contactos con el IRA en que, a menos que el desarme fuera «visible», se dudaría de las buenas intenciones del grupo terrorista, concluyendo por tanto que las dudas convertirían en ineficaz el desarme. A pesar de ello, en octubre de 2003 y en septiembre de 2005 se cometieron los mismos errores. La única diferencia entre uno y otro acto fue que en esta última ocasión un religioso protestante y otro católico presenciaron el desarme, sin que se hiciera público un inventario de las armas o fotografías de éstas, como se había reclamado previamente. Sin embargo, esta única distinción resultaba insuficiente para garantizar la visibilidad y transparencia exigidas.

Dichos religiosos no eran los que los unionistas habían propuesto, sino otros que sustituyeron a los que el IRA había rechazado. El recambio católico era particularmente desafortunado, al tratarse del padre Alec Reid. Esta figura, presentada en Irlanda del Norte y el País Vasco como un generoso pacificador, carece de la confianza necesaria entre la comunidad unionista al haber sido su objetivo durante años la constitución de un frente pan-nacionalista en el que los partidos nacionalistas no violentos se coaligaran con quienes han defendido el terrorismo. De ese modo, ha insistido Reid, los grupos terroristas cesarían en su violencia, ahora bien, a cambio de una peligrosa legitimación que haría que la debilidad de dichas organizaciones y de sus brazos políticos se transformara en fortaleza. Lógico es por tanto que el unionismo desconfíe de quien ha defendido para el IRA algo que también parece propugnar para ETA: que las organizaciones terroristas obtengan una vez cesen sus campañas, aquello que no pudieron conseguir a causa de las mismas, pero que en ese escenario lograrían precisamente como consecuencia de su terrorismo. En otras palabras, mediante tan sutil mecanismo de coacción y manipulación el terrorismo resultaría finalmente eficaz a pesar de la presentación pública de lo contrario.

Si a ello le sumamos las brutales declaraciones de Reid equiparando a los unionistas con los nazis, lógica resulta la falta de credibilidad del religioso entre la comunidad víctima de la violencia del IRA. Las críticas de los unionistas al método de desarme han sido ignoradas en gran medida exponiendo contradicciones en la política británica que benefician al IRA y a Sinn Fein, al concederles esa legitimidad antes negada. Así se desprende de la declaración de De Chastelain al anunciar que el decomiso careció de la «transparencia» requerida, extremo que, según él, debía aceptarse porque «el IRA dijo que no iba a suceder», ya que el grupo no admitiría que el desarme sirviera para transmitir una imagen de «humillación» o «culpa». Se asumía por tanto como realista el planteamiento de una organización terrorista que además obtenía a cambio la promesa de que las personas con causas pendientes en busca y captura podrían regresar a sus hogares con total impunidad. Las declaraciones de Peter Hain, ministro británico para Irlanda del Norte, son especialmente alarmantes al asegurar que esta medida es «dolorosa» para las víctimas pero «necesaria para cerrar la puerta de la violencia».

Semejante escenario seduce a muchos en nuestro país, ansiosos de impulsar un proceso de paz del que constantemente se habla ya. Se insiste en que dicho proceso no permitirá a ETA extraer precio político alguno, sino que simplemente constatará su derrota. Sin embargo, razonables resultan las dudas al respecto cuando se intenta instalar en la opinión pública la necesidad de que la paz sólo llegará si se acepta la excarcelación anticipada de los presos etarras, el arrinconamiento de las causas pendientes u otros gestos gubernamentales ’de distensión’ tras una declaración pública de tregua por parte de ETA. En este sentido, reveladoras y preocupantes resultaban las palabras del obispo de San Sebastián, Juan María Uriarte, al afirmar hace unos meses que «el bien superior de la paz se merece que todos recortemos incluso nuestras legítimas aspiraciones», de ahí que en su opinión «ningún interés partidista, ningún agravio del pasado y presente, ninguna demostración de violencia deban obstruir el camino hacia la paz».

Esa lógica podría implicar que las víctimas de la violencia etarra acepten hoy el insulto que desde el Parlamento vasco se profiere hacia ellas al crear una ponencia en la que se omite el término terrorismo, pues hay quienes, alterando los referentes morales y políticos básicos, entienden que así se contribuye a la paz y a la reconciliación. Esa misma lógica conduce a que las concesiones a ETA que hoy parecen inadmisibles, sean en el futuro interpretadas como aconsejables con el fin de que el proceso de paz avance. Se ignora así que cualquier legitimación de ETA, por mínima que sea, constituye una deslegitimación de la democracia y de sus víctimas que concede sentido al terrorismo. El pragmatismo al que se alude para justificar semejante actitud no parece tal si observamos cómo en Irlanda del Norte esa misma estrategia ha generado una profunda polarización política y social. Por tanto, y como la experiencia norirlandesa demuestra, se corre el peligro de que la sociedad sea tomada como rehén por un proceso de paz que algunos desean que progrese a costa de una paz justa y verdadera, y en contra de quienes más la merecen: las víctimas del terrorismo.


(Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos)

Rogelio Alonso, EL CORREO, 13/11/2005

De la retórica al compromiso

Señala el autor las incongruencias del plan de Ibarretexe y especialmente la ausencia de medidas desde la educación para combatir lo que él mismo define como "el principal enemigo de nuestra identidad".

 


El 9 de enero, este diario citaba las palabras del lehendakari durante la inauguración del Museo de la Paz en Gernika: «Aquí se violan los derechos humanos de manera bárbara y terrible... ETA sigue matando y violando el derecho fundamental, el principio sin el cual no hay derecho ninguno, la vida humana».

Este pronunciamiento permite cuestionar la idoneidad del plan de libre asociación propuesto por el propio Ibarretxe. En ese programa de supuesta normalización política su autor dejaba sin desvelar, pese a su considerable extensión, la más relevante de todas las incógnitas en el camino hacia la paz: ¿cómo se va a eliminar la violencia de ETA con dicha propuesta? En contra de lo que Ibarretxe subrayaba ante los medios en ese acto público de enero, su propuesta de libre asociación identifica la relación entre España y Euskadi como el problema fundamental que impide la normalización política. Por tanto, en ese falso plan de paz no se aborda adecuadamente la causa básica de que ésta siga sin alcanzarse, o sea, la violación del derecho fundamental por parte de ETA: el derecho a la vida. Obsérvese cómo fue el mismo lehendakari el que dio prioridad al derecho a la vida en esa intervención pública citada arriba, algo que carece de reflejo en una propuesta en la que en cambio ETA no aparece como el motivo principal de que los vascos no puedan hoy decidir su propio futuro «libre y democráticamente», términos profusamente utilizados en dicho texto.

La propia ETA rechazó el plan de Ibarretxe a finales de 2002, lo que provocó la inmediata reacción del lehendakari convocando la manifestación de Bilbao. El dirigente nacionalista volvía a contradecirse mostrando claramente que, pese a haber defendido sus reivindicaciones soberanistas con el argumento de que la organización terrorista no iba a condicionarle, en efecto ETA incide sobre su comportamiento. Así pues hay una evidente incoherencia entre las declaraciones del máximo responsable político vasco y sus acciones en la más importante de sus tareas: la búsqueda de la paz.

La deslegitimación de ETA requiere algo más que palabras bien intencionadas. En esa labor son precisos actos que demuestren constancia y determinación, siendo éstos especialmente necesarios por parte del nacionalismo gobernante dada su privilegiada posición de autoridad institucional y dentro de la llamada familia nacionalista. Si realmente existe voluntad, su ideología -pues ETA persigue unos fines nacionalistas- le permite una mayor eficacia en la deslegitimación política y social de la violencia, algo básico en toda estrategia antiterrorista.

Sorprende que con ese objetivo jamás se haya optado por poner en práctica campañas de publicidad contra la violencia terrorista y orientadas hacia la concienciación de la juventud. En el perfil sociológico de quienes asesinan por ETA destaca su juventud, siendo evidente que la adolescencia representa una fase de desarrollo particularmente vulnerable. Es bien sabido que los grupos terroristas buscan adeptos entre jóvenes que se hallan en una edad impresionable y que determinados contextos de socialización favorecen el aprendizaje de la violencia. Por tanto, la educación emerge como un arma vital en la batalla por la paz.

Así podría desprenderse de las palabras de Anjeles Iztueta, consejera de Educación del Gobierno vasco, recogidas en un artículo publicado hace unos días en este periódico. Aunque en él la consejera no aludía a la violencia terrorista, del mismo se podían extraer conclusiones para solucionar el problema capital del pueblo vasco. En opinión de Iztueta, «en la sociedad del conocimiento, la educación no será monopolio de las escuelas, será un aprendizaje continuo y abarcará toda la vida». Añadía que «aprendemos el 20% de lo que escuchamos, el 40% de lo que escuchamos y vemos y el 70% de lo que escuchamos, vemos y hacemos nosotros mismos», de ahí que indicara que la educación debe evitar «contradicciones entre lo que decimos y lo que hacemos».

En contra del modelo que propone Iztueta, y como se ha ilustrado en los párrafos iniciales, hay tremendas contradicciones entre lo que Ibarretxe dice y lo que hace. ¿Qué sentido tiene subordinar la paz a una propuesta política en la que no se abordan métodos que permitan eliminar la causa prioritaria de que la convivencia en la sociedad vasca esté dañada, esto es, la violencia etarra? Es obvio que para el concejal amenazado que vive a la sombra de sus escoltas o para la profesora universitaria que acude a su puesto de trabajo en condiciones similares tan inhumanas, el obstáculo fundamental para la convivencia no radica en la relación entre Euskadi y España, sino en la intimidación de ETA, que altera radicalmente la vida de miles de ciudadanos vascos.

En ese contexto, y teniendo presentes las anteriores palabras de la consejera del Gobierno vasco, se aprecia otra incoherencia en la ausencia de campañas que contribuyan a una educación en contra de la violencia y a favor de la concienciación de jóvenes con el potencial de ser ideológicamente manipulados por ETA. En una sociedad en la que existen campañas contra la violencia de género, la drogadicción, el racismo y los accidentes de tráfico, ¿por qué no se recurre también a métodos de concienciación similares a través de los medios de comunicación públicos, habida cuenta de que, como ha indicado Ibarretxe, «ETA sigue matando y violando el derecho fundamental, el principio sin el cual no hay derecho ninguno, la vida humana»?

Desgraciadamente no se presta excesiva atención a los ámbitos en los que se produce la socialización de determinados jóvenes que eligen la violencia bajo el manto de una ideología nacionalista deslegitimadora del Estado democrático, ni a los mecanismos de aprendizaje social de dichas respuestas violentas. Es éste un terreno sobre el que resulta necesario incidir, de manera que el diseño de iniciativas reales permita dar sentido a la búsqueda de la paz, trascendiendo la ambigüedad de la que se ha dotado a ese término en el discurso nacionalista de lo políticamente correcto, que subraya el pacifismo y el diálogo como pilares básicos de sus acciones sin que se aprecien pasos efectivos en dicha dirección. Difícilmente se puede construir una cultura de la paz sin adoptar un papel activo y firme desde múltiples frentes, entre ellos el educativo, contra el principal agente empeñado en dinamitar ese proyecto, o sea, ETA. Si Ibarretxe asegura, como hizo en Getxo el pasado 17 de enero, que ETA es «el principal enemigo de nuestra identidad», lo incongruente es presentar como alternativa para la paz un programa que ignora dicha premisa.

Si las motivaciones de esos jóvenes inmaduros y vulnerables a la radicalización de ETA no se encuentran en agravios políticos reales, siendo éstos más bien pretextos que revisten los auténticos estímulos que impulsan a determinadas personas a utilizar la violencia, se está confrontando el manido 'conflicto político' de manera errónea, utilizándolo peligrosamente como una mera coartada ideológica. A pesar de lo que tradicionalmente se ha aceptado en ciertos sectores, la motivación de muchos de esos jóvenes utilizados por ETA no emana de circunstancias externas a los propios individuos, como la represión, la imposición o la violencia del Estado. En contra de lo que un determinado discurso nacionalista reproduce, alimentando ideológicamente a ETA, el presente sistema democrático no puede compararse con una dictadura franquista que la mayoría de los actuales activistas etarras jamás conoció. Por ello es normal que la socialización y la educación recibida ejerzan sobre ellos una mayor influencia.

Si es de ahí de donde surgen las raíces de la violencia, parece lógico deducir que los métodos para acabar con ella no deben quedar subordinados a innovaciones del marco jurídico y político, como ansía Ibarretxe. Por tanto, la verdadera búsqueda de la paz obliga a identificar correctamente las causas que la impiden y que se actúe en consecuencia. Es decir, si el lehendakari piensa que «aquí se violan los derechos humanos de manera bárbara y terrible», y que «ETA sigue matando y violando el derecho fundamental, el principio sin el cual no hay derecho ninguno, la vida humana», es consecuente exigirle medidas concretas y eficaces contra el grupo terrorista culpable de tan grave vulneración. Si Ibarretxe entiende que ETA es «el principal enemigo de nuestra identidad», más que una nueva relación entre España y Euskadi lo que se requiere primordialmente es un plan real para eliminar esa amenaza etarra a la que se concede tanta centralidad en ciertos discursos públicos. Quizá así sea posible demostrar un sólido compromiso con la paz que no se reduzca a mera retórica.

Rogelio Alonso en EL CORREO, 26/1/2003

 

El atentado inevitable

La sensación de vulnerabilidad que el terror indiscriminado provoca no debe hacernos olvidar que la política antiterrorista requiere una coherencia que precisamente el terrorista busca alterar. Hay que apostar por una pedagogía que permita comprender tan inquietante fenómeno sociopolítico, en aras de una militancia imprescindible por parte de nuestros sistemas democráticos.

 


"El atentado en Londres es inevitable". Así se expresó el máximo responsable de Scotland Yard, John Stevens, días después del atentado terrorista perpetrado en Madrid el 11-M. En aquellos momentos, el Reino Unido había logrado neutralizar actividades terroristas que perseguían aterrorizar a la sociedad británica, como han logrado quienes el jueves asesinaron a decenas de personas en Londres. Después de años de combatir el terrorismo etnonacionalista del IRA, de padecer sangrientos atentados de dicha organización terrorista en lugares como los que antes de ayer volvieron a ser escenario del terror, el Reino Unido debió adaptar sus estructuras de seguridad a la amenaza del fundamentalismo islamista. Ha venido haciéndolo con éxito, evitando lo que sin embargo finalmente resultó inevitable, como avanzaban las autoridades políticas y policiales en Gran Bretaña. La desgraciada materialización de sus premoniciones no cuestiona a priori la eficacia de la lucha antiterrorista en dicho país, poniendo de relieve sin embargo las complejidades que entraña y los enormes esfuerzos que requiere. No puede ser de otro modo si tenemos en cuenta la deliberada intención de atentar indiscriminadamente mostrada por individuos carentes de inhibiciones morales y tácticas a la hora de utilizar el terrorismo.

La selección de los objetivos en la capital londinense, tres estaciones de metro y un autobús, confirma los deseos de los perpetradores de causar elevados niveles de letalidad generando unos efectos comunes en diversos fenómenos terroristas con indiferencia de su motivación o ubicación geográfica. Es muy frecuente que el terrorista elija como el blanco de su violencia redes y medios de transporte con la intención de afectar de manera considerable la vida de los ciudadanos multiplicando así el impacto de su acción, como el 11-M demostró en nuestro país. Es al mismo tiempo una sencilla forma de generar una profunda sensación de alarma, pánico y vulnerabilidad entre la población víctima directa de la violencia y también en aquella audiencia que contempla la tragedia provocada por el terrorista. De ese modo la violencia física adquiere una dimensión también psicológica al generar reacciones emocionales como la desolación, la confusión y el miedo, factores todos ellos que condicionan los comportamientos de quienes presencian el acto terrorista. De ahí el interés de perpetrar atentados contra estos objetivos, motivado también por la notable dependencia de los medios y redes de transporte que las sociedades actuales tienen, como expone el caos que se ha desencadenado en la capital británica tras la matanza de hace dos días.

La vulnerabilidad de nuestras sociedades ante el fenómeno terrorista que de dichas circunstancias se deriva dificulta el éxito completo e inmediato de esfuerzos como los que indudablemente se han llevado a cabo en el Reino Unido para contrarrestar el desafío del terrorismo islamista, trabajo que incluso ha inspirado medidas adoptadas por nuestro propio país. Éste es el caso del denominado Joint Terrorism Analysis Center (JTAC), operativo desde julio de 2003 y que ha servido de modelo para el Centro Nacional de Coordinación Antiterrorista (CNCA), creado en España tras los atentados del 11-M. El JTAC ha supuesto una significativa reforma estructural de la comunidad de inteligencia en el Reino Unido, aglutinando a representantes de las diferentes agencias de seguridad con el objetivo de perfeccionar la coordinación entre ellas. Mediante la colaboración y la acción coordinada de las distintas policías y servicios de inteligencia, ha mejorado sin duda la calidad en la evaluación y el análisis de las amenazas, obteniendo positivos resultados que evitaron otros atentados terroristas y, por tanto, la pérdida de vidas humanas. Conviene quizá recordar este punto en unos difíciles y trágicos momentos en los que decenas de personas han sido asesinadas. Debe tenerse presente que la eficacia de ciertas medidas antiterroristas requiere precisamente de tiempo para poder adquirir su máximo grado de eficiencia. Es preciso destacarlo con objeto de entender que la erradicación absoluta del terrorismo en un corto espacio de tiempo no es un objetivo político realista. La inteligencia continúa siendo un factor vital que exige unos ritmos, resultando de una enorme complejidad la adquisición de conocimientos previos de todos y cada uno de los potenciales actos de terrorismo que se planean. Debe asimismo aceptarse que al igual que ha ocurrido con fenómenos terroristas endógenos, habrá siempre individuos a los que no será posible integrar en nuestras sociedades, siendo por tanto el encarcelamiento de los mismos y su posterior reinserción el horizonte deseable.

Conviene asimismo introducir una mayor cautela y realismo en el análisis de un fenómeno sobre el que se desconocen todavía amplias facetas. Es por ello por lo que parece oportuno aventurar que, aunque ciertamente conocemos cuáles son los mecanismos a los que jamás deben recurrir los Estados en su actual lucha contra el terrorismo, desconocemos en cambio si la implementación de los métodos que sí entendemos necesarios y adecuados será suficiente para la eliminación de semejante amenaza. A pesar de esta incertidumbre, debemos obrar con la certeza de que el debilitamiento del terrorismo exige siempre respuestas que no se sustraigan a los principios democráticos y al estricto marco de la legalidad, recayendo por tanto en nuestros entornos plurales una enorme responsabilidad a la hora de evitar la reproducción del terrorismo.

En este sentido, experiencias previas de lucha antiterrorista nos ilustran sobre errores cometidos en el pasado alertándonos acerca de los efectos contraproducentes que acciones estatales desproporcionadas pueden llegar a tener. Con frecuencia se ha asumido como válida la noción de que los Estados debían erradicar el terrorismo con celeridad al jugar el tiempo a favor de los terroristas que intentaban subvertir el sistema mediante la utilización de la violencia. Numerosos han sido los ejemplos de acciones estatales que, inspiradas en dicha lógica, han resultado ser respuestas apresuradas y desproporcionadas. Cierto es que el factor tiempo constituye una variable de gran importancia, pues la dilación en la implementación de determinadas políticas puede mermar la capacidad de prevención facilitando la preparación de actos delictivos ejecutados con impunidad. Ahora bien, tan contraproducente resulta la demora en la respuesta como la desproporción a la hora de adoptarla, pues ésta exige un procedimiento que comprenda la correcta y rigurosa evaluación de la amenaza, así como la consideración de los efectos que los métodos frente a ella pueden tener al plantearse hipotéticos escenarios a los que llevaría su aplicación.

La sensación de vulnerabilidad que el terror indiscriminado provoca no debe hacernos olvidar que la política antiterrorista requiere una coherencia que precisamente el terrorista busca alterar. Madrid y Londres han sido golpeadas una vez y podrían volver a serlo en el futuro a pesar de los intensos esfuerzos por conjurar un desafío terrorista que sin duda va a permanecer entre nosotros en los próximos años. Semejante realidad obliga a apostar por una pedagogía que permita a nuestras sociedades comprender tan inquietante fenómeno sociopolítico y cómo debemos hacerle frente. De ese modo, a la brutalidad y al fanatismo del militante terrorista, podremos oponer una militancia por parte de nuestros sistemas democráticos que en esta larga confrontación resulta imprescindible.


Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política y coordinador de la Unidad de Documentación y Análisis sobre Terrorismo en la Universidad Rey Juan Carlos.

Rogelio Alonso, EL PAÍS, 9/7/2005